No es novedad que el mundo entero se está volcando a un paradigma autoritario. Muy pocas excepciones quedan a un esquema general donde la concentración de poder de los poderes ejecutivos y los primeros ministros llegan a niveles antes reservados a las monarquías absolutas.
América Latina no podía ser, precisamente, una
excepción.
Muchas serían las explicaciones para ello. A pesar
de que las leyes de Indias tenían un contenido más descentralizado, los reyes y
los virreyes de la américa de los borbones no se caracterizaron por la
moderación en el poder. Las revoluciones laicistas en América Latina, por lo
demás (muchas de ellas ligadas a sus guerras de independencia) ejercían un
contrapoder proporcional. Militares ilustrados imponían a sangre y fuego una
agenda política y legislativa extraída de la Revolución Francesa y el
constructivismo, denunciado por Hayek, fue inevitable.
Y la Argentina fue mucho menos la excepción. A
pesar del federalismo intentado por la Constitución del 53, los poderes
ejecutivos, desde el inicio, “construyeron” al país. La generación del 80 fue
un buen ejemplo de ello. Una generación elogiada, en general, por conservadores
y liberales, no del todo sensibles a las críticas hayekianas al
constructivismo, que no se aplican solamente al socialismo.
Así las cosas, hace décadas que muchos
liberales, en Argentina, sueñan con el presidente liberal y el ministro de
economía liberal, como la forma política que, desde arriba, logre reformar la
Argentina hacia una economía de mercado. Varios de ellos, por circunstancias
históricas comprensibles, no tenían problemas de que ese poder ejecutivo
surgiera de elecciones o un gobierno militar. La ejecución exitosa de una
economía de mercado (que nunca sucedió) sería la base de una estabilidad
política posterior. Un pensamiento extremadamente institucionalista, donde los factores
culturales iban a ser “superados” por el ordenamiento institucional.
Por ello, desde 1983, los liberales, en general,
sueñan con un presidente liberal. Sus esfuerzos partidarios van hacia ello y
los diputados o senadores obtenidos, luego de la obvia derrota, se ven sólo
como un premio consuelo sin ninguna importancia.
Creo que el asunto debería ser al revés. Me
parece que, sin una transformación cultural, al poder ejecutivo “liberal” la gobernabilidad
se la hará muy difícil, si es que se quiere gobernar con el apoyo del Congreso
y la aceptación, negociada, de los fuertes grupos de presión en este país
corporativo de hecho aunque republicano de derecho.
El esfuerzo debería estar enfocado en lograr
una fuerza política que lograra ir incrementando paulatinamente, pero
sostenidamente, el número de diputados y senadores en el Congreso, de tal forma
de ir instalando temas, frenando tal vez las legislaciones estatistas y
logrando paulatinamente el apoyo de la opinión pública. Esa fuerza política
debería ser una alianza entre liberales, libertarios, conservadores, nacionalistas
moderados (radicales y peronistas que quieran integrarla, bienvenidos), que no
sea una bolsa de gatos peleándose, sino que haya logrado consenso en ciertos puntos
programáticos de mínima (baja del gasto público, banco central independiente
con políticas no inflacionarias, reducción impositiva, y una política
internacional restrictiva de las políticas estatistas de la OMS, UNESCO y etc.),
todo ello bajo el ala de la defensa de las libertades y garantías sostenidas
por la Constitución del 53 desde el art. 14 al 19. No, no es un programa
libertario, pero en Argentina ya es un milagro. De este modo, todos los
liberales que hoy están dentro y fuera del Congreso pero que ya tienen cierta
relevancia en cuanto a los temas que instalan, deberían dejar de pelearse por detalles
doctrinales (el libre comercio del sexo de los ángeles no tiene ningún sentido
en la Argentina de hoy) y deberían tener la altura moral para dejar de
insultarse y trabajar juntos por ese programa en común. Una elección interna,
honesta, conformaría las listas de diputados y senadores. No habría que
disputar el poder ejecutivo a los “menos malos” sino que habría que concentrarse
en entrar al Congreso, cada vez más, cada vez más, para que entonces
paulatinamente los poderes ejecutivos, tanto el nacional como los provinciales,
tengan que tomar en serio esa agenda como condición de su gobernabilidad. Con
el tiempo, la situación sería al revés: en vez de tener que pasar por la triste
experiencia de llegar al ejecutivo y no poder hacer nada, serían los “menos
malos” los que deberían, desde el poder ejecutivo obtenido, negociar sus
agendas corporativas tradicionales con propuestas más liberales empujadas desde
el Congreso.
Que esto no pueda hacerse es el resultado, no
sólo del erróneo convencimiento de que la clave es el poder ejecutivo, sino de
la falta de altura moral de muchos que no pueden trabajar en conjunto porque su único sueño es ser monarcas absolutos.
No es tarde. Lo más probable es que la
Argentina, a partir del 2024, sea gobernada por el típico gobierno
pro-establishment que al menos evitará que nos invadan legítimamente los
marcianos. Hay tiempo para bajar los decibeles, perdonar y re-agruparse.
Y si no….. Un no kirchnerista otra vez, luego
un kirchnerista del vuelta, luego un no kirchnerista otra vez y así por los
siglos de los siglos……………….
¿Amen? No, en ese caso no.
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