sábado, 15 de diciembre de 2018

RESPUESTA A FERNANDO LYNCH

 Caps. 4 y 5 de Judeo-cristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, Buenos Aires, 2018. Ver especialmente puntos 2 y 2.1 del cap. 5.
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CAPÍTULO 4:
EL DRAMA DEL DIVORCIO ENTRE LA RAZÓN Y LA FE, LA EMERGENCIA DEL ILUMINISMO Y EL ENCAPSULAMIENTO DE LA IDEA DE LEY NATURAL

1.         La caída de la metafísica racional
1.1.    Introducción
Ya no sólo después de Kant y el positivismo, sino en los tiempos actuales donde “metafísica” ha sido otra palabra robada por la new age, hablar de una “metafísica racional” puede ser algo muy extraño. Por ende aclaremos el contexto.
Aristóteles habló de filosofía primera para referirse a la primera de las tres ciencias especulativas (luego seguían la matemática y la física en sus términos, obviamente). Fue luego cuando Andrónico de Rodas, s. I a.C., ordenó sus obras en físicas y “meta” físicas, esto es, las “más allá o después de” la física.
“El” tema tratado por Aristóteles en su filosofía primera es el ente en tanto ente, esto es, aquello que corresponde a cada ente sólo por ser ente. Las conocidas nociones aristotélicas de sustancia, accidente, acto, potencia, las cuatro causas, etc., aplicables a todo ente, ya material o no, constituyen su famosa metafísica.
Los teólogos cristianos posteriores, como algo ya vimos, no utilizaron la metafísica de Aristóteles, sino la neoplatónica, en temas ontológicos y de antropología filosófica. Eran los árabes quienes manejaban mejor a Aristóteles en esos temas, como los ya nombrados Avicena y Averroes. Los cristianos conocían bien la Lógica y la Física de Aristóteles pero no su metafísica. Fue recién con el aristotelismo cristiano medieval, con San Alberto y Santo Tomás de Aquino, donde NO sin severas resistencias, en el s. XIII, Aristóteles fue re-interpretado en temas metafísicos para el diálogo entre la razón y la Fe. La interpretación de Sto. Tomás no sólo interpretaba toda la metafísica de Aristóteles desde la noción de Creación, cosa que Aristóteles no imaginaba en absoluto, sino que además la sintetizaba con los Padres de la Iglesia, San Agustín, los demás teólogos neoplatónicos y también con la escolástica judía, Avicebrón y Maimónides, y con la árabe, Avicena y Averroes.
Por lo tanto, la metafísica en Santo Tomás era para él la metafísica de Aristóteles pasada por su voluminosa interpretación (comentó su metafísica punto por punto), cosa que necesitaba para la sistematización de su Teología. Así, temas tales como los atributos de Dios y su posibilidad de demostración a partir de sus efectos, y una antropología que hoy llamaríamos filosófica, donde la inteligencia y el libre albedrío eran irreductibles a lo solamente corpóreo, eran necesarios para su Teología, o, como él la llamaba, la “sacra doctrina” en su integridad.
Por lo tanto, las famosas “ideas de la razón pura”, Dios, alma, libertad, aparecían en Santo Tomás pero en otro contexto: en un contexto teológico donde la presencia de las metafísicas neoplatónicas y aristotélicas eran necesarias como apologéticas de la Fe contra las acusaciones de irracionalidad. No aparecían como “filosofía”.
Ya en el s. XVII, con todas las transformaciones culturales que hemos visto, fue necesario elaborar una filosofía que pudiera defender nuevamente a la Fe Católica de un fideísmo que la alejaba de la razón. Esa fue como vimos la filosofía de Descartes. Pero allí, por primera vez, aparece una filosofía como la entendemos hoy, como autónoma de la Teología, aunque esa visión sea hermenéuticamente imposible y aunque NO fue esa la intención de Descartes.
En ese sentido, en Descartes también aparecen sus “meditaciones metafísicas” donde “metafísica” ya no es el comentario a la metafísica de Aristóteles, sino una apologética racional de la posibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios, el alma inmortal y la libertad, y eso contra varios frentes: los remanentes aristotelismos no tomistas, no católicos, renuentes a esas demostraciones; la necesidad de la escolástica católica del s. XVI de elaborar nuevamente esos temas en relación a un protestantismo que también “protestaba” contra los abusos de la razón, y la necesidad de re-elaborar esos temas frente a la caída del paradigma aristotélico-ptolemaico que arrastra consigo a los intentos cristianos de rescate de Aristóteles.
Por lo tanto, a partir del s. XVII, la metafísica es fundamentalmente el intento apologético de demostrar la existencia de Dios, el alma y la libertad, que se inicia en Descartes y tiene su mejor sistema en Leibniz, cuyo discípulo Wolff es el profesor de Kant, quien elabora sus famosas críticas a las tres ideas de la razón pura como imposibles de demostrar. Kant, sin embargo, es aún demasiado escolástico[1], porque su ética reincorpora la metafísica como postulados de la razón práctica, pero con el positivismo ello acaba también, y el neopositivismo del s. XX hará su proclama de “destrucción de la metafísica” por no pasar la prueba de la lógica matemática. Con todo ello, a partir del s. XVIII en adelante, la “metafísica racional” parece haber sido totalmente eliminada y en el mejor de los casos pasada a la sola Fe, SIN diálogo con la razón. A eso agreguemos que Heidegger, por un lado el extremo opuesto del positivismo, considera que esa lógica que los positivistas alaban es el total olvido del ser. Con lo cual el último Heidegger quiere rescatar el ser pero SIN lógica y por ende para él la metafísica es también sólo una onto-teo-logía, un olvido del ser colocado casi impiadosamente en el núcleo de Dios. De ello han surgido dos interpretaciones de Heidegger, una religiosa, mística, unida a la teología negativa, renana, donde se quiere rescatar a lo sagrado que había sido tapado por la lógica, y otra post-moderna, totalmente escéptica, donde la metafísica es eliminada como uno de los “pequeños relatos”. Entre el neopositivismo por un lado y la segunda interpretación heideggeriana por el otro (la post-moderna) no hay quedado nada actualmente de la metafísica como puente entre la razón y la fe. Ahora bien, esa síntesis entre razón y fe es precisamente lo que sostenía la imagen del ser humano como creado a imagen y semejanza de Dios de donde deriva la ley natural y los derechos individuales fundamentales, lo cual es el núcleo de la modernidad católica. Por ende, sin metafísica racional, la modernidad católica no tiene posibilidad de defensa. Por ende debemos intentar lo casi imposible: el rescate de la metafísica racional. Desde luego no inventaremos nada nuevo, los neo-agustinistas y los neo-tomistas (con sus diversas corrientes) ya lo han hecho de algún modo “pero”, como veremos, con una postura cultural que los ha dejado en una profunda soledad.

1.2.    El debate Descartes-Hume-Kant
Una de nuestras principales tesis es que la negación que hace Kant de la metafísica racional depende esencialmente del debate que como consecuencia no intentada se inicia con la filosofía de Descartes. Por ende Kant tiene razón en los términos que ese debate fue planteado. Pero si re-planteamos el problema, podemos pasar “por arriba” de la crítica kantiana. Eso lo veremos luego.

1.2.1.        El conocimiento de las “esencias”
Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.
Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es incognoscible.
Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ese planteo el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema.





1.2.2.        La demostración de la “existencia” de Dios
Como hemos recordado, el argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios.
No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia- a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.
Y, si se pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una petición de principio.
Así plantadas las cosas, Kant tiene razón.

1.2.3.        La “inmortalidad del alma”
Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano– produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que no correspondería en Kant a un modo de ser real– está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta- a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.
Y ello conduce a una de las más profundas separaciones entre razón y fe: porque entonces, esas tres ideas de la razón pura no son rechazadas por Kant como un sin sentido, sino ubicadas en el lugar de la sola Fe. O sea, no sólo propiamente los misterios de la Fe –Trinidad, Encarnación, etc.– son una cuestión de Fe, sino también toda la metafísica desde Descartes hasta Leibniz: Dios, el alma, la libertad. Por el otro lado “la razón” queda reducida a la Física-matemática. Y en el medio de ello (la Fe por un lado, la ciencia por el otro) ya no hay nada, ningún puente, ninguna relación especulativa entre razón y fe. Decimos “especulativa” porque en Kant esos tres temas entran de vuelta por la razón práctica: la ley moral en mí (ética) y el cielo estrellado (ciencia) sobre mí. Por eso Kant tiene una ética irreductible a lo material y por eso todo el neokantismo posterior en ciencias sociales plantea el dualismo entre las “ciencias del espíritu” y las naturales, y por eso autores neokantianos posteriores como Mises o Hayek parecen utilitaristas en la superficie de sus planteos pero en el fondo tienen un imperativo categórico oculto en las premisas morales a las cuales no están dispuestos a renunciar.
Por eso este divorcio entre razón y fe tiene dos etapas: una moderada, donde la ética kantiana sigue siendo el nexo de unión entre religión y ciencia (la ley moral en mí, la autonomía moral) y otra, más extrema, donde hay una interpretación más empirista de la filosofía de la ciencia kantiana. Eso será el positivismo y el neopositivismo, donde la metafísica ya no es tratada como algo que tiene sentido pero que no está en diálogo con la razón (o sea, ideas de la razón pura cuya existencia empírica no puede ser demostrada) sino como un sin-sentido total.
Por ahora digamos que no es cuestión de refutar a Kant dadas sus premisas –el debate Descartes-Hume– sino de re-plantear esas mismas premisas, que es lo que haremos en el próximo capítulo.

2.         El Iluminismo del s. XVIII
Por supuesto, el s. XVIII europeo es muy amplio como para que se lo ubique en una sola corriente de pensamiento, pero hay una de ellas cuyas consecuencias culturales son decisivas. Se trata de iluminismo racionalista.
Lo primero que hay que plantear es la fundamental diferencia entre Iluminismo y modernidad. Sciacca ya lo había hecho cuando destaca las bases católicas del humanismo y del renacimiento[2], pero la distinción, con toda claridad y en esos términos, está hecha por F. Leocata[3]. Esto es sencillamente esencial: si no se hace esta distinción, imposible es hablar de los fundamentos cristianos de la libertad.
El mundo post-medieval, como vimos, se debate entre dos tendencias principales. Una, que estira hacia adelante las tres ideas básicas culturales que son resultado del judeocristianismo. Esto es, una mayor evolución histórica de la distinción entre Iglesia y poder civil, una mayor toma de conciencia de los derechos personales (donde se incluye la reflexión sobre el mercado) y un mayor desarrollo del pensamiento científico, siendo las dos primeras muy bien representadas por la escolástica española y la tercera por el neoplatonismo cristiano de los s. XVI y XVII. Eso es precisamente la modernidad católica.
La otra idea básica era el aristotelismo no cristiano, más empirista, más anti-metafísico: eso es lo que deriva en el iluminismo.
Descartes, Malebranche, Spinoza y Leibniz no son racionalistas “iluministas” precisamente porque tienen y hacen metafísica. En todo caso lo que se les puede criticar son algunos tecnicismos de esas metafísicas que llevaron a las críticas de Kant: su modo de presentar el argumento ontológico, el dualismo antropológico, y el problema del puente entre sujeto y objeto. Que no fueron, a su vez, errores fácilmente evitables, sino una consecuencia del oscurecimiento momentáneo del auténtico espíritu de la filosofía de Santo Tomás y una justa reacción contra los aristotelismos no cristianos del Renacimiento contra los que se enfrentaba Galileo. Por lo demás, Malebranche y Spinoza son casos aparte. Spinoza utiliza terminología cartesiana pero deriva en realidad de una interpretación no cristiana de Plotino. Malebranche no tiene otro punto importante más que una singular interpretación de la providencia divina para explicar la concordancia entre alma y cuerpo (su famoso ocasionalismo). Los que tenían una metafísica cristiana eran Descartes y Leibniz, intentando ambos rescatar la metafísica cristiana medieval. Ya dijimos lo que se les puede criticar, pero de ningún modo son autores no cristianos. Por lo demás, en general han quedado como “idealistas” y “racionalistas”, sobre lo cual habría que hacer muchos matices. Si por idealismo se entiende ciertas ideas a priori, que luego se conectan con la existencia de un mundo real extra-mental, eso ya estaba en San Agustín. De ningún modo negaban la existencia de un mundo real en el sentido de que no eran solipsistas, y de ningún modo tenían el idealismo ontológico de Spinoza que sí deriva en Hegel. Por lo demás, si por racionalistas se entiende la importancia dada a la inteligencia humana, dado que había que “demostrar” cuál era la relación entre el yo y el cuerpo, eso no tiene nada que ver con la reducción de la razón a cálculo, que sí será una característica del Iluminismo, porque de ningún modo abandonaban la idea del intelecto como intuición de primeros principios ya presente en Santo Tomás. En todo caso, la exageraban.
Por ende: la modernidad católica no era de ningún modo pre-iluminista y los autores habitualmente llamados modernos, tampoco. El Iluminismo, como dice Leocata, es una fundamental voluntad de inmanencia. Esto es, una negación de lo sobrenatural, de las religiones reveladas, de la metafísica, sobre la base de una esperanza focalizada en el progreso científico de este mundo y una idea del progreso humano como final de la historia. El Cristianismo quedaba, con ello, enérgicamente combatido o, en el mejor de los casos, visto como una antigua etapa de la humanidad que iba a perecer por sí misma.
Pero esa voluntad de inmanencia es entendible como reacción por un lado, y como continuidad por el otro. Continuidad, porque continúan con un aristotelismo no cristiano, enfatizando su empirismo y relegando su famosa filosofía primera; reacción, porque la visión de lo religioso que tenían un Voltaire, un Hume, un Kant, fue una reacción contra la “religión” de católicos y protestantes masacrándose y asesinándose mutuamente en nombre de la Revelación, de Dios, del amor. Para ellos lo religioso era superstición, fanatismo e intolerancia, y a juzgar por el comportamiento de la mayor parte de los cristianos de su época, no les faltaba razón, aunque les faltaba distinguir el trigo de la cizaña.
Por supuesto, el resultado más coherente y a la vez más dramático de todo esto fue la destrucción de la metafísica que era esencial para el diálogo entre razón y fe, para una fe razonable, para una apertura a la trascendencia que nada tuviera que ver con una fe ciega y mágica. Hume, para ello, fue un autor principal, pero no lo estamos atacando por ello, sino presentando como un esencial eslabón de una historia con pleno sentido. Por un lado, es el gran autor del orden social espontáneo, a la altura de Adam Smith y Adam Ferguson, que deriva luego en un liberalismo no racionalista, no constructivista, crítico de las teorías del contrato social, como el liberalismo tradicionalista de Hayek, que nada tiene que ver con el Iluminismo en un sentido político. Por el otro, Hume es la gran contestación a los talones de Aquiles de la filosofía cartesiana, y no se lo debe culpar a él de esas debilidades, que ya vimos. El resultado es el escepticismo sobre una metafísica mal planteada –que, cuidado, ya estaba presente en algunos aspectos de la segunda escolástica- y un obvio entusiasmo sobre una ciencia entendida como lo empírico, siguiendo a Bacon. Este último, a su vez, implicaba el nunca acabado entusiasmo por eliminar el problema hermenéutico: ya no debemos leer los libros de Aristóteles, según Bacon, sino “mirar el gran libro de la naturaleza”. La sola observación de los datos físicos (cosa imposible pero siempre renovada) será lo que rodea a esta famosa y lapidaria frase de Hume: “… Cuando persuadidos de estos principios recorremos las bibliotecas, ¡qué estragos deberíamos hacer! Tomemos en nuestra mano, por ejemplo, un volumen cualquiera de teología o me metafísica escolástica y preguntémonos: ¿contiene algún razonamiento abstracto acerca de la cantidad y del número? ¿No? ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de hechos y cosas existentes? ¿Tampoco? Pues entonces arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra cosa que sofismas y engaño”[4]. Tenemos allí perfectamente enunciado lo que será el ideal cultural y académico del neopositivismo del s. XX.: por un lado Física, por el otro matemática, y en el medio… nada. Nada que sea coherente, que tenga sentido, que tenga verdad, que tenga importancia. Y por ende, el diálogo entre razón y fe queda cortado en un racionalismo cientificista, como será el ideal de conocimiento de los autores de la Enciclopedia Francesa (Diderot, D´Alambert).
El caso de Kant es un caso muy especial. Por un lado hemos visto de qué modo es el gran sistematizador de las críticas a la metafísica leibniziana, de origen cartesiano, que le llega vía Wolff. No estaba equivocado en sus críticas porque no hace más que explicitar un callejón sin salida en el cual algunos puntos esenciales de la letra de dichos autores se habían introducido. Ello cristaliza casi para siempre, no a la metafísica como un sin sentido (Hume y el neopositivismo posterior) pero sí a la metafísica como algo sin demostración racional y, de vuelta, como mera Fe, no como puente entre razón y Fe. Además, saluda a la Revolución Francesa como el gran acontecimiento de la Historia, dándole un sentido de “final del camino”, y lo mismo hace con la Física de Newton. Su libro “La religión dentro de los límites de la sola razón” dice con su sólo título hasta qué punto el noble y estoico filósofo de Königsberg veía a las grandes religiones reveladas como una etapa inferior de la humanidad que debía ser superada por la idea de una religión natural que afirmara desde la sola razón la existencia de Dios y un orden moral objetivo.
Por el otro lado, este último punto –su ética– es lo que lo convierte en un autor conservador, casi escolástico. Rechaza el utilitarismo, aunque sea el moderado de Hume, y crea algo filosóficamente novedoso: sin metafísica, fundamenta en su imperativo categórico a una ética absoluta, que pueda ser el fundamento de los derechos del hombre y del ciudadano y de la madurez humana necesaria para esta nueva época de progreso, ciencia y democracia. El cristianismo está presente en su Crítica de la razón práctica: presupone los mandamientos cristianos y cita siempre al final de su gran obra al “heraldo del Evangelio” y al mandamiento del amor. Pero, presente, no como un mandato heterónomo, sino como el resultado de una razón que se ha dictado a sí misma los mandatos de la moral. Nos preguntamos si en esto no hay una lección para la madurez del cristianismo en sí mismo: ¿cabe “cumplir”, farisaicamente, con los mandamientos por temor al castigo o por amor un premio que no sea el mismo Dios? ¿Era el santo temor de Dios la crítica de Kant o el infantil temor al castigo como pueril fundamento de la moral?
2.1.    Las tres ideas pasadas por el Iluminismo
Sea como fuere, todo esto explica la importante transformación que las tres famosas ideas emergentes del Judeocristianismo, como si cada una, siguiendo la famosa frase de Chesterton, fuera una razón que se ha vuelto loca.
Recordemos una vez más esas tres ideas: los derechos personales, la distinción entre la Iglesia y la esfera secular, la ciencia. Pues bien, en el Iluminismo, todo ello es concebido como un enfrentamiento dialéctico con el Judeocristianismo y con lo religioso en general. Los derechos del hombre y del ciudadano son vistos como una consigna contra el Antiguo Régimen y un cristianismo que lo legitimaba. La no distinción entre ambas cosas, de un lado y del otro, fue dramática. Habría derechos del hombre porque la opresión religiosa ha terminado; lo religioso debe ser relegado al culto privado y toda influencia, ya no relación jurídica, con lo temporal, debe ser combatida, como garantía del progreso y de la civilización. Ello rodea entre líneas a la “libertad de cultos” iluminista.
La des-clericalización, fruto maduro del Judeocristianismo, y comenzada a explicar por la Segunda Escolástica, es convertida en separación hostil entre Iglesia y Estado. Los nuevos estados racionalistas debían avanzar sobre la Iglesia y despojarla de los privilegios jurídicos que tenía en el Antiguo Régimen, que no eran lo que hoy serían los derechos de los ciudadanos católicos en una sociedad libre. Así, los estados iluministas avanzan sobre sus legislaciones, sobre sus colegios, sus hospitales, sus conventos, e incluso, por supuesto, contra la existencia misma de los estados pontificios. El Iluminismo gana históricamente la batalla, sobre todo en Francia e Italia, pero con un costo ideológico que, como veremos luego, seguimos pagando hasta hoy. La cerril oposición que muchos católicos, hasta hoy, tienen para con “el liberalismo” (sin adjetivar) tiene en este momento uno de sus orígenes esenciales.
Y la ciencia, por supuesto, pasa a ser el gran triunfo cultural del Iluminismo, el nuevo piso cultural en el que se hace pie y que despoja de su reinado a la teología. Aquí se origina la versión iluminista de la historia de la ciencia que tenemos hasta hoy. La ciencia habría tenido su primer origen en los presocráticos griegos pero luego fue detenida por las metafísicas de Platón y Aristóteles. El Judeocristianismo no hace más que cerrar más aún las puertas de la ciencia, sumergiendo a la humanidad en las etapas negras del oscurantismo medieval, hasta que finalmente con el renacimiento nace de vuelta la luz de la razón con Galileo, precisamente perseguido por ello por la Iglesia. Y la ciencia naciente es una ciencia basada sólo en lo empírico, que no debe tener ninguna relación con la filosofía o la metafísica. La ciencia metódicamente empírica debe ir absorbiendo a la filosofía, y así los temas fundamentales de la vida humana, como Dios, el alma, la libertad, deben ser descartados o tratados desde lo científico. Otra vez, el Iluminismo triunfó: no sólo aún hoy sobre todo, sino hoy sobre todo, Dios es un tema de la cosmología científica y temas como conciencia y libertad han sido absorbidos por la neurociencia. Por supuesto, hemos visto que NO fue ese el origen y el desarrollo de la ciencia pero culturalmente la ciencia ha sido absorbida por el cientificismo.
Todo esto es algo esencial. El motivo principal por el cual suena extraña la tesis de este libro es que esta es la versión de la historia que ha prevalecido y este es el piso cultural que aún pisamos, y tal vez cada día más. Que el Judeocristianismo sea la causa de la libertad, de un estado laico y de la ciencia, suena, después del Iluminismo, poco menos que ridículo. Curiosamente, como en una dialéctica extraña, muchos católicos han identificado la modernidad filosófica e histórica con el Iluminismo y han adoptado una posición totalmente pre-moderna y nostálgica de épocas medievales. Tienen a su favor que el Medioevo no fue la oscuridad afirmada por los Iluministas, pero sí fue un punto de evolución hacia la modernidad católica. Al ponerse del lado de la vuelta a una Cristiandad Medieval, no hacen más que retroalimentar al Iluminismo y dejar sin suelo filosófico al Concilio Vaticano II.

2.2.    Consecuencias culturales adicionales
2.2.1.     Modernidad y post-modernidad
Toda la filosofía post-moderna tiene la misma confusión: para ellos, la razón es igual al iluminismo, al que llaman modernidad. Pero los post-modernos no vuelven a la razón medieval, excepto en algún arrebato de nostalgia de la mística renana, sino que abjuran de la razón en sí misma. La interpretación que Vattimo tiene de Heidegger es eso, con lo cual la hermenéutica, además, es despojada de su suelo fenomenológico (precisamente lo contrario hacen Leocata y Ricoeur) lo cual retroalimenta las actuales manifestaciones ciento­fi­cis­tas.
O sea: la dicotomía modernidad/post-modernidad está mal planteada. Depende de una modernidad absorbida por el Iluminismo.

2.2.2.  Unión de verdad y objetividad
Como vimos, la “cosa en sí” queda incognoscible en Kant. Pero la cosa en sí no es lo creado, como en Santo Tomás, en lo cual la persona está inmersa. La cosa en sí era la esencia matemática de un universo matemático, perfectamente cognoscible, entonces, por la Física-matemática. ESA cosa en sí es la objetada por Kant, porque el sujeto re-configura el mundo físico según sus categorías universales a priori.
Pero entones la pobre cosa en sí queda suelta, como buscándose a sí misma nuevamente. Se encuentra de modos diversos. Se encuentra en Hegel, como despliegue del Espíritu Absoluto. Pero se encuentra también en la versión positivista de la ciencia en el s. XIX, donde se convierte en el “objeto” como “lo objetivo”, que ha logrado independizarse por fin de lo humano. Esa separación, entre humanidades y ciencia, que aún predomina en programas de estudio y hasta en test vocacionales, fue dramática. La ciencia fue por fin lo que no tenía que ver con nuestras bonitas pero engañosas subjetividades humanas. Así la verdad se identifica con la objetividad, e invade todo: las ciencias naturales serían objetivas (gracias a Dios, dijo Dios: háganse Popper, Kuhn, Lakatos y Feyerabend, pero casi nadie se enteró), las ciencias sociales, deben ser objetivas y para eso deben tener números y estadísticas, la información debe ser objetiva, los medios deben ser objetivos… Y si luego un Gadamer nos hace tomar conciencia de nuestros horizontes humanos de pre-comprensión, ah, entonces es un post-moderno (cuando no lo es). La verdad es que la verdad no se identifica con la objetividad positivista sino con el mundo de la vida, pero lo dijo Husserl en 1935 en un mundo que ya no podía escucharlo más.

2.2.3.     La ciencia se une al estado
Feyerabend denuncia esto perfectamente. El ideal de Comte se cumplió. Así como antes el Papa era el criterio de legitimidad política, ahora la ciencia es el criterio de legitimidad de la educación y la salud públicas que son absorbidas por los estados. Los proyectos de educación pública obligatoria, tan exitosos en Francia, Italia, México, Uruguay y Argentina, en contraposición a la educación religiosa, tienen aquí su origen. La salud se hace estatal no porque los institutos de salud sean privados o estatales, sino por la diferencia entre medicina legal, o sea científica, y medicina ilegal, o sea la no científica. Estamos tan acostumbrados a esto que casi ni lo planteamos, y autores que lo plantean, como Feyerabend, o son considerados, erróneamente, escépticos, o son consumidos y colocados como adornos inútiles en los estantes eruditas bibliotecas.

2.2.4.     La razón humana es acusada de tener una dialéctica
La escuela de Frankfurt no es post-moderna: denuncia la dialéctica del Iluminismo en el sentido de que la razón tiene una dialéctica intrínseca: pretendiendo emancipar, oprime y se convierte en la razón instrumental. La advertencia de la escuela de Frankfurt tuvo su mejor fruto en la razón dialógica de Habermas, una buena alternativa a la dicotomía “post-modernismo versus razón instrumental”. Pero el diagnóstico de la escuela de Frankfurt estuvo teñido de un Hegel y un Marx no leninista que vieron al capitalismo industrial como un proceso necesariamente explotador y alienante. Popper, Hayek y Feyerabend son mejores alternativas si se quiere criticar a la razón opresora de la Revolución Francesa, y si se quieren encontrar mejores fuentes a una razón dialógica.

3.         Estados Unidos y su diferencia con el Constructivismo      (Iluminismo)
      Sería un grave error si identificáramos a los EE.UU. como parte del Iluminismo. El que ha colaborado inmensamente con esta cuestión ha sido Hayek. A lo que nosotros llamamos Iluminismo, él lo llama “constructivismo”[5], y siguiendo la línea de Burke, lo identifica con la Revolución Francesa. El Constructivismo siempre sigue la lógica de las revoluciones: borrar lo anterior y comenzar de cero, “construyendo” lo social, como si no hubiera una evolución espontánea de las instituciones de la libertad. Esa evolución espontánea hacia el Estado de Derecho es lo que Hayek identifica con Inglaterra, especialmente con su sistema político y jurídico, esto es el common law. Esa evolución institucional comienza en el medioevo católico –dicho esto expresamente por Hayek[6]– y por ende su raíz no tiene nada que ver con el Anglicanismo, un mero accidente histórico fruto de los caprichos de un monarca absoluto.
      La división de poderes francesa y la democracia francesa de la Revolución Francesa no tienen nada que ver, para Hayek, con los EE.UU. El acusado, para Hayek, es Rousseau. Si este último dijo lo que Hayek dice que dijo no es algo que ahora resolveremos, pero esto es muy interesante para los católicos que siguen identificando al liberalismo con Rousseau. El poder absoluto de la monarquía fue sustituido por el poder absoluto de las mayorías, por su “voluntad general” y un poder legislativo omnipotente, que es la fuente de la corrupción de la democracia para Hayek y que lamentablemente es lo que ha prevalecido. Nada más contrario a las libertades individuales que un poder omnipotente, sea monárquico o demo­crático. El problema no está en el origen del poder, sino en el límite del poder. El tipo de régimen político es relativamente indiferente al liberalismo clásico anglosajón, lo que importa es un sistema institucional que proteja las libertades individuales.
      La división de poderes fue un proceso de evolución histórica muy diferente al constructivismo de la Europa continental. Cuando Hayek critica a la democracia ilimitada de origen roussoniano, dice: “...Veremos que la raíz del mal es que las así llamadas “legislaturas”, que los primeros teóricos del gobierno representativo –y especial­men­te John Locke– concebían como limitadas a la sanción de la leyes en un sentido muy específico y estrecho de la palabra, se han con­vertido en cuerpos gubernamentales omnipotentes. El viejo ideal de “Regla jurídica” o del “Gobierno de la ley”, con ello se ha des­truido. El Parlamento “soberano” puede hacer todo lo que los re­pre­sen­tantes de la mayoría encuentran conveniente para conservar el apoyo de la ma­yoría”[7].
      Dejemos de lado que esto es una perfecta descripción de la espantosa situación actual de las democracias (“El Parlamento “soberano” puede hacer todo lo que los representantes de la mayoría encuentran conveniente para conservar el apoyo de la mayoría”) para concentrarnos en el contexto histórico que rodea al texto. Veamos lo siguiente: “… las así llamadas “legislaturas”, que los primeros teóricos del gobierno representativo –y especialmente John Locke– concebían como limitadas a la sanción de la leyes en un sentido muy específico y estrecho de la palabra…”. Esto es, ¿qué era la división de poderes en Inglaterra? Comienza con una Cámara de los Lores encargada de limitar los poderes del Rey para que éste no les quite sus derechos. El rey, a su vez, se rodea de una “Cámara de los comunes” o “parlamento” para que lo ayuden con tareas administrativas. El rey y la cámara de los comunes podían legislar en el sentido de legislación, esto es, edictos administrativos sobre bienes públicos: impuestos, guerras, etc. Los lores, a su vez, no legislaban, sino que cuidaban que el rey no abusara de su poder. Y por encima del rey, de los lores y de los comunes estaba el “Law”, esto es, el common law, el derecho consuetudinario inglés, custodiado por los jueces, donde fueron evolucionando los derechos individuales, las libertades individuales que algunos llamaban las “libertades inglesas”. Por ello el título de una de las grandes obras de Hayek: Law, Legislation and Liberty. La “legislation” (administración sobre bienes públicos) NO debía tocar el “law”, que correspondía a los jueces, y en eso consistía la “liberty”.
      Esto es, históricamente hablando, el limited government o el Liberalismo clásico. Esto, que no prevaleció en “casi” ninguna parte, prevaleció al principio, sí, –impresionante excepción– en los EE.UU., o sea, en lo que originalmente eran las colonias inglesas, cuyos ciudadanos vivían ya, culturalmente, en el sistema jurídico del common law. Cuando los constitucionalistas norteamericanos escriben su gran Constitución de 1787, hacen algo muy simple. Al rey lo sustituyen con un poder ejecutivo fuerte. La cámara de los lores se transforma en el Senado, y la cámara de los comunes en diputados, o sea “The House”. Y por encima de ellos estaba el “Law”, o, sea, el common law. El poder ejecutivo tenía –junto con diputados- las funciones administrativas, pero no jurídicas, de la cámara de los comunes, y por eso los norteamericanos dicen “this administration” refiriéndose a cada gobierno que sustituye a otro. El verdadero poder limitado, la verdadera división de poderes, consistía en que en esa República, los poderes legistativos y ejecutivos no podían atentar contra el Law, el common law: si lo hacían, la función de control, el elemento aristocrático, lo ejercía la Suprema Corte, que era también como una cámara de los Lores, más que el senado.
¿Y las libertades individuales? Pues justamente ya estaban en el common law, a tal punto que en la primera sanción no había una declaración de derechos, porque, en principio, no la necesitaban. Dos años después, el Bill of Rights adquiere carácter constitucional, como un “just in case” jurídico.
Como vemos, los EE.UU. fue fruto de una larga evolución de instituciones inglesas que comenzaron en una noche de los tiempos anterior a la anterior al anglicanismo, en la plena Inglaterra católica. Esas instituciones no son “protestantes”, si por ello se entiende que comenzaron en 1517 (la Carta Magna data de 1215). Por lo tanto es un error grave, desde un punto de vista histórico, hablar de unos EE.UU. “protestantes” en contraposición a “lo católico”. Por lo demás, en Inglaterra y en los EE. UU. se cumplió plenamente el ideal de gobierno mixto, defendido, como ya vimos, antes que la Segunda Escolástica por Santo Tomás de Aquino. El régimen ideal no es una democracia, aristocracia o monarquía por separado, sino un régimen institucional que combine lo mejor de la monarquía –la unidad en la capacidad de mando–, lo mejor de la aristocracia –un cuerpo de control al monarca- y lo mejor de la democracia –un elemento de elección popular limitado por los otros dos-. El poder ejecutivo era el elemento monárquico, diputados, el elemento democrático, y el senado y la suprema corte el elemento aristocrático. Y por encima de todos ellos estaba el “law”, donde estaban las libertades individuales que no habían sido decretadas ni planificadas por nadie, sino que eran el fruto de una larga evolución de la ley positiva donde se atendía a la “naturaleza de las cosas” (ley natural)[8].
Observe el lector que estoy hablando en pasado, esto eso, no me estoy refiriendo a los EE.UU. de la actualidad.
Lo mismo cabe decir de la Declaración de Independencia, ere cuasi-milagro en la historia de una humanidad cruel. “..all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness”. Veintisiete palabras que son un milagro total, uno de los grandes logros de la humanidad, en un mundo de guerras, de conquistas, de persecuciones, de crueldades y de matanzas.
No es ahora nuestro objetivo hacer un estudio crítico de las fuentes del pensamiento de Jefferson. Claro que hay mucho de un John Locke mucho más escolástico de lo que muchos creen[9]. Pero lo importante es destacar que ese momento histórico, donde es redactada esta declaración, con sus idas, venidas, influencias diversas e imperfecciones históricas –comenzando por la esclavitud, desde luego- hubiera sido imposible sin el contexto Judeocristiano. Las personas son creadas iguales, y son dotadas por su creador de ciertos derechos inalienables… La noción de creación domina la declaración, La noción de persona, creada a imagen y semejanza de Dios, y por ende sujeto de derechos, también. Es absolutamente improcedente preguntarse si el documento es católico, protestante o anglicano. Esas fueron divisiones accidentales que no afectaron a algo esencial: el Judeocristianismo. Ya hemos visto que Lutero no hubiera sido más que un fraile agustino católico, aunque audaz, con otro tratamiento pastoral del tema. ¿Anglicanismo? Por Dios, eso fue sólo un capricho de Enrique VIII. ¿Deísmo? De ninguna manera, la providencia está firmemente presente en J. Locke[10], e incluso hemos visto que si habláramos –que no es el caso– de un Voltaire o un Kant, ellos reaccionaban contra el fanatismo y la violencia de las guerras religiosas europeas.
Tan judeocristiana era la cultura de los EE.UU., que ello explica además algo incomprensible para la historia europea-continental: el carácter público no-estatal de lo religioso –reformado, católico o judío– en los EE.UU. “No-estatal” significaba que “Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peaceably to assemble, and to petition the Government for a redress of grievances[11]. O sea, no podrá ser sancionada ninguna legislación que establezca o prohíba una religión. Es sencillamente el principio de des-clericalización, de la laicidad, no laicismo, del estado, ya en términos modernos. Pero ello no implica que en el mismo seno de las entidades gubernamentales no pueda haber manifestaciones religiosas de carácter público. Los norteamericanos de entonces no tuvieron que hacer la aclaración, sólo lo vivían naturalmente. Eran los europeos los que estaban en problemas, sumidos aún en la religión del rey como la religión de estado o en la anti-religiosidad ideológica de la Revolución Francesa. Cuando se dice que los EE.UU. fueron el fruto de una peregrinación en búsqueda de la libertad religiosa, se está dando en la clave de una cuestión histórica fundamental en las implicaciones temporales de la evolución del judeocristianismo. Fue la huida, precisamente, de un clericalismo autoritario, en búsqueda de una des-clericalización (laicidad) respetuosa de la ley natural. Fue la búsqueda de la verdadera libertad, rodeada de un “ethos” cristiano que le daba vida y consistencia[12]. Fue una modernidad católica.

4.         Conclusión: el encapsulamiento de la idea de ley natural
Como resultado del Iluminismo, Kant y los diversos neokantismos, la idea de ley natural, que depende de una metafísica racional como la de Santo Tomás de Aquino, prácticamente desaparece desde un punto de vista cultural. La idea de ley natural, en sí misma universal y “universalizante”, porque se traslada por sí misma a todos los pueblos, queda, paradójicamente, encapsulada en conventos dominicos y en algunos ambientes católicos que ya no están “hacia el mundo” sino directamente “contra el mundo”, un mundo, a su vez, iluminista que se considera a sí mismo “contra lo católico”, “contra lo cristiano”, “contra lo religioso”. Si desde el Vaticano de los siglos XVI en adelante se hubiera manejado de modo diferente el caso Lutero; si se hubiera manejado mejor el caso Bruno, que terminó en una horrible y vergonzante tragedia; si el Vaticano hubiera condenado firmemente, sobre la base de la Segunda Escolástica, a toda monarquía absoluta; si se hubiera manejado de modo diferente el caso Galileo, posiblemente no hubiera habido quiebre entre católicos y reformados, posiblemente no hubiera habido Revolución Francesa y posiblemente no hubiera habido un cientificismo anticristiano. De lo único que se puede exculpar totalmente al lado católico es a los caprichos autoritarios de Enrique VIII. Pero, dado que ese mundo paralelo no existió, la Iglesia quedó amurallada sobre sí misma contra la Francia napoleónica, contra Inglaterra, contra los principados protestantes, contra la ciencia, etc., y con ello la idea de ley natural no pudo salir de esos muros. Siguió teniendo vida, como vimos, desde un punto de vista práctico, en el common law inglés y norteamericano y en el ethos cultural de la religiosidad pública no estatal norteamericana, hasta que ello también comenzó su declinación. Pero desde entonces hasta hoy, la ley natural quedó como un tema “de los católicos”, impenetrable a cualquier otro ambiente. O sea, la lay natural, desde entonces y hasta hoy, aparece como una cuestión “sólo de fe” sin diálogo con la razón (lo cual sucede hoy incluso entre algunos pensadores y fieles católicos). ¿Y entonces? Volvamos por un momento al principio. Decíamos en la introducción:
“… El libro no afirma que los aspectos más contingentes de la libertad en Occidente –ciertas instituciones liberales típicas, como la división de poderes o el Constitucionalismo– o ciertas concreciones jurídicas de las libertades individuales –como el Common Law– sean un resultado necesario del Judeocristianismo, aunque sí afirma que no son incompatibles con él y que incluso pueden encontrar en cierto momento un “acompañamiento” prudente del Magisterio Pontificio. Pero sí afirma que el ideal de las libertades de la persona, in abstracto, y la idea de limitación al poder (limited government), sí es un ideal regulativo que ha emanado del Judeocristianismo y hubiera sido inconcebible sin él. Por más lejano que esto suene, en las actuales circunstancias históricas, este ideal, que presupone la armonía entre la razón y la fe, es la única salida que Occidente tiene para re-encontrar su camino y evitar su destrucción.”
No podemos cambiar el pasado, pero sí estamos convencidos de que Occidente, sin judeocristianismo, se queda sin futuro. Por lo tanto, lo que queda de aquí en adelante es la recuperación del ideal judeocristiano de ley natural, único camino para recuperar una laicidad sin clericalismo y un fundamento cristiano de los derechos individuales sin clericalismo.

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CAPÍTULO 5:
HACIA LA RECUPERACIÓN DE UNA METAFÍSICA RACIONAL Y LA IDEA DE LEY NATURAL

1.         Un problemático intento de recuperación
No hemos llegado aún al problema esencialmente político del magisterio del s. XIX, especialmente Gregorio XVI y Pío IX, cerrados, “casi” sin salida –gracias a Dios, siempre hay un casi– a todo diálogo con el mundo moderno, que no pudieron distinguir del Iluminismo. Pero ello coincidió no de casualidad con el tomismo de fines del s. XIX y principios del s. XX –podríamos decir, sus primeros 50 años–. No nos estamos refiriendo a la encíclica Aeterni patris de León XIII, pero sí a cierto “espíritu” que rodea a este noble y casi logrado intento de recuperación de Santo Tomás de Aquino y con ello su visión de la ley natural.
No nombraremos a nadie para no ser injustos con santos varones que merecerán siempre más gratitud que otra cosa. Sin embargo, ahora, a principios del s. XXI, estamos en condiciones de tener una visión retrospectiva sobre lo ocurrido, con cierta distancia crítica, para tratar de mejorar.
Cuando decimos “cierto espíritu” no nos referimos a la letra, tan bien cuidada, de los tecnicismos de Santo Tomás de Aquino y la impresionante ayuda que ello significó para la correcta educación filosófica y teológica de todos los fieles en el s. XX. Nos referimos en cambio a lo siguiente:
a) El tomismo aparece como un caballero medieval con lanza y escudo “contra” la modernidad en general. Sus manuales no son sólo para explicar a Santo Tomás, sino como un recetario “de los errores de los malos” y la forma de contestarles. Especialmente, hay un desprecio y una incomprensión manifiesta para con Duns Escoto, Descartes y Kant. Cuando decimos incomprensión, decimos que sus circunstancias históricas no están bien analizadas y son vistos sólo desde sus defectos y no desde sus salidas: Husserl, en el caso de Descartes, y Kant no es comprendido como un coherente resultado del diálogo Descartes-Hume y, por ende, como enseñanza de lo que hay que cambiar (la relación sujeto-objeto, la diferencia mal planteada entre esencia y existencia, etc.). Husserl tampoco fue comprendido, excepto por Karol Wojtyla y, especialmente, por Edith Stein, quien tiene una visión de San Agustín, Descartes y Husserl en la misma línea (una herejía para muchos tomistas) y una mejor comprensión de la individualidad citando al mismo Escoto (otra herejía para muchos tomistas). A Descartes se le critica casi desesperadamente su realismo “mediato”, en contraposición con el “inmediato” sin comprender que hablar de la “evidencia del mundo externo” es colocarse en el mismo planteo sujeto-objeto que vició el problema del conocimiento. Se lo critica como si fuera un infradotado que no se dio cuenta de que lo real no puede basarse en lo ideal, ignorando que el “yo pienso” cartesiano es de una res (cogitans) que es real, no ideal, o sea, la inteligencia misma. Finalmente, se lo coloca como el origen de Hegel, cuando definitivamente no es así: Hegel es la coherente conclusión de Parménides-Plotino-Spinoza, y no de una metafísica cristiana como la de Descartes. Pero, volvemos a decir, sin Descartes no puede comprenderse a Husserl, y sin Husserl no hay posible unión de Santo Tomás con el giro fenomenológico y hermenéutico de la filosofía contemporánea.
b) Simultáneamente con esto, la presentación que hacen los manuales tomistas de los autores que NO son tomistas es tan estereotipada, tan “hombre de paja”, que son presentados sencillamente como los que “no entienden”. No son presentados hermenéuticamente, en su circunstancia histórica, como hace Ortega en “En torno a Galileo”: son presentados como autores verdaderamente imbéciles. Ello, sumado a una Iglesia enfrentada al mundo moderno en lo político, y que además prohibía leer a dichos autores en sus fuentes, formó generaciones de católicos que pensaban que debían y podían “enfrentarse” a la filosofía moderna y contemporánea sólo muñidos de lo que los manuales les habían enseñado sobre esos “tontos”. Por supuesto, para cualquier estudioso inteligente ese tomismo quedaba sólo como un recuerdo de formación juvenil, pero lo peor era confundirlo con Santo Tomás.
c) Pero lo más grave fue sacar a Santo Tomás de Aquino de su contexto teológico. Esto fue comprensible luego de la lucha de Pío X contra el “modernismo”. Claro, no era cuestión de convertirlo en un autor fideísta.
Pero tampoco era cuestión de convertirlo en manuales racionalistas que partían de la filosofía de la naturaleza, seguían por antropología filosófica y terminaban en una ontología y “teodicea” como preparatorias para una teología. Ontología y teodicea que estaban basadas fundamentalmente en los comentarios de Santo Tomás a Aristóteles. Con lo cual se daba la impresión de que podía haber una sola filosofía que llegara perfectamente a Dios creador, al alma inmortal, al libre albedrío, a la ley natural, sin ningún tipo de contexto teológico.
Lo que se pretendía, en realidad, era, dada la época, poder tener una especie de “filosofía de combate contra el mundo no creyente” al cual se le pudiera decir “yo no parto de ningún dato de Fe”, para poder “enfrentarlo” (no creo que “dialogar”) sin que el otro pudiera alegar una fe que no compartía. Ok, comprensible, pero en 2017 podemos decir que dicha estrategia salió muy mal.
Primero, porque es imposible, y este es el punto fundamental. Olvida el círculo hermenéutico “creo para entender y entiendo para creer” de San Agustín. Presupone que la sola razón puede llegar a la noción de Dios creador, lo cual implica ignorar que es el horizonte judeocristiano el que elevó a la razón humana a su máxima potencialidad, dialogar con la filosofía griega y así poder elaborar una síntesis donde razón y fe fueran las dos piernas de una misma caminata. Gilson se acercó a ello cuando defendió la filosofía cristiana, aunque en realidad más que una filosofía cristiana hay cristianos filósofos, esto es, en diálogo con toda razón que tenga algo de verdad. Mucho más se acercó Gilson en su ya citado libro “Los filósofos y la Teología”, pero fue el único caso.
Segundo, porque se rebajó a Santo Tomás a un mero comentarista de Aristóteles[13]. Nadie niega el impresionante valor del aristotelismo cristiano medieval, de San Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino, pero nadie puede afirmar que las obras principales de Santo Tomás sean sus comentarios a Aristóteles, por más monumentales e importantes que sean. Fueron la obra de un teólogo que usaba a Aristóteles para sus fines, un Aristóteles que ya había sido traducido del Griego (Santo Tomás no leía Griego) al Latín medieval por la pluma cristiana de Guillermo de Moerbeke. Santo Tomás usó la razón de Aristóteles para una teología cristiana que Aristóteles no concibió en absoluto: creación, providencia, conservación, concurso; que fueron los temas principales de Santo Tomás, a los que casi nunca se llegaban porque eran puestos en el último lugar de los referidos manuales. ¿Por qué los comentarios a Aristóteles y no las dos Sumas y las Cuestiones Disputadas eran las obras más importantes de Santo Tomás? ¿Por qué no se podía estudiar a Santo Tomás directamente de la Suma Teológica, donde en su primera cuestión la división entre filosofía y Teología NO estaba? ¿Y por qué para colmo había que leer a los comentarios a Aristóteles de manuales secundarios? ¿De dónde sacó el tomismo de fines del siglo XIX y principios del XX la divina autoridad para ello? ¿Dónde está el reportaje a Santo Tomás que lo acreditara?
¿Por qué se llama a Santo Tomás “filósofo” cuando en realidad era un Teólogo? ¿Por qué se negaron las fuentes esencialmente agustinistas del pensamiento de Santo Tomás, incluso en su teoría del conocimiento? En sus dos sumas, la estructura (Dios, lo que es creado por Dios, el regreso a Dios) es un esquema esencialmente neo-platónico agustinista. Las nociones de participación y de emanación juegan un papel central en su teología. Por supuesto, Santo Tomás agrega la analogía de Aristóteles para sacar toda sombra de panteísmo, pero ello no diluye una metafísica donde la participación juega un papel central. Cornelio Fabro intentó corregir ello a partir de 1960[14] pero lejos estuvo ello de cambiar ya la interpretación canónica de Santo Tomás como un aristotélico.
Tercero: nadie se lo creyó. Ningún católico tomista realmente cree que su fe no tiene nada que ver con su tomismo y menos aún ningún no creyente “cree” que el católico tomista NO tenga que ver con su fe. No fue honesto y toda la metafísica y ética de Santo Tomás siguió encapsulada como una cosa “de los católicos”. No sólo no era hermenéuticamente posible sino que no dio ningún resultado cultural.
Por supuesto, muchas más cosas se podrían seguir diciendo, pero a fines de este libro la pregunta que ahora se abre es: ¿entonces? ¿Qué había que hacer? ¿Qué hay que hacer?

2.      La vuelta a la unidad entre razón y Fe
Dijo Ratzinger en 1996: “Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de los cabellos» – por expresarlo de algún modo–, difícilmente ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en un contexto histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar sus barreras históricas. Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la hace volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a la razón como tal, para que ella –introducida por éste en el camino– pueda de nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.[15]
O sea, Ratzinger advierte que el cristianismo es fe en diálogo con la razón, pero no una sola razón que prepara para la Fe. Así lo hemos visto a lo largo de todo este libro, pero el punto es: ¿cómo llevar ello a las circunstancias actuales? ¿Cómo afirmar nuevamente a un cristianismo filosófico en medio de un mundo que ya post-moderno, ya neopositivista, rechaza todo diálogo con la Fe? ¿Y qué tiene que ver todo ello con la recuperación de la metafísica racional y una idea dialogable de ley natural?
Para ello, veamos los siguientes puntos.

2.1.     La razón pública “cristiana” de Benedicto XVI
Gracias a Dios, Ratzinger no se olvidó de todo esto como Pontífice. En su nunca pronunciado, pero sí escrito, discurso a la Universidad La Sapienza (cuyos incalificables profesores le prohibieron pronunciarlo), del 2008[16], Benedicto XVI desarrolló una noción totalmente compatible con la línea desarrollada en este libro: la de razón pública cristiana, sobre el encuentro de horizontes entre el Cristiano y el no creyente, y en el no abandono por parte del primero de su propio horizonte. Citando a Rawls, le reconoce la importancia de su noción de razón pública, esto es, una racionalidad que todos los ciudadanos puedan compartir en una sociedad liberal. No lo niega, no lo critica, no lo rechaza. Pero agrega: el cristiano puede entrar con todo derecho, como ciudadano, en esa razón pública, sin por qué abandonar su cristianismo, como sí habría afirmado Rawls aunque con matices[17]. ¿Por qué? Porque el cristianismo implica en sí mismo cierta sensibilidad por ciertos temas que un no cristiano puede compartir.
Así lo dice Benedicto XVI: “…la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses”.
Observemos con qué claridad dice Benedicto XVI lo tantas veces afirmado en este libro: la Fe es una fuerza purificadora de la razón misma. Por ende desde la Fe podemos “tener razones” que pueden ser compartidas –con buena voluntad, con diálogo- con no creyentes, porque el pecado original ha herido pero no destruido la naturaleza humana. Entre esas razones, la noción de persona, de dignidad humana, de derechos personales, juegan un papel central. O sea: el ciudadano cristiano, en el debate público con otros ciudadanos, no tiene por qué ocultar su condición de cristiano para poder hablar. Sí, es una gran tentación hacer eso en los tiempos actuales, pero ya hemos visto que esa estrategia no es sincera, ni posible, ni da resultado. Por más rechazos que haya, el ciudadano cristiano puede decir sencillamente “sí, soy cristiano, pero no por ello NO puedo ofrecerte razones que tú NO puedas compartir”. Y, como hemos visto, esas razones han sido precisamente las que han conformado la cultura occidental. Si los tiempos actuales demandan otros debates, hay dos opciones que no corresponden: una, intentar volver a una unidad civil-religiosa que niegue el derecho a la libertad religiosa, dos, intentar abandonar el horizonte cristiano y esconderse en una supuesta “luz natural de la razón”, SIN dicho horizonte. Lo que corresponde es dialogar con el otro desde el propio horizonte. Esa ha sido la misión del cristiano en toda la historia, aunque recién ahora, después de tantos siglos, hemos abandonado totalmente toda pretensión de clericalismo.
Volveremos a todo esto más adelante. Por ahora sigamos con el tema de la ley natural.




2.2.  Un Santo Tomás re-ubicado en su contexto, en diálogo con el mundo actual
Por ende, podemos perfectamente hablar de Santo Tomás sin falsearlo, colocándolo sin problemas como teólogo, en su contexto histórico. Lo que tenemos que agregar, sencillamente, es el diálogo desde ese horizonte con el horizonte actual. ¿Se puede hacer ello? Perfectamente. ¿Por qué? Porque el núcleo central de la metafísica de Santo Tomás de Aquino contiene aportes perennes que en cuanto tales pueden ponerse en diálogo con la cosmología, ética, política, filosofía del lenguaje, hermenéutica, etc., actuales. Aunque en esos ámbitos Santo Tomás no haya salido del horizonte de su época, sin embargo, sus núcleos centrales más esenciales contienen aportes perennes, “dialogables” con el mundo contemporáneo.
Por ejemplo:
a)    Su filosofía de la física tiene trabajadas las nociones de azar y contingencia de un modo tal que la vuelve compatible con el indeterminismo actual.
b)   Su filosofía de la Física tiene una noción NO temporal de la causalidad divina que la vuelta en sí misma compatible con las teorías del big bang y la evolución.
c)    Su metafísica contiene una noción de analogía tal que la vuelve compatible con la noción hermenéutica actual de comunicación de horizontes.
d)   Su noción de persona es la clave para la dignidad humana, los derechos individuales y las bases de mundo de la vida de Husserl.
e)   Su noción de acción humana intencional es clave para una epistemología actual de la economía.
f)     Su noción de unidad sustancial del ser humano es la clave para los debates actuales de mente cerebro, inteligencia artificial, espiritualidad, etc.
g)    Su filosofía de las ciencias contiene las bases del método hipotético deductivo actual y la noción de “pregunta que se queda en la misma pregunta”, que es la base para la noción de conjetura.
h)   Su noción de persona es la clave para la filosofía del diálogo actual.
i)      Su noción del concepto como diferente a la acción subjetiva de concebir es clave para la fenomenología de Husserl.
j)     La fundamentación del mundo de la vida de Husserl en la noción de persona de Santo Tomás es clave para fundamentar los “aires de familia” de la filosofía del lenguaje de Wittgnestein.
k)    Su noción de Lógica como “secunda intentio” es clave para la fundamentación ontológica de la Lógica-matemática actual.
Y fueron sólo ejemplos…. Por lo tanto, sin convertir a Santo Tomás en algo que no fue (un solamente filósofo), se lo puede poner perfectamente en diálogo con el mundo actual. La clave como siempre es una sencilla intersección de horizontes:


2.3.  La recuperación de la metafísica y la idea de ley natural
2.3.1.     La famosa esencia y la esencia humana: la fenomenología y la estructura dialógica del ser humano
Ante todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.
Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema”.
Si somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un neo-cartesiano.
Por un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en otras oportunidades[18], lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no pudiera conocer más que mis ideas-copia de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).
Volviendo a nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente cognoscible, pero que no niega que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la cosa material) en estado de unión con el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib, como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).
Pero para el tema de la ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la teoría correspondiente, pero la vivencia de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto. Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.
Por lo demás, tenemos aquí un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde “el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.

2.3.2.     La “existencia” de Dios
Vayamos ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios. Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios”.
No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.
Y, si se pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una petición de principio. Así plantadas las cosas, Kant tiene razón.
Lo esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo. O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido, excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo nuestra potencia intelectual.
Pero Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de existencia.
En primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.
Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente para demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo[19]). Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.
Tampoco el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al “tema” Dios.
Pero entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse “no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo Tomás cobra sentido. Antes, no.
Por lo demás, Dios no es un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.
Y cuando Santo Tomás dice “Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, no lleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino que es remitirse a toda la tradición de la teología negativa (especialmente Dionisio) que con razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego de lenguaje que supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque en realidad no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.
Por ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando “esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase vacía.

2.3.3.     La forma substancial subsistente
Como en los casos anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que no corres­pon­dería en Kant a un modo de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta– a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.
En efecto, no se puede predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de la escolástica según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las ciencias.
De vuelta, el creyente no negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material. Pero también le dirá al no creyente que no es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con el otro, con el tú.
Pero en el encuentro con el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice, se puede encontrar una esencial distinción: el mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La” teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de una computadora. Papel y tinta no son “la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.
Ahora bien, para Santo Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso metabólico[20].
Quiere decir que de esa forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana (en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí mismos”.
Ahora bien, en Santo Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1) entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición del cuerpo, pero no como un espíritu suelto, sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.
Pero todo ofrece, al debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de Zubiri[21]). Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea, existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su función.
Por ende no es cuestión de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea. Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente entre el bien y el mal (no en la “función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida de Cristo.

2.3.4.        Libre albedrío y conciencia crítica
Nuevamente, el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar de ser explicado por los grandes teólogos[22], no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y para con no-creyentes.
De vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto anterior.
O sea: si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.
Por lo demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío, precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo material.
Yendo al tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta. Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”. Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión necesaria.
En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional[23]”.
La clave aquí es “cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa como para la otra. Ninguna de esas razones me lleva necesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cual­quier bien tiene razón de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas considera­cio­nes.”[24]
Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano) ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende, la decisión es libre.
Popper tiene un argumento por el absurdo para demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior[25]. Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente a la conclusión de que el hombre no es libre?
Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su propia interpretación de la física cuántica[26], donde la indeter­minación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias –donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrín­secas a una determinada situación física, donde la partícula se com­porta a veces como partícula y a veces como onda. Pero ello no depen­de del control del ser humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica, la demostración de Popper se aplica igual.

3.      Conclusión: la noción de persona en diálogo con el no creyente
Todo esto implica que se puede volver a poner en diálogo con el no creyente a la noción de persona, única, irrepetible, inteligente, libre, corpórea, con una ley natural intrínseca y por ende con una serie de derechos inalienables que deben siempre ser respetados. Las mejores instituciones que defiendan ello serán siempre temas más opinables. Pero los judeocristianos que nieguen esa conclusión, porque sería algo “liberal”, no advierten que están encerrados en una cuestión terminológica que peligrosamente los aparta de una de las conclusiones más importantes de su propio judeocristianismo. Excepto que estén encerrados, en realidad, en ideologías nazi-fascistas o comunistas.
A los no creyentes que nieguen esa conclusión no hay más que preguntarles: ¿por qué? ¿Por qué es una conclusión derivada del judeocristianismo? Pues sí, pero ya hemos visto que ello no obsta a que desde ese mismo horizonte se den razones que el no creyente no pueda compartir. Y la cerrazón absoluta a considerarlas sólo puede venir, nuevamente, de ideologías nazi-fascistas y/o comunistas que, renovadas de mil maneras, siguen encerrando a muchos en paradigmas totalitarios, cuya fanática adhesión constituye ya un caso severo de alienación patológica.
Por ende, creyentes sanos y no creyentes sanos, abiertos al diálogo, a compartir horizontes, tienen que unirse hoy, más que nunca, en la defensa de Occidente, esto es, en la defensa de las libertades individuales ante los renovados totalitarismos que hoy ya las están destruyendo. Occidente padece hoy su propio Alzheimer. Que Dios nos ayude a recuperar nuestra memoria e identidad.







[1] Al respecto véase la obra de F. Leocata, La vertiente bifurcada, Buenos Aires, Educa, 2013.
[2] Sciacca, Historia de la filosofía, op. cit.
[3] En Del Iluminismo a nuestros días, op. cit.
[4] Citado por Ayer en su introducción a El positivismo lógico, México DF, FCE, 1965. La palabra para “engaño” es “nonsense”.
[5] Véase sus Nuevos estudios, Buenos Aires, Eudeba, 1981.
[6] En Los fundamentos de la libertad. Op. cit.
[7] En “Hacia dónde va la democracia” en Hayek, F. A., Nuevos Estudios, op. cit.
[8] Véase al respecto Rojas, R., “El orden jurídico espontáneo”, en Libertas, nº 13, 1990.
[9] Véase al respecto Political Essays of John Locke, editado by Mark Goldie, Cambridge University Press, 1977; John Locke’s La racionalidad del cristianismo, Madrid, Ediciones Paulinas, 1977, y Locke’s Early Writings on the Law of Nature, Cambridge, Clarendon Press, 2002.
[10] Op. cit.
[11] Primera enmienda de la Constitución.
[12] Sobre la famosa tesis de Max Weber sobre el espíritu protestante del capitalismo, véase el capítulo séptimo, punto nº 2.
[13] Véase Sciacca, op.cit., cap. XIII.
[14] Pariticipation et Causalité, op. cit.
[15] Conferencia “Sobre la situación actual de la Fe y la teología” (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/incontri/rc_con_cfaith_19960507_guadalajara-ratzinger_sp.html). Los subrayados son nuestros. La cita nº 20 dice: “El haber descuidado esto y el haber querido buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente del todo independiente de la fe (una posición que no convence por su pura racionalidad abstracta) es, en mi opinión, el error esencial, en el plano filosófico, del intento efectuado por H. J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991), del cual habla Menke, loc. cit., pp. 111-176, aun cuando lo que él dice contenga muchos elementos importantes y válidos. Considero, en cambio, histórica y objetivamente más fundada la posición de J. Pieper, véase la nueva edición de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff, Hamburg Meiner 1995”.
[16] Véase el capítulo sexto.
[17] Rawls, J., The Law of the Peoples, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1999, pp. 166-174.
[18] En Hacia una hermenéutica realista, op. cit.
[19] He analizado esta cuestión en Zanotti, G. J., “La llamada existencia de Dios en Santo Tomás: un replanteo del problema”, Civilizar, nº 10 (18), enero-junio de 2010, pp. 55-64.
[20] Al respecto véase Artigas, M., La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992, y La mente del universo, Pamplona, Eunsa, 1999.
[21] Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.
[22] Véase al respecto el elogio de Popper a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.
[23] Suma Teológica, I, q. 83.
[24] Suma Teológica, I, q. 2 art 10.
[25] Popper, K., op. cit.
[26] Popper, K., Teoría cuántica y el cisma en física, Madrid, Tecnos, 1985.

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