Cuando L. von Mises vio disolverse su amado Imperio
Austro-Húngaro (sí, lo amaba, detalle interesante para los anarco-capitalistasJ) escribió una de sus más monumentales y menos leídas
obras: Nation, State, and Economy.
Allí sistematizó una de sus grandes ideas: la diferencia entre estado y nación,
tema que aparecería de vuelta en Liberalismo
y en Teoría e Historia. La nación es
una unidad cultural unida por el lenguaje (adelantándose a Wittgenstein,
describió perfectamente el papel performativo del lenguaje respecto a las
formas de vida culturales). Un estado, en cambio, es una unidad administrativa,
cuya función es ser el aparato social de coerción que para Mises estaba
destinado a la protección de los derechos individuales que, a su vez, debían
ser universales a las diversas culturas.
Por lo tanto, él soñó no con una separación, sino con una unión, bajo un mismo estado
federal, de las diversas naciones. Estas últimas no debían estar unidas ni por
la educación, ni por el lenguaje, sino sólo por el respeto a las libertades
individuales de todos, y a la libre entrada y salida, de capitales y de
personas, entre las diversas naciones. Por eso para Mises la libertad educativa
y de lenguaje eran tan importantes. En realidad Mises soñó con un mundo cuyas
diversidades culturales no fueran impedimento para una unidad que pasara –nada
más ni nada menos- por las libertades indivuduales y la libre entrada y salida
de capitales y de personas.
¿Demasiado para la naturaleza humana? Puede ser. Hubo,
sin embargo, acercamientos. Tal vez los “Estados unidos” fueron, al inicio,
eso. Tal vez la Argentina de fines del s. XIX, donde todo el mundo,
literalmente, entró, fue eso. Pero esas ocasiones históricas tienen mucho de
casual. Coinciden con momentos donde hay cierto consenso cultural sobre “la
llegada del otro”, donde el otro no es tan otro. Para cierto norteamericano
promedio había otros, esto es, negros y latinos, y para ciertos argentinos
promedios, a fines del s. XIX, los otros eran realmente los negros –que no
había- y los indígenas –casi totalmente eliminados-. El europeo no era otro. Se
parecía al criollo. Los españoles “volvieron” y los “tanos” eran simpáticos. Y
listo. Y otras comunidades eran caucásicas.
El problema, para la convivencia de las naciones, es
el otro, el verdaderamente otro. El otro, el que tiene rasgos y color
verdaderamente distintos, el que tiene costumbres e idioma verdaderamente
distintos, es un problema para la naturaleza humana. O sea, luego del pecado original,
el hombre es un problema para el hombre, porque todos somos otros en relación a
otros. Todos somos extranjeros cuando nos toca serlo.
¿Tuvo razón Hobbes, entonces? No sé. Tal vez hubo un
momento “lockiano” en la historia. Tal vez EEUU fue eso: la única nación cuya
unidad no pasaba por una raza, religión, sino por la adhesión a la Constitución
Federal. Tal vez no fue así. Pero, ¿debe ser así?
Sí, en cuanto ideal regulativo de la historia. La
única unidad deseable es un sistema constitucional donde la igualdad sea la
igualdad de derechos individuales por los cuales nuestra diversidad se
manifiesta. A partir de allí, las diversidades se integran. El comercio, el
libre contrato, implica que marcianos, italianos, venusinos, japoneses, puedan
intercambiar sus bienes y servicios, y por ende, sus lenguas, culturas, usos y
costumbres que se unen, no heroicamente, sino bajo el único incentivo que ha
probado ser más fuerte que las guerras para millones y millones de gentes con
conocimiento disperso y prejuicios diversos. La emergencia del liberalismo
político y económico en la historia no fue el surgimiento del reino de los
cielos, sino del único reino posible luego del pecado original. Lo demás tiene otros nombres: esclavitud, servidumbre, guerra, sumisión, crueldad.
Claro que los economistas clásicos y los austríacos
tienen razón cuando prueban que la libre movilidad de capitales y de personas
aumenta la productividad conjunta y el nivel de vida para todos. Es la solución
de la pobreza y del subdesarrollo. Pero lo difícil es el corazón humano que no
quiere ver al otro, aunque el otro sea el famoso plomero en Domingo de Woody
Allen. Si es el hijo del tano de la vuelta, todo bien. Si es negro y habla
francés, mm….
¿Y qué pasa si hay guerras potenciales? ¿Qué pasa si
sospechamos que “el otro” es terrorista? Para eso las visas, que son sistemas
de fiscalización, pueden ser admisibles. Pero deben ser la excepción, no la
regla. Pero no, parecen ser la regla. Entonces la guerra es la regla y la paz
es la excepción. Entonces Hobbes es la regla y Locke la excepción. Entonces,
¿el liberalismo fue verdaderamente excepcional?
Claro que Trump está equivocado en sus políticas
proteccionistas. Pero repentinamente parece ser el único equivocado. Los
fascistas, los comunistas, los intervencionistas, los socialdemócratas, o sea
todos excepto nosotros, los pérfidos liberales, están todos de acuerdo con
naciones cerradas, con aranceles, visas, pasaportes y todo tipo de control “al
extranjero”. Ah si, pero ellos no son Trump. Trump es el nacionalista malo.
Ellos son los nacionalistas buenos. Es así de fácil.
Las naciones son en sí mismas buenas. Asi somos los
humanos. Nos sentimos bien con unidades culturales linguísticas (yo no, pero yo
soy marciano J). El problema está en las naciones cerradas, pero
parece que no podemos desprendernos de elllo. Sí, el EEUU originario, la
Argentina del s. XIX, con todos sus desastres e imperfecciones, abrieron las
fronteras, pero fue algo verdaderamente excepcional. La guerra parece ser lo
normal.
Pero si la guerra es lo normal, pongámonos del lado de
la excepción. El liberalismo es un mandato moral. Es el contrapeso de la
historia de la guerra. Es contraintuitivo. Es vivir con el otro. Ya no hay extranjero o de aquí, ya no hay documentado o indocumentado, ya no hay nacional o inmigrante, porque todos son uno en la igualdad ante la ley.