Caps. 4 y 5 de Judeo-cristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, Buenos Aires, 2018. Ver especialmente puntos 2 y 2.1 del cap. 5.
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CAPÍTULO 4:
EL DRAMA DEL DIVORCIO ENTRE LA RAZÓN Y LA FE, LA EMERGENCIA DEL
ILUMINISMO Y EL ENCAPSULAMIENTO DE LA IDEA DE LEY NATURAL
1.
La caída de la metafísica racional
1.1. Introducción
Ya no sólo después de
Kant y el positivismo, sino en los tiempos actuales donde “metafísica” ha sido
otra palabra robada por la new age,
hablar de una “metafísica racional” puede ser algo muy extraño. Por ende
aclaremos el contexto.
Aristóteles habló de
filosofía primera para referirse a la primera de las tres ciencias
especulativas (luego seguían la matemática y la física en sus términos,
obviamente). Fue luego cuando Andrónico de Rodas, s. I a.C., ordenó sus obras
en físicas y “meta” físicas, esto es, las “más allá o después de” la física.
“El” tema tratado por
Aristóteles en su filosofía primera es el ente en tanto ente, esto es, aquello
que corresponde a cada ente sólo por ser ente. Las conocidas nociones
aristotélicas de sustancia, accidente, acto, potencia, las cuatro causas, etc.,
aplicables a todo ente, ya material o no, constituyen su famosa metafísica.
Los teólogos cristianos
posteriores, como algo ya vimos, no utilizaron la metafísica de Aristóteles,
sino la neoplatónica, en temas ontológicos y de antropología filosófica. Eran
los árabes quienes manejaban mejor a Aristóteles en esos temas, como los ya
nombrados Avicena y Averroes. Los cristianos conocían bien la Lógica y la
Física de Aristóteles pero no su metafísica. Fue recién con el aristotelismo
cristiano medieval, con San Alberto y Santo Tomás de Aquino, donde NO sin
severas resistencias, en el s. XIII, Aristóteles fue re-interpretado en temas
metafísicos para el diálogo entre la razón y la Fe. La interpretación de Sto.
Tomás no sólo interpretaba toda la metafísica de Aristóteles desde la noción de
Creación, cosa que Aristóteles no imaginaba en absoluto, sino que además la
sintetizaba con los Padres de la Iglesia, San Agustín, los demás teólogos
neoplatónicos y también con la escolástica judía, Avicebrón y Maimónides, y con
la árabe, Avicena y Averroes.
Por lo tanto, la
metafísica en Santo Tomás era para él la metafísica de Aristóteles pasada por
su voluminosa interpretación (comentó su metafísica punto por punto), cosa que
necesitaba para la sistematización de su Teología. Así, temas tales como los
atributos de Dios y su posibilidad de demostración a partir de sus efectos, y
una antropología que hoy llamaríamos filosófica, donde la inteligencia y el
libre albedrío eran irreductibles a lo solamente corpóreo, eran necesarios para
su Teología, o, como él la llamaba, la “sacra doctrina” en su integridad.
Por lo tanto, las famosas “ideas de la razón pura”, Dios, alma,
libertad, aparecían en Santo Tomás pero
en otro contexto: en un contexto teológico donde la presencia de las
metafísicas neoplatónicas y aristotélicas eran necesarias como apologéticas de
la Fe contra las acusaciones de irracionalidad. No aparecían como “filosofía”.
Ya en el s. XVII, con
todas las transformaciones culturales que hemos visto, fue necesario elaborar
una filosofía que pudiera defender nuevamente a la Fe Católica de un fideísmo
que la alejaba de la razón. Esa fue como vimos la filosofía de Descartes. Pero
allí, por primera vez, aparece una filosofía como la entendemos hoy, como
autónoma de la Teología, aunque esa visión sea hermenéuticamente imposible y
aunque NO fue esa la intención de Descartes.
En ese sentido, en
Descartes también aparecen sus “meditaciones metafísicas” donde “metafísica” ya
no es el comentario a la metafísica de Aristóteles, sino una apologética
racional de la posibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios, el
alma inmortal y la libertad, y eso contra varios frentes: los remanentes
aristotelismos no tomistas, no católicos, renuentes a esas demostraciones; la
necesidad de la escolástica católica del s. XVI de elaborar nuevamente esos
temas en relación a un protestantismo que también “protestaba” contra los
abusos de la razón, y la necesidad de re-elaborar esos temas frente a la caída
del paradigma aristotélico-ptolemaico que arrastra consigo a los intentos
cristianos de rescate de Aristóteles.
Por lo tanto, a partir
del s. XVII, la metafísica es fundamentalmente el intento apologético de
demostrar la existencia de Dios, el alma y la libertad, que se inicia en
Descartes y tiene su mejor sistema en Leibniz, cuyo discípulo Wolff es el
profesor de Kant, quien elabora sus famosas críticas a las tres ideas de la
razón pura como imposibles de demostrar. Kant, sin embargo, es aún demasiado
escolástico,
porque su ética reincorpora la metafísica como postulados de la razón práctica,
pero con el positivismo ello acaba también, y el neopositivismo del s. XX hará
su proclama de “destrucción de la metafísica” por no pasar la prueba de la
lógica matemática. Con todo ello, a partir del s. XVIII en adelante, la “metafísica
racional” parece haber sido totalmente eliminada y en el mejor de los casos
pasada a la sola Fe, SIN diálogo con la razón. A eso agreguemos que Heidegger,
por un lado el extremo opuesto del positivismo, considera que esa lógica que
los positivistas alaban es el total olvido del ser. Con lo cual el último
Heidegger quiere rescatar el ser pero SIN lógica y por ende para él la
metafísica es también sólo una onto-teo-logía, un olvido del ser colocado casi
impiadosamente en el núcleo de Dios. De ello han surgido dos interpretaciones
de Heidegger, una religiosa, mística, unida a la teología negativa, renana,
donde se quiere rescatar a lo sagrado que había sido tapado por la lógica, y
otra post-moderna, totalmente escéptica, donde la metafísica es eliminada como
uno de los “pequeños relatos”. Entre el neopositivismo por un lado y la segunda
interpretación heideggeriana por el otro (la post-moderna) no hay quedado nada
actualmente de la metafísica como puente entre la razón y la fe. Ahora bien,
esa síntesis entre razón y fe es precisamente lo que sostenía la imagen del ser
humano como creado a imagen y semejanza de Dios de donde deriva la ley natural
y los derechos individuales fundamentales, lo cual es el núcleo de la
modernidad católica. Por ende, sin metafísica racional, la modernidad católica
no tiene posibilidad de defensa. Por ende debemos intentar lo casi imposible:
el rescate de la metafísica racional. Desde luego no inventaremos nada nuevo,
los neo-agustinistas y los neo-tomistas (con sus diversas corrientes) ya lo han
hecho de algún modo “pero”, como veremos, con una postura cultural que los ha
dejado en una profunda soledad.
1.2. El debate Descartes-Hume-Kant
Una de nuestras
principales tesis es que la negación que hace Kant de la metafísica racional
depende esencialmente del debate que como consecuencia no intentada se inicia
con la filosofía de Descartes. Por ende Kant tiene razón en los términos que ese debate fue planteado. Pero si re-planteamos
el problema, podemos pasar “por arriba” de la crítica kantiana. Eso lo veremos
luego.
1.2.1.
El conocimiento de las “esencias”
Descartes, luego de su
duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su
existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia
de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que
nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero
estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son
matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva
Física-matemática.
Pero luego Hume tira
abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo
externo queda sin demostración.
Kant le reconoce a Hume
haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la
escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el
escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo
pero no podemos conocer sus esencias como
Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a
priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la
“cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es
incognoscible.
Todos los anti-kantianos
en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta
conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ese planteo
el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema.
1.2.2.
La demostración de la “existencia” de Dios
Como hemos recordado, el
argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en
Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios.
No es este el momento
para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que
se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la
participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI,
está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de
lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata de la
“idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia- a
la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique
necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica que a la idea
de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la
existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que
en el caso de Dios es imposible.
Y, si se pretende
demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa
demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una
petición de principio.
Así plantadas las cosas,
Kant tiene razón.
1.2.3.
La “inmortalidad del alma”
Y
finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes
tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo
material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción
contra un aristotelismo no cristiano– produce otro malentendido. La
inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no
dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que
no correspondería en Kant a un modo de ser real– está unida al atributo de
unidad espiritual. O sea que –de vuelta- a la idea de la razón pura llamada
“alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede
ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es
imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.
Y ello
conduce a una de las más profundas separaciones entre razón y fe: porque
entonces, esas tres ideas de la razón pura no son rechazadas por Kant como un
sin sentido, sino ubicadas en el lugar de
la sola Fe. O sea, no sólo propiamente los misterios de la Fe –Trinidad,
Encarnación, etc.– son una cuestión de Fe, sino también toda la metafísica
desde Descartes hasta Leibniz: Dios, el alma, la libertad. Por el otro lado “la razón” queda reducida a la Física-matemática.
Y en el medio de ello (la Fe por un lado, la ciencia por el otro) ya no hay nada, ningún puente, ninguna
relación especulativa entre razón y fe. Decimos “especulativa” porque en Kant
esos tres temas entran de vuelta por la razón práctica: la ley moral en mí
(ética) y el cielo estrellado (ciencia) sobre mí. Por eso Kant tiene una ética
irreductible a lo material y por eso todo el neokantismo posterior en ciencias
sociales plantea el dualismo entre las “ciencias del espíritu” y las naturales,
y por eso autores neokantianos posteriores como Mises o Hayek parecen
utilitaristas en la superficie de sus planteos pero en el fondo tienen un
imperativo categórico oculto en las premisas morales a las cuales no están
dispuestos a renunciar.
Por eso
este divorcio entre razón y fe tiene dos etapas: una moderada, donde la ética
kantiana sigue siendo el nexo de unión entre religión y ciencia (la ley moral
en mí, la autonomía moral) y otra, más extrema, donde hay una interpretación
más empirista de la filosofía de la ciencia kantiana. Eso será el positivismo y
el neopositivismo, donde la metafísica ya no es tratada como algo que tiene
sentido pero que no está en diálogo con la razón (o sea, ideas de la razón pura
cuya existencia empírica no puede ser demostrada) sino como un sin-sentido total.
Por
ahora digamos que no es cuestión de refutar a Kant dadas sus premisas –el
debate Descartes-Hume– sino de re-plantear esas mismas premisas, que es lo que
haremos en el próximo capítulo.
2.
El Iluminismo del s. XVIII
Por supuesto, el s. XVIII
europeo es muy amplio como para que se lo ubique en una sola corriente de
pensamiento, pero hay una de ellas cuyas consecuencias culturales son
decisivas. Se trata de iluminismo racionalista.
Lo primero que hay que
plantear es la fundamental diferencia entre Iluminismo y modernidad. Sciacca ya
lo había hecho cuando destaca las bases católicas del humanismo y del
renacimiento,
pero la distinción, con toda claridad y en esos términos, está hecha por F.
Leocata.
Esto es sencillamente esencial: si no se hace esta distinción, imposible es
hablar de los fundamentos cristianos de la libertad.
El mundo post-medieval,
como vimos, se debate entre dos tendencias principales. Una, que estira hacia
adelante las tres ideas básicas culturales que son resultado del judeocristianismo.
Esto es, una mayor evolución histórica de la distinción entre Iglesia y poder
civil, una mayor toma de conciencia de los derechos personales (donde se
incluye la reflexión sobre el mercado) y un mayor desarrollo del pensamiento
científico, siendo las dos primeras muy bien representadas por la escolástica
española y la tercera por el neoplatonismo cristiano de los s. XVI y XVII. Eso es precisamente la modernidad
católica.
La otra idea básica era
el aristotelismo no cristiano, más empirista, más anti-metafísico: eso es lo que deriva en el iluminismo.
Descartes, Malebranche,
Spinoza y Leibniz no son
racionalistas “iluministas” precisamente porque tienen y hacen metafísica. En
todo caso lo que se les puede criticar son algunos tecnicismos de esas
metafísicas que llevaron a las críticas de Kant: su modo de presentar el
argumento ontológico, el dualismo antropológico, y el problema del puente entre
sujeto y objeto. Que no fueron, a su vez, errores fácilmente evitables, sino
una consecuencia del oscurecimiento momentáneo del auténtico espíritu de la
filosofía de Santo Tomás y una justa reacción contra los aristotelismos no
cristianos del Renacimiento contra los que se enfrentaba Galileo. Por lo demás,
Malebranche y Spinoza son casos aparte. Spinoza utiliza terminología cartesiana
pero deriva en realidad de una interpretación no cristiana de Plotino.
Malebranche no tiene otro punto importante más que una singular interpretación
de la providencia divina para explicar la concordancia entre alma y cuerpo (su
famoso ocasionalismo). Los que tenían una metafísica cristiana eran Descartes y
Leibniz, intentando ambos rescatar la metafísica cristiana medieval. Ya dijimos
lo que se les puede criticar, pero de ningún modo son autores no cristianos.
Por lo demás, en general han quedado como “idealistas” y “racionalistas”, sobre
lo cual habría que hacer muchos matices. Si por idealismo se entiende ciertas
ideas a priori, que luego se conectan con la existencia de un mundo real
extra-mental, eso ya estaba en San Agustín. De ningún modo negaban la
existencia de un mundo real en el sentido de que no eran solipsistas, y de
ningún modo tenían el idealismo ontológico de Spinoza que sí deriva en Hegel.
Por lo demás, si por racionalistas se entiende la importancia dada a la
inteligencia humana, dado que había que “demostrar” cuál era la relación entre
el yo y el cuerpo, eso no tiene nada que ver con la reducción de la razón a
cálculo, que sí será una característica del Iluminismo, porque de ningún modo
abandonaban la idea del intelecto como intuición de primeros principios ya
presente en Santo Tomás. En todo caso, la exageraban.
Por ende: la modernidad
católica no era de ningún modo pre-iluminista y los autores habitualmente
llamados modernos, tampoco. El Iluminismo, como dice Leocata, es una
fundamental voluntad de inmanencia. Esto es, una negación de lo sobrenatural,
de las religiones reveladas, de la metafísica, sobre la base de una esperanza
focalizada en el progreso científico de este mundo y una idea del progreso
humano como final de la historia. El Cristianismo quedaba, con ello,
enérgicamente combatido o, en el mejor de los casos, visto como una antigua
etapa de la humanidad que iba a perecer por sí misma.
Pero esa voluntad de
inmanencia es entendible como reacción por un lado, y como continuidad por el
otro. Continuidad, porque continúan con un aristotelismo no cristiano,
enfatizando su empirismo y relegando su famosa filosofía primera; reacción,
porque la visión de lo religioso que tenían un Voltaire, un Hume, un Kant, fue
una reacción contra la “religión” de católicos y protestantes masacrándose y
asesinándose mutuamente en nombre de la Revelación, de Dios, del amor. Para
ellos lo religioso era superstición, fanatismo e intolerancia, y a juzgar por
el comportamiento de la mayor parte de los cristianos de su época, no les
faltaba razón, aunque les faltaba distinguir el trigo de la cizaña.
Por supuesto, el
resultado más coherente y a la vez más dramático de todo esto fue la
destrucción de la metafísica que era esencial para el diálogo entre razón y fe,
para una fe razonable, para una apertura a la trascendencia que nada tuviera
que ver con una fe ciega y mágica. Hume, para ello, fue un autor principal,
pero no lo estamos atacando por ello, sino presentando como un esencial eslabón
de una historia con pleno sentido. Por un lado, es el gran autor del orden
social espontáneo, a la altura de Adam Smith y Adam Ferguson, que deriva luego
en un liberalismo no racionalista, no constructivista, crítico de las teorías
del contrato social, como el liberalismo tradicionalista de Hayek, que nada
tiene que ver con el Iluminismo en un sentido político. Por el otro, Hume es la
gran contestación a los talones de Aquiles de la filosofía cartesiana, y no se
lo debe culpar a él de esas debilidades, que ya vimos. El resultado es el
escepticismo sobre una metafísica mal planteada –que, cuidado, ya estaba
presente en algunos aspectos de la segunda escolástica- y un obvio entusiasmo
sobre una ciencia entendida como lo empírico, siguiendo a Bacon. Este último, a
su vez, implicaba el nunca acabado entusiasmo por eliminar el problema
hermenéutico: ya no debemos leer los libros de Aristóteles, según Bacon, sino
“mirar el gran libro de la naturaleza”. La sola observación de los datos
físicos (cosa imposible pero siempre renovada) será lo que rodea a esta famosa
y lapidaria frase de Hume: “… Cuando
persuadidos de estos principios recorremos las bibliotecas, ¡qué estragos
deberíamos hacer! Tomemos en nuestra mano, por ejemplo, un volumen cualquiera
de teología o me metafísica escolástica y preguntémonos: ¿contiene algún
razonamiento abstracto acerca de la cantidad y del número? ¿No? ¿Contiene algún
razonamiento experimental acerca de hechos y cosas existentes? ¿Tampoco? Pues
entonces arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra cosa que
sofismas y engaño”.
Tenemos allí perfectamente enunciado lo que será el ideal cultural y
académico del neopositivismo del s. XX.: por un lado Física, por el otro
matemática, y en el medio… nada. Nada que sea coherente, que tenga sentido, que
tenga verdad, que tenga importancia. Y por ende, el diálogo entre razón y fe
queda cortado en un racionalismo cientificista, como será el ideal de
conocimiento de los autores de la Enciclopedia Francesa (Diderot, D´Alambert).
El
caso de Kant es un caso muy especial. Por un lado hemos visto de qué modo es el
gran sistematizador de las críticas a la metafísica leibniziana, de origen
cartesiano, que le llega vía Wolff. No estaba equivocado en sus críticas porque
no hace más que explicitar un callejón sin salida en el cual algunos puntos
esenciales de la letra de dichos autores se habían introducido. Ello cristaliza
casi para siempre, no a la metafísica como un sin sentido (Hume y el
neopositivismo posterior) pero sí a la metafísica como algo sin demostración
racional y, de vuelta, como mera Fe, no
como puente entre razón y Fe. Además, saluda a la Revolución Francesa como el
gran acontecimiento de la Historia, dándole un sentido de “final del camino”, y
lo mismo hace con la Física de Newton. Su libro “La religión dentro de los
límites de la sola razón” dice con su sólo título hasta qué punto el noble y
estoico filósofo de Königsberg veía a las grandes religiones reveladas como una
etapa inferior de la humanidad que debía ser superada por la idea de una
religión natural que afirmara desde la sola razón la existencia de Dios y un
orden moral objetivo.
Por el otro lado, este
último punto –su ética– es lo que lo convierte en un autor conservador, casi
escolástico. Rechaza el utilitarismo, aunque sea el moderado de Hume, y crea
algo filosóficamente novedoso: sin metafísica, fundamenta en su imperativo
categórico a una ética absoluta, que pueda ser el fundamento de los derechos del
hombre y del ciudadano y de la madurez humana necesaria para esta nueva época
de progreso, ciencia y democracia. El cristianismo está presente en su Crítica
de la razón práctica: presupone los mandamientos cristianos y cita siempre al
final de su gran obra al “heraldo del Evangelio” y al mandamiento del amor.
Pero, presente, no como un mandato heterónomo, sino como el resultado de una
razón que se ha dictado a sí misma los mandatos de la moral. Nos preguntamos si
en esto no hay una lección para la madurez del cristianismo en sí mismo: ¿cabe
“cumplir”, farisaicamente, con los mandamientos por temor al castigo o por amor
un premio que no sea el mismo Dios? ¿Era el santo temor de Dios la crítica de
Kant o el infantil temor al castigo como pueril fundamento de la moral?
2.1. Las tres ideas pasadas por el
Iluminismo
Sea como fuere, todo esto
explica la importante transformación que las tres famosas ideas emergentes del
Judeocristianismo, como si cada una, siguiendo la famosa frase de Chesterton,
fuera una razón que se ha vuelto loca.
Recordemos una vez más
esas tres ideas: los derechos personales, la distinción entre la Iglesia y la
esfera secular, la ciencia. Pues bien, en el Iluminismo, todo ello es concebido
como un enfrentamiento dialéctico con el Judeocristianismo y con lo religioso
en general. Los derechos del hombre y del ciudadano son vistos como una
consigna contra el Antiguo Régimen y un cristianismo que lo legitimaba.
La no distinción entre ambas cosas, de un lado y del otro, fue dramática.
Habría derechos del hombre porque la
opresión religiosa ha terminado; lo religioso debe ser relegado al culto
privado y toda influencia, ya no relación jurídica, con lo temporal, debe ser
combatida, como garantía del progreso y de la civilización. Ello rodea entre
líneas a la “libertad de cultos” iluminista.
La des-clericalización,
fruto maduro del Judeocristianismo, y comenzada a explicar por la Segunda
Escolástica, es convertida en separación hostil entre Iglesia y Estado. Los
nuevos estados racionalistas debían avanzar sobre la Iglesia y despojarla de
los privilegios jurídicos que tenía en el Antiguo Régimen, que no eran lo que
hoy serían los derechos de los ciudadanos católicos en una sociedad libre. Así,
los estados iluministas avanzan sobre sus legislaciones, sobre sus colegios,
sus hospitales, sus conventos, e incluso, por supuesto, contra la existencia
misma de los estados pontificios. El Iluminismo gana históricamente la batalla,
sobre todo en Francia e Italia, pero con un costo ideológico que, como veremos
luego, seguimos pagando hasta hoy. La cerril oposición que muchos católicos,
hasta hoy, tienen para con “el liberalismo” (sin adjetivar) tiene en este
momento uno de sus orígenes esenciales.
Y la ciencia, por
supuesto, pasa a ser el gran triunfo cultural del Iluminismo, el nuevo piso
cultural en el que se hace pie y que despoja de su reinado a la teología. Aquí
se origina la versión iluminista de la historia de la ciencia que tenemos hasta
hoy. La ciencia habría tenido su primer origen en los presocráticos griegos pero
luego fue detenida por las metafísicas de Platón y Aristóteles. El Judeocristianismo
no hace más que cerrar más aún las puertas de la ciencia, sumergiendo a la humanidad en las etapas negras del oscurantismo
medieval, hasta que finalmente con el renacimiento nace de vuelta la luz de la
razón con Galileo, precisamente perseguido por ello por la Iglesia. Y la
ciencia naciente es una ciencia basada sólo en lo empírico, que no debe tener
ninguna relación con la filosofía o la metafísica. La ciencia metódicamente
empírica debe ir absorbiendo a la filosofía, y así los temas fundamentales de
la vida humana, como Dios, el alma, la libertad, deben ser descartados o
tratados desde lo científico. Otra vez, el Iluminismo triunfó: no sólo aún hoy
sobre todo, sino hoy sobre todo, Dios es un tema de la cosmología científica y
temas como conciencia y libertad han sido absorbidos por la neurociencia. Por
supuesto, hemos visto que NO fue ese el origen y el desarrollo de la ciencia
pero culturalmente la ciencia ha sido absorbida por el cientificismo.
Todo esto es algo
esencial. El motivo principal por el cual suena extraña la tesis de este libro
es que esta es la versión de la
historia que ha prevalecido y este es
el piso cultural que aún pisamos, y tal vez cada día más. Que el
Judeocristianismo sea la causa de la
libertad, de un estado laico y de la ciencia, suena, después del Iluminismo,
poco menos que ridículo. Curiosamente, como en una dialéctica extraña, muchos
católicos han identificado la modernidad filosófica e histórica con el
Iluminismo y han adoptado una posición totalmente pre-moderna y nostálgica de
épocas medievales. Tienen a su favor que el Medioevo no fue la oscuridad afirmada por los Iluministas, pero sí fue un punto de evolución hacia la
modernidad católica. Al ponerse del lado de la vuelta a una Cristiandad
Medieval, no hacen más que retroalimentar al Iluminismo y dejar sin suelo
filosófico al Concilio Vaticano II.
2.2. Consecuencias culturales
adicionales
2.2.1. Modernidad
y post-modernidad
Toda la filosofía post-moderna tiene la misma
confusión: para ellos, la razón es igual al iluminismo, al que llaman
modernidad. Pero los post-modernos no vuelven a la razón medieval, excepto en
algún arrebato de nostalgia de la mística renana, sino que abjuran de la razón
en sí misma. La interpretación que Vattimo tiene de Heidegger es eso, con lo
cual la hermenéutica, además, es despojada de su suelo fenomenológico
(precisamente lo contrario hacen Leocata y Ricoeur) lo cual retroalimenta las
actuales manifestaciones cientoficistas.
O sea:
la dicotomía modernidad/post-modernidad está mal planteada. Depende de una
modernidad absorbida por el Iluminismo.
2.2.2. Unión de
verdad y objetividad
Como
vimos, la “cosa en sí” queda incognoscible en Kant. Pero la cosa en sí no es lo
creado, como en Santo Tomás, en lo cual la persona está inmersa. La cosa en sí
era la esencia matemática de un universo matemático, perfectamente cognoscible,
entonces, por la Física-matemática. ESA cosa en sí es la objetada por Kant,
porque el sujeto re-configura el mundo físico según sus categorías universales
a priori.
Pero
entones la pobre cosa en sí queda suelta, como buscándose a sí misma
nuevamente. Se encuentra de modos diversos. Se encuentra en Hegel, como
despliegue del Espíritu Absoluto. Pero se encuentra también en la versión
positivista de la ciencia en el s. XIX, donde se convierte en el “objeto” como
“lo objetivo”, que ha logrado independizarse por fin de lo humano. Esa
separación, entre humanidades y ciencia, que aún predomina en programas de
estudio y hasta en test vocacionales, fue dramática. La ciencia fue por fin lo
que no tenía que ver con nuestras bonitas pero engañosas subjetividades
humanas. Así la verdad se identifica con la objetividad, e invade todo: las
ciencias naturales serían objetivas (gracias a Dios, dijo Dios: háganse Popper,
Kuhn, Lakatos y Feyerabend, pero casi nadie se enteró), las ciencias sociales,
deben ser objetivas y para eso deben tener números y estadísticas, la
información debe ser objetiva, los medios deben ser objetivos… Y si luego un
Gadamer nos hace tomar conciencia de nuestros horizontes humanos de
pre-comprensión, ah, entonces es un post-moderno (cuando no lo es). La verdad
es que la verdad no se identifica con la objetividad positivista sino con el
mundo de la vida, pero lo dijo Husserl en 1935 en un mundo que ya no podía
escucharlo más.
2.2.3. La ciencia se une al estado
Feyerabend
denuncia esto perfectamente. El ideal de Comte se cumplió. Así como antes el
Papa era el criterio de legitimidad política, ahora la ciencia es el criterio
de legitimidad de la educación y la salud públicas que son absorbidas por los
estados. Los proyectos de educación pública obligatoria, tan exitosos en
Francia, Italia, México, Uruguay y Argentina, en contraposición a la educación religiosa,
tienen aquí su origen. La salud se hace estatal no porque los institutos de
salud sean privados o estatales, sino por la diferencia entre medicina legal, o
sea científica, y medicina ilegal, o sea la no científica. Estamos tan
acostumbrados a esto que casi ni lo planteamos, y autores que lo plantean, como
Feyerabend, o son considerados, erróneamente, escépticos, o son consumidos y
colocados como adornos inútiles en los estantes eruditas bibliotecas.
2.2.4. La razón humana es acusada de tener una dialéctica
La
escuela de Frankfurt no es post-moderna: denuncia la dialéctica del Iluminismo
en el sentido de que la razón tiene una dialéctica intrínseca: pretendiendo
emancipar, oprime y se convierte en la razón instrumental. La advertencia de la
escuela de Frankfurt tuvo su mejor fruto en la razón dialógica de Habermas, una
buena alternativa a la dicotomía “post-modernismo versus razón instrumental”.
Pero el diagnóstico de la escuela de Frankfurt estuvo teñido de un Hegel y un
Marx no leninista que vieron al capitalismo industrial como un proceso
necesariamente explotador y alienante. Popper, Hayek y Feyerabend son mejores
alternativas si se quiere criticar a la razón opresora de la Revolución
Francesa, y si se quieren encontrar mejores fuentes a una razón dialógica.
3.
Estados Unidos y su diferencia con el Constructivismo (Iluminismo)
Sería un grave error si identificáramos a los EE.UU. como parte del
Iluminismo. El que ha colaborado inmensamente con esta cuestión ha sido Hayek.
A lo que nosotros llamamos Iluminismo, él lo llama “constructivismo”, y
siguiendo la línea de Burke, lo identifica con la Revolución Francesa. El
Constructivismo siempre sigue la lógica de las revoluciones: borrar lo anterior
y comenzar de cero, “construyendo” lo social, como si no hubiera una evolución
espontánea de las instituciones de la libertad. Esa evolución espontánea hacia
el Estado de Derecho es lo que Hayek identifica con Inglaterra, especialmente
con su sistema político y jurídico, esto es el common law. Esa evolución institucional comienza en el medioevo
católico –dicho esto expresamente por Hayek– y
por ende su raíz no tiene nada que ver con el Anglicanismo, un mero accidente
histórico fruto de los caprichos de un monarca absoluto.
La división de poderes francesa y la democracia francesa de la
Revolución Francesa no tienen nada que ver, para Hayek, con los EE.UU. El
acusado, para Hayek, es Rousseau. Si este último dijo lo que Hayek dice que
dijo no es algo que ahora resolveremos, pero esto es muy interesante para los católicos
que siguen identificando al liberalismo con Rousseau. El poder absoluto de la
monarquía fue sustituido por el poder absoluto de las mayorías, por su
“voluntad general” y un poder legislativo omnipotente, que es la fuente de la
corrupción de la democracia para Hayek y que lamentablemente es lo que ha
prevalecido. Nada más contrario a las libertades individuales que un poder
omnipotente, sea monárquico o democrático. El problema no está en el origen
del poder, sino en el límite del poder. El tipo de régimen político es
relativamente indiferente al liberalismo clásico anglosajón, lo que importa es
un sistema institucional que proteja las libertades individuales.
La división de poderes fue un proceso de evolución histórica muy
diferente al constructivismo de la Europa continental. Cuando Hayek critica a
la democracia ilimitada de origen roussoniano, dice: “...Veremos que la raíz
del mal es que las así llamadas “legislaturas”, que los primeros teóricos del
gobierno representativo –y especialmente John Locke– concebían como limitadas
a la sanción de la leyes en un sentido muy específico y estrecho de la palabra,
se han convertido en cuerpos gubernamentales omnipotentes. El viejo ideal de
“Regla jurídica” o del “Gobierno de la ley”, con ello se ha destruido. El
Parlamento “soberano” puede hacer todo lo que los representantes de la
mayoría encuentran conveniente para conservar el apoyo de la mayoría”.
Dejemos de lado que esto es una perfecta
descripción de la espantosa situación actual de las democracias (“El Parlamento “soberano” puede hacer todo lo
que los representantes de la mayoría encuentran conveniente para conservar el
apoyo de la mayoría”) para concentrarnos en el contexto histórico que rodea
al texto. Veamos lo siguiente: “… las así llamadas “legislaturas”, que los
primeros teóricos del gobierno representativo –y especialmente John Locke–
concebían como limitadas a la sanción de la leyes en un sentido muy específico
y estrecho de la palabra…”. Esto es, ¿qué era la división de poderes en Inglaterra?
Comienza con una Cámara de los Lores encargada de limitar los poderes del Rey
para que éste no les quite sus derechos. El rey, a su vez, se rodea de una
“Cámara de los comunes” o “parlamento” para que lo ayuden con tareas
administrativas. El rey y la cámara de los comunes podían legislar en el
sentido de legislación, esto es, edictos administrativos sobre bienes públicos:
impuestos, guerras, etc. Los lores, a su vez, no legislaban, sino que cuidaban
que el rey no abusara de su poder. Y por encima del rey, de los lores y de los
comunes estaba el “Law”, esto es, el common law, el derecho consuetudinario
inglés, custodiado por los jueces, donde fueron evolucionando los derechos
individuales, las libertades individuales que algunos llamaban las “libertades
inglesas”. Por ello el título de una
de las grandes obras de Hayek: Law,
Legislation and Liberty. La “legislation”
(administración sobre bienes públicos) NO debía tocar el “law”, que correspondía a los jueces, y en eso consistía la “liberty”.
Esto
es, históricamente hablando, el limited
government o el Liberalismo clásico.
Esto, que no prevaleció en “casi” ninguna parte, prevaleció al principio, sí, –impresionante
excepción– en los EE.UU., o sea, en lo que originalmente eran las colonias
inglesas, cuyos ciudadanos vivían ya, culturalmente, en el sistema jurídico del
common law. Cuando los
constitucionalistas norteamericanos escriben su gran Constitución de 1787,
hacen algo muy simple. Al rey lo sustituyen con un poder ejecutivo fuerte. La
cámara de los lores se transforma en el Senado, y la cámara de los comunes en
diputados, o sea “The House”. Y por
encima de ellos estaba el “Law”, o,
sea, el common law. El poder
ejecutivo tenía –junto con diputados- las funciones administrativas, pero no
jurídicas, de la cámara de los comunes, y por eso los norteamericanos dicen “this administration” refiriéndose a cada
gobierno que sustituye a otro. El verdadero poder limitado, la verdadera
división de poderes, consistía en que en esa República, los poderes legistativos
y ejecutivos no podían atentar contra el Law,
el common law: si lo hacían, la
función de control, el elemento aristocrático, lo ejercía la Suprema Corte, que
era también como una cámara de los Lores, más que el senado.
¿Y las
libertades individuales? Pues justamente ya estaban en el common law, a tal punto que en la primera sanción no había una
declaración de derechos, porque, en principio, no la necesitaban. Dos años
después, el Bill of Rights adquiere
carácter constitucional, como un “just in
case” jurídico.
Como
vemos, los EE.UU. fue fruto de una larga evolución de instituciones inglesas
que comenzaron en una noche de los tiempos anterior a la anterior al
anglicanismo, en la plena Inglaterra católica.
Esas instituciones no son
“protestantes”, si por ello se entiende que comenzaron en 1517 (la Carta Magna
data de 1215). Por lo tanto es un error
grave, desde un punto de vista histórico, hablar de unos EE.UU. “protestantes”
en contraposición a “lo católico”. Por lo demás, en Inglaterra y en los EE.
UU. se cumplió plenamente el ideal de
gobierno mixto, defendido, como ya vimos, antes que la Segunda Escolástica
por Santo Tomás de Aquino. El régimen ideal no es una democracia, aristocracia
o monarquía por separado, sino un régimen institucional que combine lo mejor de
la monarquía –la unidad en la capacidad de mando–, lo mejor de la aristocracia
–un cuerpo de control al monarca- y lo mejor de la democracia –un elemento de
elección popular limitado por los otros dos-. El poder ejecutivo era el
elemento monárquico, diputados, el elemento democrático, y el senado y la
suprema corte el elemento aristocrático. Y por encima de todos ellos estaba el
“law”, donde estaban las libertades
individuales que no habían sido decretadas ni planificadas por nadie, sino que
eran el fruto de una larga evolución de la ley positiva donde se atendía a la
“naturaleza de las cosas” (ley natural).
Observe
el lector que estoy hablando en pasado, esto eso, no me estoy refiriendo a los
EE.UU. de la actualidad.
Lo mismo
cabe decir de la Declaración de Independencia, ere cuasi-milagro en la historia
de una humanidad cruel. “..all Men are created equal, that
they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among
these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness”. Veintisiete
palabras que son un milagro total, uno de los grandes logros de la humanidad,
en un mundo de guerras, de conquistas, de persecuciones, de crueldades y de
matanzas.
No es
ahora nuestro objetivo hacer un estudio crítico de las fuentes del pensamiento
de Jefferson. Claro que hay mucho de un John Locke mucho más escolástico de lo
que muchos creen.
Pero lo importante es destacar que ese momento histórico, donde es redactada
esta declaración, con sus idas, venidas, influencias diversas e imperfecciones
históricas –comenzando por la esclavitud, desde luego- hubiera sido imposible
sin el contexto Judeocristiano. Las personas son creadas iguales, y son dotadas
por su creador de ciertos derechos inalienables… La noción de creación domina la declaración, La noción
de persona, creada a imagen y
semejanza de Dios, y por ende sujeto de derechos, también. Es absolutamente improcedente preguntarse si el documento es
católico, protestante o anglicano. Esas fueron divisiones accidentales que no afectaron a algo esencial: el Judeocristianismo. Ya hemos visto que Lutero no
hubiera sido más que un fraile agustino católico,
aunque audaz, con otro tratamiento pastoral del tema. ¿Anglicanismo? Por Dios,
eso fue sólo un capricho de Enrique VIII. ¿Deísmo? De ninguna manera, la
providencia está firmemente presente en J. Locke,
e incluso hemos visto que si habláramos –que no es el caso– de un Voltaire o un
Kant, ellos reaccionaban contra el fanatismo y la violencia de las guerras
religiosas europeas.
Tan judeocristiana era la
cultura de los EE.UU., que ello explica además algo incomprensible para la
historia europea-continental: el carácter público
no-estatal de lo religioso –reformado, católico o judío– en los EE.UU.
“No-estatal” significaba que “Congress
shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the
free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or
the right of the people peaceably to assemble, and to petition the Government
for a redress of grievances”.
O sea, no podrá ser sancionada ninguna legislación que establezca o prohíba una
religión. Es sencillamente el principio de des-clericalización, de la laicidad,
no laicismo, del estado, ya en términos modernos. Pero ello no implica que en
el mismo seno de las entidades gubernamentales no pueda haber manifestaciones
religiosas de carácter público. Los norteamericanos de entonces no tuvieron
que hacer la aclaración, sólo lo vivían naturalmente. Eran los europeos los que
estaban en problemas, sumidos aún en la religión del rey como la religión de
estado o en la anti-religiosidad ideológica de la Revolución Francesa. Cuando
se dice que los EE.UU. fueron el fruto de una peregrinación en búsqueda de la
libertad religiosa, se está dando en la clave de una cuestión histórica fundamental
en las implicaciones temporales de la evolución del judeocristianismo. Fue la
huida, precisamente, de un clericalismo autoritario, en búsqueda de una
des-clericalización (laicidad) respetuosa de la ley natural. Fue la búsqueda de
la verdadera libertad, rodeada de un “ethos” cristiano que le daba vida y
consistencia. Fue una modernidad católica.
4.
Conclusión: el encapsulamiento de la idea de ley natural
Como
resultado del Iluminismo, Kant y los diversos neokantismos, la idea de ley
natural, que depende de una metafísica racional como la de Santo Tomás de
Aquino, prácticamente desaparece desde un punto de vista cultural. La idea de
ley natural, en sí misma universal y “universalizante”, porque se traslada por
sí misma a todos los pueblos, queda, paradójicamente, encapsulada en conventos
dominicos y en algunos ambientes católicos que ya no están “hacia el mundo”
sino directamente “contra el mundo”, un mundo, a su vez, iluminista que se
considera a sí mismo “contra lo católico”, “contra lo cristiano”, “contra lo
religioso”. Si desde el Vaticano de los siglos XVI en adelante se hubiera
manejado de modo diferente el caso Lutero; si se hubiera manejado mejor el caso
Bruno, que terminó en una horrible y vergonzante tragedia; si el Vaticano
hubiera condenado firmemente, sobre la base de la Segunda Escolástica, a toda
monarquía absoluta; si se hubiera manejado de modo diferente el caso Galileo,
posiblemente no hubiera habido quiebre entre católicos y reformados,
posiblemente no hubiera habido Revolución Francesa y posiblemente no hubiera
habido un cientificismo anticristiano. De lo único que se puede exculpar
totalmente al lado católico es a los caprichos autoritarios de Enrique VIII.
Pero, dado que ese mundo paralelo no existió, la Iglesia quedó amurallada sobre
sí misma contra la Francia
napoleónica, contra Inglaterra, contra los principados protestantes, contra la ciencia, etc., y con ello la
idea de ley natural no pudo salir de esos muros. Siguió teniendo vida, como
vimos, desde un punto de vista práctico, en el common law inglés y norteamericano y en el ethos cultural de la religiosidad
pública no estatal norteamericana, hasta que ello también comenzó su
declinación. Pero desde entonces hasta hoy, la ley natural quedó como un tema
“de los católicos”, impenetrable a cualquier otro ambiente. O sea, la lay
natural, desde entonces y hasta hoy, aparece como una cuestión “sólo de fe” sin diálogo con la razón (lo cual sucede
hoy incluso entre algunos pensadores y fieles católicos). ¿Y entonces? Volvamos
por un momento al principio. Decíamos en la introducción:
“… El
libro no afirma que los aspectos más contingentes de la libertad en Occidente
–ciertas instituciones liberales
típicas, como la división de poderes o el Constitucionalismo– o ciertas
concreciones jurídicas de las libertades individuales –como el Common Law– sean un resultado necesario
del Judeocristianismo, aunque sí afirma que no
son incompatibles con él y que incluso pueden encontrar en cierto momento un
“acompañamiento” prudente del Magisterio Pontificio. Pero sí afirma que el
ideal de las libertades de la persona, in abstracto, y la idea de limitación al
poder (limited government), sí es un ideal regulativo que ha emanado del
Judeocristianismo y hubiera sido inconcebible sin él. Por más lejano que esto suene, en las actuales circunstancias
históricas, este ideal, que presupone la armonía entre la razón y la fe, es la
única salida que Occidente tiene para re-encontrar su camino y evitar su
destrucción.”
No
podemos cambiar el pasado, pero sí estamos convencidos de que Occidente, sin
judeocristianismo, se queda sin futuro. Por lo tanto, lo que queda de aquí en
adelante es la recuperación del ideal judeocristiano de ley natural, único
camino para recuperar una laicidad sin clericalismo y un fundamento cristiano
de los derechos individuales sin clericalismo.
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CAPÍTULO 5:
HACIA
LA RECUPERACIÓN DE UNA METAFÍSICA RACIONAL Y LA IDEA DE LEY NATURAL
1.
Un problemático intento de recuperación
No hemos llegado aún al
problema esencialmente político del magisterio del s. XIX, especialmente
Gregorio XVI y Pío IX, cerrados, “casi” sin salida –gracias a Dios, siempre hay
un casi– a todo diálogo con el mundo moderno, que no pudieron distinguir del
Iluminismo. Pero ello coincidió no de
casualidad con el tomismo de fines del s. XIX y principios del s. XX
–podríamos decir, sus primeros 50 años–. No nos estamos refiriendo a la
encíclica Aeterni patris de León
XIII, pero sí a cierto “espíritu” que rodea a este noble y casi logrado intento
de recuperación de Santo Tomás de Aquino y con ello su visión de la ley
natural.
No nombraremos a nadie
para no ser injustos con santos varones que merecerán siempre más gratitud que
otra cosa. Sin embargo, ahora, a principios del s. XXI, estamos en condiciones
de tener una visión retrospectiva sobre lo ocurrido, con cierta distancia
crítica, para tratar de mejorar.
Cuando decimos “cierto
espíritu” no nos referimos a la letra, tan bien cuidada, de los tecnicismos de
Santo Tomás de Aquino y la impresionante ayuda que ello significó para la
correcta educación filosófica y teológica de todos los fieles en el s. XX. Nos
referimos en cambio a lo siguiente:
a) El tomismo aparece como un caballero
medieval con lanza y escudo “contra” la modernidad en general. Sus manuales no
son sólo para explicar a Santo Tomás, sino como un recetario “de los errores de
los malos” y la forma de contestarles. Especialmente, hay un desprecio y una
incomprensión manifiesta para con Duns Escoto, Descartes y Kant. Cuando decimos
incomprensión, decimos que sus circunstancias históricas no están bien
analizadas y son vistos sólo desde sus defectos y no desde sus salidas:
Husserl, en el caso de Descartes, y Kant no es comprendido como un coherente
resultado del diálogo Descartes-Hume y, por ende, como enseñanza de lo que hay que cambiar (la relación
sujeto-objeto, la diferencia mal planteada entre esencia y existencia, etc.).
Husserl tampoco fue comprendido, excepto por Karol Wojtyla y, especialmente,
por Edith Stein, quien tiene una visión de San Agustín, Descartes y Husserl en
la misma línea (una herejía para muchos tomistas) y una mejor comprensión de la
individualidad citando al mismo Escoto (otra herejía para muchos tomistas). A
Descartes se le critica casi desesperadamente su realismo “mediato”, en
contraposición con el “inmediato” sin comprender que hablar de la “evidencia
del mundo externo” es colocarse en el mismo planteo sujeto-objeto que vició el
problema del conocimiento. Se lo critica como si fuera un infradotado que no se
dio cuenta de que lo real no puede basarse en lo ideal, ignorando que el “yo
pienso” cartesiano es de una res (cogitans)
que es real, no ideal, o sea, la inteligencia misma. Finalmente, se lo coloca
como el origen de Hegel, cuando definitivamente no es así: Hegel es la
coherente conclusión de Parménides-Plotino-Spinoza, y no de una metafísica
cristiana como la de Descartes. Pero, volvemos a decir, sin Descartes no puede
comprenderse a Husserl, y sin Husserl no hay posible unión de Santo Tomás con
el giro fenomenológico y hermenéutico de la filosofía contemporánea.
b) Simultáneamente con esto, la presentación
que hacen los manuales tomistas de los autores que NO son tomistas es tan
estereotipada, tan “hombre de paja”, que son presentados sencillamente como los
que “no entienden”. No son presentados hermenéuticamente, en su circunstancia
histórica, como hace Ortega en “En torno a Galileo”: son presentados como
autores verdaderamente imbéciles. Ello, sumado a una Iglesia enfrentada al
mundo moderno en lo político, y que además prohibía leer a dichos autores en
sus fuentes, formó generaciones de católicos que pensaban que debían y podían
“enfrentarse” a la filosofía moderna y contemporánea sólo muñidos de lo que los
manuales les habían enseñado sobre esos “tontos”. Por supuesto, para cualquier
estudioso inteligente ese tomismo quedaba sólo como un recuerdo de formación
juvenil, pero lo peor era confundirlo con Santo Tomás.
c) Pero lo más grave fue sacar a Santo Tomás
de Aquino de su contexto teológico. Esto fue comprensible luego de la lucha de
Pío X contra el “modernismo”. Claro, no era cuestión de convertirlo en un autor
fideísta.
Pero tampoco era cuestión
de convertirlo en manuales racionalistas que partían de la filosofía de la
naturaleza, seguían por antropología filosófica y terminaban en una ontología y
“teodicea” como preparatorias para
una teología. Ontología y teodicea que estaban basadas fundamentalmente en los
comentarios de Santo Tomás a Aristóteles. Con lo cual se daba la impresión de
que podía haber una sola filosofía que llegara perfectamente a Dios creador, al
alma inmortal, al libre albedrío, a la ley natural, sin ningún tipo de contexto
teológico.
Lo que se pretendía, en
realidad, era, dada la época, poder tener una especie de “filosofía de combate
contra el mundo no creyente” al cual se le pudiera decir “yo no parto de ningún
dato de Fe”, para poder “enfrentarlo” (no creo que “dialogar”) sin que el otro
pudiera alegar una fe que no compartía. Ok, comprensible, pero en 2017 podemos
decir que dicha estrategia salió muy mal.
Primero, porque es imposible,
y este es el punto fundamental. Olvida el
círculo hermenéutico “creo para entender y entiendo para creer” de San
Agustín. Presupone que la sola razón puede llegar a la noción de Dios creador,
lo cual implica ignorar que es el horizonte judeocristiano el que elevó a la
razón humana a su máxima potencialidad, dialogar con la filosofía griega y así
poder elaborar una síntesis donde razón y fe fueran las dos piernas de una
misma caminata. Gilson se acercó a ello cuando defendió la filosofía cristiana,
aunque en realidad más que una filosofía cristiana hay cristianos filósofos,
esto es, en diálogo con toda razón que tenga algo de verdad. Mucho más se
acercó Gilson en su ya citado libro “Los filósofos y la Teología”, pero fue el
único caso.
Segundo, porque se rebajó
a Santo Tomás a un mero comentarista de Aristóteles.
Nadie niega el impresionante valor del aristotelismo cristiano medieval, de San
Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino, pero nadie puede afirmar que las
obras principales de Santo Tomás sean sus comentarios a Aristóteles, por más
monumentales e importantes que sean. Fueron la obra de un teólogo que usaba a Aristóteles para sus fines, un
Aristóteles que ya había sido traducido del Griego (Santo Tomás no leía Griego)
al Latín medieval por la pluma cristiana de Guillermo de Moerbeke. Santo Tomás
usó la razón de Aristóteles para una teología cristiana que Aristóteles no concibió en absoluto:
creación, providencia, conservación, concurso; que fueron los temas principales
de Santo Tomás, a los que casi nunca se llegaban porque eran puestos en el
último lugar de los referidos manuales. ¿Por qué los comentarios a Aristóteles
y no las dos Sumas y las Cuestiones Disputadas eran las obras más importantes
de Santo Tomás? ¿Por qué no se podía estudiar a Santo Tomás directamente de la
Suma Teológica, donde en su primera cuestión la división entre filosofía y
Teología NO estaba? ¿Y por qué para colmo había que leer a los comentarios a
Aristóteles de manuales secundarios? ¿De dónde sacó el tomismo de fines del siglo
XIX y principios del XX la divina autoridad para ello? ¿Dónde está el reportaje
a Santo Tomás que lo acreditara?
¿Por qué se llama a Santo
Tomás “filósofo” cuando en realidad era un Teólogo? ¿Por qué se negaron las
fuentes esencialmente agustinistas del pensamiento de Santo Tomás, incluso en
su teoría del conocimiento? En sus dos sumas, la estructura (Dios, lo que es
creado por Dios, el regreso a Dios) es un esquema esencialmente neo-platónico
agustinista. Las nociones de participación y de emanación juegan un papel
central en su teología. Por supuesto, Santo Tomás agrega la analogía de
Aristóteles para sacar toda sombra de panteísmo, pero ello no diluye una
metafísica donde la participación juega un papel central. Cornelio Fabro
intentó corregir ello a partir de 1960
pero lejos estuvo ello de cambiar ya la interpretación canónica de Santo Tomás
como un aristotélico.
Tercero: nadie se lo
creyó. Ningún católico tomista realmente cree que su fe no tiene nada que ver
con su tomismo y menos aún ningún no creyente “cree” que el católico tomista NO
tenga que ver con su fe. No fue honesto y toda la metafísica y ética de Santo
Tomás siguió encapsulada como una cosa “de los católicos”. No sólo no era
hermenéuticamente posible sino que no dio ningún resultado cultural.
Por supuesto, muchas más
cosas se podrían seguir diciendo, pero a fines de este libro la pregunta que
ahora se abre es: ¿entonces? ¿Qué había que hacer? ¿Qué hay que hacer?
2. La vuelta a
la unidad entre razón y Fe
Dijo Ratzinger en 1996: “Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada
quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de
los cabellos» – por expresarlo de algún modo–, difícilmente ese intento tendrá
éxito. Porque la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre
en un contexto histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como
vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar
sus barreras históricas. Soy de la
opinión de que ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una
razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura
certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las
tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la
filosofía como fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así,
nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías
filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe
como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente
independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a la
razón como razón; no la violenta, no le
es exterior, sino que la hace volver en sí. El instrumento histórico de la
fe puede liberar de nuevo a la razón como tal, para que ella –introducida por
éste en el camino– pueda de nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia
un nuevo diálogo de este tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan
recíprocamente. La razón no se salvará
sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.”
O
sea, Ratzinger advierte que el cristianismo es fe en diálogo con la razón, pero
no una sola razón que prepara para la Fe. Así lo hemos visto a lo largo de todo
este libro, pero el punto es: ¿cómo llevar ello a las circunstancias actuales?
¿Cómo afirmar nuevamente a un cristianismo filosófico en medio de un mundo que
ya post-moderno, ya neopositivista, rechaza todo diálogo con la Fe? ¿Y qué
tiene que ver todo ello con la recuperación de la metafísica racional y una
idea dialogable de ley natural?
Para
ello, veamos los siguientes puntos.
2.1. La razón pública “cristiana” de Benedicto
XVI
Gracias a Dios, Ratzinger no se olvidó de todo esto
como Pontífice. En su nunca pronunciado, pero sí escrito, discurso a la
Universidad La Sapienza (cuyos
incalificables profesores le prohibieron pronunciarlo), del 2008,
Benedicto XVI desarrolló una noción totalmente compatible con la línea
desarrollada en este libro: la de razón pública cristiana, sobre el encuentro de horizontes entre el Cristiano
y el no creyente, y en el no abandono por parte del primero de su propio
horizonte. Citando a Rawls, le reconoce la importancia de su noción de razón pública, esto es, una racionalidad
que todos los ciudadanos puedan compartir en una sociedad liberal. No lo niega,
no lo critica, no lo rechaza. Pero agrega: el cristiano puede entrar con todo
derecho, como ciudadano, en esa razón pública, sin por qué abandonar su
cristianismo, como sí habría afirmado Rawls aunque con matices.
¿Por qué? Porque el cristianismo implica en sí mismo cierta sensibilidad por
ciertos temas que un no cristiano puede compartir.
Así lo dice Benedicto XVI: “…la
historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de
la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial,
convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente,
mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de
la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes
esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que
el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino
una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma.
El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo
hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los
intereses”.
Observemos
con qué claridad dice Benedicto XVI lo tantas veces afirmado en este libro: la
Fe es una fuerza purificadora de la razón
misma. Por ende desde la Fe podemos “tener razones” que pueden ser
compartidas –con buena voluntad, con diálogo- con no creyentes, porque el
pecado original ha herido pero no
destruido la naturaleza humana. Entre esas razones, la noción de persona,
de dignidad humana, de derechos personales, juegan un papel central. O sea: el
ciudadano cristiano, en el debate público con otros ciudadanos, no tiene por
qué ocultar su condición de cristiano para poder hablar. Sí, es una gran
tentación hacer eso en los tiempos actuales, pero ya hemos visto que esa
estrategia no es sincera, ni posible, ni da resultado. Por más rechazos que
haya, el ciudadano cristiano puede decir sencillamente “sí, soy cristiano, pero
no por ello NO puedo ofrecerte razones que tú NO puedas compartir”. Y, como
hemos visto, esas razones han sido precisamente las que han conformado la
cultura occidental. Si los tiempos actuales demandan otros debates, hay dos
opciones que no corresponden: una, intentar volver a una unidad civil-religiosa
que niegue el derecho a la libertad religiosa, dos, intentar abandonar el
horizonte cristiano y esconderse en una supuesta “luz natural de la razón”, SIN
dicho horizonte. Lo que corresponde es dialogar con el otro desde el propio
horizonte. Esa ha sido la misión del cristiano en toda la historia, aunque
recién ahora, después de tantos siglos, hemos abandonado totalmente toda
pretensión de clericalismo.
Volveremos
a todo esto más adelante. Por ahora sigamos con el tema de la ley natural.
2.2. Un Santo Tomás re-ubicado en su contexto, en diálogo con el mundo
actual
Por ende, podemos perfectamente hablar de Santo Tomás
sin falsearlo, colocándolo sin problemas como teólogo, en su contexto
histórico. Lo que tenemos que agregar, sencillamente, es el diálogo desde ese
horizonte con el horizonte actual. ¿Se puede hacer ello? Perfectamente. ¿Por
qué? Porque el núcleo central de la metafísica de Santo Tomás de Aquino
contiene aportes perennes que en cuanto tales pueden ponerse en diálogo con la
cosmología, ética, política, filosofía del lenguaje, hermenéutica, etc., actuales. Aunque en esos ámbitos Santo
Tomás no haya salido del horizonte de su época, sin embargo, sus núcleos centrales
más esenciales contienen aportes perennes, “dialogables” con el mundo
contemporáneo.
Por ejemplo:
a)
Su
filosofía de la física tiene trabajadas las nociones de azar y contingencia de
un modo tal que la vuelve compatible con el indeterminismo actual.
b)
Su filosofía
de la Física tiene una noción NO temporal de la causalidad divina que la vuelta
en sí misma compatible con las teorías del big
bang y la evolución.
c)
Su
metafísica contiene una noción de analogía tal que la vuelve compatible con la
noción hermenéutica actual de comunicación de horizontes.
d)
Su noción
de persona es la clave para la dignidad humana, los derechos individuales y las
bases de mundo de la vida de Husserl.
e)
Su noción
de acción humana intencional es clave para una epistemología actual de la economía.
f)
Su noción
de unidad sustancial del ser humano es la clave para los debates actuales de
mente cerebro, inteligencia artificial, espiritualidad, etc.
g)
Su
filosofía de las ciencias contiene las bases del método hipotético deductivo
actual y la noción de “pregunta que se queda en la misma pregunta”, que es la
base para la noción de conjetura.
h)
Su noción
de persona es la clave para la filosofía del diálogo actual.
i)
Su noción
del concepto como diferente a la acción subjetiva de concebir es clave para la
fenomenología de Husserl.
j)
La
fundamentación del mundo de la vida de Husserl en la noción de persona de Santo
Tomás es clave para fundamentar los “aires de familia” de la filosofía del
lenguaje de Wittgnestein.
k)
Su noción
de Lógica como “secunda intentio” es
clave para la fundamentación ontológica de la Lógica-matemática actual.
Y fueron sólo ejemplos…. Por lo tanto, sin convertir a Santo
Tomás en algo que no fue (un solamente filósofo), se lo puede poner
perfectamente en diálogo con el mundo actual. La clave como siempre es una
sencilla intersección de horizontes:
2.3. La recuperación de la metafísica y la idea de ley natural
2.3.1. La famosa esencia y la esencia humana: la fenomenología y la
estructura dialógica del ser humano
Ante todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica
sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los
escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que
ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto
a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las
geométricas. Luego en el mundo externo,
las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden
ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.
Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia
de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el
cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff,
pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite
que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es
el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de
lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo
de las “esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto
(Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían
que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del
problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si
quisiéramos resolver el problema”.
Si somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó
desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue
su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior
identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién
naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la
noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un
neo-cartesiano.
Por un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya
hemos dicho en otras oportunidades,
lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo
que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no
pudiera conocer más que mis ideas-copia
de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).
Volviendo
a nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente
cognoscible, pero que no niega
que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La
esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para
beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si
hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades
históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que
afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua
en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo
conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por
ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la
cosa material) en estado de unión con
el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib,
como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).
Pero para el tema de la
ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del
mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la
intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el
otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi
mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto
otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a
nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra
conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro
en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la
teoría correspondiente, pero la vivencia
de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea
respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es
un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto.
Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas
conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro
y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.
Por lo demás, tenemos aquí
un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un
no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde
“el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que
haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.
2.3.2. La
“existencia” de Dios
Vayamos
ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios. Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento
ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para
demostrar la “existencia” de Dios”.
No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico
en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea
agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por
San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología
apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se
trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía
contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un
Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica
que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es
imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la
experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.
Y, si se
pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa
demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una
petición de principio. Así plantadas
las cosas, Kant tiene razón.
Lo
esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción
lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una
degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia
es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso
para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x
es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos
un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo.
O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido,
excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo
nuestra potencia intelectual.
Pero
Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de
existencia.
En
primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da
sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en
el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un
sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello
quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es
finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se
identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo
Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda
utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.
Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el
tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente
para demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás
hacía eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo).
Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es
Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.
Tampoco
el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero
hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al
“tema” Dios.
Pero
entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe
creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente
puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un
propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse
“no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando
el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa
radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la
del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo
Tomás cobra sentido. Antes, no.
Por lo demás, Dios no es
un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como
elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el
menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los
elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello
supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible
con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.
Y cuando Santo Tomás dice
“Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus
sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, no lleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como
causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de
Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero
“no-finito” no es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino
que es remitirse a toda la tradición de la teología negativa (especialmente
Dionisio) que con razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado,
finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego de lenguaje que supera nuestro
modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se refiera a Dios como
“el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser no-creado es aquello
“cuyo esencia es ser”, aunque en realidad
no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.
Por ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético,
donde Dios no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico
“caído” en la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia,
manejando “esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia
de clase vacía.
2.3.3. La forma
substancial subsistente
Como en los casos
anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con
respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la
interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de
plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo
no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así
planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone
que la misma “categoría” de sustancia –que no correspondería en Kant a un
modo de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de
vuelta– a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una
existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia
sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas,
Kant tiene razón.
En efecto, no se puede
predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es
espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de
la escolástica según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre
todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin
ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las
ciencias.
De vuelta, el creyente no
negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material.
Pero también le dirá al no creyente que no
es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana
es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib
de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con
el otro, con el tú.
Pero en el encuentro con
el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice,
se puede encontrar una esencial distinción: el
mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O
sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La”
teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los
potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de
una computadora. Papel y tinta no son
“la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado
en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto
cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.
Ahora bien, para Santo
Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad
de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez
ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de
elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso
metabólico.
Quiere decir que de esa
forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana
(en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí
mismos”.
Ahora bien, en Santo
Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una
analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la
potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si
el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1)
entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la
potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay
una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la
forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir
que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma
sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición
del cuerpo, pero no como un espíritu suelto,
sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está
ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones
intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en
el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra
inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el
juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.
Pero todo ofrece, al
debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca
negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades
intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia
ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en
nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema
nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de
Zubiri).
Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no
puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea,
existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su
función.
Por ende no es cuestión
de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una
forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología
actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo
cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances
actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las
aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se
traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad
de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del
otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea.
Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo
del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente
entre el bien y el mal (no en la
“función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma
subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida
de Cristo.
2.3.4. Libre
albedrío y conciencia crítica
Nuevamente,
el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación
judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar
de ser explicado por los grandes teólogos,
no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y
para con no-creyentes.
De
vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones
científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el
libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el
libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo
estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su
momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto
que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los
avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso
central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto
anterior.
O sea:
si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la
inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas
como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto
segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.
Por lo
demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo
newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la
indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente
nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen
lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío,
precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo
material.
Yendo al
tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión
que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta.
Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre
ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”.
Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio
de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión
necesaria.
“En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por
su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera
que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de
un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo
decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón
puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos
dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones
particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre
ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por
lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es
racional”.
La clave aquí es “cuando se
trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por
ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa
como para la otra. Ninguna de esas razones me lleva necesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el
apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento
necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice
nuevamente Santo Tomás:
“… si se le propone (a la voluntad) un
objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá
arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cualquier bien tiene razón
de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la
voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás
bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados
como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por
la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas consideraciones.”
Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano)
ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma
absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los
razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende,
la decisión es libre.
Popper tiene un argumento por el absurdo para
demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior.
Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no
decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de
algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes
no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el
diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo
estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más
absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al
decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio
determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente
a la conclusión de que el hombre no es libre?
Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un
mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su
propia interpretación de la física cuántica,
donde la indeterminación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias
–donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrínsecas a
una determinada situación física, donde la partícula se comporta a veces como
partícula y a veces como onda. Pero ello no depende del control del ser
humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica,
la demostración de Popper se aplica igual.
3. Conclusión: la noción de persona en diálogo con el no creyente
Todo esto implica que se puede volver a poner en
diálogo con el no creyente a la noción de
persona, única, irrepetible, inteligente, libre, corpórea, con una ley natural
intrínseca y por ende con una serie de derechos inalienables que deben siempre
ser respetados. Las mejores instituciones que defiendan ello serán siempre
temas más opinables. Pero los judeocristianos que nieguen esa conclusión,
porque sería algo “liberal”, no advierten que están encerrados en una cuestión
terminológica que peligrosamente los aparta de una de las conclusiones más
importantes de su propio judeocristianismo. Excepto que estén encerrados, en
realidad, en ideologías nazi-fascistas o comunistas.
A los no creyentes que nieguen esa conclusión no hay
más que preguntarles: ¿por qué? ¿Por qué es una conclusión derivada del judeocristianismo?
Pues sí, pero ya hemos visto que ello no obsta a que desde ese mismo horizonte
se den razones que el no creyente no
pueda compartir. Y la cerrazón absoluta a considerarlas sólo puede venir,
nuevamente, de ideologías nazi-fascistas y/o comunistas que, renovadas de mil
maneras, siguen encerrando a muchos en paradigmas totalitarios, cuya fanática
adhesión constituye ya un caso severo de alienación patológica.
Por ende, creyentes sanos y no creyentes sanos,
abiertos al diálogo, a compartir horizontes, tienen que unirse hoy, más que
nunca, en la defensa de Occidente, esto es, en la defensa de las libertades
individuales ante los renovados totalitarismos que hoy ya las están
destruyendo. Occidente padece hoy su propio Alzheimer. Que Dios nos ayude a
recuperar nuestra memoria e identidad.
Véase
al respecto Political Essays of John
Locke, editado by Mark Goldie, Cambridge University Press, 1977; John
Locke’s La racionalidad del cristianismo,
Madrid, Ediciones Paulinas, 1977, y Locke’s
Early Writings on the Law of Nature, Cambridge, Clarendon Press, 2002.
Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.
Véase al respecto el elogio de Popper
a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.