MOISÉS Y LA RELIGIÓN MONOTEÍSTA.
1. Breve
introito.
Con el análisis de El porvenir de una ilusión y Totem y tabú, la supuesta contradicción
total entre Freud y el Cristianismo estaría en principio solucionada. Sin
embargo, con este texto, el análisis psicológico, cultural y
antropológico-cultural de la religión judeo-cristiana queda tan en contra de la
interpretación de judíos y cristianos –y Freud era consciente de ello- que
“evitar el bulto” no sería honesto de nuestra parte y pondría en peligro el
objetivo de este libro.
Se trata, como muchos lectores
sabrán, de tres ensayos escritos entre 1934 y 1939. Freud decide no publicarlos inmediatamente,
precisamente para no escandalizar a una Viena católica que, para asombro del
propio Freud, le hubiera dado una libertad inesperada al lado del verdadero
totalitarismo nazi que lo decide a emigrar a Londres. Allí termina de escribir
y publicar la tercera parte de su texto, que era la más audaz. Comencemos,
pues, con nuestro último casi desafío, y decimos casi porque nos quedan otros
en los apéndices. Pero, en relación a este, serán menores.
2. Los
dos prólogos.
El primer prefacio, anterior a Marzo de 1938, comienza con una crítica a los
totalitarismos en Rusa, Italia y Alemania. Sí, mala noticia para la
interpretación de Freud de los 70: Freud era un liberal clásico, defensor de
las democracias ante los autoritarismos. Pero le asombra que la Iglesia Católica
sea una aliada de esas democracias: un elogio y una crítica al mismo tiempo: “…Como
quiera que sea, los sucesos han venido a dar en una situación tal que las
democracias conservadoras son hoy las que protegen el progreso de la cultura, y
por extraño que parezca, la institución de la Iglesia católica es precisamente
la que opone una poderosa defensa contra la propagación de ese peligro
cultural. ¡Nada menos que ella, hasta enemiga acérrima del libre pensamiento y
de todo progreso hacia el reconocimiento de la verdad!”.
Evidentemente el tema lo preocupaba:
“…Vivimos en un país católico, protegido por esa Iglesia, sin saber a ciencia
cierta cuánto durará esta protección. Pero mientras subsista es natural que
vacilemos en emprender algo que pudiera despertar su hostilidad. No se trata de
cobardía, sino de mera precaución, pues el nuevo enemigo, a cuyos intereses nos
guardaremos de servir, es más peligroso que el viejo, con el cual ya habíamos
aprendido a convivir. La investigación psicoanalítica, a la cual nos dedicamos
ya, es, de todos modos, objeto de recelosa atención por parte del catolicismo.
No afirmaremos, por cierto, que esta desconfianza sea infundada. En efecto, si
nuestra labor nos lleva al resultado de reducir la religión a una neurosis de
la humanidad y a explicar su inmenso poderío en forma idéntica a la obsesión
neurótica revelada en nuestros pacientes, podemos estar bien seguros de que nos
granjearemos la más enconada enemistad de los poderes que nos rigen. No es
que tengamos algo nuevo que decir, algo que no hubiésemos expresado con toda
claridad hace ya un cuarto de siglo; mas desde entonces todo eso ha sido
olvidado, y sin duda tendrá cierto efecto el hecho de que hoy lo repitamos y lo
ilustremos en un ejemplo válido para todas las funciones de religiones en
general. Esto podría llevar, probablemente, a que se nos prohibiera el
ejercicio del psicoanálisis, pues aquellos métodos de opresión violenta en modo
alguno son extraños a la Iglesia católica: más bien ésta considera usurpadas
sus prerrogativas cuando también otros los aplican. El psicoanálisis
empero, que en el curso de mi larga vida se ha extendido por todo el mundo, aún
no encontró ningún hogar que pudiera ser más preciado que la ciudad donde nació
y se desarrolló.” (Los subrayados son nuestros).
Por supuesto, la predicción de Freud
no se cumplió jurídicamente: en ningún país occidental posterior a la Segunda
Guerra la Iglesia intentó que el Estado prohibiera el psicoanálisis. Pero, sin
embargo, hay una silente prohibición de hecho: los sectores más fieles a la Fe
–cosa que elogiamos- son los más recelosos a la hora de considerar a Freud. Eso
continúa hasta hoy, y por eso este libro.
El segundo prólogo es de junio de
1938, ya en Londres, lugar que él agradece y en el cual se siente protegido. Lo
interesante es que de algún modo se da cuenta de que “el nuevo enemigo” es y
fue mucho más terrible que la temida Iglesia: “…Las extraordinarias
dificultades -tanto reservas íntimas como impedimentos exteriores- que pesaron
sobre mí al redactar el presente estudio sobre la persona de Moisés, dieron
lugar a que este tercer ensayo final lleve dos prefacios contradictorios y aun excluyentes
entre sí. Sucede que en el breve lapso intermedio han cambiado profundamente
las circunstancias ambientales de quien esto escribe. Vivía yo entonces, al amparo de la Iglesia católica y me tenía preso el
temor de que mi publicación me hiciera perder esa tutela, acarreando a los
prosélitos y discípulos del psicoanálisis la prohibición de ejercerlo en
Austria. Más entonces sobrevino de pronto la invasión alemana: el
catolicismo demostró ser una «tenue brizna», para expresarlo en términos
bíblicos. Convencido de que ahora ya no se me perseguiría tan sólo por mis
ideas, sino también por mi «raza», abandoné con muchos amigos la ciudad que
fuera mi hogar durante setenta y ocho años, desde mi temprana infancia” (Los
subrayados y las itálicas son nuestras).
El agradecimiento a Inglaterra,
patria de la democracia liberal, debe destacarse: “…Hallé la más cordial
acogida en la hermosa, libre y generosa Inglaterra. Aquí vivo como huésped
gratamente recibido, sintiéndome aliviado de aquella opresión y libre otra vez
para poder decir y escribir -casi hubiese dicho pensar- lo que quiero o debo. Así
pues, me atrevo a publicar la última parte de mi trabajo”. Pero luego sigue el
convencimiento de la condena que recibirá de los más creyentes, predicción que,
creo, se cumplió: “…Ya no tropiezo con impedimentos exteriores, o al menos
estos no son tales que podrían alarmarme. Durante las pocas semanas que he
pasado en este país recibí innumerables saludos de amigos que se regocijan por
mi llegada, de desconocidos e incluso de personas indiferentes que sólo quieren
expresar su satisfacción porque haya hallado aquí libertad y existencia segura.
Además, recibí, en número sorprendente
para un extranjero, mensajes de otra especie de personas que se preocupan por
la salvación de mi alma, indicándome los caminos de Cristo o tratando de
ilustrarme sobre el porvenir de Israel. Las buenas gentes que así escriben
poco deben haber sabido de mí; pero espero que cuando una traducción haga
conocer a mis nuevos compatriotas este trabajo sobre Moisés, también perderé
ante muchos de ellos buena parte de la simpatía que ahora me ofrecen. (Las
itálicas y los subrayados son nuestros).
Como vemos, Freud era plenamente
consciente de la oposición que este texto iba a encontrar en creyentes
monoteístas. Pero sigue fiel a su conciencia: “…Jamás he vuelto a dudar que los
fenómenos religiosos sólo pueden ser concebidos de acuerdo con la pauta que nos
ofrecen los ya conocidos síntomas neuróticos individuales; que son
reproducciones de trascendentes, pero hace tiempo olvidados sucesos prehistóricos
de la familia humana; que su carácter obsesivo obedece precisamente a ese
origen; que, por consiguiente, actúan sobre los seres humanos gracias a la
verdad histórica que contienen”. Como hemos visto, el problema es el “sólo”. NO
que los fenómenos religiosos obedezcan en muchos pacientes a lo que hemos
llamado “la deformación de lo religioso”, cuyo diagnóstico fue acertado por
parte de Freud, y que debería ser conocido por los que tienen verdadera Fe
precisamente para distinguirla y defenderla de sus deformaciones neuróticas.
3. Una
breve sinopsis del texto en el orden escrito por el autor.
Para los objetivos de este libro,
haremos una breve descripción del núcleo central de este texto en el orden en
el que van apareciendo. Ello por supuesto ya está mediado por mi hermenéutica,
círculo del cual, como se sabe, no se puede salir sino entrar correctamente.
3.1.
El monoteísmo, el período de latencia y la “vuelta de lo reprimido”.
Si
Moisés era egipcio –tema que abarca los dos primeros ensayos- no es relevante
para nuestro tema (esperemos no equivocarnos), pero sirve a Freud para plantear
un paralelismo entre el monoteísmo egipcio de Ikhnatón y el monoteísmo propuesto por Moisés. En ambos casos el
pueblo llano rechaza esta idea evolutiva y espiritual. Ese rechazo tiene un
período intermedio, “de latencia”, luego del cual la idea surge con más fuerza
aún: “…Hacemos nuestra, pues, la opinión de que la idea de un dios único, así
como el rechazo del ceremonial mágico y la acentuación de los preceptos éticos
en nombre de ese dios, fueron realmente doctrinas mosaicas que al principio no
hallaron oídos propicios, pero que llegaron a imponerse luego de un largo
período intermedio, terminando por prevalecer definitivamente”. A los cual
sigue una obvia pregunta: “...¿Cómo podremos explicarnos semejante acción
retardada y dónde hallaremos fenómenos similares?”
Freud
sugiere algunas explicaciones antes de la principal. Que, por ejemplo, cuando
nace una nueva teoría es rechazada al principio, para luego, a largo plazo, ser
aceptada…. Que quien se entera de algo nuevo que contradice convicciones
profundas, al principio también lo rechaza, para luego comenzar a aceptarlo
lentamente… Pero finalmente Freud llega donde le interesa, el terreno del
inconsciente. Allí el autor explica lo que sucede en las experiencias traumáticas.
Alguien puede haber salido ileso de un terrible accidente, y durante un tiempo
estar “como si nada”, pero luego de un tiempo, a veces imprevisible, aparecen
los primeros síntomas de una neurosis traumática, que entra dentro de algo más
general, que es el retorno de lo reprimido (volveremos a ello). O sea: trauma –
período de latencia – neurosis traumática, esquema que, observemos, no de
casualidad es similar a la etiología de toda neurosis: conflicto –
re-direccionamiento de la pulsión – acción sustitutiva (síntoma) – neurosis.
Freud ve una analogía – a la cual le dedica un capítulo entero- entre los
períodos de las neurosis traumáticas y los períodos de creación, rechazo y
restauración de la idea monoteísta. “…Todos estos rasgos análogos los presenta,
en el terreno de la psicopatología, la génesis de las neurosis humanas,
fenómeno correspondiente por entero a la psicología del individuo, mientras que
las manifestaciones religiosas atañen, desde luego, a la de las masas. Ya
veremos que esta analogía no es tan sorprendente como a primera vista podría pensarse;
que, por el contrario, tiene más bien carácter axiomático”.
Freud
recuerda que no toda neurosis es traumática, pero en todos los casos hay algo
en común: un conflicto. En el caso del trauma, son en general impresiones
infantiles muy precoces que son tapadas por recuerdos encubridores donde lo
real o no real no puede ser distinguido con claridad –por eso el niño confunde
en general su primera percepción de algo sexual en sus padres con una conducta
agresiva-.
Estos
traumas tienen dos efectos: uno, la fijación y el intento de repetición. El
trauma como “efecto” se incorpora a la vida del yo como tendencias, como rasgos
de la personalidad, que en realidad son conductas neuróticas tendientes a
sustituir la pulsión originaria que da origen ya al conflicto, ya al trauma.
Por ejemplo, una fijación excesiva con la madre puede conducir a un varón
adulto a buscar toda su vida una mujer muy maternal, una especie de madre
infinita que obviamente no va a encontrar. Dos, una reacción evitativa, una
forma de evitar todo aquello que se parezca al conflicto originario, derivando
ello en inhibiciones y fobias. Cabe aclarar que Freud insiste mucho en el
carácter compulsivo de estos fenómenos.
Especial
atención pone en el período de latencia, pues ello explica la aparente retirada
de la pulsión originaria en la infancia posterior a los 5 o 6 años para
reaparecer con fuerza en la pubertad, o en la vida del adulto, si los
mecanismos de defensa finalmente ceden ante las exigencias de lo real en
contraste con la personalidad del yo así conformada.
Lo
mismo con el “retorno de lo reprimido”, que no es sino la conducta sustitutiva,
neurótica, fijada ya en la vida adulta como resultado de la transacción entre
la pulsión, el Súper Yo y el ppio. de realidad. Lo reprimido de modo
inconsciente por el Súper Yo renace como conducta sustitutiva aceptada por el
yo, como “pulsión adaptada”: así, en el
ejemplo dado, el varón que sale infinitas veces con infinitas mujeres es el
retorno de lo reprimido convertido en conducta neurótica, y lo reprimido fue la
pulsión originaria hace la madre absoluta (en realidad este conflicto es básico
en todos, simplemente difiere en la resolución).
3.2. La
aplicación a los fenómenos religiosos.
Habiendo
aclarado y recordado estos puntos, Freud comienza a aplicarlos a la evolución
de las sociedades humanas y la aparición del monoteísmo, recordando elementos
ya escritos hace muchos años en Totem y
tabú.
“…Trauma precoz
-Defensa-Latencia-Desencadenamiento de la neurosis-Retorno parcial de lo
reprimido: he aquí la fórmula que establecimos para el desarrollo de una
neurosis. Ahora invitamos al lector a que
dé un paso más, aceptando que en la vida de la especie humana acaeció algo
similar a los sucesos de la existencia individual, es decir, que también en
aquélla ocurrieron conflictos de contenido sexual agresivo que dejaron efectos
permanentes, pero que en su mayor parte fueron rechazados, olvidados, llegando
a actuar sólo más tarde, después de una prolongada latencia, y produciendo
entonces fenómenos análogos a los síntomas por su estructura y su tendencia”
(Los subrayados son nuestros).
Reitera
entonces Freud su hipótesis de la horda primitiva, citando expresamente Totem y tabú y que hemos visto ya varas
veces. Esto es, el parricidio de un macho dominante, la erección de un tótem para
evitar a culpa y la prohibición del incesto para que el proceso no se vuelva a
repetir. Freud le dedica de vuelta, a este tema, una gran extensión. Pero luego
vuelve a su tema: ese es el origen de la ilusión religiosa. Evolutivamente, el
dios monoteísta sería una evolución de la figura del tótem. Primero en diversos
animales, luego en constelaciones familiares humanas, con períodos de
matriarcado, hasta llegar a la idea del dios único venerado como compensación
de la culpa del asesinato originario. Ese monoteísmo es un período más
espiritual y sublimado que las magias y politeísmos de otras religiones. Pero
es aquí donde aparece una especial relación entre Judaísmo y Cristianismo.
3.3.
La relación entre Judaísmo y Cristianismo.
Para
Freud, el Cristianismo se explica por el retorno a lo reprimido. La culpa
originaria, que había sido calmada por la adoración al dios único, reaparece en
un nuevo intento de reparación. Para Freud es Pablo, y no Cristo (al cual Freud
llama “cierto agitador político-religioso”) el fundador del Cristianismo como
la ilusión que racionaliza la culpa. El asesinato del padre es el pecado
original. Eso ya lo vimos. Pero “el hijo” es el retorno de la culpa reprimida:
sólo uno de los hijos podía sacrificarse a sí mismo como reparación del
asesinato originario. “…El «redentor» no podía ser sino el principal culpable,
el caudillo de la horda fraterna que había derrocado al Padre”. A su vez, el
rito totémico de devorar al padre es recreado de forma sublimada y no agresiva
en el rito de la comunión. Y con esta innovación para compensar la culpa que
vuelve, Pablo actúa como un destructor del Judaísmo: el pueblo judío deja de
ser el pueblo elegido y sus escrituras y rituales se “popularizan” con lo que
Freud considera una regresión de la espiritualidad monoteísta. Su visión del
Cristianismo es culturalmente negativa: “…En ciertos sentidos, la nueva
religión representó una regresión cultural frente a la anterior, la judía, como
suele suceder cuando nuevas masas humanas de nivel cultural inferior irrumpen o
son admitidas en culturas más antiguas. La religión cristiana no mantuvo el
alto grado de espiritualización que había alcanzado el judaísmo. Ya no era
estrictamente monoteísta, sino que incorporó numerosos ritos simbólicos de los
pueblos circundantes, restableció la gran Diosa Madre y halló plazas, aunque
subordinadas, para instalar a muchas deidades del politeísmo, con disfraces
harto transparentes. Pero, ante todo, no cerró la puerta -como lo había hecho
la religión de Aton y la mosaica que le sucedió- a los elementos
supersticiosos, mágicos y místicos, que habrían de convertirse en graves
obstáculos para el desarrollo espiritual de los dos milenios siguientes” Aquí
introduce Freud, no como teólogo, y NO como crítica, la tesis del deicidio.
Verdaderamente el pueblo judío monoteísta había matado a dios, porque deriva del parricidio de la
horda primitiva. Pero los judíos, como la exigencia estricta de la adoración al
dios único, con la custodia de sus leyes en el templo por una celosa casta
sacerdotal, habían intentado negarlo. Los cristianos, en cambio, lo asumen: sí,
hemos pecado, ese sería el pecado original, por el eso hijo se sacrifica y
redime de la culpa. De este modo, Freud expone el origen psicoanalítico del
antisemitismo. Más allá del recelo al extranjero, más allá de la envidia a sus
logros cultuales, el asunto inconsciente
es que “…aún hoy no se ha logrado superar la envidia contra el pueblo que osó
proclamarse hijo primogénito y predilecto de Dios-Padre, cual si efectivamente
se concediera crédito a esta pretensión”. O sea, en todo antisemita está el que
quiere ser el pueblo elegido pero no lo es. Y ello se da muy especialmente en
masas cristianas, porque en el fondo recelan de su conversión cultural tardía
al Cristianismo, desplazando ese odio inconsciente al origen judío del
problema. “…En el fondo, el odio de estos pueblos contra los judíos es un odio
a los cristianos, y no debe sorprendernos que esta íntima vinculación entre las
dos religiones monoteístas se haya expresado tan claramente en la persecución
de ambas por la revolución nacional-socialista alemana”.
Sistematicemos
esto en este primer cuadro:
Trauma
|
Latencia
|
Retorno
de lo reprimido
|
Asesinato
del padre
|
Pueblo
elegido
|
Redención
de la culpa
|
Neurosis
religiosa correspondiente:
|
Actitud
farisaica
|
Obsesiones
compulsivas culpógena.
|
|
|
|
|
|
|
Esto
es importante porque, por un lado, aclara lo que Freud quiere decir y, por el
otro, lo que nosotros queremos decir. Cada una de las tres fases que Freud
describe sociológicamente, tiene un correlato en lo que nosotros hemos llamado la deformación de lo religioso. Esto es,
la vivencia de lo religioso desde las neurosis infantiles. El niño tiene
siempre una grave ambivalencia afectiva con el padre. Quiere matarlo pero, para
compensar inconscientemente es culpa, se identifica con él. Ese el buen niño
que cumple la ley del padre y se enorgullece por ello (el fariseo). Pero lo
reprimido vuelve y la culpa lo devora de vuelta, ofreciéndose él mismo como
víctima sacrificial, y entonces se identifica con el hijo (el Cristo).
Volveremos a esto después.
3.4.
Dificultades.
Freud
concluye su análisis con dos dificultades inherentes a su propio planteo.
La
primera es que en ppio. sólo está analizando al monoteísmo. Pero él mismo se
responde que en realidad varias veces -no sólo en este texto- ha colocado a las
demás religiones animistas y politeístas como un proceso evolutivo hacia el
monoteísmo. Y tiene razón.
La
segunda es más difícil. Consiste en cómo explicar la huella inconsciente de la
hora primitiva en las sociedades monoteístas. En sus términos: “…La segunda
dificultad de esta aplicación a la psicología de las masas es mucho más
importante, pues ofrece un nuevo problema de carácter esencial. Plantéase la
cuestión de la forma bajo la cual la tradición activa en la vida de los
pueblos, problema que no se da en el caso del individuo, pues en éste queda
resuelto por la existencia en el inconsciente de los restos mnemónicos del
pasado. Volvamos pues, a nuestro ejemplo histórico. Habíamos explicado el
compromiso de Qadesh por la persistencia de una poderosa tradición en el pueblo
retornado de Egipto. Este caso no esconde problema alguno. De acuerdo con
nuestra hipótesis, tal tradición se habría apoyado en el recuerdo consciente de
comunicaciones orales que el pueblo judío de esa época había recibido, a través
de sólo dos o tres generaciones, de sus antepasados, que a su vez fueron
participantes y testigos presenciales de los sucesos en cuestión. Pero ¿acaso
podemos aceptar que haya ocurrido lo mismo en siglos más recientes: que la
tradición siempre se fundó en un conocimiento transmitido en forma normal, de
generación en generación?”
Y
continúa: “…Hoy ya no es posible indicar, como en el caso precedente, cuáles
fueron las personas que conservaron y transmitieron de boca en boca tal noción
tradicional”
Por
ende, si no hay transmisión oral, ¿cómo se transmite el recuerdo inconsciente
de los episodios de la horda primitiva?
Freud
esboza para ello una audaz teoría del carácter genético del ello:
“…Esta última comprobación nos enseña que para orientarnos en las tinieblas de
la vida psíquica no bastan las cualidades a que hasta ahora nos hemos atenido.
Es preciso que adoptemos una nueva diferenciación, ya no cualitativa, sino
topográfica y -lo que le concede particular valor- al mismo tiempo genética”.
Con lo
cual se pone Freud a tiro de dos frentes: uno, el problema de la tesis de la
horda primitiva como histórica, y dos, el problema de la naturaleza genética
(genotipo y no fenotipo) del inconsciente en todos los pueblos, que producen
símbolos muy parecidos en casi todas las culturas.
4.
Análisis
crítico.
4.1.Recordatorio de
nuestro marco general.
Creo que estamos en condiciones de iniciar
un análisis crítico de estas tesis freudianas mostrando que su núcleo central
no es incompatible con el Cristianismo católico en particular.
Con todo lo visto hasta ahora hemos ganado
terreno. En los cuatro capítulos anteriores hemos visto la diferencia
fundamental entre la deformación de lo religioso y lo religioso en sí mismo.
Hemos visto que el horizonte iluminista de Freud no lo permite ver lo
segundo pero que los diagnósticos de lo primero son correctos. Y el
psicoanálisis, como teoría psicológica-terapéutica, no consiste en la negación
de lo religioso en sí mismo. Su núcleo central es la teoría de lo inconsciente
como pulsión originaria y su choque con el Súper Yo. Por ende, desde allí se
pueden diagnosticar deformaciones patológicas de lo religioso, que no
sólo son diagnósticos correctos sino que ayudan a recuperar la esencia de lo
religioso en sí mismo.
Bajo este marco general, pasemos ahora a
la primer gran tesis de este texto.
4.2. La teoría del
trauma y su analogía con toda neurosis.
Como
ya hemos visto muchas veces, en toda neurosis hay un conflicto originario (el
choque del Ello con el Súper Yo), un período de latencia (como la incubación de
una enfermedad, pero en este caso con muchos años de duración), una aparición
del “retorno a la reprimido”, con la aparición de la conducta sustituta que el
Ello encuentra para manifestarse, y una tendencia a la repetición que es eso
mismo convertido en síntoma permanente y en el “beneficio secundario de la
enfermedad”.
Ello
es básicamente correcto.
La
diferencia con el trauma es la intensidad del conflicto originario.
Freud
aclara que estos fenómenos son compulsivos. Pero ello no es interpretado por
nosotros como negación del libre albedrío (esto es intentio lectoris)
sino como un condicionamiento en el ejercicio de la voluntad que, en cuanto
potencia en acto primero, siempre está. De la intensidad del conflicto
dependerá el grado de condicionamiento del libre albedrío.
4.3.La analogía con la
horda primitiva.
Tanto
en El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura y en Totem y Tabú Freud hace la misma
analogía. Ya la vimos en los tres casos. En ese texto ajusta mejor la analogía
con la neurosis traumática.
Como
vimos, en la deformación de lo religioso, esto es en las ilusiones religiosas,
Dios es en realidad el macho originario asesinado. La figura totémica coincide
con la adoración a un dios único. El pecado original es la culpa por haber
matado al padre, y la ley, los ritos y demás aspectos de la vida religiosa con
conductas compensatorias de dicha culpa. Freud destaca especialmente, en este
texto, el período de latencia. De igual modo que un niño se porta bien ante el
padre (como compensación de su deseo inconsciente de matarlo) hay un período
donde el cumplimiento estricto de la ley funciona como período de latencia ante
lo que será “el retorno de lo reprimido”.
4.4.La consiguiente
continuidad entre Judaísmo y Cristianismo.
Es
el momento de recordar el cuadro que esbozamos antes:
Trauma
|
Latencia
|
Retorno
de lo reprimido
|
Asesinato
del padre
|
Pueblo
elegido
|
Redención
de la culpa
|
Neurosis
religiosa correspondiente:
|
Actitud
farisaica
|
Obsesiones
compulsivas culpógena.
|
Como
vemos la latencia corresponde al Judaísmo. El fariseo es en realidad el niño
que se porta bien. Por eso su aferramiento a la ley: es lo que tiene para
compensar la culpa. En ese período la culpa está “mitigada”, asumida, casi como
silenciada, es más, casi desaparecida, porque el pueblo elegido se porta bien,
los malos son los demás. Pero en el Cristianismo -creado, según Freud, por
Pablo de Tarso- la culpa aparece nuevamente, como los conflictos neuróticos en
la pubertad y en la vida adulta. Nuevamente aparece con toda su intensidad,
pero esta vez no se la niega. El Cristianismo asume ya de modo consciente que
hemos matado a Dios, y para compensar esa culpa ya no está el cumplimiento de
la ley, sino la figura mesiánica del hijo, casi como un representante de los
hijos que mataron al padre, que asume esa culpa sobre sí, asume el castigo y el
sacrificio, y así libera a los demás hijos, ahora los cristianos, de la culpa.
4.5.Qué hay en todo
esto de diagnóstico correcto.
La
neurosis, si no se la somete a un pensamiento crítico, se racionaliza en un
pensamiento infantil, que da origen al pensamiento mágico. Eso es la
deformación de lo religioso. Y ya hemos visto que ello, como diagnóstico, es
correcto.
Por
ende, en el pensamiento infantil del adulto capturado por sus procesos
inconscientes, el Cristianismo se acomoda más a una neurosis casi traumática
cuyo conflicto con la culpa originaria es intenso. Así podemos distinguir entre
cristianismo como neurosis, que corresponde a la deformación de lo religioso, y
Cristianismo con mayúsculas, que corresponde a lo religioso en sí mismo.
En
el cristianismo con minúsculas, el pecado original es ahora el deseo de
asesinar al padre hecho consciente. Cristo es precisamente el hijo, el hermano
que nos libera de esa culpa y nos sentimos por ello tranquilos. Lo reprimido
(el asesinato originario) retoma pero a la vez se “tranquiliza”, y por eso ya
no es necesario un cumplimiento estricto de la ley. La ley se convierte ahora
en ese amor de ternura entre hermanos unidos en la masificación.
¿Es
correcto este diagnóstico? Pensamos que sí. Este cristianismo (con minúsculas)
se corresponde con la deformación de lo religioso que se corresponde a su vez
con un “dios para mí”. Porque ahora el pensamiento infantil no sólo necesita un
dios que lo proteja, sino un dios que le borre la culpa. El niño necesita ser
tranquilizado nuevamente, ahora con una racionalización más compleja (y en ese
sentido más primitiva) de todo un pensamiento mágico donde todo está al
servicio de una psiquis que no ha podido crecer. Dios como el padre enojado,
Cristo como el hijo que me salva del castigo del padre, una madre absoluta,
diversos dioses que intervienen por mí, los demás hermanos, la ley más
aplacada, el perdón permanente ante nuestras travesuras.
¿Es
así en el Cristianismo, ahora como “yo para Dios”? Claro que no.
a)
¿Tenemos
un conflicto psicológico con nuestro padre? Claro que sí, es la ambivalencia
afectiva. Pero el conflicto con el verdadero Dios es otro: es querer ser Dios.
Ese es el pecado original. Y el pecado original no se vive con culpa, sino con
aceptación. Recocemos que nuestra finitud incluye, paradójicamente, querer ser
como Dios. Queremos ser como Dios, que es infinito, porque somos finitos. Pero
la aceptación del pecado original no es una culpa que hay que compensar, sino
una finitud debilitada que hay que aceptar. Y solamente la aceptación total de
la voluntad de Dios nos libera de la “envidia” que lo finito tiene por lo
in-finito. Esto no consiste en que la naturaleza del pecado original sea la
finitud, sino que no podríamos haber querido ser como Dios si no fuera por
nuestra finitud.
b)
Desde
el cristianismo (con minúsculas) se ve a Cristo como el hermano que tranquiliza
la ira del padre. Como el niño que hace travesuras y su hermano mayor y su
madre lo protegen de la ira del padre. Pero desde el Cristianismo, Cristo está
en el misterio Trinitario, misterio que ninguna mente infantil (excepto el “ser
como niños” del Evangelio) podría haber concebido. Cristo es Dios. Por lo tanto
Cristo no es en sí mismo la vuelta de lo reprimido, sino el mismo Dios que
decide -gratuitamente- salvarnos no de su ira, sino de nosotros mismos, de
nuestra envidia intelectual hacia Dios (que es un tipo de pulsión no sensible
que creo que Freud no imaginó).
c)
Dios
da una primera versión de la ley más rigurosa porque es condescendiente con
nuestra naturaleza humana caída, que coincide precisamente con el pensamiento
infantil. La actitud del fariseo es aferrarse a la ley y a los ritos como
neurosis obsesiva-compulsiva. La primera venida de Cristo borra ese
aferramiento y nos conduce por el amor auténtico, donde amamos a Dios por El
mismo, no por los premios, castigos o compensaciones. De ese amor nace al amor
al prójimo como resumen de los 10 mandamientos, amor que, como dijimos, es
imposible a la naturaleza humana caída. Algo parecido dice Ratzinger: Cristo no
es un liberal de la ley al lado del conservador de la ley. El
no atenúa la ley, El ES la “Torá”. Mandamientos que para la naturaleza humana
caída son imposibles pero para la redimida tienen la suavidad y libertad del
amor intenso a Dios que viene de Dios mismo, nos da libertad interior y
sabiduría para llegar al hermano de infinitos modos posibles sin quitar un
milímetro de la ley de Dios porque es como quitar el amor de Dios.
d)
La
ostia no es nuestro deseo atávico de comer al padre. Lo es si proyectamos
neurosis infantiles no tratadas. Al contrario, es la máxima humanización del
sacrificio, como ya habíamos dicho en el capítulo anterior. Sacrificio del Hijo
que, como ya dijimos, no es el hijo representante de la horda, sino Dios mismo,
y no vengativo, sino amante y donante precisamente hasta el infinito.
e)
Dios
y dios. Religiosidad auténtica y pensamiento infantil. Lo religioso en sí mismo
y la deformación de lo religioso. El que ama a Dios vive como si dios no
existiera, porque ese dios verdaderamente no existe. El que ama a Dios es como
un ateo para el pensamiento mágico. El que ama a Dios no espera ningún premio,
no espera recibir ningún favor, y si reza dice “no se haga mi voluntad sino la
tuya”: esa entrega a la voluntad y Providencia de Dios, fruto de Dios mismo (la
gracia de Dios) es lo contrario a todo pensamiento mágico.
f)
Finalmente,
la Virgen María no es la madre absoluta, sino la Madre de Dios, a la cual se
venera por haber sido redimida del pecado original desde siempre, por los
méritos de la Cruz.
4.6. El problema de la
horda primitiva.
Finalmente:
la famosa horda primitiva, ¿fue histórica? ¿Su recuerdo inconsciente es
genético?
Nuestra
gran diferencia con Freud en esto, pero a la vez nuestra manera de salvar su
simbología, es que ambas preguntas son irrelevantes. La cuestión es que nuestro
Ello ES horda primitiva. La horda primitiva, con su masificación, su
autoritarismo, su pensamiento gregario, su cruel agresión, es lo primero que
aparece apenas quitamos algo de la cáscara de la débil civilización que nos
cubre. O, mejor dicho, es lo que siempre fuimos y somos aunque a veces
disimulados por una larga y difícil evolución del yo, siendo Dios, como
dijimos, condescendiente con ese proceso. La horda primitiva no es una tesis
histórica. No es lo que fuimos. Es lo que somos. Y desde un punto de vista
terapéutico, el psicoanálisis de Freud es una heroica teoría para hacer frente
a ese lado oscuro de la fuerza que tenemos tan adentro de nuestra intimidad. Como
la medicina humana nos saca de una enfermedad no psicológica (pero: ¿se puede
hacer esa distinción?) así el psicoanálisis es medicina humana para el alma.
Pero no es suficiente: es el Cristianismo es lo que nos saca de la horda, pero
no como proceso social repentino, sino como conversión interna larga, delicada,
y no social, a pesar de las implicaciones civilizatorias del Cristianismo. Por
eso el Cristianismo “no cambió al mundo”. “El mundo”, como lo mundano, siguió
siendo lo que siempre fue y es. Lo que cambió es el corazón humano, y no por
una “evolución de la conciencia”, sino por la Gracia de Dios.
El
reino de Dios no es de este mundo. Este mundo es la horda primitiva y su
historia es la historia de Caín. El Cristianismo sólo ha implicado e implica
que el reino de Caín no sea absoluto.