He “atendido” a muchos
chicos y chicas entre sus 18 y 25 años, como profesor y confidente. Los he
visto sufrir al extremo su búsqueda del amor sincero, sus expectativas
frustradas, sus problemas vocacionales, sus peleas con sus padres, sus
angustias, sus obsesiones, sus fobias, sus corazones abiertos, heridos y
anhelantes, y su escepticismo, su desencanto, su rabia, su llanto.
Diez o veinte años
después, los veo, a muchos de ellos, felices, radiantes, colocando las fotos de
sus hijos en Facebook. Es como si todo hubiera sido curado, redimido, por esos
dos ojitos indescriptiblemente bellos. Y no es que nacieran de una primera
relación perfecta. Muchos de ellos nacieron cuando no eran deseados, de la
pareja odiada o repentina, de la situación difícil, del imbécil con el que no
sé cómo me casé, de la loca esa, etc. Otros nacen de una mejor relación, pero
después de muchos años de frustración y búsqueda en todo sentido.
Pero nacen.
La vida se
abre paso. Allí, en el medio de todos nosotros, los neuróticos woodyallinescos
que lo trajimos al mundo, está él, el divino perverso polimorfo, poli-morfando todo
J
y mirando divertido a estos locos adultos que constituyen su insólito mundo.
Allí, en medio del abuelo con pañales, de la tía soltera e histeroide que dice
“suerte que no me casé”, del padre que no entiende nada, de la madre que abraza
desesperadamente a su niño, su único hombre confiable; en medio de tíos con cara de poker y sobrinos mirando todo el día a su celular, en medio de todo ellos, en medio de
todos nosotros, con nuestro presente pintoresco y nuestro pasado angustioso,
está el. El niño. El nació. Y con su vida, con sus llantos, sonrisas y miradas,
con el pipí que sale para cualquier lado y su olorosa y adorable caquita, con
sus gu-gu, ga-ga, gue-gue, que anuncian el habla que está aprendiendo, con su
fiebre que sube y que baja, con su quedarse dormido en nuestros brazos,
derritiendo nuestras entrañas, con todo eso, parece decirnos que… Basta. Que la
vida sigue, que no hay tiempo para angustias. El bebé parece redimir nuestro aferramiento a la neurosis. El pone las cosas en su lugar y le da a
todo su justa importancia. Ya no hay tiempo para nuestros pequeños odios,
rencores y pases de factura; algunos parientes que parecían ser una molestia de
repente dejarán de serlo y otros se borrarán de golpe, y sabremos apreciar la
diferencia entre ayudar y molestar, entre hablar y decir sandeces, entre tomar
decisiones o vivir paralizados en duelos no resueltos. No, ya no hay tiempo:
ellos mandan y si somos neuróticos normales sabremos obedecer.
Pero cuidado, no es
automático, y no es mágico. Si nos distraemos, puede ser un parche que dure un
buen tiempo, pero cuando el último pájaro del nido voló, volveremos a lo de
siempre. ¿No era un tiempo para recomenzar? Cuando ese bebé tenga 40 y sea igual
de tonto que nosotros, ¿no habremos pasado nuestra amargura de una generación a
otra? Ese nacimiento, ¿no era un momento para crecer nosotros también? Y de ese
crecimiento, ¿no saldrá acaso un diálogo cotidiano, diario, permanente, al
principio como canción de cuna y luego como la mirada verdaderamente adulta que
el hijo necesita? Y de ese crecimiento, de ese haberse dejado transformar por
la vida, ¿no saldrán años con más sabiduría? También he visto amigos de mi edad
que han convertido su paternidad en una ofrenda y aunque estén más gordos, J
su mirada ha aligerado el peso de sus neurosis juveniles. Y sus hijos, aunque
humanos, tienen la mirada hacia adelante.
Los niños nacen. Como
la luz del sol en una mañana de verano, ellos limpian y cauterizan las heridas
de nuestro corazón: sus ojos limpian los nuestros. Pero no mágicamente. Cuando
nazca tu niño, hazte niño y crece con él. Es una segunda vida, una segunda
oportunidad, una bendición, una verdadera redención.
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