Silar, M., y Zanotti, G.: Economía para sacerdotes, Instituto Acton, 2016 (https://www.amazon.com/-/es/Gabriel-Zanotti-ebook/dp/B01C8RCW76)
CAPÍTULO III:
LA PROPIEDAD
Cortemos
por lo sano: por supuesto que Dios ha creado todo para todos los seres humanos
(esto es el destino universal de los bienes); por supuesto que la propiedad
privada de los bienes no es un derecho absoluto y tiene una función social.
Entonces: ¿qué tiene que ver la propiedad con la economía entendida como se la
ha venido explicando?
La
propiedad como institución social tiene muy diversas manifestaciones
históricas. Sin embargo, como institución social evolutiva, espontánea, tiene
precisamente que ver con los dos temas tratados anteriormente: la escasez y la
división del trabajo.
Supongamos
que hay una extensión de tierra muy amplia, inhabitada, inexplorada, abundante
en flora y fauna, que no pertenece en principio a nadie, y que existe una
población muy baja en densidad; es decir que hay pocos habitantes para la
extensión de tierra de la que se dispone. Cabría suponer, en ese escenario, que
los habitantes de ese lugar podrían tomar frutas y verduras libremente y cazar
diversas especies que, en relación a la población existente, seguirían siendo
abundantes. Precisamente, esa situación de relativa superabundancia respecto a
la demanda, es lo que produce que no se produzcan problemas, en principio,
respecto a determinar quién es el propietario de qué cosa o bien. En este
contexto, tampoco será necesario que hayan precios para los bienes que se
consumen, con excepción de los recursos escasos empleados por cada individuo
(instrumentos de caza, etc.) para obtener aquello que quiera (una situación de
este tipo se produjo, por ejemplo, en la Argentina, durante buena parte del siglo
XIX –antes de que se alambraran y vallaran los campos, fincas y estancias–,
donde los propietarios de enormes latifundios dejaban que cualquiera consumiera
la carne, pero no el cuero, del ganado existente).
Pero
supongamos que se produce un cambio en la situación. La población aumenta y la
tierra que antes era relativamente abundante comienza a ser escasa en relación
a la demanda, es decir a la presencia de una mayor cantidad de población. Cada
vez mayores cantidades de personas entran allí para cazar, tomar frutos,
incluso algunos intentan cultivar la tierra, y poco a poco comienzan los
problemas. Empiezan a producirse discusiones para identificar quién llegó
primero o después a un determinado sitio, qué este espacio de tierra era de
cada individuo (“esto era mío”, “que no me estorbes”, “que aquello lo vi yo
primero”, etc.). Hasta que finalmente este tipo de conflictos dan paso a la
violencia de unos contra otros –guerra–. Esta violencia potencial se puede
evitar si se logra establecer un marco que permita delimitar las propiedades
respectivas de diversos lotes o parcelas de tierra. A su vez, este nuevo
escenario ofrece un marco de incentivos donde cada uno comienza a esforzarse
por trabajar y producir. En efecto, la propia producción de bienes será lo que
permitirá a un individuo X obtener los bienes que produce y ofrece el individuo
Y, quien a su vez tendrá el incentivo de producir para obtener lo que ofrece el
individuo X (división del trabajo). La delimitación de parcelas de tierra en
propiedad (derecho de propiedad) supone también que el resto de la comunidad va
a respetar al propietario de esas posesiones, es decir, que los agentes tienen
la certidumbre de saber que n se va a ingresar violentamente (invasión) en la
propiedad ni se van a producir saqueos de los bienes poseídos. Esta certidumbre
y la certeza de saber que los potenciales conflictos podrán ser resueltos
mediante un mecanismo pacífico y razonable de resolución de conflictos es la
base de la seguridad jurídica.
Obviamente,
no todas las personas van a ser propietarios de los lotes de tierra. Sin embargo,
aquellos como quienes escriben estas líneas, que no tienen la capacidad de
cultivar y sembrar, también se verán beneficiados por la mayor productividad de
aquellos que sí sabrán hacerlo. A su vez, si estos que tienen lotes no producen
de modo adecuado, sufrirán pérdidas y sus lotes terminarán siendo vendidos –y
adquiridos– por agentes que produzcan de modo más eficiente.
La
propiedad, entonces, es un modo de minimizar el problema de la escasez,
incentivar la producción y garantizar jurídicamente la división del trabajo y
el conocimiento, y los intercambios así resultantes. O sea, la propiedad es
sencillamente algo útil, algo que porta una utilidad para la vida en comunidad.
La propiedad resulta útil para minimizar los efectos de esa escasez a la cual
quedamos expuestos después del pecado original. La propiedad privada no forma
parte de los preceptos primarios de la ley natural pero sí de de aquellos
preceptos secundarios de la ley natural, cuestiones que, según Santo Tomás, “fueron
introducidas por la razón humana, que las consideró útiles para la vida humana”
(Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 5 ad
3, siendo la objeción a la que contesta, precisamente, la siguiente: “San
Isidoro afirma en V Etymolog., que la
posesión de los bienes en común y la libertad igual para todos son de derecho
natural. Pero vemos que esto ha sido cambiado por las leyes humanas. Luego
parece que la ley natural es mudable”). Cabe aclarar que el término original en
latín, para estas cuestiones “añadidas” por la razón humana es “adinvenio”, que da idea de evolución y
desarrollo de estas cuestiones. Y esto es coherente con lo que se ha afirmado
anteriormente, esto es, que la propiedad cumple una función social, minimizar la escasez, y por ende es, a
su vez, un medio para que, después del pecado original, se cumpla, aunque
siempre imperfectamente, por supuesto, el destino universal de los bienes.
La
propiedad de la que habla la economía es por ende algo muy humilde: una
institución social útil y coherente con un mundo en escasez. La filosofía, la
teología, la espiritualidad, agregan cuestiones más importantes como pueden ser
la necesidad de no aferrarse a los bienes terrenales, reconocer y cultivar las
virtudes del sano desprendimiento, la austeridad y la frugalidad, el rol
central de la caridad y de la humildad, el llamado a actuar como el buen
samaritano, el saber compartir lo propio. En efecto, como afirma el Catecismo
de la Iglesia Católica, una de las consecuencias de la fe en el Dios único
consiste en la necesidad de vivir en acción de gracias (CIC, nº 224): la
pregunta de San Pablo –“¿qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co. 4, 7)– debe
inspirar y orientar siempre la actitud que el cristiano debe tener hacia los bienes
y dones que “le han sido dados”. Pero nada de todo esto obsta a la humilde
institución meramente jurídica de la propiedad, que no convierte de por sí a
los seres humanos en santos pero evita la guerra y la dilapidación de recursos
escasos, teniendo en cuenta que, según Santo Tomás, “…la ley humana se
establece para una multitud de seres humanos, la mayor parte de los cuales no
son perfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios
de los que se abstienen los virtuosos, sino solo los más graves, aquellos de
los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás,
sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el
homicidio, el robo y cosas semejantes” (Suma
Teológica, I-II, q. 96, a. 2c).
La
escasez y la división del trabajo, al ser acompañadas de diversas formas de
propiedad –en efecto, no se debe olvidar que la defensa de la utilidad de la
propiedad privada no significa que solo existe la propiedad privada individual, también se pueden articular marcos de
propiedad privada comunal–, dan lugar
a otra institución espontánea de la economía que resulta sencillamente
fundamental: los precios. A ellos nos dedicaremos en el siguiente capítulo.
Excelente y fácil de entender. Ojalá muchos sacerdotes (y laicos también) se animen a leer este tipo de libros.
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