domingo, 7 de agosto de 2016

PRÓLOGO AL LIBRO "EL HOMBRE ANTE EL OLVIDO DE DIOS" DE HUGO LANDOLFI

Prólogo de Marzo de 2011 al libro El hombre ante el olvido de Dios, de Hugo Landolfi, Dunken, Buenos Aires, 2011.

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¿Qué sentido tiene la vida humana?

Angustiado realmente por esta pregunta, pero anestesiado con miles de engaños, el hombre actual huye todo el tiempo de esta pregunta, y los filósofos no parecen dispuestos a asumir el desafío.

Hugo Landolfi es una excepción. Hay muchas, pero no parecen suficiente contrapeso en este mundo desorientado.

¿Qué sentido tiene la vida? Ante todo: ¿tiene sentido la pregunta? Por supuesto. Hay en la vida humana una radical contingencia existencial. En medio de sus corridas cotidianas, hay algo ante lo cual el ser humano corre aún más, cayendo, por eso mismo, en un pozo muy profundo. La muerte, esa muerte que Bergman personifica en El Séptimo Sello, y que Woody Allen vuelve a mostrar en toda su dimensión en Sombras y Nieblas, le avisa a este ser humano dormido algo metá-fisicó, difícil de ver en los paradigmas culturales sólo biológicos y organicistas. La muerte le indica que él podría no haber sido, ante lo cual la pregunta es inevitable y magnífica: ¿por qué, entonces, soy?

Pero, ¡oh!, es una pregunta que nos lleva a una dimensión de nosotros mismos que no queremos ver, porque nos saca de nuestras distracciones y juguetes, nada inocentes, tan bien analizadas por el autor de este libro. Y esa dimensión de nosotros mismos es nada más ni nada menos que nuestra esencia individual, nuestro yo, porque el sentido no es de “la” vida sino de “mi” vida, esa vida que entonces tenemos el trabajo de tomar en nuestras manos y no prestarla a manos ajenas. Ese trabajo, el trabajo de ser yo, y descubrir mi sentido, se llama madurez existencial. Y no queremos crecer.

El autor lo muestra de un modo tal que desnuda a modo de denuncia las características de ese radical “olvido del yo”, esa alienación permanente en la cual ciertos usos y costumbres actuales nos tienen sumergidos. Sus análisis de la TV basura, prácticamente como una de las drogas más fuertes; el consumismo, y la educación convertida en adiestramiento, constituyen fuertes advertencias que deben ser tenidas en cuenta.

Pero el autor no incurre, como otros, en denuncias apocalípticas mezcladas con críticas ideológicas a un capitalismo alienante que sólo se curaría con una elite de sabiondos en el poder político, otra mayúscula alienación. El autor habla al corazón del hombre, sabiendo que sólo desde allí la cultura pueda cambiarse. Su crítica al consumismo no es a la economía, sino al corazón que convierte a la posesión afiebrada y acelerada de cosas en el sustituto anestesiante de una existencia sin sentido. Su crítica a la TV basura, uno de los fenómenos culturales más espantosos de nuestra época, no la pone ingenuamente como causa, sino como efecto de un corazón que se ha vaciado de sí para quedarse pasivo ante todo el veneno que entra por sus ojos y le hace olvidar aún más la pregunta por su propio ser. Y su análisis de la educación despersonalizada es uno de sus logros más extraordinarios. Carecemos prácticamente de conciencia de que todo nuestro sistema educativo formal es en realidad un adiestramiento por actos reflejos, por temor, coacción y premios, en respuestas pasivas ante paradigmas desapasionadamente impresos en seres humanos que son tratados como máquinas repetidoras de datos. A ese pobre ser humano, triturado en el sin sentido permanente desde su más tierna infancia hasta los 18, le pedimos luego decisiones maduras en sus estudios, en su vida afectiva y en su responsabilidad política. La contradicción no podría ser más flagrante.

Desde estos dioses con minúsculas, de estas alienaciones existenciales permanentes, el autor va preparando la entrada de la respuesta, del Dios con mayúsculas, de aquello que, precisamente, no se puede consumir; de aquello que, precisamente, no podemos hacer a nuestra medida; de aquello que, justamente, no es para nosotros, sino nosotros para El; de aquello que, precisamente, sale del cálculo y entre en el pensar, en un pensar donde racionalidad y misterio se unifican: Dios.

¿Pero por qué el autor ha preparado bien su paulatina entrada? Porque antes de la “existencia” de Dios, hay que hablar de la importancia de Dios. Si la existencia de Dios no importa, ¿para qué mostrar que existe, como una pieza curiosa de un museo aburrido? A ese ser humano actual, alienado por millones de anestesias, no le importa si Dios existe o no. Y todos los capítulos anteriores han sido una mostración importante y dramática de que importa que Dios exista. Importa porque, si la pregunta por el sentido de la vida es importante, entonces ese sentido es importante, y recién allí la mirada del ser humano estará dispuesta a elevarse hacia el misterio. Hugo Landolfi ha hecho algo que sigue siendo alejado de algunos ambientes tomistas: ha mostrado la pregunta por el sentido de la vida como condición de posibilidad de la pregunta metafísica que conduce a Dios. Al hombre actual no se le puede hablar directamente de algo que no le importa en absoluto, y menos aún como un “tema” erudito de filósofos y teólogos. Hay que sacudirlo, hacerle caer los pesados lastres de sus alienaciones, para que entonces, desnudo de disfraces, se vea a sí mismo como algo finito cuyo sentido está en el Infinito. No en vano el autor cita en ese punto a la gran filósofa Edith Stein.

Pero cuidado, esa sacudida es lo menos parecido a la violencia que hay. Es un diálogo consigo mismo, al cual el autor ayuda a introducirnos. Ningún ser humano está perdido, porque muy dentro de sí, su esencia individual, es. Cual delicado tejido existencial cubierto por una dura roca de negación, cada ser humano es sí mismo. No podemos destruir esa roca sin que ese delicado tejido despierte de su sueño. Hay que, sencillamente, hablar, escuchar, mirar a lo profundo del otro –ese otro que el autor despliega magníficamente- para que el otro lentamente se despierte. Pero jamás como estrategia, sino como espontaneidad de la amistad, como espontaneidad de un corazón abierto que no calcula, que no planifica victorias, sino simplemente tiende la mano ante la angustia del otro que grita silenciosamente su dolor.

Hugo pertenece a esa generación de filósofos que ha sabido unir a la filosofía con la psicología, a la teoría con la praxis, con lo más profundo de la vida, sin facilismos ni abandono de la tradición teorética más profunda. Ha sido un regalo de su amistad ser el prologista de su libro, un libro ante el cual sólo cabe el agradecimiento.


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