En un acto de gran
generosidad, Alejandro Sala me compró “El hombre y su gente”, de Ortega y
Gasset, un libro que yo había estado buscando siempre, porque siempre me
preguntaba yo –en mi ignorancia- por qué Ortega no citaba a Husserl y……… Bien,
aquí está el libro donde no sólo lo cita, sino que vuelve a recrear, en su
propia filosofía, la intersubjetividad, el mundo de la vida, los horizontes,
todo lo mejor de la hermenéutica continental, en suma.
Pero ello no es el
objetivo de mi relato. Lo que me llamó la atención es que el libro había tenido
otra dueña. Claro, la edición –como todas las de mi padre- es de 1957. Estoy
lleno de libros de Ortega, de Julián Marías y de García Morente editados entre los 30 y los 50, libros que
habitaban la biblioteca de mi padre, casi los primeros libros de filosofía que
comencé a leer; que luego parecieron morir pero, sin saberlo yo, comenzaron a
hacer su efecto cuando Leocata, en 1982, me introdujo a Husserl y que ahora,
luego de un largo diálogo con Gadamer y Wittgenstein, han renacido con toda su
fuerza, repitiendo pícara y orgullosamente, “te lo dije”.
Pero volvamos a la
primera -creo- propietaria de este ejemplar. “María Ester Escobar Pazos”, o
Pozos, escrito en letra elegante y decidida. Están también sus marcas y sus
notas –y tengo la permanente sensación de leer lo que no me pertenece-. ¿Mi co-propietaria? no parece haber pasado de
la página 56, y sospecho en ella, vagamente, lejanamente, algún tipo de
formación escolástica.
No puedo evitar pensar,
mientras tengo el ejemplar en mis manos, qué es lo que tengo entre mis manos.
Ella lo compró, o alguien se lo regaló, el asunto es que “fue de ella”, formó
parte de su vida: debió haber estado en su biblioteca, en su escritorio, en su
mesa de luz, como parte de sus cosas. Me siento como haber arrancado algo de su
cuerpo. Luego, por supuesto, el ejemplar debe “haber quedado allí”, hasta que
fue regalado, o donado a alguna biblioteca por algún familiar, o debe haber
terminado en algún estante de libros callejeros, y de algún modo apareció en
mercado libre punto com. El ejemplar enmudeció con la muerte de su ex-dueña. No
habló más hasta Noviembre de este año, ¿cómo lo sé? Porque a partir de la pág.
56, muchas de sus otras páginas estaban unidas. Allí estuvo, en estasis, más o
menos durante más de 50 años.
Ahora el ejemplar tiene
otro dueño. Yo. Su primera página dice mi nombre y, abajo “gracias Alejandro
Sala” (siempre hago eso cuando alguien me regala un libro). Y no puedo dejar de
pensar que, dentro de 50 o 60 años…….. Lo mismo. “Mi” biblioteca, lejos de ser
eterna, tendrá poca vida, y está bien. Sus ejemplares serán donados, regalados,
o heredados, y hablarán a otros dueños, formarán parte de otras vidas, o
dormirán lo que sea necesario, hasta que su mensaje sea un mensaje, esto es,
dejen de ser tina impresa para pasar a ser sentido, mundo, significado, vida.
¿Y en qué lugar habita el mensaje mientras el libro permanece cerrado? Mm….
Lo único trágico es que
alguien destruyera el libro.
Pero he usado las
palabras dueño, la ex dueña, etc. Pero los libros, los
ejemplares de los libros, ¿nos pertenecen? ¿Sí? ¿Hasta qué punto?
Y no estoy hablando
ahora a “el” libro tal (mundo 3) cuyo significado no pertenece ni siquiera al autor, que apenas lo publica
deja de ser suyo para pasar a ser las infinitas interpretaciones que puede ser.
(No dije “podría tener”, como si hubiera “algo” no interpretado que pueda ser
interpretado: dije “las interpretaciones que puede ser”). Estoy hablando del mundo 1, cada ejemplar (que, sin embargo,
¿podrían ser sin el mundo 3? Mm…). Si, los compramos, o nos son regalados, o
los rescatamos de una biblioteca que se deshace…. (Hace poco, por un peso,
compré, (¿compré?) de una biblioteca que se mudaba, un incunable, un ejemplar
cuyo valor el mercado no podía valorar. Estaba muriendo: deshecho, sin tapas,
deshilachado, sus hojas amarillas y rasgadas. Lo rescaté, lo tomé en mis brazos
como a un bebé; ya el movimiento de mis manos lo puso algo más derechito, lo
acaricié, lo olí, le saqué el polvo, y luego lo hice encuadernar: quedó como
nuevo, lo puse en un lugar especial de mi biblioteca y le puse mi nombre: este
ni siquiera había tenido dueño…). Pero, de vuelta, ¿soy su dueño? ¿Puedo serlo?
¿Hasta qué punto?
Creo que los libros
tienen el aire de lo sagrado que se nos dona de tanto en tanto. Ellos, como
Cristo en el Sagrario, están allí, esperando, silenciosos, sin molestar,
esperando a que llegue el momento de nuestras vidas donde pueden ser parte de
nuestras vidas. Como los libros de la Escuela de Madrid en la biblioteca de mi
padre: ellos me miraban de reojo, de lejos, sonriendo pícaramente, como
diciendo “ya seremos tuyos”, o sea, “ya nos entenderás”. Es más, cuando leí
alguno de ellos por primera vez, no fueron míos, pero no porque no fueran
legalmente míos, sino porque no los entendía, y no podían ser parte de mi vida;
pero, sin embargo, lo eran, porque lo comenzaron a ser: dejaron una marca
imperceptible, una inteligibilidad embrionaria que luego creció, hasta
convertirse en una persona con la cual hablo cotidianamente. Pero, como toda
persona, no puede ser mía. Es inútil forcejear, como Karen, en Africa Mía (Out of Africa), cuando le dice a Dennis: quiero que seas mío. No,
las personas no son nuestras. Se donan ellas mismas. Ellas se entregan, para
pasar a ser parte de la vida de otro. Entonces sí. Cuando leemos un ejemplar,
al comprenderlo se produce un casamiento: el ejemplar se donó, se entregó, y yo
me he entregado a él.
Este ejemplar,
entonces, se donó primero a María Ester, y ahora a mí. No quedó viudo for ever:
se volvió a casar. Vuelve a ser fecundo, a tener hijos, y muchos: las ideas y
pensamientos que tengo al leerlo y releerlo, que producirán a su vez otros
libros, porque yo escribiré y citaré a “mi” ejemplar.
Los ejemplares de los
libros, o los libros y sus ejemplares, tienen vida propia, y una vida generosa
y fecunda. Ellos se entregan. Como libros, como significado, habitan en la
mente de Dios. Bajan a cada ejemplar para ser un individuo que pueda amar y ser
amado por otro individuo; bajan cuando su verdadero dueño, Dios, quiere; y
cuando quedan viudos, vuelven a casarse cuando Dios quiere. Ellos no hacen
ruido ni proselitismo; ellos esperan nuestros momentos, no nos apuran pero sí
nos interpelan. Ellos, creados a imagen y semejanza nuestra, son a imagen y
semejanza de Dios: lo más inmortal y generoso que podamos crear. Ellos siempre
se casan de blanco y, cuando quedan viudos, vuelven a fecundar el corazón de
otro…. Dueño.
Gracias por compartir estas reflexiones, me parecen excelentes.
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