ESE debería ser el
título del libro Iglesia y Democracia del
P. Gustavo Irrazábal (https://www.amazon.com/democracia-magisterio-universal-latinoamericano-Biblioteca-ebook/dp/B00WRPRAVI).
Porque a nadie llama la
atención un título como “Iglesia y democracia”. ¿Cuál es el problema?
Democracia, sí, claro.
Sí claro de ningún modo. Es increíble cuán rápido
se olvida el pasado, cuán fácil es carecer
de conciencia histórica.
Hacia mediados del s.
XIX, cuando el problema político de la Iglesia eran los estados pontificios
versus el imperio napoleónico, cuando la línea moderada del liberalismo francés
(Constant, Tocqueville, Montesquieu) había casi desaparecido bajo la influencia
de Rousseau, cuando la evolución del liberalismo inglés era invisible tras el
problema de “los malos anglicanos”, la reacción de la Iglesia contra “la democracia”
fue frontal, casi inevitable. Ni qué hablar cuando Garibaldi derrotó al ejército del Papa (si: hace nada más
que 146 años, los Papas tenían ejércitos).
El “liberalismo” era entonces el pecado más horrible del mundo. Pío IX se
atrincheró en San Pedro como prisionero del laico estado italiano y documentos
como Quanta cura y el Syllabus parecían terminar para siempre
cualquier diálogo posterior con el mundo moderno. La situación fue tan extrema
que a los católicos italianos se les prohibió participar en la política
italiana, prohibición que recién se levanta con el pontificado de Benedicto XV.
Las encíclicas de León
XIII, que hoy serían vistas como muy autoritarias sin el lente de la conciencia
histórica, fueron un progreso. Al menos reconocieron que la democracia como tal era una forma de gobierno “en
sí misma” no condenable, y que los regímenes políticos democráticos debían ser
distinguidos de las legislaciones
anti-religiosas que en general los acompañaban en Europa. Hasta escribió una
carta a los obispos norteamericanos, Longincua
oceani, elogiando la situación de la Iglesia en los EEUU, al revés que en
Europa. Se notaba allí la influencia de Mons. Dupanloup, tema casi desconocido
en la actualidad.
Con San Pío X y con Benedicto
XV la situación quedó en un impasse: ni
mejoró ni retrocedió. Los católicos que quisieran seguir escupiendo a la
democracia en nombre del magisterio pontificio lo siguieron haciendo
tranquilamente, aunque los que abrevaban en los liberales católicos del s. XIX,
una minoría insignificante en número (pero de plumas gloriosas como Lacordaire,
Rosmini, Lord Acton, Ozanam, Montalerbert, Dupanloup), también encontraron
algún apoyo en una interpretación más suave de algunos textos de León XIII.
Pío XI no ayudó
demasiado, precisamente. Jamás desmintió las interpretaciones mussolinianas de
su “orden corporativo profesional”,
en su Quadragesimo anno, y su Quas primas no dejaba mucho lugar para
la legítima autonomía de lo temporal.
Fue Pío XII el que dio
un giro clave a la cuestión. Sumi
pontificatus, Con sempre, Benignitas et humanitas, La constitución, ley
fundamental del estado, Prensa católica y opinión pública, Comunidad
internacional y tolerancia, fueron documentos que ya comenzaron a acompañar
a las democracias cristianas de la post-guerra, a hablar de la sana laicidad
del estado, a elogiar el constitucionalismo moderno, a hablar de la dignidad
humana y derechos de la persona, y a acompañar a las libertades de culto
proclamadas en constituciones modernas como
opciones prudenciales de los estados en tanto una admisible tolerancia
religiosa. Fue el único pontífice que nombró a los escolásticos de la Escuela de Salamanca. Incluso defendió a Jacques Maritain, el gran escritor de la
democracia cristiana, ya en 1936, de una acusación de herejía que salió, cuándo
no, de Argentina. No fue nada obvio. Tuvieron que pasar dos guerras mundiales,
y tuvieron que clarificarse muchas cosas para que Pío XII pudiera comenzar a
hablar de todo ello sin que Pío IX se levantara de su tumba y lo excomulgara.
Ya con Juan XXIII, cuya
Pacem in terris parece un pequeño
tratado de derecho constitucional, con el Vaticano II y con las posteriores
intervenciones de Juan Pablo II, la legitimidad de la democracia constitucional,
la sana laicidad del estado, la justa autonomía de lo temporal, el derecho a la
libertad religiosa, y el reconocimiento a los procedimientos de la democracia deliberativa, comenzaron a ser temas casi no conflictivos. Excepto para el coherente
Mons. Lefevbre, cuyo rechazo frontal a todo ello tuvo como motivo a una fiel interpretación de los
aspectos más visibles de documentos
del magisterio anterior, nudo gordiano
que intentó solucionar Benedicto XVI en su impresionante documento sobre la hermenéutica
de la continuidad y la reforma del Vaticano II, un documento crucial
para toda la Iglesia, hoy olvidado y sumergido en el tsunami Francisco.
Pero no sólo eso:
Gustavo Irrazábal se encarga de mostrar, con toda paciencia y calma, la casi
imposibilidad de comprensión para las instituciones democráticas y
republicanas, por parte de todos los documentos de las conferencias episcopales
latinoamericanas, sumergidas en sus mundos de teología marxista de la liberación,
primero, y luego en la teología del pueblo. Esta última, a pesar de sus méritos
en los temas de religiosidad popular e inculturación cristiana de los pueblos
pre-colombinos, no logra comprender la
esencial diversidad cultural y religiosa de una república democrática, con
su añoranza y firme fe en la unidad de un “pueblo
católico” de cuyas entrañas surgirá la solución de los problemas
temporales. También están analizados todos los documentos de las conferencias
episcopales argentinas y sus
dramáticas imposibilidades de comprensión de lo que es una república. Porque la república, gracias a Dios, huele a “liberalismo”, ese liberalismo que odiaron siempre, desde
lo más íntimo de sus extrañas, más que al marxismo o al fascismo, con los
cuales intentaron dialogar, por izquierda y por derecha, y así les fue, y así
les va.
Todo esto es el libro
de Gustavo Irrazábal. Su lectura es indispensable para cualquier católico que
trate de entender algo del caos actual de la Iglesia, al menos en materia
social.
Por lo tanto,
¿democracia?, no, nada fácil. Ahora bien, si la democracia ha sido tan difícil luego
de la falta de distancia histórica de Gregorio XVI y Pío IX, imagínense el
mercado. Desde el comienzo de la cuestión romana (Pío IX) hasta el Vaticano II
pasaron 96 dramáticos años. Bastante rápido para los tiempos de la Iglesia. Para
el tema del mercado libre aún no hemos pasado de 1931. La Centesimus annus fue enterrada, cremada y sus cenizas esparcidas al
infierno. Calma, gente, es una buena noticia. El futuro llega, sobre la base de
lo que escribamos HOY. Gracias Padre Irrazábal por escribir hoy.
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