Una de los símbolos más
reveladores de la naturaleza humana, en el Nuevo Testamento, es el hermano
mayor de la parábola del hijo pródigo.
Permítanme decir antes
que una de las razones para la Fe del Cristianismo es la lógica del Evangelio:
totalmente contraria a la lógica del hombre viejo después del pecado original.
Todo lo que al ser humano, después de la caída, le parece sensato, razonable,
es exactamente al revés en el Evangelio. Gracias a Dios, claro.
Hay otra parábola donde
esto se ve claramente: la de los viñadores. El que trabajó desde la tarde
recibe igual que el que trabajó desde la mañana. ¿No nos parece injusto? Ni qué
decir lo que hubiera dicho cualquier líder sindical. Máxime cuando el dueño de
la viña responde como un "malvado" liberal: “¿Acaso no puedo hacer con lo mío lo
que quiero?”.
Y algo que no es una
parábola, el buen ladrón. “HOY mismo estarás conmigo en el paraíso”. ¡Hoy!!!!
Mm……
Vamos, confesémoslo: nos
parece injusto. Para la lógica del hombre justo, es injusto. Y todos lo hemos
pensado así, siempre o alguna vez. Así que uno “se mata siendo bueno” todo el
tiempo y finalmente en el cielo tendremos una nubecita dos ambientes; bien, ok,
en fin, pero el delincuente ese y el vago aquel, que “hicieron lo que
quisieron” toda su vida y “la pasaron bien” van a tener una nube con cinco
ambientes, terraza, vista al mar, gimnasio y pileta. Bueno, ok, allá Dios con
lo tuyo, pero en el fondo es injusto.
Eso sentimos. Eso
pensamos, eso somos, después del pecado original. En el fondo la redención casi
no nos llegó. Somos cristianos tristes, estoicos, murmuradores; habitamos un
valle de lágrimas porque nosotros somos una lágrima viviente mezclada con una
malévola pizca de resentimiento y envidia, en el fondo, al pecador, que “tan
bien la pasa”.
Lo que el evangelio nos
muestra es la infinita misericordia del Padre, que no nos termina de entrar, y
también nos propone la alegría profunda, la felicidad inmensa, de ser Hijos de
Dios. No la risa superficial, no el no sentir, no el no sufrir, sino el
sabernos Hijos de Dios, con todo lo que ello implica.
Observemos lo que el
padre responde al hermano mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo”. ¡TÚ SIEMPRE
ESTÁS CONMIGO!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! ¿Nos damos cuenta de lo que eso significa?
¡Estar siempre con Dios!!!!!!!!!!!!!!! ¿No sería extraordinario? ¿Qué MAS
podemos pedir que estar siempre con Dios? ¿Qué más puede pedir el amante que
estar siempre con el amado?
“Oh llama de amor viva -dijo San Juan de la Cruz,
que se había dado cuenta de esto- que tiernamente hieres/de mi alma en el más
profundo centro! /Pues ya no eres esquiva /acaba ya si quieres,/ ¡rompe la tela
de este dulce encuentro! /¡Oh cauterio suave! /¡Oh regalada llaga! /¡Oh mano
blanda! ¡Oh toque delicado /que a vida eterna sabe /y toda deuda paga!
/Matando, muerte en vida has trocado”.
¡Estar siempre con Dios, Dios mío!!!
Pero no, lo vemos como algo monótono, aburrido, pesado, casi insoportable.
Escaparse, en cambio, “pasarla bien”, y en todo caso volver cuando no tenemos
ni las sobras de los cerdos para comer, es más cool, más Hollywood. Sin
embargo, ese escaparse es precisamente lo terrible, y ese estar siempre es
precisamente lo extraordinario. Pensamos que el hermano mayor ha tenido una
vida ordinaria y es al menor que le sucede lo extra-ordinario, pero no: después
del pecado original, lo extra-ordinario, es estar siempre con Dios, y lo
ordinario es alejarnos. Y lo ordinario es no anhelar, precisamente, la inmensa
felicidad de una vida dedicada al servicio del Señor, cosa que los samurai
japoneses, sin ser cristianos, supieron ver.
En la vida extraordinaria
del servicio a Dios, si viene la fama, si Dios la permite, que venga, pero
abramos el paraguas para no dejarnos inundar por la vana mirada de la
ad-miración; y si viene la injusticia y la calumnia, que venga, porque sólo hay
una mirada, que no ad-mira, sino que mira al corazón, que interesa: la mirada
del Señor.
Dado que, en el fondo, casi todos hemos
sido el hermano menor, porque vamos y volvemos una y otra vez, entonces estas
reflexiones no nos llegan tanto, pero si alguno es el hermano mayor, yo, desde
mi destierro, le digo: sé feliz, por favor, en la casa de Dios, de la cual
nunca has salido. No pienses en la fiesta que de tanto en tanto tiene que
organizarme nuestro Padre. Tú ya estás en gozo permanente, y eso, multiplicado
por infinito, es lo que ni ojo vio, ni oído oyó, que Dios tiene preparado para
los que le aman.
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