Capítulo 37. Quod ultima
felicitas hominis consistit in contemplatione Dei
(Que la última felicidad del hombre consiste en la
contemplación de Dios)
1. Contexto
Después de explicar que Dios es el fin último y que, por
lo tanto, la felicidad no consiste en “las delectaciones corporales, el poder
mundano, la gloria humana, las riquezas”, Santo Tomás concluye que la felicidad del ser humano
consiste en la contemplación de Dios. El contexto de la época es doble. Por un lado,
Santo Tomás se inscribe en
el contexto monacal de la suya, donde los bienes de este mundo son despreciados
sin matices, y por el otro adopta una concepción aristotélica de felicidad,
donde la identifica con el desarrollo de las virtutes, a lo cual agrega las
teologales, y, a diferencia de Aristóteles, la visión de Dios como el culmen de
las potencialidades humanas y la plenitud de la virtud. El texto es claro al
respecto:
2. Argumento central
Si igitur ultima felicitas hominis non consistit in
exterioribus, quae dicuntur bona fortunae; neque in bonis corporis; neque in
bonis animae quantum ad sensitivam partem; neque quantum ad intellectivam
secundum actum moralium virtutum; neque secundum intellectuales quae ad
actionem pertinent, scilicet artem et prudentiam: relinquitur quod ultima
hominis felicitas sit in contemplatione veritatis.
Esto es: “Si, pues,
la última felicidad del hombre no consiste en las cosas exteriores que llamamos
bienes de fortuna, ni en los bienes del cuerpo, ni en los bienes del alma en
cuanto a la parte sensitiva, ni en cuanto a la parte intelectiva según los
actos de las virtudes morales, ni según las intelectuales que atañen a la
acción —a saber, el arte y la prudencia—, resulta que la última felicidad del
hombre se halla en la contemplación de la verdad”.
O dicho de otra
manera: frente a la finitud de todo lo que no es Dios, y dado que Dios es la
verdad total, que la verdad total implica la plenitud de inteligencia y
voluntad, y que esto último es la felicidad, la felicidad última está en un
“ver” a Dios, que se encuentra dentro de una promesa escastológica; esto es: el
rostro escondido de Dios, que en la salvación total se nos ofrece a nuestra
adoración por medio de la gracia.
3. Anexo. El sentido de este tema, hoy
Pero
¿qué le dice todo esto al hombre actual, tanto creyente como no creyente? ¿Qué
sentido tiene decir hoy que la felicidad está en Dios, si Dios está en duda y,
además, incluso para el creyente, la felicidad tiene que ver con bienes
legítimos —familia, trabajo, amigos, hobbies,
recreación, salud física—, cuya carencia ocasiona enormes sufrimientos?
Tal
vez tengamos que recordar una vez más ese camino existencialista cristiano que
mencionamos antes[1], en uno
de los anexos del capítulo 13
del libro i[2].
3.1. Existencia in-auténtica y alienación
Ante
todo, al ser humano actual le es muy difícil despertar de la matrix —haciendo una analogía con la famosa
película— de la alienación. Vivimos aferrados a la existencia inauténtica
(Heidegger): cumplimos, cual bote arrojado a corrientes diversas, los mandatos
sociales de nuestra época; como mucho, si no nos va mal, elegimos una carrera
(sin saber bien por qué), un cónyuge, trabajamos, sin saber tampoco por qué o
para qué, y luego parece que todo quedara librado a la suerte. Si tenemos
suerte, tenemos dinero y salud; si no, estamos en problemas. En ambos casos hay
un ruido sordo, una pregunta que tortura nuestra mente —igual que en la
película—: qué sentido tiene todo, qué sentido tiene la vida, pero mejor no
meterse mucho con eso; si mucho, escuchar desde una lejanía respetuosa a
filósofos y pensadores que se metan con ello. Y cuando el desamor, la muerte,
las enfermedades golpean la puerta de nuestra dormida existencia, nos
despertamos en una bruma de depresión y angustia.
3.2. El salto metafísico de “puedo no ser”
Todo
esto hasta que las situaciones límite (Jaspers) nos golpean y un Morpheus menos
simpático que el de la película nos invita a tomar la pastillita roja. La
pastilla roja es hacerse la pregunta más eludida por gran parte del pensamiento
actual. Es la pregunta metá-fisicá:
¿por qué soy, si puedo no ser?
3.3. El sentido de “mi” vida
¿Puedo
no ser? Esa es la pregunta. No es una pregunta que surja de la arbitrariedad de
la sola voluntad de quien quiera formularla; es una pregunta que surge de la
capacidad de darse cuenta de que hemos sido “arrojados al mundo” y no sabemos
por qué. La pregunta implica dar un “más allá de” la física y la biología. ¿Por
qué hemos nacido, si podríamos no haberlo hecho? La pregunta no se responde
desde el big bang o la evolución.
¿Por qué has nacido tú, por qué he nacido yo, cuando todo podría haber sido sin
nosotros? La pregunta es, precisamente, lo que el creyente puede compartir con
el no creyente sobre la finitud de la propia existencia. La pregunta no nace de
un intelecto sin un recorrido vital, sino de la madurez existencial. La
pregunta tiene sentido en sí misma, pero quien es aún muy niño —y no
precisamente en el sentido evangélico— no la verá y seguirá aferrado a sus
juguetes.
3.4. El poder no ser y lo in-finito
Una
vez que se ve el sentido de la pregunta, viene la que sigue: si puedo no ser, ¿cuál
es el sentido de mi vida? No de “la” vida en general, sino de “mi” vida, porque
evidencia existencialmente al yo que,
aunque intersubjetivo, muestra sin embargo la falsedad existencial y teorética
de toda filosofía que niegue el yo. El yo es concomitante con el “mi”. ¿Cuál es
el sentido de mi vida, si pude no
haber sido? ¿Por qué soy?
3.5. El “yo”
Es
precisamente ahí donde la respuesta del creyente tiene sentido para todos:
porque la finitud no podría “ser” si no fuera por lo infinito; o sea: Dios. Es
una respuesta que puede ser aceptada por un no creyente en la medida en que la
finitud sea la vía por la cual pueda ver lo no finito.
3.6. Yo y vocación
Pero
la respuesta lleva a otra pregunta. De acuerdo, no hemos sido arrojados al
mundo, como si este “arrojamiento” implicara una imposibilidad de respuesta,
sino que hemos sido creados por Dios. Pero nuestro ser personal implica el yo,
la pregunta por el sentido propio de “mi” vida. Toda vida tiene sentido, porque
ha sido creada por Dios, pero la persona tiene un sentido personal. Cada uno
hemos sido creados “yo”.
3.7. Vocación y esencia individual
Entonces,
para encontrar el sentido de nuestra vida, hay que ir a lo más esencial de ese
“yo”. Hay que preguntarse quiénes somos. Eso es la vocación. La vocación no es
una carrera, una elección: es descubir quiénes somos; no es cuestión de
elegirlo, sino de descubrirlo. El libre albedrío que sigue es ser fiel o no a ese descubrimiento de esa esencia
individual originaria.
3.8. El des-pliegue del yo
La
vocación no es tampoco un “hacer”: es “ser” quienes somos. El hacer tiene
sentido cuando es el despliegue del ser personal. Si no, es actuar a lo loco,
sin sentido, volviendo a la alienación, a la existencia inauténtica.
3.9. El proyecto personal
Cuando
se encuentra la más profunda verdad, la verdad sobre uno mismo, la vida entera
se convierte en el despliegue de esa verdad y la voluntad quiere un bien: ser
fiel a esa verdad. Como consecuencia, el descubrimiento de esa vocación y serle
fiel implica el despliegue de la inteligencia y de la voluntad, no solo en la
línea de la esencia humana, sino también en la línea de nuestra esencia
individual.
3.10. La participación en el bien total
Ese
despliegue implica por tanto el proyecto personal. Ahí los diversos
“emprendimientos”, las diversas actividades de la vida, no son ya escapismos al
sinsentido de misma, sino, al contrario, un resultado natural de su sentido.
3.11. Felicidad y proyecto
Esos
proyectos son verdaderas participaciones en el bien total. Son cosas buenas, pero
no cualquier cosa: son despliegues que nos plenifican, y verdaderas
participaciones en el bien total (Dios).
3.12. El desprendimiento
Por
tanto, la relación de todo esto con Santo Tomás es que verdaderamente la
plenitud de nuestra existencia implica llegar a Dios, y el despliegue de
nuestros proyectos personales no es Dios, pero sí verdaderas participaciones en
Dios, en la medida en que respondan a nuestra esencia individual. Si del
despliegue de esos proyectos resultaran honores, fama o recursos dinerarios, la
virtud de la templanza es necesaria para estar desprendido de todo ello,
sabiendo que todo ello es vacío si viene sin el despliegue de la vocación
personal. La felicidad consiste, por consiguiente, en llegar a Dios a través
del despliegue de nuestra vocación personal.
3.13. El otro en tanto otro
Pero
hay otro desprendimiento que es necesario, donde se puede introducir en toda
vocación (la laical incluida) la espiritualidad carmelita de Santa Teresa, San Juan
de la Cruz, Santa Teresita o Edith Stein. Significa ponerlo todo en la
providencia divina, para desprendernos incluso de nuestros emprendimientos. No
quiere decir esto abandonarlos, sino seguir ejecutándolos desprendidos de ellos
mismos y, más aún, de un anhelado “éxito”, porque su florecimiento queda en
manos de Dios. Podemos “querer” así que nuestros proyectos se realicen,
agregando “mas no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esto es indispensable
para la felicidad personal. Al poner todo en Dios, nuestra voluntad se
identifica con la suya.
3.14. Sufrimiento
Pero
falta un aspecto esencial. No podemos encontrar nuestro propio bien si nos
miramos a nosotros mismos. De igual modo que un profesor, cuando da clase, se
concentra en sus alumnos, y solo así la clase sale bien, el ser humano debe
poner la mirada en el otro, para solo así desplegar su propio bien. Hay que
mirar al otro en tanto otro: ello
significa amar al otro buscando su bien más allá de cualquier cálculo de
beneficio que ello nos pueda reportar. Esto solo se advierte en la experiencia
vital de la misericordia, que siempre tiene la gracia de Dios como ayuda, sea
que la experiencia de ser el buen samaritano la tenga un creyente o un no
creyente que no sabe que Dios está en él. Por lo mismo, todo proyecto personal
debe ser intersubjetivo: implica descubrir de qué modo personal encuentro mi
plenitud en el encuentro con el otro. Solo allí, en el encuentro con esa mirada
al otro —sea el otro el cónyuge, el amigo, el paciente, el alumno o el cliente—,
puedo encontrar lo que significa amar a Dios por Dios mismo, sin buscar
directamente “la actualización de nuestras potencias”. Y eso solo se logra
cuando por gracia de Dios nos enamoramos de Cristo en la Cruz, que por pura
misericordia está muriendo por nosotros. Es ahí, solo ahí, en esa participación
en la cruz de Cristo, donde se encuentra el sentido a todo sufrimiento que
podamos tener.
3.15. Importancia de la psicoterapia profunda
Finalmente,
toda la psicoterapia profunda, sobre todo Freud y Frankl, debe ser un ejercicio
permanente de autorreflexión sobre sí mismo, porque, después del pecado
original, vivimos cubiertos por toneladas de conflictos, resultado de neurosis
no asumidas, sino negadas permanentemente por racionalizaciones y escapismos.
Así nunca podemos llegar “normalmente” al descubrimiento del “sí mismo” y de la
vocación personal, excepto que la gracia de Dios opere secretamente un milagro
que queda sabiamente oculto ante los ojos de los demás. La psicoterapia
profunda forma parte, por tanto, de la autoeducación permanente en la
indispensable tarea del descubrimiento de sí para salir de la matrix de la alienación. Que Freud no
haya visto las implicaciones espirituales de sus propuestas no las invalida en
sí mismas.
3.16. Dios y felicidad
La felicidad está en Dios,
en un enamoramiento de Dios que permite emprender estando desprendido, que
permite ver al otro en tanto otro, que permite amar el misterio de Dios en
tanto Dios, asumir el misterio de la providencia de Dios, con sus dones,
pruebas, sufrimientos y bromas. Así es que, en el siglo xxi y en cualquier siglo, Santo Tomás
tiene razón: la felicidad está en Dios, vive en Dios, es Dios.
[1] Ver al respecto
Welte, B.: Ateísmo y religión, en Teología, Tomo VI/1, N.° 12, 1968;
Mandrioni, H.: La vocación del hombre;
Guadalupe, Buenos Aires, 1976; Stein, E.: Ser
finito y eterno, op. cit., cap. 1.
[2] “… Por eso
la «existencia» de Dios aparece como un planteo prescindible de la vida. Cuando
se le plantean al hombre actual las pruebas de la «existencia» de Dios, hay que
tener en cuenta ciertas transformaciones importantes. Primero, el término
existencia es entendido como un sujeto cuya existencia transforma a una clase
vacía en una clase no vacía, y ya dijimos que ello no tiene nada que ver con
Dios. Segundo, el hombre actual ha absorbido a Kant sin darse cuenta: la
metafísica es reducida a una fe sin sustento racional. Tercero, el término
«prueba» remite a una prueba científica en los términos que el positivismo la
planteó, esto es, como el test de una hipótesis, que ya sabemos, desde Popper et alia, que no «prueba» nada, pero ello
el hombre actual también lo ignora. Cuarto, y lo más importante: ¿qué
importancia tiene para la vida de cada persona la existencia de Dios?
“Antes de
«definir» existencia (donde comienzan todos los problemas) hay que reflexionar
sobre lo que llamamos compromiso
existencial, que pasa por una experiencia
vital que pasa a su vez por un acto radical de amor al otro en tanto otro. Para una madre, ¿importa que su hijo
exista? Antes de dar una respuesta in abstracto, la madre contesta que sí, que
le importa que su hijo exista. Ello, a su vez, cuando ama a su hijo como las
verdaderas madres aman a sus hijos. Esto es, con un compromiso existencial por
el cual la existencia del otro demanda de uno mismo un compromiso ético, esto
es, actos de sacrificio y misericordia por el otro que estamos dispuestos a
realizar. Ese conocimiento por
connaturaleza, del amor al otro en tanto otro, que se da en actitud natural, es una condición para
una reflexión teórica sobre el significado de la existencia a la cual estamos
unidos previamente por el afecto.
“Siguiendo esta
misma línea de experiencia vital, la existencia que importa surge por la
experiencia de la muerte (situación límite). Importa la existencia cuya muerte
duele por el compromiso existencial que tenemos para con esa existencia. La
muerte del otro conduce siempre a una pregunta que trasciende la biología y la
física actual: ¿por qué? ¿Por qué tenía que morir?
“Esto comienza a
resolver uno de los problemas que está más presente en nuestros planteos. Desde
el principio hemos dicho que no se puede negar el horizonte de creación desde el cual el cristiano ve el mundo, y a
la vida y a la muerte. Por eso habíamos dicho «… Por supuesto, tenemos que ver
aún de qué modo no es una petición de principio partir de que ´… el ente
participado tiene una diferencia entre quod
est y est´ cuando ello presupone
a Dios creador que se quiere demostrar; ya dijimos que hay un círculo
hermenéutico entre razón y fe, pero aún debemos profundizar en cómo mostrar
mediante una analogía esa participación ontológica a quien no afirme a Dios
creador». Llega el momento de establecer esa analogía.
“La analogía que
el cristiano filósofo (o sea, el cristiano que da razón de su fe) puede hacer
es la siguiente. Primero, tenemos que plantear el tema solo como una respuesta
a una pregunta que surja de los pasos anteriores del compromiso existencial y
el surgimiento de la muerte como problema. Eso es, la persona que se plantea la
pregunta por Dios, lo que se ha planteado es el tema del sentido de la
existencia, una vez que por una situación límite la muerte lo ha sacudido como
algo que le muestra que la propia existencia está atravesada por una pregunta
que ni la biología ni la física pueden contestar: ¿por qué «soy»? Aquí está la
principal analogía con el ser creado. El ser creado podría no haber sido
creado. Pero a aquel que no acepte ello como premisa, puede haber experimentado
que su propio ser está afectado radicalmente por la muerte, una muerte que se
plantea como «¿qué sentido tiene nuestra vida ante la muerte»? Por supuesto, es
una analogía que tiene su límite, sobre todo en aquel que está convencido de que
su existencia actual es fruto de la transformación de una existencia anterior.
Pero aquel que ve su radical «poder no haber nacido» como un radical «poder no
haber sido» está preparado para ver una radical finitud de su existencia como
una analogía con el ser creado de la cual parte el cristiano. Esto es,
cristiano y quien duda de Dios creador tienen una analogía en común: los dos
saben que podrían no haber sido. Lo que ocurre es que el primero conoce la
causa de su ser y el otro no. Por supuesto, reiteramos que todo esto presupone
haber pasado de una existencia
inauténtica, donde se vive en la no conciencia de la finitud de la propia
existencia, a una existencia auténtica,
donde surge la pregunta por el sentido de la propia vida una vez que la persona
ha madurado lo suficiente desde un punto de vista moral.
“Los puntos
anteriores implican la elaboración de un existencialismo cristiano abierto a la
razón, en diálogo razón-fe, reasumiendo la tradición agustinista de la vida
interior y asumiendo un punto de la modernidad del cual no hay vuelta atrás: el
paso por el sujeto y lo inter-subjetivo.
“Una vez lograda
esta analogía, Dios vuelve a tener importancia, porque es la respuesta a una
pregunta que tiene sentido: ¿qué sentido tiene la propia existencia? Y en ese
sentido, sin petición de principio, se puede re-elaborar existencialmente el
punto de partida de la prueba: «el ente participado tiene una diferencia entre quod est y est». Esto es, el que duda de la creación y de Dios creador (no el que no está en un horizonte
judeocristiano) puede estar convencido, sin embargo, de que no necesariamente existe y del sentido por la pregunta por
el sentido (existencia auténtica) y esa radical finitud existencial, mas esa
moralidad de esa existencia finita, lo re-ubica en el punto de partida de la
prueba de Santo Tomás.
“Esta prueba,
como vimos, ha sido re-ubicada en las instancias de la vida interior. No es una
táctica, sino un auténtico progreso de la armonía razón-fe, donde el otro en
tanto otro tiene una mayor radicalidad ontológica que cualquier cosa no
personal”.
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