La película La resurrección de
Cristo es un interesante caso de hermenéutica y filosofía de la religión.
Acontecimientos que ahora son mirados como los inicios solemnes de una enorme
Iglesia Católica, son mirados desde la sencilla perplejidad de Clavius, un
funcionario romano, un centurión, honesto pero agotado de servir en esas
extrañas tierras de fanáticos.
Después de otra agotadora campaña
contra los zelotes de siempre, los guerrilleros de la época, los romanos go
home, Clavius regresa a Jerusalén un día después de que Pilatos, otro
cansado funcionario del Imperio, mandara crucificar a tres revoltosos, uno de
ellos muy especial, un agitador religioso, enfrentado con el Sanedrín, un tal
Jesús de Nazaret. La perspectiva de todo ello, el horizonte desde el cual
Pilatos y Clavius ven todo, es muy distinta a la que tenemos hoy. Pilatos está
cansado y a la vez preocupado porque en poco tiempo recibirá la visita del
Emperador y para colmo tuvo que ocuparse de estas increíbles disputas
religiosas entre los judíos. Clavius no quiere saber ya más nada de nada y
recibe con cansancio y escepticismo las órdenes de Pilatos para que se asegure
-en coincidencia con la politiquería de los fariseos- de que el cadáver del
nazareno no sea robado por sus discípulos que vaya a saber qué relaciones
tienen con los zelotes. Todo como si Alberto Fernández manda a alguno de los
suyos a reprimir a los fanáticos y conspiracionistas que se niegan a cumplir
las órdenes del gobernador de Formosa.
Clavius va, junto con Lucio, al
lugar de la crucifixión. Lucio es el típico joven militar impetuoso, creyente
en el Imperio, que no entiende el cansancio de su superior. Más o menos como un
joven marine que fuera a Irak.
Algo, que no sabe qué es, le llama
la atención a Clavius. Mira el rostro del crucificado. Advierte que es un caso
especial. Su cuerpo es llevado a una tumba especial bajo solemne permiso
otorgado por las autoridades (igual que ahora: permisos para todo). Habla con
José de Arimatea. No entiende su distanciamiento del Sanedrín. Divisa a la
madre. Escucha los rumores. Se preocupa.
Pilatos le pide que vigile la tumba
y que interrogue a los discípulos. Consigue hablar con algunos y con María
Magdalena. Interesante choque de mundos distintos. Clavius recibe respuestas de
lunáticos que alucinan. Se da cuenta de que son locos e inofensivos al mismo
tiempo. Clavius es una buena persona, como tantos funcionarios estatales que en
realidad no saben lo que hacen. No los lastima, los deja ir.
Cuando finalmente el aparente robo
del cadáver es perpetrado, interroga a los guardias. Están aterrados y
confusos. No atinan a decirle qué vieron. Clavius se da cuenta de que unos
locos indigentes no tenían los recursos para haber movido esa piedra. Clavius
busca, sigue buscando una respuesta que encaje en su honesta cabeza de
funcionario romano, llena de posibilidades humanas, de política e intrigas,
como hoy.
Finalmente logra algo importante.
Logra irrumpir en la casa de María donde están presentes los seguidores del
loco agitador. Qué estarían tramando…. Pero Clavius ve algo que no esperaba. El
recordaba el rostro del Nazareno. Y lo ve. Estaba allí, como si nada. Sus
miradas se cruzan por un momento. Ve llegar a alguien que pone la mano en sus
heridas. Se queda inmóvil y atónito. Lucio llega dispuesto a apresarlos a
todos, como correspondía. Pero Clavius ni lo deja entrar. Va retrocediendo,
lentamente, lentamente, tal vez sin darse cuenta de que sus pasos representaban
una profunda conmoción interior. De repente desaparece. Pilatos y Lucio llegan a buscarlo, y se encuentran con una carta donde el centurión intenta
explicar por qué “huyó”.
¿A dónde? Clavius sigue de lejos a
los discípulos que van a Galilea a buscar nuevamente a su maestro. Se mantiene
aparte, observando. Los discípulos también lo miran y lo dejan estar. Dos
mundos en mutua observación. Pedro intenta acercarle agua a un Clavius que
creía que lo iba a matar. La paz y tranquilidad de esos varones rudos, sucios y
pobrísimos, lo sigue sorprendiendo. Pero habla con Pedro. Un primer esbozo de
fusión de horizontes.
Llaga el fiel marine romano a
apresar a su ahora desertor y ex superior. Clavius y Lucio se enfrentan.
Clavius lo vence pero no lo mata. “Nadie muere hoy”, dice. Lucio no entiende
nada. Nada de nada. Regresa a Jerusalén y oculta a Pilatos su insólita derrota.
Clavius sigue observando a ese
extraño grupo, que caminan sin nada en búsqueda de un maestro escurridizo y
misterioso. De repente aparece de vuelta. Clavius ve los abrazos, la unión
profunda. Son varones rudos, pobres, iletrados, pero hablan desde una
frecuencia desconocida. Ve que el nazareno habla con Pedro, que llora. Y ve
cómo cura, además, a un leproso. No puede creer lo que ve. Obvio, a cualquiera
de nosotros le hubiera pasado lo mismo. Pero lo vio. Los discípulos entienden.
El no. Los discípulos le dicen una especie de “I told you so”. Clavius
sigue atónito.
El nazareno lo mira de vez en
cuando, pero no lo molesta. Clavius se da cuenta de que el misterioso maestro
está totalmente al tanto de su presencia y que al mismo tiempo, no interviene.
Torturado ya por el impresionante misterio, Clavius le habla a la mañana,
temprano. Allí se da cuenta de que el maestro lo conoce perfectamente. Una
sencilla pregunta: ¿qué buscas Clavius? ¿Qué es lo que quieres?
Finalmente el maestro se aleja y su
figura se funde con la salida del sol. Unas últimas palabras extrañas. Yo
estaré con ustedes para siempre, id y predicad a todos los pueblos….
Los discípulos se despiden
cordialmente de Clavius. Pedro le da un abrazo. Seguramente en esa época había
virus corona pero la vida seguía. Clavius regresa. ¿A dónde? No lo sabe. Para
en una casa donde le ofrecen algo de agua. Y confiesa a su ocasional posadero
que se ha dado cuenta de que su vida ya no podría ser la misma. Nunca, nunca
más, podrá ser igual.
Qué interesante perspectiva de los
comienzos de la Iglesia. Unos tirados, harapientos, buscados por romanos,
odiados por fariseos, caminando por desiertos hacia quién sabe dónde, sin nada
de nada, sin nada de lo habitualmente humano. En paz, sonrientes, pendientes
del maestro y de su palabra, como si esas palabras fueran todo. En medio de
ellos, la gente sensata. Los romanos, los fariseos, la política, las intrigas,
los rumores, las guerras, las crueldades de siempre. Ellos, como en otro mundo.
Dentro de poco se reunirían con María de vuelta y, más delirantes que nunca,
saldrán a anunciar una locura total.
Esos eran los cristianos. Como
diría Unamuno, estaban realmente locos como Don Quijote. No les importaba el
poder. No tenían edificios. No tenían ejércitos. No urdían alianzas. No hacían
diplomacia.
Esos eran los cristianos.
¿Y ahora, quiénes son?
De ellos tenemos mucho que aprender!!
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