Me encontré con este artículo, va a despertar polémica pero creo que hay que instalar el debate.
----------------------------------------------------
DES-PENALIZACIÓN DE LAS DROGAS Y TOLERANCIA (especialmente dirigido a obispos, presbíteros, religiosos y laicos de la Iglesia Católica )
Por Jorge Montefusco.
Febrero de 2012.
Los católicos estamos en contra
del consumo y el tráfico de drogas. Y está perfecto. Nuestras pautas morales,
basadas en la tradición judeo-cristiana, nos demanda un cuidado sacral del
cuerpo. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo?”, nos
recuerda San Pablo en referencia al tema de la fornicación. Pero la templanza no
es sólo una virtud que modera el apetito sexual: la templanza implica un
cuidado general del cuerpo, que muchos católicos olvidan en su praxis
cotidiana. El cuerpo es parte esencial de la persona, hay una unidad alma
cuerpo, y nuestra persona debe estar al servicio del prójimo y de Dios. Dañar
al cuerpo implica ponernos en contra de nuestra misión como cristianos. El
católico debe comer con moderación, cuidar la calidad de su comida y su bebida,
tener cuidado con todo tipo de sustancias adictivas y estimulantes y evitar
todo aquello, desde las drogas hasta el colesterol, que ponga en peligro su
vida. Pero no por vanidad personal, sino por el amor al prójimo y a Dios.
Paradójicamente las religiones
orientales recuerdan más todo esto en su praxis que nosotros los católicos. Es
clásica la figura del monje oriental que come verduritas, hace artes marciales
y vive 100 años, pero el católico, en cambio, se da el lujo de fumar, tomar,
comer mal y no hacer gimnasia, para morir pronto lleno de grasa, con sedentarismo,
colesterol, pulmones destrozados, etc. Eso sí: seguramente casto en la virtud
de la pureza. No. Eso es una total incoherencia. El católico tiene toda la
tradición teórica para cuidar su cuerpo en todos los aspectos. Su cuerpo es
templo del Espíritu, es servicio al prójimo, su persona es unidad cuerpo-alma y
la virtud de a templanza debe abarcar todos los aspectos.
Después de todo lo dicho, no
consumir ni producir drogas perjudiciales para la salud, desde un punto de
vista religioso, es obvio, como debería ser obvio ser sobrio en la comida,
bebida y en el consumo de diversas sustancias dañinas, comenzando por la
nicotina, el alcohol hasta los dulces llenos de colesterol.
Por lo tanto, que el cigarrillo
sea “malo”, para el católico, es obvio; como también lo es emborracharse, comer
como una bestia, descuidar su salud de modo negligente, etc.
Sin embargo, los católicos no
hemos hecho de esas cuestiones “social
issues”. No porque el pecado personal no tenga consecuencias sociales, sino
porque en esos casos hemos distinguido lo moral de lo legal, conforme a la
filosofía del derecho de Santo Tomás: “…la ley humana se establece para una
multitud de hombres, en la cual la mayor
parte no son hombres perfectos en la virtud. Y así, la
ley humana no prohíbe todos los vicios, de los que se abstiene un hombre
virtuoso; sino sólo se prohíben los más graves, de los cuales es más posible
abstenerse a la mayor parte de los hombres, especialmente aquellas cosas que
son para el perjuicio de los demás, sin cuya prohibición
la sociedad no se podría conservar como son los homicidios, hurtos, y otros
vicios semejantes” (I-II, Q. 96,
a . 2). Y antes había dicho, citando incluso a San
Agustín: “…la ley humana no puede castigar o prohibir todas las cosas malas que
se hacen, porque si quisiera quitar todos los males, con ellos quitaría también
muchos bienes, y se impediría la utilidad del bien común, que es necesaria para
la convivencia humana” (I-II, q. 91,
a . 4)” (Las itálicas son mías). Santo Tomás aplicaba a
su época lo que afirmaba. Esto es, que hay conductas humanas que, aunque sean
contrarias a la ley natural, deben ser toleradas por la ley humana para evitar
un mal mayor. Por ejemplo, la prostitución: “…lo afirma San Agustín en II De Ordine: Quita a las meretrices de entre los humanos
y habrás turbado todas las cosas con sensualidades…” (Suma Teológica, II-II, Q. 10 a . 11). O los
infieles, que estaban en el error: “Los ritos de los infieles deben ser
tolerados”, idem.
Se me dirá que para Santo Tomás
la ley humana tenía una función educativa (Suma
Teológica, I-II, Q. 95 a .
1). Y es verdad. Pero ello no implica que se pueda deducir a priori qué cosas deben ser prohibidas o permitidas por la ley
humana. En todo caso, cuando la ley humana no pena, al menos “calla”, no
declara bueno a lo que es malo, y ese “callar” tiene una importante función
educativa.
Curiosamente, el Magisterio de la Iglesia adoptó este
criterio de tolerancia cuando comenzó a hablar, no de libertad religiosa, pero
sí de tolerancia de cultos diversos al catolicismo: “No hay tampoco
razón justa para acusar a la Iglesia de ser demasiado estrecha en materia de tolerancia o
de ser enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia juzga ilícito que
las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la
religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que
para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran
pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es,
por otra parte, costumbre de la
Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado
a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente
San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena voluntad” (León XIII, Inmortale dei, 1885, en Doctrina Pontificia, BAC, 1954, p. 211).
“…la Iglesia
se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. No
ignora la Iglesia
la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros
tiempos. Por esta causa, aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la
verdad y a la virtud no se opone la
Iglesia , sin embargo, a la tolerancia por parte de los
poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia
para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo,
en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin
embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se
impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males. Justo es
imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún: no pudiendo
la autoridad humana impedir todos los males, debe «permitir y dejar impunes
muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia”
(León XIII, Enc. Libertas, 1888,
op.cit., p. 253); “…La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran
en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba y, sin embargo, los deja
existir. Por consiguiente, la afirmación: el bravío religioso y moral debe ser
siempre impedido, cuando es posible, porque su tolerancia es en sí misma
inmoral, no puede valer en su forma
absoluta incondicionada. Por otra
parte, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un precepto semejante
absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni en el campo de la moral. No
conocen semejante precepto ni la común convicción de los hombres, ni la
conciencia cristiana, ni las fuentes de la revelación ni la práctica de la Iglesia. Aún omitiendo en este
momento otros textos de la Sagrada Escritura
tocantes a esta materia, Cristo en la parábola de la cizaña dio el siguiente
aviso: Dejad que en el campo del mundo la cizaña crezca, junto con la buena
semilla, en beneficio del trigo. El deber de reprimir las desviaciones morales
y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe
estar subordinada a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten
e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin
de promover un bien mayor” (Pío XII, Comunidad internacional y tolerancia,
1953, en op.cit, las itálicas son de Pío XII).
La doctrina allí utilizada ha caído en desuso
pero no por ello era errónea en sí misma, porque se puede aplicar
analógicamente a diversos temas. El Magisterio distinguía la situación ideal,
“tesis”, de una situación no ideal, donde se tolera un mal en función de un
bien mayor: “hipótesis”. Esta última fue la razón por la cual León XIII elogió
la situación de la Iglesia
en EEUU, donde por motivos históricos era totalmente razonable y aceptable la
separación entre Iglesia y Estado, mientras que el mismo pontífice no aceptó
nunca a un laicismo totalmente intolerable que violaba los derechos de la Iglesia a su libertad
(sobre el elogio de León XIII a la situación de la Iglesia en EEUU, ver Longinqua oceani, 1895, en Doctrina Pontificia, BAC, tomo III,
1963; sobre su rechazo a las legislaciones europeas laicistas, ver Nobilisima gallorum gens, 1883, Doctrina
Pontificia, BAC, 1954, op.cit., p. 141).
Por supuesto, la doctrina
posterior evolucionó y la
Iglesia proclamó luego el derecho a la libertad religiosa,
donde dicho derecho es bueno, no es algo que se “tolere”. Pero no por ello el
tema de la tolerancia quedó olvidado, al contrario: porque lo que se tolera en
ese caso, por un bien mayor, es el error que para el Catolicismo tienen otros
cultos, mientras que se respeta y se hace respetar plenamente a la persona, que
por su dignidad natural tiene derecho a no ser coaccionado en su conciencia. La
persona, su dignidad natural, su derecho a la libertad religiosa, todo ello es
bueno, es santo, NO se “tolera”, sino que se acepta, se quiere y se promueve.
Pero la libertad religiosa puede tener como resultado conocido y no
directamente intentado que sea visible, civil y públicamente, el error de la
persona en el tema religioso, y ese error se tolera por bienes mayores,
precisamente, todos los que hemos citado.
Esto ha sido olvidado
frecuentemente. Muchos católicos hablan hoy en día de la libertad religiosa con
un indiferentismo religioso implícito y latente, como si la diversidad de
cultos fuera buena en sí misma, cuando en realidad es una consecuencia de la
debilidad del intelecto y la voluntad después del pecado original. No, lo que
es bueno es que aun después del pecado original la persona no pierde nunca su
condición de tal y por ende tiene una conciencia que no puede legalmente
coaccionarse, pero el error y la confusión religiosa, no “de la modernidad”,
como dicen algunos, sino de todas las épocas, (incluso en el llamado Sacro
Imperio) no es algo bueno, aunque sí “tolerable”.
Si los católicos tuviéramos más
claro todo esto, no diríamos con tanta sencillez que la droga es mala y que
“por ende” debe ser legalmente prohibida. No haríamos ese “non sequitur”, ese “no se sigue lógicamente” tan rápido. Porque que
algo sea moralmente malo no implica, como hemos visto, que sea ilegal. Puede
ser malo pero puede ser legalmente tolerado para impedir un mal mayor.
Por ende, es así como debemos
enfrentar el tema de la droga. Por supuesto que es mala. Pero su represión
legal puede ser peor. ¿Qué ocurriría si intentáramos prohibir la nicotina y el
alcohol? ¿No tenemos acaso la experiencia de la ley seca de los EEUU? Y no es
sólo un caso, es una especie de generalidad, más amplia. Cuando se prohíbe
legalmente el comercio de una sustancia, surge un mercado negro, donde el
precio de dicha mercancía es más caro porque se agregan los costos de
transacción de un mercado negro más riesgoso. Ese mercado negro, además, se
mueve con reglas de confianza muy estrictas cuyo incumplimiento tiene
habitualmente penas mafiosas muy violentas. Eso sucede en todo mercado negro,
desde caramelos, dólares o drogas. El precio mayor, por otro lado, implica que
los consumidores tienen que pagar más. En los adictos a la droga, ello es
especialmente peligroso, porque para poder afrontar ese precio mayor tienen que
incurrir a su vez en actividades delictivas que, si el precio fuera menor, no
tendrían por qué afrontar.
Otro tema particularmente
delicado, para los católicos, es la “guerra contra las drogas”, porque es,
efectivamente, una guerra. Curiosamente, desde Benedicto XV (1914-1922) en
adelante, todos los pontífices han intentado frenar todas las guerras del s.
XX, y no porque no advirtieran que no hubiera enemigos injustos, sino porque
sabían que las consecuencias iban a ser peores. En el Vaticano II la guerra ofensiva fue explícitamente condenada (Gaudium et spes, Capítulo V, sección 1)
y en Catecismo de la Iglesia Católica también
(Nros. 2307, 2308 y 2309) junto con el Compendio
de Doctrina Social de la
Iglesia (Nros. 497 a 507). ¿Por qué, entonces, los católicos,
en este caso, parecemos haber hecho una
excepción? ¿Qué tiene una guerra contra las drogas que no tenga otra guerra?
¿No juegan las mismas razones de “guerra justa” que habitualmente hacen que ya
ninguna guerra ofensiva lo sea? ¿Ignoramos acaso la cantidad de víctimas
inocentes, los daños colaterales, etc., que mayores son cuanto mayor es la
militarización? ¿Qué vamos a proponer dentro de poco? ¿Una bomba atómica contra
los narcotraficantes?
Por lo demás, ¿dónde está la
misericordia, la caridad para con el adicto? ¿Por qué criminalizar su acción?
¿Ignoramos lo que es una cárcel? ¿Suponemos que allí se va a “redimir”? Debe
ser tratado con la misma dignidad, cuidado y caridad que cualquier otro
enfermo. ¿De dónde hemos sacado que su “tratamiento” consiste en tirarlo como
basura a una cárcel inmunda en dónde sólo profundizará su decadencia? ¿Dónde ha
quedado nuestra misericordia?
Se me dirá: con los mismos
argumentos se puede defender el aborto o la trata de blancas. No, porque
estamos hablando de conductas que no atentan directamente contra derechos de terceros. El comercio de drogas, de
nicotina o alcohol puede ser moralmente un horror, pero no se asesina o se
secuestra directamente a nadie, y pido por favor que se utilicen esos términos
en sentido jurídico estricto y no analógico. En el caso del aborto hay un
asesinato, el del niño, y en la trata de blancas hay secuestros, y asesinatos
de las pobres víctimas que quieren escapar. De igual modo con otros temas que
tienen que ver con el derecho a la vida donde directamente hay asesinatos
involucrados (la eutanasia puede ser un caso, cuando un médico mata
directamente a un enfermo, y no estamos hablando simplemente de un efecto no
intentado de la morfina). Pero en el caso de una transacción jurídicamente
voluntaria (no dije psicológicamente voluntaria) no se ha cruzado ese límite.
¿De dónde hemos sacado, por lo
demás, que la des-penalización a priori NO supone una penalización a
posteriori? No se trata de una des-penalización “total”, sino “a priori”. Esto
es, de igual modo que un accidente de tránsito, producto de un conductor
alcoholizado, puede ser un agravante para el homicidio culposo, un robo u otro
delito producido bajo el efecto de las drogas puede ser un agravante, excepto
que el juez considere al adicto, con peritaje médico, como enfermo que debe ir
al tratamiento de recuperación. Ello como vemos no es una despenalización de las
drogas en sentido completo.
Por lo demás: ¿somos conscientes
del tema de la escasez de recursos? ¿Tenemos conciencia de la cantidad
inimaginable de millones y millones que se gastan en la guerra y en el inútil
combate contra las drogas? ¿No podrían ser utilizados esos recursos en campañas
de prevención o de tratamiento?
Por lo demás, no es el
narcotráfico violento la causa de que debamos prohibir las drogas, sino al
revés. Es el control del tráfico de drogas lo que ha causado esos mercados
negros ahora incontrolables, verdaderos estados dentro de otros que ponen en
peligro la misma unidad jurídica de los estados de derecho, especialmente en
las naciones menos desarrolladas. Legalicen ese tráfico y se convertirán en
empresas como las tabacaleras. Si, un horror, no “deberían estar ahí”, pero los
católicos parecemos haber olvidado nuestros propios presupuestos teológicos.
Después del pecado original, hay miles de temas que “no deberían estar allí”,
pero están. Se pueden tratar de un modo que produzcan un mal mayor o un mal
menor, como Santo Tomás vio con la prostitución. Pero allí están y sólo
desaparecerán al fin de los tiempos. Los reinos de este mundo no son el Reino
de Dios. Tienen males tolerables y otros intolerables, y tratar a los primeros
como los segundos sólo produce un infierno mayor.
Dado todo lo que acabamos de
decir, los católicos podríamos tratar este tema según la vieja doctrina de la
tesis y la hipótesis. En tesis, sí, sería preferible que no hubiera ni comercio
ni consumo de drogas. En hipótesis, su tolerancia, esto es, su legalización,
impide males mayores. Esto es: las drogas son un horror, sí, pero el mercado
negro mafioso, la guerra interminable, la criminalización del adicto, los
inocentes muertos por la guerra, y los incontables recursos gastados en todo
ello, son un horror mayor. La tolerancia implicará algo muy imperfecto, sí,
pero un mal menor. Los productores de drogas serán como las empresas
tabacaleras y la paz resultante implicará
un menor peligro para la vida de todos y mayores recursos que podrían ser
empleados en la prevención y en el tratamiento de la drogadicción.
La situación es muy grave. La
violencia desatada por el narcotráfico, la cantidad de muertes y asesinatos por
año, la militarización de las calles, es un infierno en la tierra. Los
católicos, mientras tanto, parecemos querer un mundo terrenal perfecto; parece
que nos confundimos el cielo con la Tierra.
Pero no: “…la ley humana se establece para una multitud de
hombres, en la cual la mayor parte no son hombres perfectos en la virtud”. Es
así y seguirá siendo así. Santo Tomás no se confundió.
2 comentarios:
Muy interesante, daría tela para cortar en varios lados, pero bue: como no soy parte de la Iglesia Católica debería abstenerme? En cualquier caso, me parece muy acertada la difusión de esta clase de opiniones abiertas y tolerantes por parte de la gente de la Iglesia, considerando que la mayor parte de las veces los medios de comunicación eligen difundir las posiciones mas cerradas y "ultra".
En mi caso, Doctor Zanotti, no hay motivo para debate, solamente motivos para un fuerte aplauso.
Publicar un comentario