Había decidido no escribir nada sobre el tema de los
divorciados vueltos a casar. El tema me excede y, además, mucho de lo que se
escribe sobre el asunto, de modo tan pasional, sólo agrega ruido a la cuestión.
Pero escribo porque, con toda falibilidad, se me ha ocurrido
algo.
¿No estamos jugando a Dios en este tema?
Me explico. La Familiaris
consortio, de JPII, en 1984, había hablado mucho sobre el tema. Establecía
pautas pastorales concretas y tenía una real preocupación por esas parejas. Incluso
reconocía que muchas de ellas sabían que su primer matrimonio no había sido
nunca válido, tema explícitamente citado por el Sínodo, y daba amplio margen de
maniobra a cada obispo y parroquia para el acompañamiento espiritual, caso por
caso, de situaciones difíciles. Pero para muchos utra-tradis ya fue
suficientemente revolucionario que JPII insistiera en que por favor se los
invitara a participar de la Misa, de las actividades parroquiales, etc. Lo sé
bien porque un año después, en 1985, en una conferencia, -de esas que yo comenzaba a dar sobre mercado e Iglesia- alguien me preguntó
qué hacer con “el problema” de los divorciados vueltos a casar. ¿Qué problema?,
contesté yo, realmente preguntando. “Bueno,
si se los puede invitar a comer…..”. En mis adentros surgió un WHAT enorme. Yo
tenía 25 años y no tenía idea de qué me estaban hablando. Como contestando algo
insólito, dije luego de unos vacilantes segundos de silencio: “bueno, si la Familiaris consortio de JPII los invita
a la cena del Señor, por qué nosotros no los vamos a invitar a comer”…..
Pero, por supuesto, la exhortación apostólica de JPII
también reafirmaba claramente la norma doctrinal y disciplinar de no darles la
comunión de vuelta, excepto que vivieran como hermanos. Y ese es el tema que ha
tenido preocupado al último Sínodo y a todo el mundo.
Vuelvo a decir que no tengo nada que agregar a los
argumentos que se han dado de un lado o de otro, excepto lo siguiente. Si la
gracia de Dios sopla donde quiere y cuando quiere, si hay medios
extra-ordinarios para la recepción de la Gracia de Dios, si, obviamente, ningún
ser humano puede juzgar el fuero interno de la conciencia –y todo esto que acabo de decir no es ni viejo ni nuevo, ni
pre-conciliar ni post-conciliar, ni pre-este-sínodo ni después, ni conservador
ni progresista, sino sencillamente obvio en la doctrina de siempre de la
Iglesia- entonces, ¿por qué tanta preocupación? Claro que seguramente hay
católicos vueltos a casar por civil cuyo primer matrimonio fue nulo y que, por gracias extra-ordinarias, seguro
son más santos que muchos de los que se autoproclaman santos; claro que hay muchos
que están pensando en su situación y necesitan acompañamiento pastoral; claro
que a todos, sencillamente a todos, hay que llamarlos a la vida parroquial….
Pero entonces, ¿por qué esta obsesión por la casuística? ¿Qué vamos a hacer,
una lista explícita de lo que se debe hacer caso por caso, que pueden ser
infinitos? Y si se mantiene la norma recordada por JPII, por el bien común de
los fieles, ¿por qué habría tanto problema? Si una pareja está segura en su
interior de la justicia de la segunda unión, ¿cuál es el problema de recibir la
comunión espiritual y comenzar a pensar el proceso de nulidad? Y si no, ¿qué?
¿No se les puede dar la comunión espiritual igual y estar-con-ellos-siempre y sencillamente siempre?
Quiero decir, ¿no nos hemos puesto a jugar a Dios sin darnos
cuenta? Si Dios conoce el secreto de los corazones, ¿por qué no le dejamos a El
la casuística y mientras tanto la Iglesia toda se mantiene sencillamente fiel a
una norma general que, lamentablemente para los anti-cartesianos :-)), tiene que ser clara y
distinta para la no confusión del mensaje evangélico?
¿Por qué no podemos dejar todo lo demás a Dios, al Dios del perdón, de la misericordia y de la comprensión infinita y perfecta?
Son sólo preguntas. Perdonen todos si me he equivocado.
1 comentario:
Pero es que la raíz de todo el debate no es la comunión de divorciados vueltos a casar sino el minimum fidei que proponen Kasper y Francisco, el cual ignora la solución tan bella de JPII: que el matrimonio entre bautizados, así uno o ambos sean no-creyentes en el momento de casarse y con tal de que ambos estén dispuestos a darse exclusivamente y abiertos a la procreación, constituye en sí el comienzo del camino de la salvación y una apertura a Cristo; por ende ese matrimonio es sacramentalmente válido. La propuesta minimum fidei no es casuística sino un error doctrinal y pastoral.
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