LA
ÉTICA DE LOS PRECIOS[1] (cap. 11 de Economía para sacerdotes, 2015).
Con
el espíritu de aceptar aquello que, aunque originado en escuelas de pensamiento
no cristianas, sea compatible con una antropología cristiana, no podemos dejar
de nombrar un aspecto de la Escuela de Frankfurt, esto es, fundamentalmente,
Adorno, Horkheimer y Habermas (Op.cit. y
Habermas, Jürgen, Teoría de la acción
comunicativa, Barcelona, Taurus,
1987). Como es sabido, en estos autores, la dialéctica de la
Ilustración tiene una fase donde el capitalismo y la industrialización
consecuentes, dada la explotación según Marx, presenta relaciones
necesariamente de dominio de los unos
sobre los otros, al estilo dialéctica amo-esclavo en Hegel. Nosotros no estamos
de acuerdo, aparte de que nos parece no cristiana, con esa visión
dialéctica-marxista de la historia, pero el elemento a rescatar es la
sensibilidad que tienen estos autores por el tema de la alienación, que,
descontextualizado de la “izquierda hegeliana”, presenta algo perfectamente
coherente con una antropología y una ética
cristiana. Y es el tema de la relación dialógica yo-tú, presente en autores
veterotestamentarios como Martin Buber (Buber, Martin, Yo y tú, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994), pero también
en las condiciones de diálogo de Habermas (Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, op.cit, vol. I, interludio I), que,
nuevamente, pueden ser enfocadas desde una antropología cristiana (Hemos
trabajado en esto en Zanotti, Gabriel, “Intersubjetividad y comunicación”, en Studium, Tucumán, UNSTA, 2000, t. IV, vol.
6). Considerando la dignidad humana que se desprende por estar creado a imagen
y semejanza de Dios, la relación adecuada con nuestros semejantes implica el
respeto a su condición de persona, esto es, tratarlo como otro en tanto otro y no en tanto mero
instrumento. Esto es, una relación yo-tu,
en cambio de una relación yo-eso. Una
relación yo-eso es la que se tiene con una cosa-no-persona, que puede ser por
ende un instrumento a nuestro servicio, al cual legítimamente se lo domina, se lo usa, se lo “manipula”, y si es
necesario se deja de lado una vez que ya no funciona. En cambio, nunca una
persona puede ser reducida solo a instrumento, quedando reducida a una mera X
dentro de mi esfera personal: ello es precisamente alienarla, esto es, no
respetar su propio yo y “convertirla en otro”, precisamente, aquel que la
manipula. Ello es contrario a la dignidad de persona, es precisamente la
situación a la cual quedan sometidas las personas en los totalitarismos y
autoritarismos diversos, y por ello es coherente que un autor como Karol
Wojtyla haya considerado cristiano en sí mismo al segundo imperativo categórico
de Kant: “nunca tratarás a otra persona como medio, sino como fin” (Wojtyla, K.,
Cruzando el umbral de la esperanza,
Barcelona: Plaza y Janés, 1994).
En
lo que Habermas ha colaborado enormemente es en resaltar las condiciones lingüísticas
del tratamiento instrumental del otro o, en cambio, tratarlo dialógicamente
(Habermas, Jürgen, Teoría de la acción
comunicativa, op.cit.). En principio –decimos así porque en estas cosas no hay
normas absolutas– si yo trato de captar lingüísticamente al otro, en una
estrategia de manipulación, ello no es diálogo sino razón instrumental, en
términos de Habermas; en términos de una antropología cristiana, ello no es
tratar al otro confirme a su dignidad de persona creada. Por supuesto, en una
antropología no determinista, esta
posibilidad de manipulación al otro es eso: una posibilidad moral, no una necesidad de una
etapa dialéctica de la historia. Y esa posibilidad
necesita lingüísticamente de un acto del habla, esto es, de una acción que
hacemos con el lenguaje (véase Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, Barcelona: Crítica, 1988 y Austin,
John L., Cómo hacer cosas con palabras,
Barcelona, Paidós, 1990), perlocutivo, esto es, que intenta modificar la conducta
o el pensamiento del otro. No hay nada de malo en ello, al contrario, en las
relaciones intersubjetivas siempre nuestro lenguaje tiene efectos en el otro, y
muchas veces tratamos de convencer al otro de un cambio de pensamiento y/o
conducta. La clave ética, para que ello no se convierta en manipulación y, de
ese modo, el otro no se vea alienado, es que el acto perlocutivo sea abierto y que el pacto de lectura sea
relativamente claro, y la importancia de esto crece cuanto más delicada sea la
cuestión y más sensible sea el otro ante el mensaje. Por ejemplo, si vamos a
tratar de convencer a alguien de la verdad del Evangelio, es importante que el
destinatario del mensaje en cuestión esté relativamente advertido de nuestra
intención, no sea que nos escuche por otro motivo y luego se sienta
relativamente engañado. Son normas generales que, por supuesto, hay que aplicar
con prudencia a los casos concretos. Pero yendo a temas que todos conocemos, el
manejo de estos actos del habla ocultos, por parte de personas psicóticas,
hacia personas con un yo debilitado y susceptibles de ser alienadas y caer en
el engaño, es lo que explica en gran medida que la mayor parte de los
autoritarismos comienzan con discursos que luego generan fenómenos de masificación, con diversas hipótesis
psicológicas explicativas sobre las causas por las cuales la psiquis es pasible
de este tipo de manipulaciones (Sobre este tema, véanse Frankl, Viktor (1986), Ante el vacío existencial, Barcelona,
Herder, 1986 y Freud, Sigmund, “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras Completas, Buenos Aires, El
Ateneo, 2008, T. III).
Llega
entonces el momento de preguntar: ¿qué tiene todo esto que ver con el mercado?
Que, precisamente, para muchos, cristianos o no, el mercado sería uno de los mejores
ejemplos de manipulación y alienación, porque, en un acto de compra/venta, el
vendedor –es habitual pensarlo de ese modo pero podría ser al revés– estaría
aplicando una estrategia de venta y por ende tratando de lograr que el
comprador compre y, en ese sentido, estaría tratando de manipularlo. Comprador
y vendedor se verían como medios, uno con respecto al otro, de sus respectivos
fines, y no se trataría al otro conforme a su dignidad.
Es
una objeción grave, porque va mucho más allá de cualquier defensa que se pueda
hacer del mercado por la vía de su mayor eficiencia o productividad. Es una
objeción que toca el núcleo moral de la acción humana en el mercado.
Debemos
decir al respecto lo siguiente:
En
primer lugar, la posibilidad de manipulación del otro, como posibilidad moral,
es innegable, o de lo contrario no habría libre albedrío. Es una posibilidad,
por otra parte, no reducida solo al ámbito del mercado, sino, después del
pecado original, a toda relación humana en sí misma buena. Puede suceder en el
matrimonio, en las relaciones legítimas de poder, etc. Pero por ese mismo
motivo, porque es una posibilidad moral, no es un proceso necesario de una determinada etapa de la historia, como en el
materialismo dialéctico, y eso es lo que distingue a la alienación dentro de
una posibilidad luego del pecado original y la alienación como proceso
necesario del capitalismo como etapa de la lucha de clases (Ver al respecto,
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (1984), “Instrucción sobre
algunos aspectos de la ‘teología de la liberación’”, en L’Osservatore Romano,
1984, caps. 7-9.).
En
segundo lugar, en ese sentido, cabe reiterar que “el mercado” del que hablamos
es un proceso espontáneo, connatural a la naturaleza humana que trata de
minimizar la escasez (ya hemos tratado este tema), que tiene sus diversas fases
de evolución y que no se identifica solo con el capitalismo concomitante y
posterior a la revolución industrial, que, por lo demás, tampoco es moralmente
indebido en sí mismo (Nos referimos al punto 101 de la encíclica Quadragesimo anno; ver al respecto Doctrina Pontificia, Madrid, BAC, 1964,
p. 672; sin olvidar, por supuesto, el famoso punto nº 42 de la Centesimus annus, citado anteriormente.).
En
tercer lugar, los actos de compra/venta en un mercado, y también en las
características culturales del mercado en Occidente, son habitualmente una estrategia
abierta, anunciada, conocida por conocimiento común del mundo de la vida y del
horizonte de pre- comprensión cultural, y en ese sentido no son estrategias
maliciosamente ocultas. El mercado implica, precisamente, personas
comunicándose, hablando, expresando sus preferencias y valoraciones, con pactos
de lectura que dependen de usos y costumbres culturales abiertas. Las normas de regateo cuando se compra o se
vende un departamento, o las normas de regateo en un mercado indígena de
Centroamérica, o las normas de compra/venta en un supermercado occidental, se suponen conocidas para quienes
participan en esos “juegos de lenguaje”. Yo no puedo denunciar engaño porque
vaya a la India o a Nueva York y no conozca las normas implícitas que manejan
sus respectivos mercados. En este sentido, los
órdenes espontáneos, en tanto procesos de comunicación de conocimiento
disperso, se manejan con actos del habla perlocutivos abiertos y no caen,
por ende, en el carácter casi necesariamente manipulador de un acto del habla
ocultamente estratégico. O sea: en los mercados (igual que en la política o en
las relaciones entre los sexos) se manejan estrategias, pero son abiertas y, en
ese sentido, parte de pactos de lectura conocidos implícitamente. Para pasar a
otro ámbito, ningún caballero puede sentirse engañado porque una dama rechace
su primera invitación salir dando cualquier excusa, cuando en un determinado
“juego” ello es entendido como una prueba para ver si el caballero le invita de
vuelta. Si el caballero decodifica “no quiere salir conmigo, punto”, es que no
está entendiendo el juego de lenguaje. De igual modo, si un comprador
interpreta “el precio es 100, yo compro solo por 80, punto”, se produce una
situación similar. El mercado es por ende un juego de lenguaje abierto.
Presuponiendo el conocimiento común de un determinado mundo de la vida y un
normal libre albedrío, es un proceso natural de comunicación y no de
alienación.
En
cuarto lugar, desde el punto de vista jurídico,
un acto de compra/venta puede ser perfectamente legítimo aunque la intención
última de alguno de sus participantes sea “dominar indebidamente” al otro. Ello
es así porque, en los actos de compra/venta donde rige la justicia conmutativa,
se cumple también que en la virtud de la justicia, un acto puede ser justo
aunque la intención última del ser humano sea otra. Y ello es así porque el
objeto de la justicia es lo justo. Si yo devuelvo a otro una suma debida, mi
acto es justo aunque mi intención
última sea indebida, por ejemplo, solo quedar bien con él. Por ende, la
justicia humana –esa ley humana que no puede abarcar, precisamente, todo lo exigido
por la ley natural– (Santo Tomás de Aquino, Suma
Teológica, I-II, q. 96, a. 2c) no puede pedir el control de las intenciones
últimas de las personas intervinientes, donde entra precisamente el fin último
de la acción. O sea, la justicia humana, para seguir la clásica característica
tripartita de un acto moral, cae sobre el objeto,
nunca sobre el fin y a veces sobre la
circunstancia de la acción. O sea, si
yo ejecuto un acto de compra/venta sin atentar contra la justicia pero sin
mirar al otro en tanto otro, ello es moralmente
malo por ese “sin mirar al otro en tanto otro”, pero justo desde un punto de vista moral y legal. Por ello es importante, al realizar un acto de compra/venta, mirar al
otro no solo como aquél que está comprando o vendiendo, sino además como
lo que es en sí mismo, persona, más allá de que “me sirva”. Pero ello está
más allá de lo que la ley humana pueda
contemplar.
Por último,
alguien podría decir que en el mercado hay engaño si se vende o se compra a un
precio mayor o menor de lo que la cosa
vale en sí misma pero para contestar esa objeción debemos pasar el punto
siguiente, la ética de los precios en el mercado.
***
Recordemos que según Santo Tomás el deber ser es un
analogado del ser. Ello se desprende de la ética de Santo Tomás y de la
filosofía cristiana en general, donde la ley natural no es más que el
despliegue de las capacidades de la naturaleza del ser humano. Por eso, desde
esa perspectiva, la famosa separación de Hume entre ser y deber ser no tiene
sentido.
Por ende, para analizar el deber ser en los precios hay que analizar el ser en los precios, esto es, la naturaleza de esa relación
intersubjetiva que llamamos precios (norma que se cumple, mutatis mutandis, para todas las cuestiones de ética económica).
Hasta ahora hemos dicho algo que creemos importante, esto
es, que los precios son síntesis de conocimiento disperso, pero hay que
extender el análisis de dicha caracterización para el tema que nos compete.
Repasemos dos cuestiones: propiedad y teoría del valor.
Analicemos para ello un caso simple: Juan decide vender su
automóvil por 10.000 dólares y Roberto no lo quiere comprar por más de 8.000
dólares. Por supuesto, una consecuencia muy importante, a efectos de teoría
económica, es que en ese caso no habrá intercambio, pero a efectos de lo que
estamos analizando, hay dos cuestiones previas.
En primer lugar, que Juan decida vender su automóvil presupone la propiedad de su automóvil. Por ende la oferta, la demanda y los
precios presuponen la propiedad de los bienes y servicios que se intercambian.
La propiedad de la que hablamos aquí está justificada como precepto secundario
de la ley natural, según lo afirmado por Santo Tomás en Suma Teológica, I-II, q. 94 a. 5 ad 3, por su utilidad, como un “adinvenio” del intelecto humano, que,
como hemos visto en todo lo que venimos diciendo, en la economía actual pasa
por minimizar el problema de la escasez. La propiedad es sencillamente una institución
evolutiva para minimizar el problema de la escasez y por ello es
precepto secundario de la ley natural (he desarrollado en detalle ese
aspecto en Zanotti, Gabriel J., Crisis de
la razón y crisis de la democracia, Episteme, Buenos Aires, 2015, e id, “La ley natural, la cooperación
social y el orden espontáneo”, en Revista
de la Facultad de Derecho Nº 19, Guatemala, Universidad Francisco
Marroquín, 2001).
En segundo lugar, cuando
dijimos que los precios son síntesis de conocimiento disperso, dijimos que ello
permite leer en el mercado la escasez relativa de los bienes, esto es, cuán
escaso es un bien. Pero esa escasez no es objetiva, sino, como todos los
fenómenos sociales, intersubjetiva y subjetiva. ¿Qué quiere decir ello? Que el
valor de los bienes en el mercado, que se traduce en los precios, no es una
propiedad de la cosa en sí misma
independientemente de su intercambio humano, sino de la cosa en tanto
intercambiada y valorada por las personas
(“subjetivo”) que intercambian. Esto es muy conocido por los economistas
como teoría subjetiva del valor, como
ya se ha analizado, pero habitualmente choca con la noción escolástica de bien
cuyo valor, en tanto “bonum”, es
“objetivo” (“la cosa es apetecida por ser buena y no buena por ser apetecida”,
hemos mostrado su complementariedad en el capítulo sobre los bienes económicos); y por ello ahora la
estamos presentando de modo tal que no se produzca ese conflicto, pero no por nuestro
modo de presentación sino porque verdaderamente no consideramos que lo haya (hemos
desarrollado esto en detalle en nuestra tesis de doctorado de 1990, Zanotti,
Gabriel, Fundamentos filosóficos y
epistemológicos de la praxeología, Tucumán,
UNSTA, 2004).
Por supuesto que el valor moral es “objetivo”, en tanto que
el bien moral de una acción humana depende de un objeto, fin y circunstancias
que no son decididos arbitrariamente por la persona actuante. Por supuesto que
además puede haber otro tipo de valores involucrados en una mercancía
(artístico, afectivo, etc.,) independientes del acto de intercambio. Por
supuesto que el “bonum” es un
trascendental del ente y como tal el grado de bondad de una cosa depende de su
“gradación entitativa”, dependiente de su esencia. Pero nada de ello obsta a
que, como hemos visto, la escasez de la que hablamos es intersubjetiva, en
relación a lo humano, y por ello si un bien o servicio no es demandado en el
mercado no tiene valor –a ello llamamos subjetividad del valor en el mercado–.
Puede ser que algo “deba” ser demandado por los consumidores, pero lo que
determina su precio en el mercado es que efectivamente sea demandado y
ofrecido. Por ello los economistas saben que la teoría subjetiva del valor
soluciona la famosa “paradoja del valor” de los economistas clásicos: algo tan
importante como el agua puede tener menos valor en el mercado que una pepita de
oro en la medida de que el agua en determinadas situaciones (no en un desierto)
sea más ofrecida en el mercado y el valor de cada unidad de agua (que los economistas llaman “utilidad marginal”) sea menor.
Por ende algo vale en el mercado (repetimos: en el mercado) en la medida que una
persona valore lo que ofrece y lo que demanda. Pero el precio implica el
encuentro entre las valoraciones de oferente y demandante. Si yo valoro mi teléfono
móvil en 5000 dólares y nadie me compra por esa valoración, tendré que ir
bajando mis pretensiones hasta encontrar un comprador. Pero si mi celular
comienza a ser altamente demandado por mucha gente, puede ser que lo venda por
esa valuación o más. Esto es, recién en el momento del intercambio se establece
el “precio”, que depende, como vemos, del encuentro
de las valuaciones subjetivas de oferentes y demandantes, y por eso los
precios indican la “escasez relativa”: porque la escasez en el mercado no
depende de la cantidad objetivamente
contable del bien, sino de cuánto sea
demandado y ofrecido por personas. Y esto es importante porque, a su vez,
como ya explicamos, permite que las expectativas se ajusten: si yo soy oferente
(tal vez empresario) de teléfonos celulares/móviles y “leo” que los precios de
los celulares suben, tal vez me decida a hacer inversiones adicionales en ese
sector, lo cual aumentará luego la oferta de teléfonos celulares/móviles y su
precio comenzará a bajar. Todas estas explicaciones, que para algunos economistas
(no todos) son muy conocidas, las estamos resumiendo a fines de comprender la
naturaleza de esas relaciones intersubjetivas llamadas precios y por ende poder
analizar bien su “deber ser”.
Las conclusiones respecto a la ética de los precios, dado
en el análisis anterior, son las siguientes:
1. La decisión de vender o no vender,
comprar o no comprar (A), que es lo que
implica que aumente o no la oferta y la demanda, depende de la propiedad
como precepto secundario de la ley natural (B). Por ende, si B es éticamente
correcto, A lo será también. Luego, si, por ejemplo, yo decidiera NO vender mi
auto, y este, a su vez, fuera altamente demandado, su precio potencial tendería a infinito, o sea, “no se vende”. Pero si
la propiedad de mi auto es éticamente correcta, entonces que el precio sea
“alto” en el sentido de tender al infinito, también lo es. Por ende un “precio
alto” no es fruto de una acción inmoral, sino de una propiedad éticamente
justificada, frente, a su vez, de una demanda del bien en cuestión.
2. La pregunta de si es lícito vender o
comprar en el mercado por más o menos de lo que la cosa vale está mal planteada
en cuanto que el valor en el mercado es subjetivo en el sentido que lo hemos
explicado. La cosa en el mercado vale lo que vale en el mercado. Es casi
tautológico. Si tiene algún otro tipo de
valor, no es el valor que conforma los precios.
3. Cuando aumenta la demanda de un
bien, alguien con buena voluntad puede decidir mantener el precio como está o
bajarlo, pero la cantidad ofrecida del bien se acabará rápidamente. Un convento
de benedictinos puede estar vendiendo miel por 10 dólares el frasco. Supongamos
que la demanda de miel aumenta repentinamente porque las personas están
convencidas de sus propiedades curativas o lo que fuere. Los benedictinos
pueden decidir bajar el precio o más aún, repartir todo su stock, y ello
parecerá muy meritorio. Pero ese stock se acabará rápidamente. Tienen que producir
más cantidad, lo cual requiere más inversión por parte de ellos, lo cual no es
nada sencillo y, mientras tanto, si no quieren agotar el stock, deberán (con
“necesidad de medio”, no “ontológica”) ver si
pueden obtener un precio más alto, si
la demanda les responde, para que no haya largas filas de demandantes
alrededor del convento que luego se queden sin miel, y para, a su vez, obtener
un margen adicional de
rentabilidad que les permita obtener nuevos créditos para re-invertir en la
producción de miel. Nada de ello se produce por la maldad moral de los
benedictinos. A su vez, ese nuevo precio de la miel, más alto, atraerá a otro
oferentes (excepto que los benedictinos
tengan una licencia exclusiva para producir miel concedida por el gobierno)
que lentamente harán que el precio de la miel tienda nuevamente a la baja.
Dado el corazón humano después del pecado original, puede
ser perfectamente que alguien saque provecho de un precio alto, de un bien que
es su propiedad, sin importarle en absoluto el prójimo, sobre todo en
situaciones tales como ser vendedor de agua en un desierto, etc. Ello,
obviamente, no sería correcto moralmente. Pero entonces, ¿qué hacer? La
tentación es que los gobiernos (esto es, otras personas con poder de coacción)
intervengan ese mercado y expropien la producción o fijen precios máximos, etc.
Pero ello produciría los siguientes resultados: a) como explicamos antes, al
intervenir en un precio se borra la fuente de interpretación de la escasez
relativa en el mercado y la situación es peor; b) la expropiación de la
producción en cuestión desalienta los incentivos para la producción y la
situación es peor, atentando contra el principio de subsidiariedad.
Desde el punto de
vista de la ley humana, hemos visto
ya que Santo Tomás deja bien en claro que dicha ley no abarca todo lo prohibido
por la ley natural. Por ende, vender al precio de mercado puede ser
perfectamente bueno desde el punto de vista del objeto, fin y circunstancias de
la acción, o no, pero en este último
caso, por los motivos a y b, no es conveniente que la ley humana interfiera en
el proceso de mercado. Lo inteligente es, desde el punto de vista de la ley
humana, en un caso de emergencia, que una agencia gubernamental compre el bien
en cuestión y lo venda más barato o lo regale y con ello no interfiere con el
delicado proceso de precios. Por supuesto, esta propuesta es alto opinable, y
depende de condiciones que los economistas han estudiado para los casos de
“decisión pública”; en este caso se requerirían condiciones harto difíciles
como que el gobierno sea
preferentemente municipal, tenga sus cuentas en orden, no se financie con
emisión monetaria o impuestos a la renta (Hayek, Friedrich A. von, Nuevos estudios, op.cit., cap. 8), etc.
4. Los precios en el mercado se manejan
en una franja de máximo y mínimo: el límite máximo de venta es aquel más allá
del cual no se encuentran compradores, y límite mínimo de compra es aquel por
debajo del cual no se encuentran vendedores. Yo puedo querer que mi computadora
se venda a 10.000 dólares pero es muy factible que más allá de 500 dólares no
se encuentren compradores; de igual modo, yo puedo querer comprar un ordenador (usado)
por 1 dólar pero es muy factible que por debajo de 400 dólares no se encuentren
vendedores. Esos límites están determinados precisamente por la oferta y la
demanda del bien en cuestión y no se pueden pasar so pena de que no haya
intercambio. Por ende la voluntad del vendedor o comprador en el mercado no
“fija” los precios sino que
depende de la interacción con la otra valoración. Esa franja es lo que implica
el “precio de mercado”. Ahora bien, un cristiano debe tener en cuenta el bien
de su prójimo y por ende puede ser perfectamente bueno que, al vender algo, en
determinada circunstancia, no busque el límite máximo de venta sino el mínimo,
pero más allá del mínimo no va a poder bajar. Yo puedo ser farmacéutico y
propietario de mi farmacia y ante determinada circunstancia, bajar mi valuación
de un medicamento de 100 a 80, pero si lo sigo bajando, por un lado aumentará
enormemente la demanda y no voy a poder satisfacerla y, por el otro, los
vendedores del medicamento en cuestión dejarán de proveerme. En ese caso, es perfectamente cristiano seguir vendiendo
a 80 y, por otro lado, en una acción fuera
de mercado, distribuir gratuitamente medicamentos que yo haya podido
adquirir con mis recursos, ayuda de una fundación, etc. Hacemos todas estas
aclaraciones precisamente para que se vea que la ética de los precios no tiene
autonomía absoluta en la determinación de los precios. El nivel de los precios
no depende de la buena o mala voluntad de las personas; esta última puede
incidir pero hemos visto que el factor básico es la demanda subjetiva de los
bienes y todas las consecuencias de la interacción de las valoraciones cuyos
ejemplos hemos explicado.
Conclusión: la
cosa “en sí misma”, esto es, independientemente
de su intercambio en el mercado, puede tener tal o cual valor, pero ese
valor no tiene que ver con los
precios. Estos últimos surgen de las valoraciones intersubjetivas de las
personas en el mercado, y hay que tener
en cuenta esto último para analizar la ética de oferentes y demandantes en el
mercado.
Pero este mercado, como hemos visto, no es un mecanismo,
que se mueva por acción y reacción, sino un proceso, una interacción entre
personas. Y el factor que lo mueve hacia una mayor coordinación de expectativas
es la referida tendencia al aprendizaje, que se traduce en el factor
empresarial. Pero ese papel –el empresario, la empresarialidad– ha quedado muy
desdibujado ante una ética cristiana. Será objetivo de estos artículos
encaminar nuevamente esa cuestión.
[1] Lo que sigue es una
versión ligeramente modificada, de este mismo tema, incluida en nuestro
reciente libro Antropología cristiana y
economía de mercado, Unión Editorial, Madrid, 2011.
Todavía no leí su artículo (lo próximo que haré), pero me encantaría saber su opinión sobre Ayn Rand. Sobre todo en lo referido al altruísmo. O si lo a escrito en algún blog o sitio web, favor de indicarlo. Gracias.
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