Se ha hablado mucho en estos días del caso del policía que mató al delincuente que se había robado su moto. Cuando el delincuente se estaba yendo con lo robado, le pegó un tipo por la espalda, cuando claramente la vida del policía no corría peligro.
El derecho a la legítima defensa no
es una excepción al precepto de no asesinar. Al contrario, se basa en la
doctrina del voluntario indirecto de Santo Tomás, aceptada incluso por no
creyentes. La teoría en cuestión afirma que se puede hacer todo lo posible para
evitar la propia muerte sin la intención directa de causar la muerte al
agresor. Si como consecuencia indirecta, no intentada, se produce la muerte del
agresor, entonces el que se defiende no ha buscado directamente su muerte. Ha
buscado defender su vida, y como consecuencia inevitable, la vida del agresor
se perdió.
Por eso existe la figura de “exceso”
en la legítima defensa: por si el atacado buscara directamente la muerte del
agresor de manera desproporcionada, esto es, matándolo sin que ello guardara
proporción con el mantenimiento de la propia vida.
Esto no quiere decir que un juez no
pueda eximir al que se haya defendido por emoción violenta, o por no haber
podido mantener su racionalidad en ese momento de peligro. Pero una cosa es
eximir de pena y otra cosa es que el delito no exista. El exceso en la legítima
defensa es delito.
Mucho más, cuando se trata de
agentes del orden público instruidos profesionalmente para ejercer su oficio, a
diferencia del ciudadano común. Esas personas tienen ciertas obligaciones
profesionales que son un agravante a su exceso a la legítima defensa.
Que este punto no lo logren
entender conservadores de tendencia autoritaria, es comprensible, pero que a
esto se sumen sectores liberales es preocupante. El derecho penal liberal ha
sido uno de los principales avances de los valores de la Civilización Occidental.
Ha impedido la guerra de todos contra todos y ha colocado la defensa del
derecho a la vida en la racionalidad de un Estado de Derecho cuya custodia corresponde
al Poder Judicial.
“Meter bala al delincuente”, como
un lema de campaña, puede ser como mucho un comprensible intento desesperado
ante una justicia y policías ineficientes, o un exceso de garantismo, o la
corrupción del Poder Judicial, pero la solución no pasa porque las fuerzas uniformadas
ejerzan discrecionalmente la pena de muerte. Un liberal lo debería saber. El
liberalismo clásico no es solamente economía de mercado. Es ante todo el Estado
de Derecho liberal clásico.
Los problemas de inseguridad se
resuelven con la profesionalización y mejores salarios de las fuerzas
policiales, al mismo tiempo que modificando códigos penales garantistas y
luchando contra la corrupción de poder judicial.
Pero la justicia por propia mano,
ya sea del ciudadano corriente o del policía, no es más que una triste derrota
de una sociedad cuyo Estado elefantiásico ha derivado en un Estado inexistente
en lo que sí le corresponde.
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