domingo, 16 de junio de 2024

ORACIÓN DEL PEQUEÑO BURGUÉS, RE-LOADED

 


Hay algo definitorio para entender a las ideologías autoritarias y totalitarias: su concepción de la naturaleza humana.

Las utopías totalitarias (distopías en el mundo real) creen que una sociedad perfecta es posible porque creen que existe el hombre perfecto. Para despertarlo es necesaria la violencia, la revolución. Esta última saca a relucir el “nuevo modelo” de ser humano, al mismo tiempo que a lo peor del mundo, al anti-revolucionario, al cual es necesario eliminar por todos los medios, como Hitler con los no arios, como las matanzas en masa de Stalin, Mao Tse-tung o Pol Pot. Matanzas que, sin embargo, dejaban a la luz la crueldad de la revolución. Ahora los castigos son más sutiles: cancelaciones y prisiones por delitos de odio, o sea, oponerse a la ideología neo-marxista que liberará al ser humano de la opresión del hetero-patriarcado explotador. Todo en nombre de "los derechos humanos". A los antes mencionados no se les ocurrió. Qué tontos. 

Cada revolución tiene in mente la idea del hombre perfecto. La marxista, el oprimido que toma conciencia de clase y es agente y promotor de la revolución. Hitler, el ario blanco. La Revolución Francesa, el hombre ilustrado. Y así sucesivamente. Y cada una asesina sin piedad ni remordimientos al que se oponga.

Es necesario comprender esto para epígonos menores, como los que creen en un Estado fuertemente intervencionista. Ellos no ignoran que los controles de precios producen faltantes, que los salarios mínimos desocupación, etc. Los más coherentes dan una buena explicación: todo ello sucede por la naturaleza humana corrupta del hombre capitalista, el que responde a incentivos, al que le importa su ingreso monetario, el hombre triste, gris e inmoral que compra barato y vende caro, que quiere estar en paz con sus vecinos, leer un libro cuando puede e irse de vacaciones con su familia. Ese, ese es el enemigo. Esa es la corrupta naturaleza humana que hay que cambiar. Los discursos de los grandes dictadores totalitarios y los dictadorzuelos fascistas latinoamericanos, como Perón y aún hoy los kirchneristas, llaman a la rebelión a un pueblo inmaculado contra el sistema capitalista, un pueblo que no mira incentivos monetarios sino la solidaridad con sus hermanos, en la cual no habrá escasez, ni precios, ni propiedad, inventos malvados del capitalismo, que es “la” etapa perversa de la Historia.

Por eso los argumentos económicos, que suponen leyes económicas universales, no les hacen mella. No, todas esas consecuencias no intentadas de las intervenciones estatales desaparecerán cuando el pueblo inmaculado llegue al poder y se libere de la opresión del mercado. Por eso hacen bien en oponerse radicalmente a Adam Smith, porque él no describía a la naturaleza humana, sino a una perversión economicista con la cual hay que terminar algún día, y para siempre.

Y por ello Adam Smith es “el” autor clave para refutar las abstracciones totalitarias. Porque describió a un ser humano ni ángel ni demonio, capaz de tener una mínima racionalidad y empatía que sea la clave de una sociedad comercial, donde la paz con el vecino, el cumplimiento de los contratos y la empresarialidad, son virtudes y no vicios. No es eso otro “modelo” de ser humano, sino el ser humano habitual, común y corriente, como es, con su lado oscuro de la fuerza, pero capaz de mantenerse estable en el lado bueno de la fuerza por los incentivos básicos de llevar adelante un proyecto de vida mínimamente sostenible sin robar nada a los demás. Una moral de mínimos, no de máximos, totalmente compatible con la moral de máximos del santo, pero no como base jurídica del orden social. El mismo argumento se reitera en el paso de la competencia biológica a la división del trabajo y cooperación social, en Mises, y lo mismo con la evolución progresiva de un orden espontáneo de mercado, en Hayek. Por eso para Smith, Mises y Hayek el comercio es algo civilizatorio, y no, como en la mayoría de los filósofos utópicos de Occidente, el reino de la codicia y la bajeza material.

Por eso en la década de los 70 el modelo de ser humano condenado totalmente por la izquierda era “el pequeño burgués”. Era el peor insulto que podías recibir. O sea, un tipo común y corriente, trabajador, honesto, productivo, frugal, que tenía una familia, que los Domingos hamacaba a sus hijos en los columpios de la plaza, dormía con su esposa de siempre y para colmo quería descansar de vez en cuando. Lo peor de lo peor para los cantos de sirena de la revolución, no sólo aún hoy, sino más aún hoy, cuando la familia tradicional está más cuestionada que nunca, cuando trabajar, casarse, criar a los hijos y llevarlos el Domingo a algún servicio religioso es lo peor que puedes hacer para la gran revolución woke contra ese burgués explotador.

Mi padre captó todo esto y, con su ironía unamuniana habitual, escribió, el 18 de Noviembre de 1983, esta “Oración del pequeño burgués”. Se las transcribo:

“…Te ruego que me perdones, Señor: soy solamente un buen burgués. Lo admito; no me queda otro camino. Cada vez que leo las críticas que en tantos artículos, en tantos libros, en tantas poesías se han hecho o se hacen al buen burgués, me encuentro a mí mismo. Cada descripción de la pequeña burguesía es la descripción de mi vida. Hace mucho, cuando era casi un chico, encontraba esas críticas, a veces feroces, siempre mordaces, a menudo irónicas, en los libros de los grandes críticos sociales del siglo pasado y en la literatura de izquierda. Luego abundaron por doquier. Me gustaba leer; me sigue gustando. Temo que es el único punto en que no me ajusto del todo. Pero no, tampoco: también me gusta la literatura romántica, sentimental, la poesía con buen sentido, pequeño burgués, en fin.

Ahora, llegando a la alta edad, no me queda otro camino sino admitir de una vez que fui siempre un pequeño burgués. Y te pido perdón, Señor, porque soy culpable.

Me conformé con pequeñeces: tuve familia, una novia y me casé con ella. Y fuimos felices. En fin: lo que pueden ser felices dos pequeños burgueses. Nos quisimos a nuestro modo. Resolvíamos los pequeños problemas del día. Tuvimos hijos; los quisimos. Y nos ocupó todo lo que ocupa la vida del buen burgués: criarlos, y quererlos, y mimarlos de chicos, y pelearnos un poco con ellos cuando fueron creciendo, y acompañarlos después cuando tuvieron hijos que fueron nuestros nietos.

Yo admití como verdaderas muchas cosas. De moral, de seriedad, de buena palabra dada, de deber. Yo creí que la vida tiene una parte que es deber. Me lo dijeron; lo creí; lo practiqué; lo viví. Perdóname, Señor, porque no me arrepiento.

Debo reconocer mis faltas: preocupaciones de esas que dicen metafísicas o existenciales no tuve en exceso. Pero me preocupé por ellas. Sentí en mi conciencia la injusticia y cada vez que pude la combatí.

Debes perdonarme, Señor, porque reconozco que las cosas pequeñas de cada día me ocuparon más. Creí que eran buenas. Es terrible, pero lo sigo creyendo. Me gustaban las mañanas frescas y ser cortés con los vecinos y ceder el paso a los mayores y ayudar a un chico que iba a la escuela. Me emocionaba con cosas simples, aunque no entendía mucho de las grandes obras de arte. Era un buen burgués, nada más. Quise vivir dignamente, nada más. Como ambición es tan poquita, lo reconozco.

Los libros y los artículos periodísticos, en general, y los grandes artistas, y los grandes personajes, y los conferencistas –a veces escucho algunos– y los políticos, convocan a grandes cosas. Yo no las he hecho. Mi mujer, tampoco. Todo fue digno, bueno, limpio, honesto, pero tan simple, Señor. Jamás merecíamos formar parte de una novela; jamás serviríamos para un reportaje. Debes perdonarnos, Señor. Así de simples, de vulgares, somos.

El buen burgués que pasea con su mujer en un día feriado y además se atreve a sentirse bien: eso somos. Y por eso debo humillarme ante Ti.

Ser un buen burgués es tremendo. Ser un pequeño burgués es espantoso. Todos lo dicen. Deben tener razón, Señor. Pero quizá me escuches igual: por nosotros te ruego, por los buenos pequeños burgueses que no tenemos autores que nos defiendan, que no tenemos poetas que nos canten, que no tenemos artistas que nos exalten, que estamos en el tremendo punto medio entre los ricos y los miserables, entre los poderosos y los oprimidos, entre los grandes de la tierra y los desposeídos de todo. Por nosotros te ruego, porque no somos ni los grandes pecadores ni los virtuosos, porque hasta nuestros pecados –es horrible, Señor– han sido pecados pequeños, y nuestras virtudes sólo pequeño burguesas.

Por nosotros te ruego, que hemos vivido esa simplicidad de la virtud pequeña repetida día tras día durante todos los años de la vida que nos dieron; porque hemos sufrido esas pequeñas angustias y esas pequeñas alegrías sin aflojar en la tarea pequeña de mantener limpia la casa y tener a mano el pan de los nuestros cada día. Por nosotros te ruego, porque rara vez escucho rogar por los pequeños burgueses por boca de tus pastores en las iglesias, lo cual señala a las claras que somos culpables. Escucha mi oración, Señor. Y hazme un lugar, a pesar de todo. Porque, debo confesarte, para concluir, que ni siquiera mi fe es muy grande, ni es heroica, y seguramente no sabría morir por ti. Es, también, una fe pequeña, un temor pequeño, un amor pequeño burgués, apenas parecido al que tengo por los míos, y por el vecino que saludo cada mañana. Escucha mi oración, Señor, porque no he encontrado jamás una oración para los míos. Por eso se me ocurrió hablarte. Perdóname por esta audacia. No la repetiré. Porque, si me atreviera, dejaría de ser un pequeño burgués. Y, debo admitirlo, eso es lo único que no resistiría. Lo confieso, Señor. Perdón.”

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