En esta época de cristianismo
difuso, concentrado casi todo el tiempo en temas sociales opinables, y diluido
y olvidado de la Fe, conviene recordar el significado de la Navidad.
El pecado original, el
nacimiento, la crucifixión y la resurrección de Cristo tienen una ilación
necesaria.
Dios nos creó, sin merecimiento
de nuestra parte, en situación de “justicia originaria”, con Gracia deiforme,
con los dones preternaturales, en un estado de unión con El tan intenso que “bajaba
a hablar con nosotros al atardecer”. La Fe no consiste en creer las
representaciones populares de un paraíso similar a La laguna Azul. La Fe
consiste en creer que verdaderamente hubo una situación de Gracia originaria
con Dios, aunque no sepamos ni cómo ni dónde. La Fe comienza precisamente por
comprender la Gracia de Dios, ese hábito entitativo sobrenatural que sólo por
misericordia, y no por nuestros méritos, estaba en nosotros desde el inicio de
la creación.
Sólo así se entiende el drama del
pecado original: en haber querido ser como Dios. El que recibe la gracia se
sabe finito; pero haber querido ser infinito –un pecado de soberbia,
intelectual- eliminó la Gracia. Dios no fue el causante de un castigo
arbitrario: el haber perdido la Gracia originaria, el haber sido “arrojados al
mundo” fue el resultado necesario de haber querido ser infinitos. Cómo fue que
hayamos cometido ese pecado, inicia el misterio de la libertad y la Gracia, que
sólo se entiende cuando comprendemos que incluso cuando damos el sí a la
Gracia, estamos movidos por la Gracia, y por ende lo único que queda a nuestra
naturaleza es el “no”. Sólo el “no”, ser humano, te pertenece: dolorosa
condición que sin embargo no es sino otro resultado de tu finitud.
Como este castigo es un acto de justicia,
así podríamos haber seguido, siempre. El acto de redención fue totalmente un
acto de misericordia, no de justicia, pero tampoco injusto, pues en Dios,
justicia y misericordia son una sola: no precisamente como en nosotros, que las
vivimos en conflicto.
Dios, entonces, con total
misericordia, sin ningún merecimiento de nuestra parte (de vuelta) promete un
redentor, ya desde el Génesis. Ese es el origen de la primera alianza, del
pueblo elegido, el pueblo de Israel, pre-figura de la Iglesia. El nacimiento
del mesías, sólo barruntado como tal por los pobres de Yahvé, fue el
cumplimiento de una promesa que Dios se hizo a sí mismo y nos hizo. Jesús es el
Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada, dos naturalezas,
divina y humana, y una sola persona, la divina. Nosotros, finitos, no podíamos
perdonar nuestro pecado, no podíamos saldar la deuda infinita contraída con
Dios por el pecado. Sólo Dios podía saldar la deuda, sólo lo infinito podía
saldar una deuda infinita, y por eso Dios, en su Segunda Persona, se encarna,
se hace hombre, para que ese hombre, ese nuevo Adán, pudiera encarnar el
sacrificio para el perdón de nuestros pecados. Conmueve saber que cuando Cristo
está clavado en la Cruz, tiene in mente a cada uno de nosotros, con nuestro
nombre: no muere por una humanidad in abstracto sino por cada uno de nosotros
in concreto.
Lo que celebramos en Navidad, por
ende, es el nacimiento del Redentor, de aquél que se va a sacrificar por
nosotros para devolvernos la amistad con Dios y la Gracia perdida, convertida
ahora en Gracia Cristiforme. O sea, para estar con Dios, sin el cual nuestra
naturaleza queda radicalmente cortada a su fin. Si lográramos ver cómo es
nuestra naturaleza sin Dios, quedaríamos horrorizados al ver cada uno su propio
retrato de Dorian Gray.
Por eso el nacimiento del
redentor es el nacimiento de Cristo en la Cruz, Jesucristo. Que nos libera del
pecado original y nos permite volver con Dios y por ende ser plenamente
nosotros mismos. Que nos convierte en el Hombre Nuevo; que nos libera de
nuestra vanidad y nos revierte de la Caridad que cura, que cauteriza, a la
naturaleza herida por el pecado llevándola entonces a su absoluta plenitud.
Todo esto lo entendemos por la
Gracia de Dios. Antes de pentecostés, sólo los pobres de Yahvé lo barruntaban
entre sombras: María, José, José de Arimatea. Otros creían, y aún creen, que
Cristo los iba a liberar del Imperio Romano. Algunos discípulos se ponen a debatir quién será el
primero en el Reino de Israel, y hasta Pedro intenta disuadir a Cristo de su
sacrificio. Sólo en Pentecostés, bajo el ala de María, ya redimida por los
méritos de Cristo, todo se aclara. Los ignorantes se vuelven sabios, los
cobardes, en valientes, los tímidos, en predicadores: predicadores del Reino
que no es de este mundo, predicadores de la Buena Nueva, de la salvación, para
todos los seres humanos, para todos los que, movidos ya por la Gracia, miren la
Cruz de Cristo con los misteriosos ojos nuevos de la Gracia.
Todo esto es Navidad. Si parece
que no, es una buena oportunidad de conversión,
otra palabra olvidada, otra palabra esencial.
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