Hay algo definitorio para entender a las ideologías autoritarias y totalitarias: su concepción de la naturaleza humana.
Las
utopías totalitarias (distopías en el mundo real) creen que una sociedad perfecta
es posible porque creen que existe el hombre perfecto. Para despertarlo es necesaria
la violencia, la revolución. Esta última saca a relucir el “nuevo modelo” de
ser humano, al mismo tiempo que a lo peor del mundo, al anti-revolucionario, al
cual es necesario eliminar por todos los medios, como Hitler con los no arios,
como las matanzas en masa de Stalin, Mao Tse-tung o Pol Pot. Matanzas que, sin
embargo, dejaban a la luz la crueldad de la revolución. Ahora los castigos son
más sutiles: cancelaciones y prisiones por delitos de odio, o sea, oponerse a
la ideología neo-marxista que liberará al ser humano de la opresión del
hetero-patriarcado explotador. Todo en nombre de "los derechos humanos". A los antes mencionados no se les ocurrió. Qué tontos.
Cada
revolución tiene in mente la idea del hombre perfecto. La marxista, el oprimido
que toma conciencia de clase y es agente y promotor de la revolución. Hitler,
el ario blanco. La Revolución Francesa, el hombre ilustrado. Y así
sucesivamente. Y cada una asesina sin piedad ni remordimientos al que se
oponga.
Es
necesario comprender esto para epígonos menores, como los que creen en un
Estado fuertemente intervencionista. Ellos no ignoran que los controles de
precios producen faltantes, que los salarios mínimos desocupación, etc. Los más
coherentes dan una buena explicación: todo ello sucede por la naturaleza humana
corrupta del hombre capitalista, el que responde a incentivos, al que le
importa su ingreso monetario, el hombre triste, gris e inmoral que compra
barato y vende caro, que quiere estar en paz con sus vecinos, leer un libro
cuando puede e irse de vacaciones con su familia. Ese, ese es el enemigo. Esa
es la corrupta naturaleza humana que hay que cambiar. Los discursos de los
grandes dictadores totalitarios y los dictadorzuelos fascistas latinoamericanos,
como Perón y aún hoy los kirchneristas, llaman a la rebelión a un pueblo
inmaculado contra el sistema capitalista, un pueblo que no mira incentivos monetarios
sino la solidaridad con sus hermanos, en la cual no habrá escasez, ni precios,
ni propiedad, inventos malvados del capitalismo, que es “la” etapa perversa de
la Historia.
Por
eso los argumentos económicos, que suponen leyes económicas universales, no les
hacen mella. No, todas esas consecuencias no intentadas de las intervenciones
estatales desaparecerán cuando el pueblo inmaculado llegue al poder y se libere
de la opresión del mercado. Por eso hacen bien en oponerse radicalmente a Adam
Smith, porque él no describía a la naturaleza humana, sino a una perversión
economicista con la cual hay que terminar algún día, y para siempre.
Y
por ello Adam Smith es “el” autor clave para refutar las abstracciones
totalitarias. Porque describió a un ser humano ni ángel ni demonio, capaz de
tener una mínima racionalidad y empatía que sea la clave de una sociedad
comercial, donde la paz con el vecino, el cumplimiento de los contratos y la empresarialidad,
son virtudes y no vicios. No es eso otro “modelo” de ser humano, sino el ser
humano habitual, común y corriente, como es, con su lado oscuro de la fuerza, pero
capaz de mantenerse estable en el lado bueno de la fuerza por los incentivos
básicos de llevar adelante un proyecto de vida mínimamente sostenible sin robar nada a los demás. Una moral
de mínimos, no de máximos, totalmente compatible con la moral de máximos del
santo, pero no como base jurídica del orden social. El mismo argumento se
reitera en el paso de la competencia biológica a la división del trabajo y
cooperación social, en Mises, y lo mismo con la evolución progresiva de un
orden espontáneo de mercado, en Hayek. Por eso para Smith, Mises y Hayek el
comercio es algo civilizatorio, y no, como en la mayoría de los filósofos utópicos
de Occidente, el reino de la codicia y la bajeza material.
Por
eso en la década de los 70 el modelo de ser humano condenado totalmente por la
izquierda era “el pequeño burgués”. Era el peor insulto que podías recibir. O
sea, un tipo común y corriente, trabajador, honesto, productivo, frugal, que
tenía una familia, que los Domingos hamacaba a sus hijos en los columpios de la
plaza, dormía con su esposa de siempre y para colmo quería descansar de vez en
cuando. Lo peor de lo peor para los cantos de sirena de la revolución, no sólo
aún hoy, sino más aún hoy, cuando la familia tradicional está más cuestionada
que nunca, cuando trabajar, casarse, criar a los hijos y llevarlos el Domingo a
algún servicio religioso es lo peor que puedes hacer para la gran revolución
woke contra ese burgués explotador.
Mi
padre captó todo esto y, con su ironía unamuniana habitual, escribió, el 18 de
Noviembre de 1983, esta “Oración del pequeño burgués”. Se las transcribo:
“…Te ruego que me perdones, Señor: soy solamente un buen
burgués. Lo admito; no me queda otro camino. Cada vez que leo las críticas que
en tantos artículos, en tantos libros, en tantas poesías se han hecho o se
hacen al buen burgués, me encuentro a mí mismo. Cada descripción de la pequeña
burguesía es la descripción de mi vida. Hace mucho, cuando era casi un chico,
encontraba esas críticas, a veces feroces, siempre mordaces, a menudo irónicas,
en los libros de los grandes críticos sociales del siglo pasado y en la
literatura de izquierda. Luego abundaron por doquier. Me gustaba leer; me sigue
gustando. Temo que es el único punto en que no me ajusto del todo. Pero no,
tampoco: también me gusta la literatura romántica, sentimental, la poesía con
buen sentido, pequeño burgués, en fin.
Ahora,
llegando a la alta edad, no me queda otro camino sino admitir de una vez que
fui siempre un pequeño burgués. Y te pido perdón, Señor, porque soy culpable.
Me
conformé con pequeñeces: tuve familia, una novia y me casé con ella. Y fuimos
felices. En fin: lo que pueden ser felices dos pequeños burgueses. Nos quisimos
a nuestro modo. Resolvíamos los pequeños problemas del día. Tuvimos hijos; los
quisimos. Y nos ocupó todo lo que ocupa la vida del buen burgués: criarlos, y
quererlos, y mimarlos de chicos, y pelearnos un poco con ellos cuando fueron
creciendo, y acompañarlos después cuando tuvieron hijos que fueron nuestros
nietos.
Yo
admití como verdaderas muchas cosas. De moral, de seriedad, de buena palabra
dada, de deber. Yo creí que la vida tiene una parte que es deber. Me lo
dijeron; lo creí; lo practiqué; lo viví. Perdóname, Señor, porque no me
arrepiento.
Debo
reconocer mis faltas: preocupaciones de esas que dicen metafísicas o
existenciales no tuve en exceso. Pero me preocupé por ellas. Sentí en mi
conciencia la injusticia y cada vez que pude la combatí.
Debes
perdonarme, Señor, porque reconozco que las cosas pequeñas de cada día me
ocuparon más. Creí que eran buenas. Es terrible, pero lo sigo creyendo. Me
gustaban las mañanas frescas y ser cortés con los vecinos y ceder el paso a los
mayores y ayudar a un chico que iba a la escuela. Me emocionaba con cosas
simples, aunque no entendía mucho de las grandes obras de arte. Era un buen
burgués, nada más. Quise vivir dignamente, nada más. Como ambición es tan
poquita, lo reconozco.
Los
libros y los artículos periodísticos, en general, y los grandes artistas, y los
grandes personajes, y los conferencistas –a veces escucho algunos– y los
políticos, convocan a grandes cosas. Yo no las he hecho. Mi mujer, tampoco.
Todo fue digno, bueno, limpio, honesto, pero tan simple, Señor. Jamás
merecíamos formar parte de una novela; jamás serviríamos para un reportaje.
Debes perdonarnos, Señor. Así de simples, de vulgares, somos.
El
buen burgués que pasea con su mujer en un día feriado y además se atreve a
sentirse bien: eso somos. Y por eso debo humillarme ante Ti.
Ser
un buen burgués es tremendo. Ser un pequeño burgués es espantoso. Todos lo
dicen. Deben tener razón, Señor. Pero quizá me escuches igual: por nosotros te
ruego, por los buenos pequeños burgueses que no tenemos autores que nos
defiendan, que no tenemos poetas que nos canten, que no tenemos artistas que
nos exalten, que estamos en el tremendo punto medio entre los ricos y los
miserables, entre los poderosos y los oprimidos, entre los grandes de la tierra
y los desposeídos de todo. Por nosotros te ruego, porque no somos ni los
grandes pecadores ni los virtuosos, porque hasta nuestros pecados –es horrible,
Señor– han sido pecados pequeños, y nuestras virtudes sólo pequeño burguesas.
Por
nosotros te ruego, que hemos vivido esa simplicidad de la virtud pequeña
repetida día tras día durante todos los años de la vida que nos dieron; porque
hemos sufrido esas pequeñas angustias y esas pequeñas alegrías sin aflojar en
la tarea pequeña de mantener limpia la casa y tener a mano el pan de los
nuestros cada día. Por nosotros te ruego, porque rara vez escucho rogar por los
pequeños burgueses por boca de tus pastores en las iglesias, lo cual señala a
las claras que somos culpables. Escucha mi oración, Señor. Y hazme un lugar, a
pesar de todo. Porque, debo confesarte, para concluir, que ni siquiera mi fe es
muy grande, ni es heroica, y seguramente no sabría morir por ti. Es, también,
una fe pequeña, un temor pequeño, un amor pequeño burgués, apenas parecido al
que tengo por los míos, y por el vecino que saludo cada mañana. Escucha mi
oración, Señor, porque no he encontrado jamás una oración para los míos. Por
eso se me ocurrió hablarte. Perdóname por esta audacia. No la repetiré. Porque,
si me atreviera, dejaría de ser un pequeño burgués. Y, debo admitirlo, eso es
lo único que no resistiría. Lo confieso, Señor. Perdón.”
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