Casi todos se acordarán de la
enternecedora película WALL-E. La Tierra había sido devastada y sus sobrevivientes
huyeron al espacio en una especie de crucero espacial con todas las comodidades.
Allí, se habituaron a una nueva
normalidad. La técnica robótica del crucero les proporcionaba todo, no padecían
escasez ni tenían que hacerse problema por nada. Nacían y estaban todo el día
sentados y entretenidos por cientos de juegos y distracciones perfectamente
atendidas por los robots. Tanta era su comodidad que ni siguiera tenían que
caminar. Fueron engordando y perdiendo fuerza muscular. Estaban encerrados, no
podían salir, no tenían proyectos propios pero estaban tan atendidos, tan
entretenidos y tan sumergidos en sus cientos de distracciones cotidianas que ni
se daban cuenta. Incluso sus maestros eran robots, que es precisamente lo que
sucede con los humanos en el sistema educativo formal. Por ende el crucero era
un total sinceramiento de la razón instrumental, de la colonización del mundo
de la vida. Pasaron casi 700 años y su
nueva normalidad se hizo una normalidad de centurias.
Finalmente llega Eva anunciando
la buena noticia de que la Tierra era habitable de vuelta. Llegó con su nuevo
amigo WALL-E, un robotito tan niño como enternecedor. Eva y WALL-E se amaban,
se protegían y jugaban. Y se abrazaban con sus partecitas metálicas.
Mientras tanto los humanos vivían
en un mundo orwelliano feliz, tan feliz que ni siquiera tenían conciencia real
del otro. Una de las primeras cosas extrañas que sucede en la nave cuando
llegan los enternecedores robotitos es que uno de ellos se cae de su silla
volante y nadie atina a ayudarlo en absoluto. Sólo WALL-E lo hace.
Parece que, al estilo de HALL, la
compu de la nace había recibido órdenes de no volver nunca a La Tierra. Pero
nadie lo sabía. El capitán, apoltronado y aburrido en su puesto de comando, se
sorprendió enormemente cuando recibió a Eva pensando que había que activar el
plan de regreso. No recordaba nada, pero leyó los manuales y recordó
grabaciones de cómo era La Tierra y las costumbres tan peligrosas e insalubres
de los humanos, como bailar, caminar, abrazarse, emocionarse, llorar, darse besos,
enojarse, sufrir, fracasar, enfermar. Qué horror.
Pero el capitán, cual héroe que
descubre su camino, se entusiasma con su misión de retorno, tal vez porque se
sintió vivo y humano por primera vez. Lucha con su robot supuestamente a su
mando, que no lo deja hacer nada, y le espeta una herética frase: yo no
quiero sobrevivir, yo quiero una vida. Impresionante. Cómo se atreve. Quiere
vivir. No quiere estar seguro, no quiere sobrevivir protegido de todo. Quiere
vivir. Mm. Un negacionista del peligro.
El desenlace es interesante,
porque el robot que luchaba contra el capitán no era difícil de vencer. Lo que
ocurre es que el capitán no podía caminar. Pero casi como Lázaro, se dice a sí
mismo; levántate y anda. Y con un esfuerzo supremo usa esos humanos músculos casi
anulados por tan segura cuarentena, se levanta, camina, lucha, triunfa, retoma
el control de la nave, de su vida.
Y con tanto bamboleo, los sistemas
automáticos se descomponen. Todos caen de sus seguras sillas, todos tienen que luchar,
comenzar a usar sus brazos, piernas y mentes, hasta que finalmente aterrizan en
La Tierra nuevamente y salen todos cansados, pero asombrados, a ver el verde, el
sol, el cielo y los riesgos de una vida que valía la pena ser vivida.
Sin embargo, una cosa. Cuando el
crucero estaba aún en el espacio, en ese abdomen infinito donde la nave era el
útero total, dos humanos habían visto a Eva y WALL-E jugar en el espacio,
cuando bailaban, se reían y se abrazaban. No aparece en la peli, pero los dos
humanos se miraron y se dijeron: ¿pero qué están haciendo esos dos? No sé, dijo
uno de ellos. No sé, no te preocupes, son robots.
Excelente !!!!! Que se puede decir denuncia grande como el sr gabriel zanotti. Un sabio sin dudas
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