En ocasión de la beatificación de Enrique Shaw, reproducimos el cap. 4 de nuestro libro "Antropología cristiana y economía de mercado", (Unión Editorial, Madrid, 2011) que trata sobre la santificación de la vida empresarial.
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CAPÍTULO 4
Hacia una ética de la producción y un análisis de la vocación empresarial
1.
Pequeño repaso del tema de la escasez y la producción
Ya hemos visto
que, después del pecado original, el ser humano queda expuesto a una situación
de escasez que no es mala en sí misma, sino que es una radical insuficiencia de
la naturaleza física en relación a sus necesidades culturales, específicamente
humanas (inter-subjetivas). Hemos visto también que el ser humano pierde además
el don preternatural de ciencia y queda expuesto a una situación de
conocimiento disperso aún más disperso
que el que tuviera en estado de naturaleza “pura”, y que el conocimiento que
tiene en estado de naturaleza redimida
es el necesario para la salvación pero ello no
incluye los demás tipos de conocimiento necesarios para su vida natural. Esa escasez, sumada a la
dispersión de conocimiento, es la clave del problema económico, parte del cual
es, justamente, cómo producir aquello
que es escaso. Hemos visto que nada tenemos que objetar a la justicia
distributiva pero ésta siempre presupone (ya sea la del padre de familia, la
del abad de un convento, la del párroco en su parroquia, la del rector en su
universidad, la del gobernante en su municipio, y así) precisamente un
“pre-supuesto”, esto es, un conjunto dado
de bienes y servicios que hay que repartir, pero esos bienes no pueden ser
dados de la nada, sino que deben
haber sido previamente producidos.
Hay una diferencia cultural evolutiva enorme entre hacer una canoa o un
transbordador espacial, pero ambos remiten a un proceso de ahorro e inversión
como único método de producción de aquello que no está dado de manera
sobreabundante, y hemos visto, en relación a esa escasez, el papel de los
mercados, la propiedad y los precios como instituciones que permiten concentrar el conocimiento e incentivar
ese proceso de ahorro e inversión.
El problema
económico se concentra entonces en la
escasez y la producción de aquellos bienes y servicios que son escasos. La
distribución en cambio se concentra en un problema ético: cómo distribuir con
justicia lo que ya ha sido producido.
Pero entonces se produce un desenfoque: concentramos el problema ético pero también el económico en la sola
distribución (frases tales como “la riqueza está allí, el problema es cómo se
la distribuye) y desatendemos el tema de la producción, y, al mismo tiempo,
desatendemos también a la ética de la producción. Quiero decir: si enfocamos
bien el tema y vemos que el problema económico se concentra en cómo concentrar
el conocimiento disperso y por ende producir aquello que es escaso, entonces
nos daremos cuenta al mismo tiempo que la ética también tiene que ver con ello.
De lo contrario tendremos el preconcepto
negativo de que sólo el que distribuye es bueno y el que produce es sólo un
egoísta concentrado en su ganancia. No. En la producción puede haber mal
moral pero también bien moral; como toda acción humana, está abierta a ambas
cosas. Y como la tradición cristiana es rica en las advertencias contra la
riqueza, vale la pena preguntarse: ¿dónde está el bien moral en los procesos productivos?
2.
La acción empresarial en el mercado
Para ello, de
igual modo que para analizar la ética
en los precios analizamos la naturaleza
de los precios, ahora debemos analizar brevemente la naturaleza de la empresarialidad en el mercado.
Cuando vimos
al mercado como orden espontáneo, vimos que uno de sus principales condiciones
era la presencia de una capacidad de aprendizaje por parte de oferentes y
demandantes para conjeturar e interpretar las expectativas de los demás
participantes en ese “juego de lenguaje”. Esa capacidad de aprendizaje
compensaba al conocimiento disperso con el que actuamos en el mercado y
permitía que las expectativas de oferta y demanda fueran menos dispersas.
Pero, ¿qué
significa, más específicamente, ese aprendizaje? Años después, Mises escribió
en su tratado de economía que “…como todo sujeto actuante, el empresario
siempre ve hacia adelante. Se maneja en las inciertas condiciones del futuro.
Su éxito o fracaso depende de cuán correctamente anticipe los sucesos inciertos
venideros. Si falla en interpretar el futuro, sale del mercado. La única fuente
de la ganancia empresarial está en su habilidad en anticipar mejor que los
demás la demanda futura de los consumidores”[1]. El contexto de este párrafo es el origen de las pérdidas o
ganancias en el mercado, para lo cual Mises habla de una especial habilidad de
prever y anticiparse a las valoraciones de la demanda. Por eso Mises también
hablaba del carácter empresarial de toda acción humana en el mercado[2]: ya seamos productores,
consumidores, ahorristas, inversionistas, empleados o empleadores, todos
tratamos de anticipar de algún modo nuestra situación futura en el mercado.
Sobre la base
de Hayek y Mises, desde 1973 en adelante, el economista Isreal Kirzner
desarrolló la teoría de la empresarialidad como una “alertness” empresarial[3]: una habilidad, no
adquirida por la educación formal, de “estar alerta” a las oportunidades de
ganancia en el mercado. No la pura suerte, sino una capacidad intelectual
intuitiva, conjetural, de presuponer por dónde van a circular las valoraciones
de los demás participantes en el mercado; una capacidad de interpretación de la
situación de mercado que permite ver una oportunidad de ganancia donde otros no
la ven. El contexto de todo esto es
nuevamente explicar de qué modo el mercado, como proceso espontáneo, tiende a
una mayor coordinación de conocimiento, en contraposición a los modelos
tradicionales de competencia perfecta y en contraposición al modelo
shumpeteriano de empresario como creación “destructiva”.
¿Por qué hemos
aclarado el contexto en todos los casos? Porque para el lector cristiano, esta
relación entre ganancia y acción empresarial puede parecer descriptiva, sí,
pero éticamente deficiente. Claro que no es sólo la ganancia lo que debe mover
la acción empresarial, y nosotros mismos lo vamos a afirmar, pero por ello
mismo hay que entender el problema que tenían Hayek, Mises y Kirzner entre
manos. El problema es si el mercado es un proceso que concentra conocimiento o
lo dispersa, si coordina expectativas o al contrario las des-encuentra, en
última instancia, si tiende al orden o al des-orden. Por ello centran su
atención en que, si alguien “logra mantenerse” en el mercado, es porque no incurre en permanentes pérdidas; si
no incurre en pérdidas es que como
oferente su bien o servicio goza de demanda efectiva, y si goza de demanda
quiere decir que ha acertado en conducir
los recursos escasos hacia las necesidades de la demanda, lo cual es parte
de la esencia del problema económico. Pero ese “mantenerse o no” en el mercado
tiene que ver, sí, con el margen de rentabilidad o pérdida que el oferente
obtenga, y por ello el tema “se concentra” en el tema de la “ganancia”
empresarial y la famosa rentabilidad. Mantengámonos por ahora en ese contexto.
3.
Legalidad, justicia y ley humana en el caso de la
ganancia empresarial
Como sabemos,
la moralidad de una conducta humana depende del objeto, fin y circunstancias.
Si un empresario obtiene su ganancia en el mercado sin dolo, fraude, violencia
o monopolio jurídico indebido, su ganancia es justa (dadas todas las
aclaraciones efectuadas anteriormente sobre los precios y la propiedad)
independientemente de su fin último y circunstancias diversas. Rige en este
caso la misma norma que para cualquier intercambio en justicia conmutativa: si
doy al otro lo que debo y recibo lo que debo, la ganancia es justa más allá del
fin último y circunstancias. Y dado que, como ya hemos aclarado, la ley humana trata sólo de esta
justicia, no corresponde a la ley humana inmiscuirse en los fines últimos de
las acciones, ni éstas ni de cualquier otra.
Por lo tanto,
desde un punto de vista legal, una
ganancia puede ser perfectamente justa,
en la medida que cumpla con las normas que la ley humana puede exigir de la
justicia. Ese caso está abierto a que los fines últimos de la acción sean
santos, muy buenos, medianamente buenos o definitivamente malos, pero no
corresponde a la justicia humana esa cuestión.
Si entramos en
la moralidad de la acción, el fin puede ser moralmente neutro y por ende las
circunstancias son definitorias. Si uso la rentabilidad obtenida para ir de
viaje, ello no es bueno ni malo en sí mismo, y hay que analizar las
circunstancias: por qué voy de viaje, la compatibilidad del viaje con otras
virtudes, etc.
Si uso la
rentabilidad obtenida “para ayudar a los necesitados” (ejemplo típico) ello es
moralmente bueno pero también es necesario analizar las circunstancias: si con
ello dejo de ayudar a mi familia, o lo hago sólo para aparecer en los medios de
comunicación, etc.
Y si la uso
sólo para fines intrínsecamente incompatibles con una vida cristiana o incluso
incompatibles con virtudes humanas fundamentales, ello es inmoral, claro, pero no ilegal. Este punto cuesta habitualmente al cristiano en la medida que no esté
acostumbrado a fijar el límite entre lo moral y lo legal, y por ello la cita de
Santo Tomás al respecto que hemos usado muchas veces[4].
4.
La vocación empresarial
4.1.
La vocación empresarial como parte del llamado universal
a la santidad
Todo
lo anterior es importante como aclaración, como pasos previos, relativamente
obvios, aunque olvidados a veces, que nos permiten llegar al punto fundamental:
la vocación empresarial[5].
La
vocación empresarial debe enmarcarse ante todo en el tema de la vocación desde
un punto de vista de una antropología cristiana. Usos y costumbres linguísticos
y de la praxis cotidiana mostraban a la vocación, no mucho tiempo atrás, como
un llamado que Dios hacía a los sacerdotes y religiosos/as, dejando a los demás
como “los no llamados”. Eso nunca formó parte de la Fe Católica pero en la
praxis cotidiana de la Iglesia se lo veía así.
El
Vaticano II fue un llamado de atención en ese sentido. Puso las cosas en su
lugar y definió al laico como “…todos los fieles cristianos, a excepción de los
miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia.
Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo,
integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función
sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la
misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde…[6]”. Esto es, una
caracterización positiva: el laico es llamado a estar en el mundo, no “dejado a
su suerte porque no fue llamado”. Y, coherentemente con ello, el Vaticano II
destacó el llamado universal a la
santidad, esto es que todos, en cualquier estado, laical, religioso o
sacerdotal, son llamados, en virtud
del bautismo, a realizar plenamente su unión con Dios por medio de la
perfección de la caridad que viene de Dios[7].
Coherentemente
con todo lo anterior, uno de los ámbitos donde más se recordó este tema y donde
cambió incluso la praxis pastoral de la Iglesia, fue el matrimonio. Nuevamente,
mientras una praxis y un pensamiento no escrito veían al matrimonio como “lo que
quedaba a los no llamados”, e incluso se lo veía como una canalización de una
siempre peligrosa sexualidad, a fin de evitar la condenación, el Vaticano II
puso énfasis en aspectos que el magisterio anterior nunca había olvidado[8]. El matrimonio es una
vocación, un llamado a la santidad en el mundo laical, un llamado a la
perfección cristiana, una Iglesia doméstica[9], y su inherente
sexualidad, antes cubierta de sospecha hasta que se demuestre lo contrario, es
ahora destacada como algo bueno en sí mismo. No se le da un “si, pero…”, y a continuación una serie de advertencias
y admoniciones (algo de esto ya
habíamos comentado en el cap. 1), sino un sí definitorio, no ignorando, desde
luego, que después del pecado original, esto tan bello y noble, la sexualidad,
puede salirse de su vocación originaria y su orden originario, y que la
corrupción de lo mejor es lo peor.
Pues
bien: diagnostico (faliblemente, claro), que en cuanto en cuanto a lo
económico, la escasez, el comercio, el mercado y la acción empresarial, estamos
igual que con respecto al matrimonio antes de los recordatorios del Vaticano
II; no como doctrina escrita, claro, pero sí como pensamiento y praxis
cotidiana. No es de extrañar, pues, que hablar de una “vocación empresarial”,
desde una antropología cristiano-católica, siga siendo algo nuevo.
¿En
qué consiste la vocación empresarial? ¿Qué es ese “llamado”? Es, como sabemos,
un “emprendimiento”, pero, ¿hacia qué?
Allí está la clave. El empresario tiene un pro-yecto. Como todo ser en
el mundo, él forja su futuro, se “yecta” hacia delante en el ámbito del
mercado. El empresario tiene un sueño, un anhelo, una idea, esto es, una causa
formal extrínseca, que se identifica con la causa final, que es lo primero en
la intención. El empresario no tiene inicialmente capital, o una inversión
realizada: tiene una idea, a partir
de la cual puede pedir crédito, ir hacia el futuro, combinar factores de
producción presentes pensando en un bien futuro. Y para eso necesita
rentabilidad, por supuesto, pero como medio, no como fin. El fin es el
proyecto. Lo que pone en marcha su energía y su capacidad es esa idea final.
Desde un punto de vista antropológico, es lo que le da pasión. Sin pasión, sin
ideales, sin vocación, precisamente, los seres humanos caen en la existencia
inauténtica, se convierten en robots, son invadidos por la sola razón
instrumental y su vida carece de sentido. Y con ello, paradójicamente, su
eficiencia cae. El que va al mercado preguntando “qué se vende”, ha
perdido el sentido de su vida y, paradójicamente, será un mal empresario, al
poner el fin exclusivo de su vida en cualquier tipo de rentabilidad, como aquel
barco que, sin rumbo fijo, cualquier viento le viene bien.
En
la película Meet Joe Black[10], el personaje
central es precisamente un empresario, William Parrish, dueño de una
prestigiosa empresa de comunicaciones. Uno de los sub-tramas de la película es
que nuestro empresario tiene presiones, por parte del directorio, para realizar
una fusión con otra empresa con usos y costumbres éticamente muy cuestionables.
La fusión le daría mayor rentabilidad y es jurídicamente irreprochable,
pero Parrish percibe que, precisamente, la fusión lo saca de su proyecto: una empresa donde la verdad y la honestidad
de la comunicación es lo principal. Permanece inflexible en su postura y,
debido a una hábil maniobra de uno de los principales accionistas, pierde su
puesto como presidente del directorio. Vale la pena escuchar las palabras
que los guionistas ponen en su personaje:
“…I don't want anybody buying up my life's work and turning it into
something it wasn't meant to be. A man
wants to leave something behind. And he wants it left behind the way he made
it. And he wants it to be run the way he
run it -- with a sense of honor, of dedication, of truth. Okay?”[11] El ejemplo no podría ser
más claro: el trabajo de su vida no va a ser comprador para algo que no estaba destinado a ser: un modo en el cual hay
sentido de honor y verdad.
Por
supuesto, cualquier persona de buena voluntad, honorable, puede tener un proyecto empresarial. Pero el
cristianismo le agrega, precisamente, un valor agregado especial. Las personas
descubren, en una vida cristiana, no sólo su vocación humana universal, Dios,
sino también su vocación particular, como personas individuales, aquella esencia individual en cuyo despliegue está
contenida su vocación[12].
La vida cristiana es una vida destinada a descubrir su sentido.
Si
no es así, es porque el tema del llamado universal a la santidad no está aún
maduro en la praxis y el pensamiento de los católicos, y una de sus
implicaciones esenciales, a saber, la vocación laical, queda “suelta”. El
trabajo es precisamente, junto con su familia, “el” medio de santificación del
laico[13]. En la praxis y
pensamiento cotidiano, algunas profesiones son vistas como “las
tradicionalmente buenas”, pero algunas oteas quedan en una sombra. El católico
promedio siente que su vida “es lo que le quedó”, es “lo que no tuvo más
remedio que hacer para ganarse la vida”; pocas veces, o nunca, escucha de la
pastoral eclesial que ese trabajo es precisamente su medio de santificación,
nada más ni nada menos. Y menos aún si “lo que le quedó” es ser comerciante o
empresario. Conjeturo –no lo puedo probar, obviamente- que a veces ciertas
pastorales para la vida empresarial son realizadas desde una mentalidad que
casi sin conciencia de ello lo que hace es tirar agua bendita a algo
intrínsecamente sospechoso. Igual que con la comunicación social: no se pude
hacer una pastoral con el paradigma de que los cristianos vayan a un lugar
lindante siempre con el pecado. Ningún trabajo es lindante con el pecado, todo
trabajo es medio de santificación, excepto que, precisamente, sea una actividad
intrínsecamente mala. Pero si pensamos como Platón o Marx, pensando que así
somos cristianos (cosa frecuente), entonces las cosas cambian. En Platón los
comerciantes eran la parte más baja de la sociedad –y por ello podían tener
propiedad- mientras los militares y los filósofos eran los virtuosos. Ese
desprecio ontológico y ético hacia lo comercial ha subsistido hasta nuestros
días, donde se siguen exaltando las virtudes épicas de culturas guerreras y
despreciando a la sencilla paz de las culturas más comerciales. Y para Marx, el
capitalismo es intrínsecamente explotador, cosa que, como sabemos, muchos
cristianos y muchos teólogos importantes han pensado y aún piensan. Claro, con
ello no llegaremos muy lejos: imposible es “santificar” aquello que
consideremos intrínsecamente perverso. Y es en parte por ello que en la praxis
cotidiana de la Iglesia el tema de la santificación laical a través del
comercio y la empresarialidad no termina de hacer carne. El laico escucha los
sermones de los domingos, dados por un sacerdote en cuya formación hay un mix
desordenado de espiritualidad platónica y teología marxista de la liberación, y
no puede sentirse sino fuera de todo lo que predica el sacerdote, cuando no
retado y menospreciado.
En
nuestro enfoque hemos dado suficientes pautas para que todo ello no suceda. En
el primer capítulo hemos aclarado que la escasez y todo lo que de ella deriva
no es causado por el pecado. Y en el tercer capítulo hemos insistido con algo
que también tardará mucho tiempo en llegar. El pensamiento cristiano es
intrínsecamente proclive a ver el orden en el mundo físico, porque está creado
por Dios, y cuando ello fue olvidado, el aristotelismo cristiano medieval
hizo una excelente misión al recordarlo. Pero en cambio, el pensamiento
cristiano no termina de ver al orden
social, sino como mucho a un cristiano leviatán, clerical, que tiene que poner
orden a la fuerza en una masa irredimible de pecadores. Por ello es tan
proclive a los organismos estatales de “control” del mercado. Si a ello agrega
la dialéctica marxista de la historia, escondida en “tomar lo bueno” de Marx
refiriéndose a la plus-valía[14], no terminará de ver
nunca al tema del orden espontáneo en el mercado, ni la lógica intrínseca de
los precios, la escasez, la demanda subjetiva: pero la consecuencia
antropológica y pastoral es que todo el
laicado quedará afectado de “estar-en-ese-mundo-explotador-y-perverso”, y
obviamente todo tema referido a la vocación empresarial será un absurdo. Como
mucho, la recomendación que recibirá es que “sólo si es bueno”, “sólo si
comparte sus bienes”, podrá redimirse de una actividad que en sí misma no es
nada recomendable y que lo pone siempre en los bordes del infierno.
En
nuestro “mundo al revés”, en cambio, la empresarialidad es una vocación, un
llamado de Dios a santificarse de un modo especial: un pro-yecto, una idea, que
necesita la rentabilidad como medio, no como fin. Si el empresario no lo ve es
que no se lo hacemos ver, de igual modo
que antes los esposos difícilmente podían verse a sí mismos como llamados a una
misión, en la diversidad de dones, tan importante, para cada uno y por ende
para el cuerpo de Cristo, como la religiosa o la sacerdotal.
Ahora
bien: dijimos que ese empresario como pro-yecto es un llamado de Dios a todos
los hombres, creyentes o no. ¿Pero qué valor agregado le da el cristianismo?
Primero, la capacidad de verse a sí mismo como llamado. Ese pensamiento y esa
praxis habitual condenatoria de su actividad es un error, incoherente como
antes lo era el desprecio a la sexualidad. No
surge de la coherencia de la concepción cristiano-católica del hombre y de la
creación. Al contrario, lo que surge de esa concepción es verse como llamado
y, por ende, no “cubrir”, sino dar a su vida un sentido y con ello una pasión
que lo hace ser mejor empresario.
Ese
ser mejor empresario incluye, desde luego, ser tan eficiente y competitivo como
los demás. Un empresario cristiano no es un timorato, un capitis diminutio que no pueda competir de igual a igual con los
demás: ser bueno en la especificad del propio trabajo forma parte de la
vocación cristiana de la vida. Pero a
ello le agrega una serie de virtudes que para el catolicismo siempre han sido
claves: la austeridad, la frugalidad, el respeto a la palabra, la
honorabilidad. No diremos sobre ellas lo ya conocido porque además su
concreción prudencial depende de factores culturales.
Pero
hablando de cuestiones culturales, una de esas virtudes, la laboriosidad, ha
sido asociada habitualmente, por la famosa tesis de M. Weber, a un espíritu
protestante en el surgimiento del capitalismo. No corresponde a los fines de
este trabajo analizar ahora ese conocido tema. Pero sí nos corresponde señalar
que si ciertas culturas católicas presentan costumbres menos afectas al trabajo
productivo como hábito, ello es por
motivos culturales precisamente ajenos al mensaje en sí mismo del Catolicismo.
Mariano Grondona, en su libro Las
condiciones culturales del desarrollo económico[15], señala que ciertas
culturas anglosajonas serían matutinas, mientras que otras, más afectas a lo
“latino-católico”, serían vespertinas[16]. Para las matutinas, el
“ser virtuoso”, se concentra (son estereotipos, desde luego) de 9 a 17. Tanto
privada como públicamente, lo importante para ser una persona virtuosa se
concentra en esas virtudes laborales con las que la persona comienza su mañana.
Si luego de las 17 no es tan buen amigo, o no tan buen esposo o etc., ello ya forma parte de una intimidad que
incluso queda mal conversar en público. Para las culturas vespertinas, en
cambio, la persona puede asistir a su trabajo desganada, puede ser ineficiente,
puede no importarle lo que hace, pero la cuestión es que “después” sea leal a
sus amigos, que se encuentre con ellos, que sea buen esposo y padre. Su trabajo
queda en 2do plano desde el punto de vista de sus “virtudes sociales”.
Obviamente
sería muy interesante comenzar con un análisis sociológico de en qué medida es
así y sobre todo por qué es así, pero ello, nuevamente, está fuera de los
objetivos de este trabajo. Lo importante es señalar que si el “tipo ideal” (en
el sentido de Max Weber) de las culturas vespertinas se manifiesta con mayor
frecuencia en culturas católicas, ello es, volvemos a decir, un accidente
cultural, por más enraizado que pueda estar en un determinado horizonte
cultural. Lo coherente a partir del Catolicismo como fe religiosa es creer
firmemente que fuimos llamados al mundo “para trabajar”[17] incluso antes del pecado
original cuando, ya dijimos, el trabajo no estaba relacionado con la escasez y
menos aún con “el sudor” que experimenta el hombre tras la expulsión del
paraíso. El católico cree por fe que su vida, en cualquier estado, es un llamado
a la santificación, y que por ende su trabajo debe ser visto como medio de
santificación en el mundo y como
medio de santificar al mundo: tal
como afirmábamos que el Vaticano II lo decía. La contraposición entre trabajo y
contemplación, que ha sido tan divulgada por el famoso libro de J. Pieper, El Ocio y la vida intelectual[18], es comprensible como una
reacción hacia la racionalidad
instrumental y el “pensar calculante[19]” que ha invadido a la
cultura occidental en desmedro de la capacidad de contemplación, capacidad que
viene precisamente de esa noción de intellectus
que analizábamos en el cap. II. Ello se ve también en esa contraposición entre
trabajo intelectual y manual que existió en el medioevo y afectó también a
Santo Tomás de Aquino[20]. Pero, precisamente, cuando el Catolicismo se vive de modo
coherente, vuelve a poner en su lugar a la vida del ser humano como un
llamado hacia Dios mediante el despliegue de la propia individualidad, por el
carácter de persona. La vocación no es una elección, sino un descubrimiento
progresivo de nuestra esencia individual,
cuyo despliegue es el llamado particular que Dios hace a cada uno, por su
nombre. El ser humano, en el Catolicismo, no está arrojado al mundo, sin saber
de dónde ni para qué, sino llamado al mundo, desde Dios y para Dios. Desde ese
punto de vista, toda la vida del católico debe ser ese despliegue coherente de
esa vocación, precisamente, su pro-yecto. Cuando ese pro-yecto tiene resultados
rentables, es ahí cuando ese “trabajo” entra en la empresarialidad que actúa en
el mercado, debiendo ser santificado y visto como importantísimo como
cumplimiento del llamado de Dios. Las vocaciones específicamente religiosas,
donde el creyente se repliega del mundo –más aún, las solamente contemplativas-
nunca han sido, en el Catolicismo, un “odio al mundo”, si por mundo se entiende
lo creado[21];
tampoco son un “odio al laicado” en sus manifestaciones específicas –trabajo y
familia- y menos aún una “huída de las dificultades del mundo”. Quienes así
viven en el fondo su auto-llamada “vocación religiosa” tienen un conflicto
psicológico y no una vocación. La vocación religiosa –no nos referimos al orden
sacerdotal, aunque puedan darse juntos- es el llamado a vivir los consejos
evangélicos con sus votos específicos y en una determinada comunidad, estado de
vida “en sí mismo”, más perfecto, pero no necesariamente para cada uno (el pequeño olvido de este detalle es lo que retrasó
mucho tiempo la conciencia intelectual de la santidad del laico). Y en todos los casos –religioso, sacerdote, laico- cada
vida es llamada a desplegar su propia vocación: ese despliegue es precisamente el trabajo más apasionante, el trabajo
de ser uno mismo, de seguir el fin de nuestra vocación y de no desviarnos del
camino. Todo católico, en ese sentido, trabaja
en su vocación. Ese trabajo puede ser intelectual, totalmente contemplativo,
no rentado, puede ser menos intelectual (dependiendo de lo que las culturas
llamen “trabajo intelectual”); puede ser intelectual rentado aunque no
empresarial, y puede ser, finalmente, empresarial en el sentido de que se
proyecta una idea en el mercado, en situación de riesgo, que necesita una
rentabilidad pero una vez más, no es esa misma rentabilidad el fin último, sino
el proyecto, porque está enraizado en esa vocación. Con lo cual volvemos al
principio: el católico tiene el valor agregado, desde su fe, de ver claro a su
trabajo y a su trabajo empresarial como medio de santificación, de despliegue
de su vocación, como una manera de llegar a Dios.
Pero
lejos está de haber concluído con esto el análisis de la vocación empresarial.
Quedan dos cuestiones esenciales.
4.2.
La dualidad emprendimiento/desprendimiento
Tal
vez resulte extraño que hasta ahora no hayamos tocado el tema, el menos de
manera explícita, de las riquezas y el aferramiento a las riquezas, tema tan
sensible en la tradición católica, y que en principio tendría mucho que ver con
el tema del empresario. Y sí, efectivamente, es así, pero no lo habíamos
analizado hasta ahora porque necesitábamos despejar el tema de la vocación y el
pro-yecto.
De
esos dos temas, y con esas palabras, explícitamente, habla Juan Pablo II en su Carta a los Jóvenes de 1985[22]. Y se refiere
precisamente a la parábola del joven rico, donde este es invitado a despojarse
de todas sus riquezas para seguir a Jesús. La respuesta que se da
habitualmente, a fin de evitar interpretaciones literales de este pasaje, es
que hay que estar espiritualmente
desprendido de las riquezas aunque uno las posea materialmente.
Pero
Juan Pablo II va más al fondo. Se refiere a la vocación del hombre como su
proyecto, y ejemplifica con la juventud como un período de la vida donde la
gran riqueza es precisamente el “ir hacia adelante”, la potencialidad enorme de
“pro-yecto” que caracteriza al joven. Y aclara que, cuando el joven rico es
invitado a despojarse “de su hacienda” (de sus pro-yectos como propios sin referencia a Dios), no se le propone que “mate”
esos proyectos, sino que los entregue a Dios: que ponga su vida en Dios, que
entregue su vida a Dios. Y los dos modos fundamentales de vocación en la vida
cristiana –consagración religiosa y-o sacerdotal, más el matrimonio- son
colocadas por Juan Pablo II como dos formas de entrega.
O
sea, el “vende y da todo a los pobres” implica: entrega tu vida a Dios. Esto
es, haz fructificar máximamente tus dones y las riquezas[23] que Dios te ha dado,
porque sólo en esa entrega fructifican.
Pero, ¿qué
tiene que ver esto con la vocación empresarial?
Que,
precisamente, los seres humanos tendemos a enamorarnos de nuestros proyectos,
sean proyectos empresariales o de otro tipo. Tendemos a apropiarnos de ellos, a
tenerlos como propios. No es cuestión, entonces, de ser un empresario cristiano
porque se viva un proyecto para el cual la rentabilidad es un medio y no un
fin. Hace falta algo más, como el joven rico. Hace falta des-prenderse del proyecto.
Pero,
¿no es ello contradictorio con la acción empresarial? ¿Cómo alguien va a
emprender y al mismo tiempo des-prenderse?
El
Evangelio es precisamente un texto rico en el manejo de estas paradojas, y un
famoso pasaje nos da la clave: “Señor, si puedes, líbrame de este Caliz, pero
no se haga mi voluntad sino la tuya”[24]. En ese desgarrador
pasaje tenemos la clave de la vida cristiana. Podemos pedir, sí, y ello incluye
desear que nuestros pro-yectos vayan –coherentemente- hacia adelante, pero si
al mismo tiempo añadimos siempre “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”,
entonces al mismo tiempo nos des-prendemos de él, lo ponemos en manos de Dios.
Lo llevamos adelante, sí, pero más tranquilos, más livianos, más –precisamente-
desprendidos.
Y
esto es clave para toda antropología cristiano-católica: el hombre siempre
busca en su actuar su propia perfección[25] (que sólo encuentra en
Dios) dado que toda acción, por más altruista y des-interesada que fuere,
redunda por ello mismo en su mayor
perfección moral. Pero cuanto más ponga el ser humano su mirada sobre sí mismo,
olvidándose de Dios y del prójimo, menor perfección de sí mismo logrará. He
allí la paradoja cristiana. Lo cual se cumple en todos los ámbitos de la vida:
quien quera ganar su vida la perderá, quien quiera perderla la ganará[26]. Y en el ámbito
empresarial, esto significa que el desprendimiento en tanto abandono a la
voluntad de Dios facilitará virtudes de otro modo muy difíciles en ese ámbito:
la calma, la paz, la capacidad contemplativa y reflexiva, que permiten,
precisamente, una mayor eficiencia en la propia tarea específica desde un punto
de vista del aspecto sano de la razón instrumental. Una de las grandes
paradojas negativas de la razón instrumental y positivista dejada a sí misma es
que ese racionalismo, al no ver los límites de la razón, atenta contra la misma
razón. Si esto sucede así en la ciencia, cuestión denunciada por la evolución
del debate desde Popper hasta Feyerabend[27], cuánto más en otros
aspectos más cercanos del mundo de la vida humanos. La racionalización de los
mundos de la vida atenta contra la misma razón. ¿Por qué? Porque le quita algo
fundamental que vimos en el cap. II: la creatividad. La razón instrumental,
abandonada a sí misma, ha cubierto, a todos los ámbitos de la vida humana, de
pasos, de controles, de evaluaciones, de controles de calidad, de estadísticas,
de asesores de imagen, de estrategias comunicativas, de discursos preparados,
de declaraciones consensuadas en largas reuniones, de paradigmas cerrados y de
métodos… Y especialmente lo ha hecho con aquellos ámbitos particularmente sensibles al daño, como los educativos y
religiosos, Todo ello en desmedro de la creatividad (en los ámbitos educativos
quien escribe podría dar amplio testimonio vital de semejante desastre; y en el
ámbito religioso y eclesial, algo así puede llegar a matar la esencia misma de
la Fe). En la vida empresarial, ello quita la creatividad que, según la Escuela
Austríaca, como explicamos en este mismo capítulo, es la clave de la alertness empresarial. Relacionando ello
con la sana paradoja cristiana de la cual estábamos hablando, el empresario
cristiano que se abandona a la voluntad de Dios tendrá una vacuna personal
contra esa racionalidad instrumental que paradójicamente le quita lo más
propio: su creatividad. Excepto, claro, que esa falta de creatividad, que esa
vida muerta, ese aburrimiento existencial, sea sostenido por la unión con todo
el aparato de control y protección estatal, amalgama más que intoxicante de
racionalidad instrumental que algunos llaman “capitalismo”.
Todo
lo anterior es totalmente compatible con la gran tradición mística del
catolicismo, tradición de una enorme riqueza de la cual nombraremos sólo a
tres: San Juan de la Cruz[28], Santa Teresa[29] y Edith Stein[30]. En los tres, con
analogías profundas como la noche, el castillo anterior, etc., el mensaje es
análogo: el yo debe desprenderse de sí mismo, amar a Dios de un modo tal que sólo Dios sea el todo la vida cristiana.
El yo debe desprenderse de sí, y tan apegado a sí mismo está después del
pecado, que ese desprendimiento implica la noche (San Juan de la Cruz), ir
penetrando en la habitación más íntima del castillo interior (Santa Teresa), ir
vaciando al yo de sí mismo como a una caverna se la vacía de su propio aire
para que penetre sólo Dios[31]. Pero esto no es la
mística oriental, donde, en principio, el yo desaparece realmente y se funde
con un todo impersonal[32]. No, la vida cristiana es
un encuentro de tú a tú, personal, donde Dios es persona y el ser humano es
persona y ninguna de las dos personas deja de ser persona. ¿Cómo se pueden unir
entonces tan íntimamente? Por la diferencia entre el “hombre viejo” y el
“hombre nuevo” y la acción de la Gracia de Dios. El despojarse de sí mismo es
despojarse del hombre viejo, “penetrado” por el pecado original, para que sea
“redimido” por la Gracia que implica un análogo nuevo nacimiento, el “hombre
nuevo”. Pero ese “yo” del hombre nuevo es el que se abandona y encamina
totalmente a Dios y se sumerge en él, no des-personalizándose, sino encontrando
en la Gracia de Dios la fuente necesaria y única de su fin último y perfección
como persona[33].
De allí la unión íntima, que San Juan de la Cruz compara permanentemente con el
matrimonio[34]
y ha llegado a llamarse matrimonio espiritual[35].
Toda
esta unión con Dios, fruto de la Gracia, implica una vida contemplativa (por
estar contemplando al misterio de Dios)
que es, a su vez, fuente de una vida “activa”. El episodio de Marta y María[36] no implica un desprecio
para con el “estar haciendo” sino una sutil advertencia: quien se focalice en
las muchas cosas que está haciendo, olvidado de lo más importante (la
contemplación amorosa del misterio de Dios), sufrirá una nueva paradoja: no
podrá hacer bien las muchas cosas que está haciendo. Quien se focalice en Dios,
en cambio, podrá “ocuparse de muchas cosas” con la milagrosa (por la Gracia)
eficiencia de una vida de obras que emanan de una Gracia contemplativa (como
fueron muchas vidas de muchos santos que hicieron grandes empresas). Para decirlo en términos antiguos, la vida contemplativa
lleva a la acción, como del centro del tronco emergen las ramas; si el centro
se seca, así las ramas. La razón instrumental ha invertido el orden: ve los
efectos pero no la causa[37]. La causa del hacer está
en el contemplar; acción sin contemplación es moverse sin rumbo, sin proyecto y
sin pasión y, finalmente, morir en la repetición de un paradigma mecánico y
robótico.
Ese
amor contemplativo total a Dios no
implica el desprecio a las creaturas[38], sino al contrario, un
amor a todos los seres humanos como Dios los ve y los ama, y un amor hacia
todas las creaturas al ver en ellas la magnificencia de su creador. El amor al
prójimo emerge precisamente del amor a Dios. La unión con Dios no conduce al
solipsismo ni al autismo, al contrario, enfatiza la mirada a la realidad como
lo creado, y dentro de lo creado, la mirada al toda creatura como hermana en la
creación.
Si
pensamos que todo esto es un mundo a parte de la acción empresarial, entonces
verdaderamente no terminamos de hacer carme la
santificación del laicado ni las explicaciones efectuadas sobre la
vocación, el pro-yecto, el des-prendimiento como
fuente de emprendimiento y la contemplación como fuente de acción, o que, en última instancia, seguimos viendo
al mercado como un mal irredimible. Sólo por ello nos puede resultar todo esto
como conceptualmente extraño, que no es lo mismo que humanamente…. ¿Difìcil? Más allá de difícil, pero volveremos a ello
más adelante.
4.3.
La mirada al otro en tanto otro
Pero
falta un tema implícito en todo lo anterior pero indispensable para darle una
adecuada conclusión.
En
la filosofía contemporánea se ha enfatizado el tema del “otro” en la relación
de diálogo[39],
como ya habíamos explicado en el punto 4.1. Desde el punto de vista de una
antropología católica, esto es fundamental. La santificación del mundo de la
vida implica precisamente un acostumbramiento a mirar al otro en tanto otro,
esto es, como una persona, creada a imagen y semejanza de Dios, fin en sí mismo
en ese sentido y nunca, por ende, como un mero engranaje al servicio de otros
planes (aunque esos planes tengan buena intención). La mirada al otro en tanto
otro implica, precisamente, desgajar nuestra mirada desde una razón
instrumental, donde el otro es “calculado”, no “mirado como otro”: calculado en
tanto sólo importe su eficiencia para
los propios planes, evaluado sólo en
tanto “eso”: una relación yo-eso[40], no yo-tú.
Obviamente,
sin las aclaraciones efectuadas en el referido punto 4.1, todo esto es lo que
se aduce precisamente como contrario a la vida comercial y empresarial, pero ya
hemos aclarado que la cuestión radica en mirar al otro sólo como instrumento, olvidando su “otreidad”. Ya hemos aclarado
también que esta sutil diferencia de enfoques en tanto a la mirada no pasa por
la ley humana positiva. Pero agreguemos ahora lo siguiente:
-
esta mirada al otro en tanto otro constituye lo central
de la vida cristiana en tanto cristiana, y debe darse no sólo en la vida
empresarial sino en todos los aspectos de la vida humana, que también pueden
verse afectados por el reduccionismo de
la sola razón instrumental. El obispo puede ver al sacerdote como mero
instrumento, el decano puede ver al profesor como mero instrumento, el profesor
puede ver al alumno como mero instrumento. En todos los casos, lo que
reconvierte esa mirada en cristiana es ver el otro como alguien cuya dignidad
va más allá del cumplimiento eficiente de su rol. Justamente, si hay algo cristiano que caracteriza al poder es el
mandamiento de Cristo de ponerse al servicio de aquellos que son “gobernados”[41]. Jesucristo no propone
cambiar revolucionariamente las estructuras tradicionales humanas donde debe
haber relaciones de jerarquía, sino reconvertirlas en servicio a; incluso todo el cristianismo reconvierte el Dominus de Dios al hombre en “os he
llamado amigos”[42].
Un “servicio” donde el gobierno legítimo no se coloca a su vez como un mero
instrumento, sino un servicio que es tal justamente porque la mirada es al otro
en tanto otro. Este es así, volvemos a aclarar, en todos los ámbitos donde el
mundo de la vida sea re-convertido por el cristianismo y por ende el solo
reduccionismo de la razón instrumental sea superado por el amor al otro que
constituye la esencia de toda aquella santificación de la que hablábamos en el
punto anterior. Ya no hay amo ni esclavo sino todos hermanos del mismo Dios.
-
Tal vez fue esta la intuición que tuvo Juan Pablo II
cuando en la Laborem excercens[43]
distinguió entre trabajo en sentido subjetivo y objetivo[44]. En aquel momento, en
algunos debates se preguntaba por la relación de todo esto con la fijación de
salarios, y yo mismo intervine en su momento[45]. Pero ahora mi
preocupación es otra: en qué medida Juan Pablo II, fiel a su tradición
personalista, no estaba pensando en algo aún más importante: cómo insertar esa
dignidad humana, no reducible a su sola productividad, en lo económico, donde
la productividad del trabajo tiene una relación necesaria con el nivel de
salarios. Un intento de respuesta, en cuanto a debates sobre salario justo,
salario libre, salario mínimo, etc., ya la dí en su momento y mantengo sus
lineamientos generales[46], pero lo que ahora nos
interesa es otra cosa. La preocupación de Juan Pablo II iba más allá de este
debate, va por el tema de la dignidad de la persona más allá de la utilidad que
el trabajo de una persona pueda tener respecto de otra, y esa preocupación no
sólo es totalmente legítima sino que constituye parte del centro de toda ética
cristiana. Y, en el tema que nos ocupa, tiene que ver con esa mirada que todo
cristiano debe dar a otra persona en tanto otra, más allá del rol que esté
cumpliendo y las exigencias que por justicia deba cumplir.
-
Esta última cuestión –las exigencias que una persona deba
cumplir en justicia- no es ajena al cristianismo ni contrapuesta con la mirada
al otro en tanto otro. Todo lo
escrito en este libro manifiesta que el cristianismo nada tiene que ver con la
holgazanería ni con vivir sin trabajar[47]. Que en una relación de
trabajo ambas personas deban “mirarse como tales” no quita en absoluto que no
se deban cumplir las pautas del contrato laboral, no sólo no lo quita sino que
todo cristiano debe también, precisamente por la santificación de su trabajo,
ver a su trabajo, si es empleado, como pro-yecto más allá de la justa
rentabilidad (salario) de su trabajo. Por ende, que un cristiano deba ser
eficiente en su trabajo es totalmente compatible con que su dignidad no se
reduzca sólo a su eficiencia. Pero esto tiene una razón adicional una vez que
lo miramos desde la ética de la escasez. El trabajo rentado tiene que ver
siempre con una demanda de trabajo como factor de producción, producción de
bienes y servicios demandados por los consumidores. Si no hubiera escasez, no
habría problema económico y podríamos gastar los factores de producción con
total despreocupación. Pero dado que “hay” escasez, entonces es justo que los factores de producción
sean economizados –esto es, combinados del modo menos costoso posible- en
función de la demanda de los consumidores, que señalan lo prioritario en el
mercado. Entonces es justo, a su vez,
que, para minimizar la escasez –que es parte del bien común- una persona sea
pagada en función de su producción para esos bienes y servicios escasos. Si
alguien pretendiera ser pagado por algo que los consumidores no demandan, entonces estaría
privilegiando su bien particular sobre el bien común. Yo, por ejemplo, vivo de
ser profesor de filosofía. Pero si (Dios no lo quiera) todas las personas
dejaran de demandar todos los servicios académicos relacionados con mi
profesión, ¿hasta qué punto sería justo que las personas tuvieran que derivar
coactivamente sus recursos hacia mí? ¿Hasta qué punto sería justo que las demás
personas tuvieran que seguir pagando un servicio que no demandan? Porque lo que
está en juego es la escasez. Si las personas deciden emplear sus recursos en
otros bienes y servicios y no en clases de filosofía, pero se las obliga a
hacerlo, tendrán menos para demandar aquello que para ellas es prioritario. ¿Es
eso justo? Supongamos que alguien dice que sí porque la filosofía “es muy
importante en sí misma”. Entonces hay dos alternativas. Una, sin coaccionar a
nadie, es financiarla con una fundación sin fines de lucro. Justamente, cuanto
mejor funcione el mercado, los recursos disponibles para este tipo de
actividades serán mayores. Segundo, financiarla desde el gobierno pero ahora
vemos la dificultad ética de esta solución: ello no es una inversión, sino un
gasto, cuyos recursos se obtienen coactivamente de impuestos y por ende menores
serán los recursos que las personas tienen y que libremente habrían utilizado
en otras actividades. Desde una ética cristiana el tema queda abierto pero al
menos “advertido”: no podemos seguir pensando en este tipo de soluciones como
si la escasez no existiera y como si los gobiernos fueran el mismo Jesucristo
multiplicando los peces sin costo para nadie.
Pero entonces,
volviendo a nuestro tema, es justo que un cristiano vea la perspectiva
“objetiva” (en términos de Juan Pablo II) de su trabajo, su “utilidad”, aunque
no deba ser reducido a ella. Qué hacer con personas que tienen capacidades
especiales que no puedan insertarse en un mercado laboral tradicional es otra
cosa, y con justicia se pueden emplear para ello soluciones ya estatales ya
privadas, pero en la medida que podamos trabajar normalmente debemos hacerlo. En última instancia, todos debemos tener, como Spinoza, nuestro cristal
que pulir. Ojalá ello pudiera ser el pro-yecto de nuestra existencia, pero
si no, no es justo pedir ser subsidiados en la medida que los recursos sean
escasos. Por ende una ética cristiana de la producción implica ambas cosas: una
mirada al otro en tanto otro, más allá de “para qué sirva”, y a su vez, una
justa ponderación de la utilidad de su labor, como un principio básico del bien
común dada la escasez de recursos.
- Con todo esto llegamos al punto central de la ética empresarial que
queríamos destacar en esta “mirada al otro en tanto otro”. La tan estudiada
“responsabilidad social” del empresario tiene en este punto algo fundamental,
que no pasa por habituales gastos a actividades de bien público no rentables.
Que, incluso, pueden ser calculadas aburridamente igual que otro gasto del
presupuesto, y quedar así absorbidas por el reduccionismo de la racionalidad
instrumental. La especial responsabilidad
que un empresario cristiano tiene ante su prójimo es tratarlo y mirarlo como
otro, lo cual implica la educación de virtudes muy especiales que sólo un
contexto cristiano puede otorgar.
Para esto,
empresarios y gerentes[48] cristianos, si lo son,
deben “abajarse” a su empleado y tratarlo como prójimo: ir hacia donde está,
hablar con él, mirarlo a los ojos con una mirada cristiana. Nos hemos
acostumbrado –y no sólo en las empresas-
a estructuras donde los que toman las decisiones están escondidos, ocultos, no
aparecen como personas ante su “personal”. Los cristianos nos hemos
acostumbrado a trabajar así, mientras hablamos de responsabilidad social, que
queda encerrada nuevamente en los cánones de la racionalidad instrumental. Los
cristianos no nos hemos tomado en serio lo que el Génesis relata: “…Yahvéh Dios
se paseaba por el jardín a la hora de la brisa…[49]”, ni nos hemos tomado en
serio al Nuevo Testamento donde Cristo es el primero en hablar y dialogar[50] Somos capaces de donar
millones a personas lejanas y desconocidas pero incapaces de bajar dos pisos y
hablar con quien justamente no nos reporta con ese diálogo ningún beneficio
monetario. No nos hemos acostumbrado al lenguaje dialógico ni al diálogo crítico,
tememos perder autoridad porque en el fondo carecemos de la autoridad moral del
ser cristiano y seguimos encerrados en la dialéctica anticristiana del amo y el
esclavo. Lo que muestra verdaderamente a la santidad del empresario no es sólo,
por ende, su pro-yecto y su desprendimiento, sino este trato, esta mirada, que,
si falta, falta porque en el fondo no hay cristianismo vivido, sino meramente
declamado y muerto en el desierto de la burocracia instrumental. Por supuesto,
podríamos terminar esto con el Evangelio, si de antropología cristiana se
trata: “Para los hombres, es imposible, mas no para Dios, porque todo es
posible para Dios”[51].
[1]Mises, Ludwig
von, La Acción Humana, op.cit., cap. 15. El original ingles es el
siguiente:“…Like every
acting man, the entrepreneur is always a speculator. He deals with the
uncertain conditions of the future. His success or failure depends on the
correctness of his anticipation of uncertain events. If he fails in his
understanding of things to come, he is doomed. The only source from which an
entrepreneur's profits stem is his ability to anticipate better than other
people the future demand of the consumers”. [Online] disponible en www.mises.org/humanaction/chap15sec8.asp, acceso 2 de junio de 2010. La traducción es propia. Como se
puede observar, el término “especulador” ha sido traducido no literalmente,
dado el carácter moralmente negativo que ha adquirido en el español, cosa que
Mises no tenía in mente en absoluto.
[2]Op.cit.
[3]Kirzner, Israel, Competition and Entrepreneuership,
Chicago and London: Chicago University Press, 1973; id, The Meaning of Market
Process, London and New York: Routledge, 1992 e id, The Driving Force of The
Market, London and New York: Routledge, 2000.
[4]I-II, Q. 96, a.
2c.
[5]Ver Sirico, Robert, The Entrepreneurial Vocation, op.cit.
[6]Vaticano II, op.cit., Lumen gentium, Nº 31.
[7]“…Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo,
todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia
de Dios (cf. 2 P 1,1).” Op.cit., Nº
32.
[8]Gaudium
et spes,
op.cit., Nº 47-52.
[9]Op.cit., Nº 49.
[10][Online] disponible en www.imdb.com/title/tt0119643/, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[11][Online] disponible en www.imsdb.com/scripts/Meet-Joe-Black.htm, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[12]Hemos tratado este tema en Zanotti, Gabriel, Existencia humana y misterio de Dios, Tucumán: UNSTA, 2008.
[13]Lumen gentium, op.cit., Nº 36.
[14]Veamos un ejemplo típico: Sans, Georg,
“Que queda de Marx después de 1989”, Criterio Nº 2355, 2009.
[15]Grondona, Mariano, Las condiciones
culturales del desarrollo económico, Buenos Aires: Ariel-Planeta, 1999.
[16]Op.cit., XV, 13.
[17]Biblia de Jerusalen, op.cit., Gn 15.
[18]Pieper, Josef, El ocio y la vida
intelectual, Madrid: Rialp, 1962.
[19]Heidegger, Martin, ¿Qué quiere decir
pensar?, 1952. [Online] disponible en www.heideggeriana.com.ar/textos/decir_pensar.htm, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[20]Ver al respecto Weisheipl, James A., Tomás de Aquino, Vida, Obras y Doctrina,
Pamplona: EUNSA, 1994.
[21]Ver al respecto Escrivá de Balaguer, Amar
al mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Escrivá de Balaguer, Madrid: Rialp, 1986. Aclaremos algo: hemos
observado que en general citan a Escrivá de Balaguer sólo los que pertenecen al
Opus Dei y los que no, no lo citan por temor a esa identificación. Pero para
nosotros es injusto no citar a un autor por esos motivos. Nosotros citamos a
todos.
[22]Juan Pablo II, “Carta Apostólica de Juan Pablo II a los jóvenes y a las
jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud”, en L´Osservatore Romano, 31 de Marzo de
1985.
[23]Algo en lo cual Sirico, op.cit., se detiene particularmente.
[24]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mt 26, 39.
[25]Derisi, Octavio Nicolás, Los fundamentos metafísicos del orden moral, op.cit., y Santo Tomás de Aquino, Suma
Contra Gentiles, op.cit, Libro I,
cap 91.
[26]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mt 16,24-25.
[27]Ver Zanotti, Gabriel J., Hacia una
hermenéutica realista, op.cit.,
cap. 3.
[28]San Juan de la Cruz, Poesía completa
y comentarios en prosa, Buenos Aires: Planeta, 2000.
[29]Santa Teresa, Obras Completas,
Burgos: Editorial Monte Carmelo, 1998.
[30]Stein, Edit, Ciencia de la cruz,
Burgos: Editorial Monte Carmelo, 1994.
[31]Op.cit., p. 252.
[32]Ver Quiles, Ismael, Filosofía Budista, Buenos Aires: Troquel, 1968. Segunda parte.
[33]Ver Maritain, Jacques, Los grados del saber, Buenos Aires: Club
de Lectores, 1983: cap. 3. Segunda parte.
[34]San Juan de la Cruz, Poesía completa…,
op.cit., Cántico Espiritual.
[35]Stein, Edit, Ciencia de la cruz, op.cit, II, 3.
[36]Biblia de Jesuralen, op.cit., Lc 10, 38-42.
[37]He tratado este tema en Zanotti, Gabriel, Existencia humana y misterio de Dios, op.cit.
[38]Ver Escrivá de Balaguer, J., “Hacia la santidad”, en Amigos de Dios, Buenos Aires: Buenos
Aires Edita, 1991.
[39]Ver por ejemplo Levinas, Emmanuel, La huella del
otro, Barcelona: Taurus, 2000.
[40]Buber, Martín, Yo y tu, op.cit.
[41]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mc 10, 41-45.
[42]Biblia de Jerusalén, op.cit., Jn 15, 15.
[43]Juan Pablo II, “Enc. Laborem exercens”,
en L´Osservatoere Romano, 20
de Septiembre de 1981.
[44]Op.cit., 6.
[45]Ver
Zanotti, Gabriel, “Una
encíclica discutida”, en Rumbo Social Nº
30, 1985.
[46]Zanotti, Gabriel, Economía de mercado
y Doctrina Social de la Iglesia, op.cit.,
cap. 4: 1.
[47]Biblia de Jerusalén, op.cit., T. III, 7-12.
[48]Sobre la distinción entre gerentes y empresarios, ver Mises, Ludwig von,
La Acción Humana, op.cit, cap. 15: 10.
[49]Biblia de Jerusalén, op.cit., Gn 3, 8.
[50]Biblia de Jerusalén, op.cit., Jn 4 1-14.
[51]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mc 10, 27.

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