a) El
discurso del 22-5-2005
a. 1.
El discurso en sí mismo.
Benedicto
XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos
interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo
influído èl mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos
temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la
Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por
Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores
del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la
recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo
a principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su
discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el
problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad.
Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es
su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada
una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spes
salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta
última firmada por Francisco).
El
discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el
discurso de la “reforma y
continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un
Vatciano II como enfrentado totalmente al Magusterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una
continuidad en lo esencial.
Benedicto
XVI va directamente al punto: “…el
Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad
moderna”.
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que
hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue:
“…Esta relación tuvo un inicio muy problemático
con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la
"religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen
del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a
la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un
liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían
abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines,
proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios", había
provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales
condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no
había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también
eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de
la edad moderna” (las itálicas son nuestras).
Pero entonces comienza a distinguir entre
Iluminismo y Modernidad: “…Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna
había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la
sana laicidad de los EEUU, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe,
y con la reconstrucción europera de la post-guerra, animada por esa laicidad
cristiana:
“…La gente se daba cuenta
de que la revolución americana había
ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias
radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a
reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su
mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender
la totalidad de la realidad. Así,
ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el
período entre las dos guerras mundiales, y más
aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un
Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que
vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”.
(Las negritas son nuestras).
Más claro y más coherente con todo lo que hemos
expresado, imposible.
Por ende, sigue BXVI, esto implicaba que en la
década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas:
-
“…Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe
y las ciencias modernas”;
-
“…En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y el Estado moderno”;
-
“…En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el
problema de la tolerancia religiosa”
El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una
respuesta que NO contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe
pero que reformaba dentro de lo que NO la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “…Todos estos temas tienen un gran
alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— y no nos es
posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que
en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad
y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad,
en la cual, sin embargo, hechas las
debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus
exigencias, resultaba que no se había
abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a
la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay
cierta discontinuidad, pero “…hechas las debidas distinciones entre las
situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que NO se abandona la continuidad con los
principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces BXVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “…en este
conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la
naturaleza de la verdadera reforma”.
¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones
históricas de principios que “en sí mismos” son universales.
Veamos: “…En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender
a captar más concretamente que antes que las
decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo
o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente
debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una
realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a
reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto
duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no
son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación
histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos
nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que BXVI no se refiere sólo a
los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde
un fondo NO contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia
tienen su margen de contingencia.
Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro es
esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de
liberalismo”. Pero luego BXVI dedica un largo párrafo al ejemplo más
significatuivo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in
totum. No tiene desperdicio.
“…Por ejemplo, si la libertad de religión se considera
como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por
consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa
impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la
priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la
verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad
interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una
necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una
consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino
que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de
convicción.
El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo
suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del
Estado moderno, recogió de nuevo el
patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con
ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de
los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la libertad religiosa es
indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio,
de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de
BXVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es
interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”,
porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la
Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeo-cristianismo
por el cual lucharon desde dentro los
liberales católicos del s. XIX.
Pero entonces BXVI está diciendo que hay una tradición fundante,
verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren
condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa
tradición es la de la Iglesia antigua:
“…La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los
emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber
suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que
oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en
Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia
fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse
propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son
nuestras).
a.2. La
enseñanza de todo esto en relación a lo opinable.
Pero
alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es,
finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había
afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?
Varias
veces hemos dicho
–y volveremos a ello después- que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos
elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la
circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en
determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento
histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues
bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del
Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del
Magisterio pontificio,
sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos
que se podrían haber evitado.
Es
por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de
“acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos
tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión
intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y-o no
constitucionales o republicanos.
Ojalá
alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros.
Muchos
han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún
reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero hay que hablar, porque en este
tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y
post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico
ejemplo –que ya ha implicado un cisma-
de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo
esencial con lo prudencial.
El
magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar
al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el
Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de
rechazar a los totalistarismos del s. XX.
Pero
ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de
lo que va en contra de la Fe.
Las
afirmaciones positivas, en cambio
–igual que en filosofía- entran en un grado mayor de opinabilidad.
Si
el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las
opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran,
en cambio, más opinables.
¿Y
no era lo que había establecido claramente León XIII?
Si,
al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de
gobierno.
Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen político
que fue heredado de Constantino, luego
del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese régimen
consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y
religión profesada.
Los
estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad
del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto.
Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar
libremente su Fe.
O
sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.
La
pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de
la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado
con la certeza que la Veritatis splendor
atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en
contra de una moral de situación?
Obviamente,
no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial
a la Fe Catòlica?
Pero
tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural
secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de
libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.
En
realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del
acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de
Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera
atemporal.
Pero
apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese princpio es
analógica y entra en el ámbito de lo opinable.
En
realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras
que sus diversas aplicaciones histórias son en hipótesis y opinables.
En
ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los
sistemas democrático-constitionales actuales donde se corta con la igualdad
entre bautismo y ciudadanía.
Lo que Gregorio XVI y Pío IX
hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados
pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber
hecho era dejar a los laicos de los
estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias
y NO condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es
pedirles mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y
jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo
que siempre es inmoral es imponer la
Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto
de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan
Pablo II.
La
Dignitatis humane, al afirmar el
derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y NO
por la dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de
Dios- corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo
sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco
excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites
debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor
aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no
contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente.
Si
no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y
lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no
tendría sentido. Porque NO está en debate ni la libertad del acto de Fe NI la
necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal,
sino la relación necesaria entre
bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma,
y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia
religiosa SIN la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy
difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad del
acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de
gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no
cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera
sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo
cual parecía estar convencido el primer Pío
IX. La libertad religiosa ya había fermendado en la Segunda Escolástica y, con
una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones
intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la
transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la
mayor concierncia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los
escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy
interesante que la evolución del mercado conincidiera con esta mayor toma de
conciencia de la libertad religiosa.
Sobre
la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de
Lefevbre a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la
libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto
la necesaria relación entre
bautismo y ciudadanía como la necesaria
relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son
ambas circunstancias históricas opinables que NO pueden ser presentadas como
cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los
laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra
cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y
límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo
paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco
una Dignitatis humanae que dejara sin
aclarar –más allá de una proposición voluntarista- su
no contradicciçon con el magisterio anterior.
Coherentemente
con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y
autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha
sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de
modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo
III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué
es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada,
porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido
una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que
realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un
tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más
despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que
mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido
realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus
límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o
habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la
violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados.
Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de
nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución
para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que
fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una
forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado,
pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que
fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”
Todo esto es una enseñanza, y una
enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de NO respetar el ámbito de lo
opinable. Esto sigue sucediendo en
otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.
“La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por
los pobres, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 1988;
“Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El
Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su
pensamiento político y su relevancia actual”, op.cit.; SOBRE LO OPINABLE EN LA IGLESIA, UNA VEZ MÁS, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html
Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis
humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el
nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de
culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no
implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones
sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un
“indiferentismo” teológico. Con su
doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues,
la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y
política.” Rhonheimer, Martin, op.cit. Cristianismo
y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp,
2009, p. 109. Agradecemos a Mario Silar esta referencia.
Finalmente,
esto es lo que ya decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones
sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit): “…Pero alguien podría
objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe, sino que el Concilio
dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar conforme con la
conciencia en privado y en publico, y es este ultimo "...y en publico"
lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto es para
nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa, lo
privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene
una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa
manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus
manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente,
contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión
pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que
no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana
positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice "...dentro
de los limites debidos". Pero esos limites son cambiantes según diversas
circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua
hablaba León XIII -que también se aplica
a la libertad del acto de fe- en la ley humana positiva, que por definición no
prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un terreno donde
entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros llamamos
"los cuatro ámbitos de lo opinable"(13), donde el Magisterio no puede
definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: "...no todos los
principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos
los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las
diversas leyes positivas según los distintos pueblos" (14). Luego, es
evidente que si el grado de "manifestación publica" otorgado por León
XIII a la libertad del acto de fe es distinto -o sea, mas restrictivo- que el
grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado
se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y
la evolución del derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos
son elementos contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los
principios morales fundamentales”