domingo, 6 de agosto de 2017

EL CUERPO Y EL ALMA EN "LA FIESTA DE BABETTE" (De "Filosofía para los amantes del cine", 1991).



La película que comentaremos ahora está en plena continuidad con la anterior. A pesar de tratarse de un género absolutamente distinto, nos permitirá seguir reflexionando sobre cuestiones básicas de antropología filosófica. Y, sobre todo, con una cuestión que había quedado "flotando" en la película anterior, que es la relación entre lo espiritual y lo corpóreo y sus implicaciones éticas.

Como te dije, salimos de EEUU, década del 80, y nos vamos prácticamente a otro mundo: Dinamarca, segunda mitad del siglo pasado, en una pequeña localidad al lado del mar, llamada Jutlandia. Evidentemente, no encontraremos allí ningún robot.

Encontraremos, en cambio, a Martina y Filipa, dos hermanas, solteras, hijas de un pastor protestante que había fundado una pequeña comunidad religiosa. Recuerda que en las diversas comunidades protestantes no hay división estricta entre jerarquía eclesiástica y laicos.

La película nos muestra a Martina y Filipa en su juventud. Su padre las considera su mano derecha y su mano izquiera, y ellas aceptan ese rol. Cumplen eficazmente con tareas de caridad, cantan en la iglesia, y la belleza de ambas atrae las miradas de los jóvenes del lugar. Algunos se aventuran a hablar con el pastor. Pero éste les anuncia a los eventuales candidatos que en la vida de sus hijas no hay lugar para el matrimonio.

De todos modos, hay dos pretendientes que tienen un acercamiento más intenso, aunque finalmente infructuoso. Un joven oficial del ejército, Lorenz Lowentein, queda extasiado por la belleza y la mirada de Martina. Frecuenta su casa, y asiste a varias reuniones de la comunidad. Pero advierte que no va a ningún lado, si bien encuentra comunicación en la mirada de Martina. Finalmente, decide despedirse. Adopta una conclusión pesimista: que la vida es dura y cruel, y que en este mundo muchas cosas son imposibles. A partir de allí, pensará sólo en su carrera, como único consuelo. Cuando se va, Martina lo mira intensamente.

Filipa también tiene su pretendiente. Un cantante lírico parisino, Achille Papin, busca un lugar donde descansar durante una gira en Dinamarca. Le recomiendan Jutlandia. Durante su estadía, asiste por curiosidad a un oficio religioso, y allí escucha maravillado la voz de Filipa. Le ofrece entonces sus servicios como profesor de canto, no sin una entrevista previa con el pastor, quien acepta.

Durante las clases, Achille sigue maravillado, no sólo con la voz de Filipa, sino con ella misma. Le enseña áreas que exaltan el amor humano. El pastor y su otra hija escuchan preocupados desde otra habitación.

En una clase, Anchille, extasiado, toma de las manos a Filipa y, mirándola a los ojos, le dice, repitiendo parte de una canción: "el amor nos unirá". Y la besa en la frente. La mirada de Filipa es de aceptación, pero también de preocupación.

Su padre no tiene necesidad de decir mucho. Es más, era ese silencio su más elocuente mensaje. En determinado momento, Filipa anuncia que no seguirá con sus clases de canto. Achille es notificado por escrito, mientras cantaba alegremente. El canto cesó.

Achille vuelve a París. Esa noche, Filipa se detiene por un momento y dirige sus ojos hacia la lejanía. Su padre y su hermana la miran. Filipa lo advierte. Baja la vista, y sigue tejiendo.

Llegamos así al año 1871. El pastor ya había muerto, y sus dos hijas habían tomado en sus manos el cuidado de la comunidad, cuyas necesidades espirituales y físicas atienden solícita y eficazmente. Ya son mujeres maduras. Una noche, en medio de una gran lluvia, alguien llama a la puerta. Se trata de Babette, una mujer parisina de mediana edad, que en una de esas ridículas guerras de esta humanidad había perdido a su familia y a su trabajo. Ella había logrado huir milagrosamente. Una carta de Achille Papin, que Babette traía in mano, pedía por ella a sus amigas de Jutlandia. Babette trabajaría para ellas, a cambio de un techo, comida, y paz.

Babette trabaja para las dos hermanas durante muchos años. Durante ese tiempo, se convierte en testigo silenciosa y discreta de la labor de Filipa y Martina. Ellas cumplían en su comunidad tareas similares que las que nosotros estamos acostumbrados a ver en un sacerdote. En una reunión, varios miembros del grupo discuten por viejas rencillas y rencores, reclamándose mutuamente antiguas faltas. Muchos de ellos descargan posteriormente su conciencia con Martina y Filipa. Estas adoptan una actitud de consuelo, hablándoles de un Dios que es amor y que perdona.

En un determinado momento, sucede algo fuera de lo habitual. Babette gana 10000 francos en la lotería de París. Ese juego era el único contacto que, por correo, había mantenido durante todos esos años con su ciudad. Hay asombro y sorpresa generalizada. Babette piensa qué hacer con el dinero. Martina y Filipa temen que regrese a París.

Babette decide que hará una cena en memoria del pastor, para todos los miembros de la comunidad. Al principio, las piadosas hermanas aceptan. Pero una preocupación surge. El pueblo ve asombrado la cantidad enorme de elementos que Babette había encargado a París y que llegan por barco. No sólo era una comida de enorme calidad y gran abundancia, sino que además estaría acompañada por vino francés de primera calidad. La abundancia y exquisito sabor de la comida eran elementos muy sospechosos para las conciencias de Martina y Filipa. El vino ya era definitivamente condenable. Las dos hermanas están preocupadísimas. Pero, ¿qué decirle a Babette, que había organizado todo con tanta buena voluntad y sin mala intención?

Mientras la "fiesta de Babette" sigue en preparación, Martina y Filipa reúnen a su comunidad y explican, angustiadas, la situación. Los demás miembros comprenden el problema. Todos se comprometen entonces a extremar sus medidas de sobriedad. No se hablaría una sola palabra de la comida durante la cena, sino sólo de cuestiones "espirituales", y se recordaría permanentemente que la comida es sólo un medio para fortalecer al cuerpo, que a su vez es un medio para que el espíritu glorifique a Dios.

"Será como si nunca hubiésemos tenido el sentido del gusto", dice uno de ellos.

Como gran acontecimiento, el general Lowenhielm es invitado a la cena. Sí, el mismo que en su juventud se había enamorado de Martina. Se lo invita en su carácter de antiguo miembro de la comunidad.

Habrás visto que dije "general". En efecto, el joven oficial había llegado a su madurez con una brillante carrera. Mientras prepara sus galas para la cena, murmura "vanidad, todo es vanidad". E imagina estar hablando con sí mismo, aunque más joven. Se desdobla. El hombre maduro dice a su imagen joven: "encontré todos lo que puedas haber soñado y he satisfecho tu ambición. Pero, ¿con qué fin? Esta noche tenemos algo que aclarar. Debes mostrarme que mi decisión fue la correcta".

La cena comienza. Lowenhielm y Martina se reencuentran, y sus miradas evidencian que el amor seguía intacto. Pero el general no está al tanto de las preocupaciones morales de la comunidad con respecto a esa cena exquisita y abundante. Los platos comienzan a llegar.

Al principio están todos muy rígidos. El general elogia los platos pero obtiene por respuesta comentarios a las Escrituras. Empero, lentamente todos comienzan a soltarse un poco. No; si piensas que se van a ir al otro extremo, se van a emborrachar y todo terminará en una horrible comilona, no es así. Simplemente, se permiten sentir el rico gusto de esos platos. Comen bien, con apetito, y toman algo de vino. Y están todos un poco más contentos. Si bien la ocasión era muy formal, era más o menos como cuando nosotros nos reunimos con nuestros amigos a comer un asado. Nada del otro mundo. Pero ellos jamás habían tenido una reunión por el estilo.

Mientras tanto, Lowenhielm seguía discurriendo sobre la comida. Y cuenta que en una oportunidad, estando en un famoso restaurant parisino (el Cafe Anglais), él y sus oficiales habían comido un plato idéntico a uno de los que en ese momento estaban disfrutando ("Codornices en Sarcófago"; la verdad, yo prefiero una hamburguesa en un McDonalds). La cocinera era una renombrada Chef de París.

Pero el general había preparado, además, un discurso. Discurre en torno a las diversas elecciones que nos presenta nuestra existencia. Mira muchas veces a Martina. Hay un diálogo entre ambos aunque sólo hable Lorenz. La piedad y la verdad -dice- se han encontrado. La justicia y la dicha deben abrazarse entre sí. El hombre, con su debilidad y falta de visión, cree que debe elegir en su vida. Tiembla ante los riesgos que afronta. Sabemos qué es el miedo. Pero no. Nuestra elección no tiene importancia. Pero llega el momento en que nuestros ojos son abiertos, y nos damos cuenta de que la piedad es infinita. Sólo debemos aguardarla con confianza y recibirla con gratitud. La piedad no impone condiciones. Y bien: todo lo que hemos elegido nos ha sido concedido. Y todo lo que rechazamos también nos fue concedido. Hasta recibimos lo que rechazamos. Porque la piedad y la verdad van juntas. Y la justicia y la dicha se abrazan entre sí".

Al concluir la cena, todos se reúnen en torno al piano y la dulce voz de Filipa, que canta una de las canciones más bellas que he escuchado.

"Observa cómo huye el día, y el sol se baña en el agua. Para nosotros se acerca la hora del reposo. Oh, Dios que habitas la luz celestial. Que reinas en lo alto, en el paraíso. Sé para nosotros la luz infinita en el valle de la noche. La arena de nuestro reloj, esfuma el tiempo. El día es conquistado por la noche. Las glorias del mundo llegan a su fin. Un día fugaz, un vuelo pasajero. Dios, que tu luz brille siempre. Acéptanos en tu piedad divina".

  Y todos, incluso las dos hermanas, están más distendidos. No sólo eso. Aquellos que en otra oportunidad se habían reclamado antiguas deudas con rencor, ahora se perdonan. Se miran y se dicen palabras de afecto. Hay una pareja, ya anciana; son marido y mujer. Ambos se miran con ternura. Y se besan.

Llega el momento de despedirse. Lorenz y Martina se miran nuevamente con ese amor profundo que siempre se tuvieron. "Estuve con Ud. cada día de mi vida. Dígame que lo sabe". "Si... -contesta Martina-, lo sé". "También debe saber -continúa él- que estaré con Ud. cada día que me sea concedido, de aquí en adelante. Cada noche me sentaré a cenar con Ud. No con mi cuerpo; eso no tiene importancia; sino con mi alma. Porque esta noche he aprendido que, en este hermoso mundo nuestro, todo es posible".

Pero allí no termina todo. Los demás se reúnen alrededor de una fuente, bajo la inmensidad de un hermoso cielo estrellado. Y cantan. Expresan su alegría, y luego se van retirando lentamente, a dormir. Uno de ellos, el último en irse, dice su expresión favorita: "aleluya!".

Pero en medio de todo esto, Babette había sido la heroína invisible que, desde su cocina, había preparado ese banquete del cuerpo y del espíritu. O sea, de la persona humana. Sus ayudantes le agradecen enormemente; ella está cansada pero también muy dichosa. Ya las tres solas en la casa, Martina y Filipa le expresan también su enorme agradecimiento. Y se produce este diálogo final:

"Babette, fue realmente una cena excelente..."
"Hace tiempo fui el chef principal del cafe Anglais"
"Todos recordaremos esta noche, cuando estés de vuelta en París"
"Yo no regreso a París".
Filipa y Martina se asombran.
"¿No regresas a París?"
"Nadie me espera allá. Están todos muertos. Y no tengo dinero".
"¿No tienes dinero? ¿Y los 10000 francos?"
"Gasté todo".
Las hermanas están más asombradas.
"Una cena para 12 personas en el café Anglais -explica Babette, calmosamente- cuesta 10000 francos".
"Pero, querida Babette, no debiste darnos todo lo que tenías".
"No lo hice sólo por Uds..."
"Ahora serás pobre por el resto de tu vida..." -insisten las hermanas.
"Un artista nunca es pobre" -contesta Babette, decidida.
"¿Preparabas esta clase de cena en el café Anglais?", pregunta Filipa, extrañada pero comprendiendo la situación.
Babette asiente con la cabeza y dice: "Yo era capaz de hacerlos felices... Yo daba lo mejor de mí misma... Papin lo sabía".
"Achille Papin!?", exclama Filipa.
"Si... El dijo: `a través del mundo suena un profundo llanto desde el corazón del artista... Denme la oportunidad de ofrecer lo mejor de mí mismo'".

Filipa está enternecida. "Pero este no es el fin, Babette... Estoy segura de que no lo es... En el paraíso, serás la gran artista que Dios quiso que fueras... Oh! -y la abraza-, cómo encantarás a los ángeles!"

Evidentemente, la película da para mucho; son varias las cuestiones tanto históricas, tanto religiosas, como culturales, que podrían comentarse. En mi caso, es natural que mi atención se haya concentrado en una cuestión de antropología filosófica que aparece como una constante a lo largo de todas sus escenas, que es el tema de la relación entre el cuerpo y el alma, y sus implicaciones éticas, existenciales.

Habrás notado que es un tema que dejé pendiente, conscientemente, desde el comentario anterior. En efecto, habiendo tocado el tema de la dimensión espiritual del hombre, y habiendo probado que dicha dimensión subsiste a la desaparición del cuerpo, cabe que te hayas preguntado: ¿es el cuerpo, a su vez, una dimensión esencial de nuestra existencia? ¿No parece razonable afirmar que lo es? Pero en ese caso, ¿qué ocurre con la dimensión espiritual?

A lo largo de la historia de la filosofía se ha presentado un debate constante entre dos posiciones en cierto modo extremas. Una sería el monismo materialista, que afirma que el ser humano es sólo su cuerpo, y el pensamiento, un resultado de la bioquímica de las neuronas. Ya te he explicado por qué no comparto esta posición.

Otra posición, que podríamos llamar dualismo espiritualista, y que tiene muchas variantes, afirma que el espíritu del hombre es una cosa y su cuerpo otra. Serían dos elementos de naturaleza distinta. Los partidarios de esta posición concluyen con facilidad en la autonomía e inmortalidad del espíritu humano, dado que, si el cuerpo es otra cosa distinta, la desaparición de esa cosa no tiene por qué afectar al espíritu. Es más: en esta posición, el ser humano es su espíritu; un espíritu que utiliza un cuerpo como un astronauta metido dentro de una pequeña nave espacial.

Sabes que yo coincido con la existencia de una dimensión espiritual que es esencial al ser humano, pero lo que me separa de la anterior posición es que yo considero que el cuerpo es también una dimensión esencial del hombre. Algunos colegas me han convencido de que es así.

Ante todo, tengamos en cuenta que nuestra vida está llena de lo que podemos llamar "mostraciones existenciales" de que el cuerpo es algo esencial para nosotros. Es cierto que la fuerza de nuestro espíritu tiene una potencialidad todavía desconocida; muchas dolencias de nuestro cuerpo pueden llegar a curarse o a no producirse en función de esa potencialidad; y esto es algo que muchos médicos, formados en cierto monismo materialista, y en una concepción de la ciencia muy positivista, se niegan a tener en cuenta. Pero también es al revés. La degeneración de nuestro cuerpo puede hacer muy difícil la comunicación de nuestro espíritu. Además, no sólo es la enfermedad la única mostración existencial de la que disponemos. En nuestra vida habitual, todas las manifestaciones más profundas de nosotros mismos, todas nuestras emociones, se expresan con nuestro cuerpo. ¿Te acuerdas cuando hablamos de la "mirada comunicante"? ¿Acaso esos ojos, que expresan algo no reducible a lo material, no son ellos mismos corpóreos?

Ahora bien, ¿cuál es la demostración filosófica de esta mostración existencial?

Tal vez pienses que ahora voy a tratar de ensayar alguna explicación sobre cómo se "comunican" el espíritu y el cuerpo. No. No voy a proceder de ese modo, porque eso sería aceptar esta premisa: que el espíritu y el cuerpo (o, si quieres, el alma y el cuerpo) son cosas distintas. Y es esa premisa la que pongo en duda.

La pongo en duda porque el espíritu, más que un elemento adicional al cuerpo, es, en cambio, su principio organizativo último. Según esta visión de las cosas que te estoy proponiendo, no estamos formados por "dos cosas" (el alma y el cuerpo) sino que somos una sola cosa: Juan, Pedro, etc.; un solo ser humano, concreto y singular, que tiene no dos "cosas" sino dos "coprincipios" que confluyen en la constitución de una sola persona: el coprincipio organizante (espíritu) y el coprincipio organizado (cuerpo).

¿Cómo llegamos a esta conclusión? Analizando filosóficamente algunos datos elementales. Cada célula tiene millones y millones de elementos materiales que cambian constantemente; empero, esos elementos integran una única estructura celular que los organiza en funciones metabólicas. Hay allí elementos organizados y un elemento organizante. Ese elemento organizante es el principio organizativo de lo material.

Esas células se integran a su vez en tejidos; éstos, en aparatos y sistemas, y éstos, en un cuerpo, autónomo de otros, regido por un principio organizativo principal. Cada elemento material es ordenado en estructuras y éstas, a su vez, son subsumidas y organizadas por principios organizativos de mayor nivel, hasta que todos se integran en un cuerpo, ordenado a su vez por un principio organizativo principal. Muchos biólogos actuales colocarían ese elemento organizante -según conjeturas hasta ahora corroboradas- en la estructura del código genético. Pero esta conjetura biológica no es esencial para que, filosóficamente, distingamos en todo cuerpo a un elemento organizante y elementos organizados.
Este principio organizativo último y principal es el origen de todas las funciones específicas de un determinado cuerpo. En nuestro caso, tal vez te imagines mi conclusión: nuestro principio organizativo último es nuestro espíritu.

Me dirás que qué estoy diciendo. Pues nada del otro mundo. Todas nuestras capacidades estarán organizadas y regidas por nuestro principio organizativo último. Ahora bien, si una de esas capacidades, la inteligencia, específicamente nuestra, tiene una operación, que es entender, que no puede reducirse a lo material, y que no depende de lo material para existir, entonces ella misma, y el principio de donde deriva, serán no materiales también. Luego, nuestro principio organizativo último es no material, no sólo en cuanto a su función organizante, sino en cuanto que no depende de lo material para su existir. Y nada tiene de extraño que algo inmaterial sea el principio organizante de un cuerpo; al contrario, lo material es propiamente lo organizado; no lo organizante. La diferencia es que hay algunos principios organizantes cuya existencia está ligada a la existencia de los elementos organizados (como el orden que une las piezas de un televisor: sin las piezas no hay orden real entre las mismas) y, en cambio, en nuestro caso, dado que nuestra capacidad intelectual no depende de la materia para existir (tesis probada en el comentario anterior), tampoco el principio organizativo último que es causa de esa capacidad, pues sería contradictorio que una capacidad se asentara sobre un principio inferior a ella misma. Salvando las distancias, sería lo mismo que un elefante parado sobre un mosquito, o como sacar un millón de dólares de una cuenta que llegaba sólo a 100.

Esto explica varias cosas. En primer lugar, que nuestro espíritu es un espíritu esencialmente encarnado: es un espíritu que organiza y estructura a nuestro cuerpo. El espíritu humano no está pues en algún lugar del cuerpo: está en todo él, como el orden en lo ordenado. Y, en segundo lugar, puede subsistir a la desaparición del co-principio organizado (el cuerpo).

Por supuesto, esto no es esencial a la dimensión espiritual como tal. Quiero decir: no corresponde a aquella dimensión del ser transparente a sí misma, que hemos llamado espíritu, estar organizando, necesariamente, un cuerpo. Puede haber espíritus creados por Dios que sean personas sólo espirituales; es posible su existencia, aunque si realmente existen no lo puede saber la filosofía como tal. Eso queda reservado a una dimensión religiosa del conocimiento. No contradictoria con la filosofía, desde luego.

Dios, obviamente, es espíritu. Y es espíritu absoluto e infinito. Nosotros, en cambio, somos finitos, limitados, porque somos creados. Y, además, somos encarnados. O sea, somos personas a las que nos corresponde una dimensión corporal, por esencia. Esa dimensión corporal no anula nuestra esperanza de gozo eterno junto a Dios. (¿Recuperaremos alguna vez nuestro cuerpo, que es tan nuestro? ¿Nos daría Dios ese regalo? La filosofía no puede saberlo).

Ahora tratemos de ver las implicaciones de todo esto para la "fiesta de Babette". En mi opinión, esa fiesta es un reencuentro de los personajes con su unidad psicofísica. En efecto, habiéndose educado en un ambiente cultural donde las manifestaciones de lo corpóreo son, en principio, sospechosas, debía haber un acontecimiento muy singular para someter esa sospecha a revisión. Y ese acontecimiento fue la fiesta que Babette preparó.

Lo interesante de esa cena es de qué modo los integrantes de esa comunidad vuelven a un delicado equilibrio, humanamente muy difícil de lograr. Si somos espíritus encarnados, esencialmente corpóreos, todas las manifestaciones propias de nuestra dimensión animal se dan en nosotros esencialmente espiritualizadas. Es por eso que funciones tales como la comida, la reproducción y el descanso se encuentran rodeadas, en lo humano, por manifestaciones culturales que las elevan a una dimensión distinta a la solamente instintiva.

De ese modo, un imperativo ético de nuestra dimensión como personas es relacionar nuestras dimensiones corporales con nuestra vida moral básica: nuestra relación de amistad con Dios y con el prójimo. Así, si estamos solos, al comer y al beber no nos olvidaremos de Dios, y la moderación y sobriedad al hacerlo será un obvio resultado del cuidado para con esa dimensión corporal por El otorgada. La sobriedad bien entendida, en todas nuestras funciones corporales, no es desprecio por el cuerpo, sino exactamente al contrario.

Pero, sobre todo, hagamos de nuestro cuerpo una ocasión para el encuentro con el otro. De ese modo, una comida será ocasión para el encuentro amistoso con nuestros semejantes. Allí espíritu y cuerpo muestran su íntima unidad. Y eso es exactamente lo que les pasó a nuestros amigos durante la cena que Babette les organizó.

Al principio, cuando se sentaron, la comida era su enemigo. Como aquel que por temor a que el avión se caiga nunca se sube, ellos nunca se habían permitido un plato sabroso, por temor a excederse y arruinar así toda su persona. Pero, lentamente, van degustando esa comida que Babette con tanto afecto les había preparado. La rigidez anterior obró como secreto equilibrante para que lo hicieran en su justa medida. En esa medida, la comida ejerció un efecto sedante sobre su espíritu. Nada raro, ahora que hemos visto que cuerpo y alma no son dos cosas distintas.

Así distendidos, se dieron cuenta de que estaban juntos. Se miraron, tal vez con esa comprensión que surge secretamente a medida que uno toma conciencia de lo que es verdaderamente humano. O tal vez se sintieron divertidamente cómplices en esa cena que para ellos era algo fuera de lo común. El asunto es que se re-encontraron. Abandonaron la rigidez permanente que ocasiona el temor, y accedieron a la naturalidad del amor. Ese amor será la fuente de la virtud, no el temor. Porque si se hubieran excedido, si todo hubiera terminado en una horrible comilona, tampoco hubieran podido amarse. Para amarse hay que tener la mirada puesta en el otro. Si estás muerto de miedo por no excederte, te reconcentras en ti mismo y no puedes amar al otro. Si te excedes, también te reconcentras en ti mismo y el efecto es el mismo.

No sé si coincidirás conmigo, pero creo que este es el profundo significado existencial de esta "fiesta". Se reencontraron  en una cena. Una perfecta mostración existencial de la unidad alma-cuerpo. Por supuesto que es difícil. Las derivaciones morales de las exigencias de nuestra naturaleza nunca son fáciles. Mejor dicho: a veces pueden ser claras para nuestra inteligencia, pero no para nuestra voluntad.

Pero la película nos sigue ofreciendo datos para seguir reflexionando. Recordemos que Martina y Filipa no se habían casado.

El amor humano entre hombre y mujer es algo sublime. Cuando no hay amor, sino mutuo usufructo, es algo espantoso. Como bien dijo un colega, la degeneración de lo mejor es lo peor.

Ese amor humano es una de las vivencias más profundas de nuestra unidad corpóreo-espiritual. Todo amor genera vida, en el sentido que genera el mutuo crecimiento como personas, y, en ese sentido, toda amistad implica esa mirada comunicante que impide el nosotros alienante. Ya en nuestro comentario sobre Zelig habíamos hablado al respecto, pero también allí habíamos resaltado el amor entre Eudora y Leonard. Ese amor humano sincero, entre hombre y mujer, es espiritual porque surge de la dimensión más profunda y fundante de la persona, pero se expresa necesaria y esencialmente a través de sus cuerpos. Y por eso, el amor entre hombre y mujer genera vida, en el sentido más total del término. No sólo hay mutuo crecimiento, sino que también se genera una nueva vida. Por eso el nacimiento de un hijo es una de las experiencias vitales más profundas, porque allí, la persona siente en lo más profundo de sí misma la dimensión espiritual y corpórea -inseparablemente unidas- del amor que ha entregado a la otra persona. Y porque siente, de algún modo, la continuidad de una existencia corpórea que algún día llegará a su fin.

No creas que ahora voy a criticar a quienes no se casan por motivos religiosos. No, eso sería muy barato de mi parte. Al contrario, una renuncia por el estilo, hecha con madurez y libertad, como medio para servir a Dios de un cierto modo, no implica un desprecio por el matrimonio. Al contrario, implica ofrecer a Dios algo muy valioso. Renunciar a un tacho de basura es fácil. Claro, fácil cuando es verdaderamente basura; pero enfermante cuando alguien confunde el amor humano, querido por Dios, con la basura.

Y este fue el problema. La elección de Filipa y Martina no fue realizada con plena madurez. Influidas por ciertas circunstancias culturales y familiares, que les hacían ver al amor humano como algo no muy digno, se quedaron viendo con nostalgia a los varones que con sinceridad les ofrecían amarlas. Esa nostalgia abarcaba también, tal vez, a la maternidad y a las nuevas vidas que hubieran surgido.

Una de ellas, Martina, se reencuentra, en la famosa cena, con Lorenz. No habían podido casarse, pero el amor entre ellos seguía intacto. Curiosamente, el desafío es mayor para Lorenz. Este había tratado de sustituir la desdicha del amor no encontrado con el regodeo de sí mismo. Cuidado. El éxito en tu trabajo puede ser muy importante, pero no lo uses para tapar un agujero. Más adelante volveremos a esto. Es importante, además, que tu trabajo se convierta en servicio a los demás y en ofrecimiento a Dios. No para mirarte y decir, como el viejo cuento, "espejito, espejito, ¿quién es el más...?". Justamente, Lorenz advierte lo vano de sus vanidades frente a su espejo, cuando, poniéndose sus "galas", dialoga consigo mismo.

Pero esa noche, al reencontrarse con la mirada de Martina, siente la felicidad que esos ojos le regalan. No puede evitar reflexionar sobre las opciones que él y Martina han hecho a lo largo de su vida. Y entonces, más que sumergirse en la ausencia de esperanza, hace una buena elección: recurre a Dios, cuya mirada comprensiva todo lo perdona. Hacia el final de nuestras vidas, esa mirada comprensiva de Dios, mediando nuestra aceptación, dará luz incluso a nuestras elecciones más oscuras. Ese reencuentro con Martina, y su esperanza en Dios, le hacen reelaborar sus convicciones. Ahora ha descubierto esa fuerza que le abre las puertas a un mundo distinto, hermoso, en el cual todo es posible.

Me dirás que el discurso de Lorenz tiende a disminuir la importancia de nuestras propias elecciones. No creo. Simplemente, las coloca bajo el manto del perdón de Dios. Y hacer eso es una elección, tal vez la más importante que puedas hacer. Un sincero pedir perdón a quien te dio la existencia. Incluso, se puede decir que sólo Dios puede impulsarte a hacer eso, pero en ese caso, tu elección está -como ya te había comentado- en no decirle "no".

¿Y Babette? Babette no regresa, como vimos, a París. ¿Lo ha hecho por Martina y Filipa, o por ella misma? Parece que no se sabe. Ella dice que lo ha hecho por su vocación artística. Un artista siente que siempre debe dar lo mejor de sí mismo, y ella encontró en esa cena la ocasión para entregarse.

Pero esa entrega se relaciona necesariamente con el bien del otro, y por eso hay amor. Cuando hay amor, desaparece la dualidad yo-tu, en cierta medida, porque las personas que se quieren con sinceridad están comunicadas por  un bien común, mutuo, donde el bien de uno es el del otro y viceversa. ¿Lo haces por el otro, lo haces por ti? Casi no tiene sentido el preguntárselo. Cuando hay amor, todo lo que haces por el otro, lo haces por ti.

Por supuesto, el desinterés absoluto es imposible para nuestra humanidad, porque siempre lo que haces por los demás te hace crecer como persona; luego es imposible que hagas el bien sin beneficiarte a ti mismo. Sólo Dios puede dar sin recibir. Nosotros, en cambio, recibimos nuestro dar.

Pero volvamos a Jutlandia. O, mejor dicho, no volvamos. Pero recordemos a sus personajes. Seamos sobrios con nuestro cuerpo, pero justamente porque es un don de Dios y parte esencial de nosotros mismos. Y juntémonos con nuestros amigos a comer, más seguido.


Y sepamos encontrar, todos, una voz que tenga la ternura de Filipa; unos ojos que tengan la mirada de Martina.

No hay comentarios: