Ahora que se acerca
Navidad, no está de más recordar un aspecto de la providencia de Dios
habitualmente olvidado.
Cuando nos sucede algo
bueno decimos que fue providencial.
Sin embargo, cuando nos
sucede algo malo, también.
Porque la providencia
de Dios quiere los bienes pero “permite” los males. El mal por el mal mismo no
puede ser querido por Dios, pero lo puede permitir por un bien mayor, y la
permisión sí es querida por Dios.
Lo que ocurre es que
habitualmente no sabemos cuál es el bien mayor.
Esto no es una sola
filosofía sin la fuente de la Sagrada Escritura. Los cristianos tenemos “el”
ejemplo del mayor mal permitido por Dios: la crucifixión de Cristo. No nos
damos cuenta, no preguntamos “por qué”, no comenzamos a gritar o a arrancarnos
los cabellos porque, primero, no nos afecta –si no nos afecta, no podemos
entender al Cristianismo- pero fundamentalmente porque ya sabemos el final de
la peli: la resurrección y la redención de nuestros pecados. ESE es el bien mayor
por el cual Dios permite su propia crucifixión.
Y por eso todo
sufrimiento, en el cristiano, es una participación en la Cruz de Cristo. Por eso
nuestra fe no es magia, no es un seguro de vida. No es suponer que los buenos
serán premiados en esta vida y los malos castigados en esta vida: en esta vida,
todo sufrimiento es una participación en la cruz de Cristo, por un motivo que
Dios sabe –tal vez, solamente la Gracia de acompañarlo en su cruz-. Tampoco es
querer que “los malos” (como si nosotros fuéramos buenos) sean castigados por
Dios en el más allá. Tampoco es suponer –como dijimos- que somos buenos: no
somos buenos, padecemos el pecado original, y por eso Cristo murió por nosotros
en la Cruz. Para redimirnos. No murió por los buenos, murió por los pecadores,
y pecadores, aunque no lo queramos admitir, somos todos. Simplemente nos
dividimos en el buen y el mal ladrón, y si somos el buen ladrón, no es por
mérito nuestro, sino por la Gracia de Dios.
Y por eso pedimos, sí,
pero abandonados a la providencia: “que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Si pedimos pero NO terminamos así nuestra oración, la oración no es cristiana.
Ahora que celebramos
Navidad, recordemos que el Cristianismo no es pensamiento mágico, no es “Dios
para mí”, no es un invento humano para estar tranquilos, no es “pare de sufrir”,
pero tampoco es masoquismo. Es abandonarse a la providencia de Dios. Y allí sí,
encontrar la única fuente de la paz.
Amén.
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