Hay acolarados debates hoy en los católicos sobre si
debemos o no festejar junto con nuestros hermanos protestantes los 500 años de
la Reforma.
En realidad habría que ajustar bien los términos. La
reforma de ciertos usos y costumbres de la Iglesia, que nada tenían que ver con
ella, había comenzado con San Francisco y Santo Domingo en el s. XII y se había
continuado con el movimiento humanista católico de los s. XIV y XV que
reaccionaban ya contra una escolástica decadente, contra un aristotelismo muy
poco cristiano y contra un semi-pelagianismo como tentación permanente en la
ascética católica.
Por lo tanto había mucho por lo que “protestar”, y era
justo. El caso Lutero fue mal llevado. Si un Ratzinger hubiera sido Papa
entonces, en 1516 lo habría invitado a cenar y Lutero habría quedado como mucho
como otro audaz Erasmo de Rotterdam.
¿Cómo puede ser que nos hayamos dividido por el tema
de la Fe y las obras? Es obvio que ningún esfuerzo humano puede conseguir la
Gracia de Dios. Es obvio que la Gracia es la causa, y no el efecto, de las
obras meritorias. Y con las buenas obras que no lo sean, pues quedan en el
misterio de la misericordia de Dios. Y el libre albedrío, en el caso de la
Gracia, no es una preparación humana para recibirla, porque ello viene de la Gracia
también. Es un dramático “no” reservado esta vez sí a lo solamente humano.
Por ende no hay motivos teológicos de fondo que
dividan a los católicos y a los protestantes. Fue un espantoso malentendido que
aún estamos a tiempo de reparar.
Compartir, acompañar y orar.
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