domingo, 11 de mayo de 2014

VOCACIÓN EMPRESARIAL Y SANTIDAD PERSONAL

Parte 4 del cap. 4 de “ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA CRISTIANA Y ECONOMÍA DE MERCADO (Sobre la base de Santo Tomás de Aquino y la Escuela Austríaca de Economía)”, 2010 (http://www.unioneditorial.org/biblioteca-austriaca?page=shop.product_details&flypage=flypage.tpl&product_id=220&category_id=6&keyword=zanotti )






4.       La vocación empresarial

4.1.                        La vocación empresarial como parte del llamado universal a la santidad

Todo lo anterior es importante como aclaración, como pasos previos, relativamente obvios, aunque olvidados a veces, que nos permiten llegar al punto fundamental: la vocación empresarial[1].
La vocación empresarial debe enmarcarse ante todo en el tema de la vocación desde un punto de vista de una antropología cristiana. Usos y costumbres linguísticos y de la praxis cotidiana mostraban a la vocación, no mucho tiempo atrás, como un llamado que Dios hacía a los sacerdotes y religiosos/as, dejando a los demás como “los no llamados”. Eso nunca formó parte de la Fe Católica pero en la praxis cotidiana de la Iglesia se lo veía así.
El Vaticano II fue un llamado de atención en ese sentido. Puso las cosas en su lugar y definió al laico como “…todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde…[2]”. Esto es, una caracterización positiva: el laico es llamado a estar en el mundo, no “dejado a su suerte porque no fue llamado”. Y, coherentemente con ello, el Vaticano II destacó el llamado universal a la santidad, esto es que todos, en cualquier estado, laical, religioso o sacerdotal, son llamados, en virtud del bautismo, a realizar plenamente su unión con Dios por medio de la perfección de la caridad que viene de Dios[3].
Coherentemente con todo lo anterior, uno de los ámbitos donde más se recordó este tema y donde cambió incluso la praxis pastoral de la Iglesia, fue el matrimonio. Nuevamente, mientras una praxis y un pensamiento no escrito veían al matrimonio como “lo que quedaba a los no llamados”, e incluso se lo veía como una canalización de una siempre peligrosa sexualidad, a fin de evitar la condenación, el Vaticano II puso énfasis en aspectos que el magisterio anterior nunca había olvidado[4]. El matrimonio es una vocación, un llamado a la santidad en el mundo laical, un llamado a la perfección cristiana, una Iglesia doméstica[5], y su inherente sexualidad, antes cubierta de sospecha hasta que se demuestre lo contrario, es ahora destacada como algo bueno en sí mismo. No se le da un “si, pero…”, y a continuación una serie de advertencias y admoniciones  (algo de esto ya habíamos comentado en el cap. 1), sino un sí definitorio, no ignorando, desde luego, que después del pecado original, esto tan bello y noble, la sexualidad, puede salirse de su vocación originaria y su orden originario, y que la corrupción de lo mejor es lo peor.
Pues bien: diagnostico (faliblemente, claro), que en cuanto en cuanto a lo económico, la escasez, el comercio, el mercado y la acción empresarial, estamos igual que con respecto al matrimonio antes de los recordatorios del Vaticano II; no como doctrina escrita, claro, pero sí como pensamiento y praxis cotidiana. No es de extrañar, pues, que hablar de una “vocación empresarial”, desde una antropología cristiano-católica, siga siendo algo nuevo.
¿En qué consiste la vocación empresarial? ¿Qué es ese “llamado”? Es, como sabemos, un “emprendimiento”, pero, ¿hacia qué?
Allí está la clave. El empresario tiene un pro-yecto. Como todo ser en el mundo, él forja su futuro, se “yecta” hacia delante en el ámbito del mercado. El empresario tiene un sueño, un anhelo, una idea, esto es, una causa formal extrínseca, que se identifica con la causa final, que es lo primero en la intención. El empresario no tiene inicialmente capital, o una inversión realizada: tiene una idea, a partir de la cual puede pedir crédito, ir hacia el futuro, combinar factores de producción presentes pensando en un bien futuro. Y para eso necesita rentabilidad, por supuesto, pero como medio, no como fin. El fin es el proyecto. Lo que pone en marcha su energía y su capacidad es esa idea final. Desde un punto de vista antropológico, es lo que le da pasión. Sin pasión, sin ideales, sin vocación, precisamente, los seres humanos caen en la existencia inauténtica, se convierten en robots, son invadidos por la sola razón instrumental y su vida carece de sentido. Y con ello, paradójicamente, su eficiencia cae. El que va al mercado preguntando “qué se vende”, ha perdido el sentido de su vida y, paradójicamente, será un mal empresario, al poner el fin exclusivo de su vida en cualquier tipo de rentabilidad, como aquel barco que, sin rumbo fijo, cualquier viento le viene bien.
En la película Meet Joe Black[6], el personaje central es precisamente un empresario, William Parrish, dueño de una prestigiosa empresa de comunicaciones. Uno de los sub-tramas de la película es que nuestro empresario tiene presiones, por parte del directorio, para realizar una fusión con otra empresa con usos y costumbres éticamente muy cuestionables. La fusión le daría mayor rentabilidad y es jurídicamente irreprochable, pero Parrish percibe que, precisamente, la fusión lo saca de su proyecto: una empresa donde la verdad y la honestidad de la comunicación es lo principal. Permanece inflexible en su postura y, debido a una hábil maniobra de uno de los principales accionistas, pierde su puesto como presidente del directorio. Vale la pena escuchar las palabras que los guionistas ponen en su personaje:  “…I don't want anybody buying up my life's work and turning it into something it wasn't meant to be.  A man wants to leave something behind. And he wants it left behind the way he made it.  And he wants it to be run the way he run it -- with a sense of honor, of dedication, of truth. Okay?”[7] El ejemplo no podría ser más claro: el trabajo de su vida no va a ser comprador para algo que no estaba destinado a ser: un modo en el cual hay sentido de honor y verdad.
Por supuesto, cualquier persona de buena voluntad, honorable, puede tener un proyecto empresarial. Pero el cristianismo le agrega, precisamente, un valor agregado especial. Las personas descubren, en una vida cristiana, no sólo su vocación humana universal, Dios, sino también su vocación particular, como personas individuales, aquella esencia individual en cuyo despliegue está contenida su vocación[8]. La vida cristiana es una vida destinada a descubrir su sentido.
Si no es así, es porque el tema del llamado universal a la santidad no está aún maduro en la praxis y el pensamiento de los católicos, y una de sus implicaciones esenciales, a saber, la vocación laical, queda “suelta”. El trabajo es precisamente, junto con su familia, “el” medio de santificación del laico[9]. En la praxis y pensamiento cotidiano, algunas profesiones son vistas como “las tradicionalmente buenas”, pero algunas oteas quedan en una sombra. El católico promedio siente que su vida “es lo que le quedó”, es “lo que no tuvo más remedio que hacer para ganarse la vida”; pocas veces, o nunca, escucha de la pastoral eclesial que ese trabajo es precisamente su medio de santificación, nada más ni nada menos. Y menos aún si “lo que le quedó” es ser comerciante o empresario. Conjeturo –no lo puedo probar, obviamente- que a veces ciertas pastorales para la vida empresarial son realizadas desde una mentalidad que casi sin conciencia de ello lo que hace es tirar agua bendita a algo intrínsecamente sospechoso. Igual que con la comunicación social: no se pude hacer una pastoral con el paradigma de que los cristianos vayan a un lugar lindante siempre con el pecado. Ningún trabajo es lindante con el pecado, todo trabajo es medio de santificación, excepto que, precisamente, sea una actividad intrínsecamente mala. Pero si pensamos como Platón o Marx, pensando que así somos cristianos (cosa frecuente), entonces las cosas cambian. En Platón los comerciantes eran la parte más baja de la sociedad –y por ello podían tener propiedad- mientras los militares y los filósofos eran los virtuosos. Ese desprecio ontológico y ético hacia lo comercial ha subsistido hasta nuestros días, donde se siguen exaltando las virtudes épicas de culturas guerreras y despreciando a la sencilla paz de las culturas más comerciales. Y para Marx, el capitalismo es intrínsecamente explotador, cosa que, como sabemos, muchos cristianos y muchos teólogos importantes han pensado y aún piensan. Claro, con ello no llegaremos muy lejos: imposible es “santificar” aquello que consideremos intrínsecamente perverso. Y es en parte por ello que en la praxis cotidiana de la Iglesia el tema de la santificación laical a través del comercio y la empresarialidad no termina de hacer carne. El laico escucha los sermones de los domingos, dados por un sacerdote en cuya formación hay un mix desordenado de espiritualidad platónica y teología marxista de la liberación, y no puede sentirse sino fuera de todo lo que predica el sacerdote, cuando no retado y menospreciado.
En nuestro enfoque hemos dado suficientes pautas para que todo ello no suceda. En el primer capítulo hemos aclarado que la escasez y todo lo que de ella deriva no es causado por el pecado. Y en el tercer capítulo hemos insistido con algo que también tardará mucho tiempo en llegar. El pensamiento cristiano es intrínsecamente proclive a ver el orden en el mundo físico, porque está creado por Dios, y cuando ello fue olvidado, el aristotelismo cristiano medieval hizo una excelente misión al recordarlo. Pero en cambio, el pensamiento cristiano no termina de ver al orden social, sino como mucho a un cristiano leviatán, clerical, que tiene que poner orden a la fuerza en una masa irredimible de pecadores. Por ello es tan proclive a los organismos estatales de “control” del mercado. Si a ello agrega la dialéctica marxista de la historia, escondida en “tomar lo bueno” de Marx refiriéndose a la plus-valía[10], no terminará de ver nunca al tema del orden espontáneo en el mercado, ni la lógica intrínseca de los precios, la escasez, la demanda subjetiva: pero la consecuencia antropológica y pastoral es que todo el laicado quedará afectado de “estar-en-ese-mundo-explotador-y-perverso”, y obviamente todo tema referido a la vocación empresarial será un absurdo. Como mucho, la recomendación que recibirá es que “sólo si es bueno”, “sólo si comparte sus bienes”, podrá redimirse de una actividad que en sí misma no es nada recomendable y que lo pone siempre en los bordes del infierno.
En nuestro “mundo al revés”, en cambio, la empresarialidad es una vocación, un llamado de Dios a santificarse de un modo especial: un pro-yecto, una idea, que necesita la rentabilidad como medio, no como fin. Si el empresario no lo ve es que no se lo hacemos ver, de igual modo que antes los esposos difícilmente podían verse a sí mismos como llamados a una misión, en la diversidad de dones, tan importante, para cada uno y por ende para el cuerpo de Cristo, como la religiosa o la sacerdotal.
Ahora bien: dijimos que ese empresario como pro-yecto es un llamado de Dios a todos los hombres, creyentes o no. ¿Pero qué valor agregado le da el cristianismo? Primero, la capacidad de verse a sí mismo como llamado. Ese pensamiento y esa praxis habitual condenatoria de su actividad es un error, incoherente como antes lo era el desprecio a la sexualidad. No surge de la coherencia de la concepción cristiano-católica del hombre y de la creación. Al contrario, lo que surge de esa concepción es verse como llamado y, por ende, no “cubrir”, sino dar a su vida un sentido y con ello una pasión que lo hace ser mejor empresario.
Ese ser mejor empresario incluye, desde luego, ser tan eficiente y competitivo como los demás. Un empresario cristiano no es un timorato, un capitis diminutio que no pueda competir de igual a igual con los demás: ser bueno en la especificad del propio trabajo forma parte de la vocación cristiana de la vida. Pero a ello le agrega una serie de virtudes que para el catolicismo siempre han sido claves: la austeridad, la frugalidad, el respeto a la palabra, la honorabilidad. No diremos sobre ellas lo ya conocido porque además su concreción prudencial depende de factores culturales.
Pero hablando de cuestiones culturales, una de esas virtudes, la laboriosidad, ha sido asociada habitualmente, por la famosa tesis de M. Weber, a un espíritu protestante en el surgimiento del capitalismo. No corresponde a los fines de este trabajo analizar ahora ese conocido tema. Pero sí nos corresponde señalar que si ciertas culturas católicas presentan costumbres menos afectas al trabajo productivo como hábito, ello es por motivos culturales precisamente ajenos al mensaje en sí mismo del Catolicismo. Mariano Grondona, en su libro Las condiciones culturales del desarrollo económico[11], señala que ciertas culturas anglosajonas serían matutinas, mientras que otras, más afectas a lo “latino-católico”, serían vespertinas[12]. Para las matutinas, el “ser virtuoso”, se concentra (son estereotipos, desde luego) de 9 a 17. Tanto privada como públicamente, lo importante para ser una persona virtuosa se concentra en esas virtudes laborales con las que la persona comienza su mañana. Si luego de las 17 no es tan buen amigo, o no tan buen esposo o etc.,  ello ya forma parte de una intimidad que incluso queda mal conversar en público. Para las culturas vespertinas, en cambio, la persona puede asistir a su trabajo desganada, puede ser ineficiente, puede no importarle lo que hace, pero la cuestión es que “después” sea leal a sus amigos, que se encuentre con ellos, que sea buen esposo y padre. Su trabajo queda en 2do plano desde el punto de vista de sus “virtudes sociales”.
Obviamente sería muy interesante comenzar con un análisis sociológico de en qué medida es así y sobre todo por qué es así, pero ello, nuevamente, está fuera de los objetivos de este trabajo. Lo importante es señalar que si el “tipo ideal” (en el sentido de Max Weber) de las culturas vespertinas se manifiesta con mayor frecuencia en culturas católicas, ello es, volvemos a decir, un accidente cultural, por más enraizado que pueda estar en un determinado horizonte cultural. Lo coherente a partir del Catolicismo como fe religiosa es creer firmemente que fuimos llamados al mundo “para trabajar”[13] incluso antes del pecado original cuando, ya dijimos, el trabajo no estaba relacionado con la escasez y menos aún con “el sudor” que experimenta el hombre tras la expulsión del paraíso. El católico cree por fe que su vida, en cualquier estado, es un llamado a la santificación, y que por ende su trabajo debe ser visto como medio de santificación en el mundo y como medio de santificar al mundo: tal como afirmábamos que el Vaticano II lo decía. La contraposición entre trabajo y contemplación, que ha sido tan divulgada por el famoso libro de J. Pieper, El Ocio y la vida intelectual[14], es comprensible como una reacción hacia la racionalidad instrumental y el “pensar calculante[15]” que ha invadido a la cultura occidental en desmedro de la capacidad de contemplación, capacidad que viene precisamente de esa noción de intellectus que analizábamos en el cap. II. Ello se ve también en esa contraposición entre trabajo intelectual y manual que existió en el medioevo y afectó también a Santo Tomás de Aquino[16]. Pero, precisamente, cuando el Catolicismo se vive de modo coherente, vuelve a poner en su lugar a la vida del ser humano como un llamado hacia Dios mediante el despliegue de la propia individualidad, por el carácter de persona. La vocación no es una elección, sino un descubrimiento progresivo de nuestra esencia individual, cuyo despliegue es el llamado particular que Dios hace a cada uno, por su nombre. El ser humano, en el Catolicismo, no está arrojado al mundo, sin saber de dónde ni para qué, sino llamado al mundo, desde Dios y para Dios. Desde ese punto de vista, toda la vida del católico debe ser ese despliegue coherente de esa vocación, precisamente, su pro-yecto. Cuando ese pro-yecto tiene resultados rentables, es ahí cuando ese “trabajo” entra en la empresarialidad que actúa en el mercado, debiendo ser santificado y visto como importantísimo como cumplimiento del llamado de Dios. Las vocaciones específicamente religiosas, donde el creyente se repliega del mundo –más aún, las solamente contemplativas- nunca han sido, en el Catolicismo, un “odio al mundo”, si por mundo se entiende lo creado[17]; tampoco son un “odio al laicado” en sus manifestaciones específicas –trabajo y familia- y menos aún una “huída de las dificultades del mundo”. Quienes así viven en el fondo su auto-llamada “vocación religiosa” tienen un conflicto psicológico y no una vocación. La vocación religiosa –no nos referimos al orden sacerdotal, aunque puedan darse juntos- es el llamado a vivir los consejos evangélicos con sus votos específicos y en una determinada comunidad, estado de vida “en sí mismo”, más perfecto, pero no necesariamente para cada uno (el pequeño olvido de este detalle es lo que retrasó mucho tiempo la conciencia intelectual de la santidad del laico). Y en todos los casos –religioso, sacerdote, laico- cada vida es llamada a desplegar su propia vocación: ese despliegue es precisamente el trabajo más apasionante, el trabajo de ser uno mismo, de seguir el fin de nuestra vocación y de no desviarnos del camino. Todo católico, en ese sentido, trabaja en su vocación. Ese trabajo puede ser intelectual, totalmente contemplativo, no rentado, puede ser menos intelectual (dependiendo de lo que las culturas llamen “trabajo intelectual”); puede ser intelectual rentado aunque no empresarial, y puede ser, finalmente, empresarial en el sentido de que se proyecta una idea en el mercado, en situación de riesgo, que necesita una rentabilidad pero una vez más, no es esa misma rentabilidad el fin último, sino el proyecto, porque está enraizado en esa vocación. Con lo cual volvemos al principio: el católico tiene el valor agregado, desde su fe, de ver claro a su trabajo y a su trabajo empresarial como medio de santificación, de despliegue de su vocación, como una manera de llegar a Dios.
Pero lejos está de haber concluído con esto el análisis de la vocación empresarial. Quedan dos cuestiones esenciales.

4.2.                        La dualidad emprendimiento/desprendimiento

Tal vez resulte extraño que hasta ahora no hayamos tocado el tema, el menos de manera explícita, de las riquezas y el aferramiento a las riquezas, tema tan sensible en la tradición católica, y que en principio tendría mucho que ver con el tema del empresario. Y sí, efectivamente, es así, pero no lo habíamos analizado hasta ahora porque necesitábamos despejar el tema de la vocación y el pro-yecto.
De esos dos temas, y con esas palabras, explícitamente, habla Juan Pablo II en su Carta a los Jóvenes de 1985[18]. Y se refiere precisamente a la parábola del joven rico, donde este es invitado a despojarse de todas sus riquezas para seguir a Jesús. La respuesta que se da habitualmente, a fin de evitar interpretaciones literales de este pasaje, es que hay que estar espiritualmente desprendido de las riquezas aunque uno las posea materialmente.
Pero Juan Pablo II va más al fondo. Se refiere a la vocación del hombre como su proyecto, y ejemplifica con la juventud como un período de la vida donde la gran riqueza es precisamente el “ir hacia adelante”, la potencialidad enorme de “pro-yecto” que caracteriza al joven. Y aclara que, cuando el joven rico es invitado a despojarse “de su hacienda” (de sus pro-yectos como propios sin referencia a Dios), no se le propone que “mate” esos proyectos, sino que los entregue a Dios: que ponga su vida en Dios, que entregue su vida a Dios. Y los dos modos fundamentales de vocación en la vida cristiana –consagración religiosa y-o sacerdotal, más el matrimonio- son colocadas por Juan Pablo II como dos formas de entrega.
O sea, el “vende y da todo a los pobres” implica: entrega tu vida a Dios. Esto es, haz fructificar máximamente tus dones y las riquezas[19] que Dios te ha dado, porque sólo en esa entrega fructifican.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con la vocación empresarial?
Que, precisamente, los seres humanos tendemos a enamorarnos de nuestros proyectos, sean proyectos empresariales o de otro tipo. Tendemos a apropiarnos de ellos, a tenerlos como propios. No es cuestión, entonces, de ser un empresario cristiano porque se viva un proyecto para el cual la rentabilidad es un medio y no un fin. Hace falta algo más, como el joven rico. Hace falta des-prenderse del proyecto.
Pero, ¿no es ello contradictorio con la acción empresarial? ¿Cómo alguien va a emprender y al mismo tiempo des-prenderse?
El Evangelio es precisamente un texto rico en el manejo de estas paradojas, y un famoso pasaje nos da la clave: “Señor, si puedes, líbrame de este Caliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”[20]. En ese desgarrador pasaje tenemos la clave de la vida cristiana. Podemos pedir, sí, y ello incluye desear que nuestros pro-yectos vayan –coherentemente- hacia adelante, pero si al mismo tiempo añadimos siempre “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, entonces al mismo tiempo nos des-prendemos de él, lo ponemos en manos de Dios. Lo llevamos adelante, sí, pero más tranquilos, más livianos, más –precisamente- desprendidos.
Y esto es clave para toda antropología cristiano-católica: el hombre siempre busca en su actuar su propia perfección[21] (que sólo encuentra en Dios) dado que toda acción, por más altruista y des-interesada que fuere, redunda por ello mismo en su mayor perfección moral. Pero cuanto más ponga el ser humano su mirada sobre sí mismo, olvidándose de Dios y del prójimo, menor perfección de sí mismo logrará. He allí la paradoja cristiana. Lo cual se cumple en todos los ámbitos de la vida: quien quera ganar su vida la perderá, quien quiera perderla la ganará[22]. Y en el ámbito empresarial, esto significa que el desprendimiento en tanto abandono a la voluntad de Dios facilitará virtudes de otro modo muy difíciles en ese ámbito: la calma, la paz, la capacidad contemplativa y reflexiva, que permiten, precisamente, una mayor eficiencia en la propia tarea específica desde un punto de vista del aspecto sano de la razón instrumental. Una de las grandes paradojas negativas de la razón instrumental y positivista dejada a sí misma es que ese racionalismo, al no ver los límites de la razón, atenta contra la misma razón. Si esto sucede así en la ciencia, cuestión denunciada por la evolución del debate desde Popper hasta Feyerabend[23], cuánto más en otros aspectos más cercanos del mundo de la vida humanos. La racionalización de los mundos de la vida atenta contra la misma razón. ¿Por qué? Porque le quita algo fundamental que vimos en el cap. II: la creatividad. La razón instrumental, abandonada a sí misma, ha cubierto, a todos los ámbitos de la vida humana, de pasos, de controles, de evaluaciones, de controles de calidad, de estadísticas, de asesores de imagen, de estrategias comunicativas, de discursos preparados, de declaraciones consensuadas en largas reuniones, de paradigmas cerrados y de métodos… Y especialmente lo ha hecho con aquellos ámbitos particularmente sensibles al daño, como los educativos y religiosos, Todo ello en desmedro de la creatividad (en los ámbitos educativos quien escribe podría dar amplio testimonio vital de semejante desastre; y en el ámbito religioso y eclesial, algo así puede llegar a matar la esencia misma de la Fe). En la vida empresarial, ello quita la creatividad que, según la Escuela Austríaca, como explicamos en este mismo capítulo, es la clave de la alertness empresarial. Relacionando ello con la sana paradoja cristiana de la cual estábamos hablando, el empresario cristiano que se abandona a la voluntad de Dios tendrá una vacuna personal contra esa racionalidad instrumental que paradójicamente le quita lo más propio: su creatividad. Excepto, claro, que esa falta de creatividad, que esa vida muerta, ese aburrimiento existencial, sea sostenido por la unión con todo el aparato de control y protección estatal, amalgama más que intoxicante de racionalidad instrumental que algunos llaman “capitalismo”.
Todo lo anterior es totalmente compatible con la gran tradición mística del catolicismo, tradición de una enorme riqueza de la cual nombraremos sólo a tres: San Juan de la Cruz[24], Santa Teresa[25] y Edith Stein[26]. En los tres, con analogías profundas como la noche, el castillo anterior, etc., el mensaje es análogo: el yo debe desprenderse de sí mismo, amar a Dios de un modo tal que sólo Dios sea el todo la vida cristiana. El yo debe desprenderse de sí, y tan apegado a sí mismo está después del pecado, que ese desprendimiento implica la noche (San Juan de la Cruz), ir penetrando en la habitación más íntima del castillo interior (Santa Teresa), ir vaciando al yo de sí mismo como a una caverna se la vacía de su propio aire para que penetre sólo Dios[27]. Pero esto no es la mística oriental, donde, en principio, el yo desaparece realmente y se funde con un todo impersonal[28]. No, la vida cristiana es un encuentro de tú a tú, personal, donde Dios es persona y el ser humano es persona y ninguna de las dos personas deja de ser persona. ¿Cómo se pueden unir entonces tan íntimamente? Por la diferencia entre el “hombre viejo” y el “hombre nuevo” y la acción de la Gracia de Dios. El despojarse de sí mismo es despojarse del hombre viejo, “penetrado” por el pecado original, para que sea “redimido” por la Gracia que implica un análogo nuevo nacimiento, el “hombre nuevo”. Pero ese “yo” del hombre nuevo es el que se abandona y encamina totalmente a Dios y se sumerge en él, no des-personalizándose, sino encontrando en la Gracia de Dios la fuente necesaria y única de su fin último y perfección como persona[29]. De allí la unión íntima, que San Juan de la Cruz compara permanentemente con el matrimonio[30] y ha llegado a llamarse matrimonio espiritual[31].
Toda esta unión con Dios, fruto de la Gracia, implica una vida contemplativa (por estar contemplando al  misterio de Dios) que es, a su vez, fuente de una vida “activa”. El episodio de Marta y María[32] no implica un desprecio para con el “estar haciendo” sino una sutil advertencia: quien se focalice en las muchas cosas que está haciendo, olvidado de lo más importante (la contemplación amorosa del misterio de Dios), sufrirá una nueva paradoja: no podrá hacer bien las muchas cosas que está haciendo. Quien se focalice en Dios, en cambio, podrá “ocuparse de muchas cosas” con la milagrosa (por la Gracia) eficiencia de una vida de obras que emanan de una Gracia contemplativa (como fueron muchas vidas de muchos santos que hicieron grandes empresas). Para decirlo en términos antiguos, la vida contemplativa lleva a la acción, como del centro del tronco emergen las ramas; si el centro se seca, así las ramas. La razón instrumental ha invertido el orden: ve los efectos pero no la causa[33]. La causa del hacer está en el contemplar; acción sin contemplación es moverse sin rumbo, sin proyecto y sin pasión y, finalmente, morir en la repetición de un paradigma mecánico y robótico.
Ese amor contemplativo total a Dios no implica el desprecio a las creaturas[34], sino al contrario, un amor a todos los seres humanos como Dios los ve y los ama, y un amor hacia todas las creaturas al ver en ellas la magnificencia de su creador. El amor al prójimo emerge precisamente del amor a Dios. La unión con Dios no conduce al solipsismo ni al autismo, al contrario, enfatiza la mirada a la realidad como lo creado, y dentro de lo creado, la mirada al toda creatura como hermana en la creación.
Si pensamos que todo esto es un mundo a parte de la acción empresarial, entonces verdaderamente no terminamos de hacer carme la santificación del laicado ni las explicaciones efectuadas sobre la vocación, el pro-yecto, el des-prendimiento como fuente de emprendimiento y la contemplación como fuente de acción, o que, en última instancia, seguimos viendo al mercado como un mal irredimible. Sólo por ello nos puede resultar todo esto como conceptualmente extraño, que no es lo mismo que humanamente…. ¿Difìcil? Más allá de difícil, pero volveremos a ello más adelante.

4.3.                        La mirada al otro en tanto otro
Pero falta un tema implícito en todo lo anterior pero indispensable para darle una adecuada conclusión.
En la filosofía contemporánea se ha enfatizado el tema del “otro” en la relación de diálogo[35], como ya habíamos explicado en el punto 4.1. Desde el punto de vista de una antropología católica, esto es fundamental. La santificación del mundo de la vida implica precisamente un acostumbramiento a mirar al otro en tanto otro, esto es, como una persona, creada a imagen y semejanza de Dios, fin en sí mismo en ese sentido y nunca, por ende, como un mero engranaje al servicio de otros planes (aunque esos planes tengan buena intención). La mirada al otro en tanto otro implica, precisamente, desgajar nuestra mirada desde una razón instrumental, donde el otro es “calculado”, no “mirado como otro”: calculado en tanto sólo importe su eficiencia para los propios planes, evaluado sólo en tanto “eso”: una relación yo-eso[36], no yo-tú.
Obviamente, sin las aclaraciones efectuadas en el referido punto 4.1, todo esto es lo que se aduce precisamente como contrario a la vida comercial y empresarial, pero ya hemos aclarado que la cuestión radica en mirar al otro sólo como instrumento, olvidando su “otreidad”. Ya hemos aclarado también que esta sutil diferencia de enfoques en tanto a la mirada no pasa por la ley humana positiva. Pero agreguemos ahora lo siguiente:
-         esta mirada al otro en tanto otro constituye lo central de la vida cristiana en tanto cristiana, y debe darse no sólo en la vida empresarial sino en todos los aspectos de la vida humana, que también pueden verse afectados por el reduccionismo de la sola razón instrumental. El obispo puede ver al sacerdote como mero instrumento, el decano puede ver al profesor como mero instrumento, el profesor puede ver al alumno como mero instrumento. En todos los casos, lo que reconvierte esa mirada en cristiana es ver el otro como alguien cuya dignidad va más allá del cumplimiento eficiente de su rol. Justamente, si hay algo cristiano que caracteriza al poder es el mandamiento de Cristo de ponerse al servicio de aquellos que son “gobernados”[37]. Jesucristo no propone cambiar revolucionariamente las estructuras tradicionales humanas donde debe haber relaciones de jerarquía, sino reconvertirlas en servicio a; incluso todo el cristianismo reconvierte el Dominus de Dios al hombre en “os he llamado amigos”[38]. Un “servicio” donde el gobierno legítimo no se coloca a su vez como un mero instrumento, sino un servicio que es tal justamente porque la mirada es al otro en tanto otro. Este es así, volvemos a aclarar, en todos los ámbitos donde el mundo de la vida sea re-convertido por el cristianismo y por ende el solo reduccionismo de la razón instrumental sea superado por el amor al otro que constituye la esencia de toda aquella santificación de la que hablábamos en el punto anterior. Ya no hay amo ni esclavo sino todos hermanos del mismo Dios.
-         Tal vez fue esta la intuición que tuvo Juan Pablo II cuando en la Laborem excercens[39] distinguió entre trabajo en sentido subjetivo y objetivo[40]. En aquel momento, en algunos debates se preguntaba por la relación de todo esto con la fijación de salarios, y yo mismo intervine en su momento[41]. Pero ahora mi preocupación es otra: en qué medida Juan Pablo II, fiel a su tradición personalista, no estaba pensando en algo aún más importante: cómo insertar esa dignidad humana, no reducible a su sola productividad, en lo económico, donde la productividad del trabajo tiene una relación necesaria con el nivel de salarios. Un intento de respuesta, en cuanto a debates sobre salario justo, salario libre, salario mínimo, etc., ya la dí en su momento y mantengo sus lineamientos generales[42], pero lo que ahora nos interesa es otra cosa. La preocupación de Juan Pablo II iba más allá de este debate, va por el tema de la dignidad de la persona más allá de la utilidad que el trabajo de una persona pueda tener respecto de otra, y esa preocupación no sólo es totalmente legítima sino que constituye parte del centro de toda ética cristiana. Y, en el tema que nos ocupa, tiene que ver con esa mirada que todo cristiano debe dar a otra persona en tanto otra, más allá del rol que esté cumpliendo y las exigencias que por justicia deba cumplir.
-         Esta última cuestión –las exigencias que una persona deba cumplir en justicia- no es ajena al cristianismo ni contrapuesta con la mirada al otro en tanto otro. Todo lo escrito en este libro manifiesta que el cristianismo nada tiene que ver con la holgazanería ni con vivir sin trabajar[43]. Que en una relación de trabajo ambas personas deban “mirarse como tales” no quita en absoluto que no se deban cumplir las pautas del contrato laboral, no sólo no lo quita sino que todo cristiano debe también, precisamente por la santificación de su trabajo, ver a su trabajo, si es empleado, como pro-yecto más allá de la justa rentabilidad (salario) de su trabajo. Por ende, que un cristiano deba ser eficiente en su trabajo es totalmente compatible con que su dignidad no se reduzca sólo a su eficiencia. Pero esto tiene una razón adicional una vez que lo miramos desde la ética de la escasez. El trabajo rentado tiene que ver siempre con una demanda de trabajo como factor de producción, producción de bienes y servicios demandados por los consumidores. Si no hubiera escasez, no habría problema económico y podríamos gastar los factores de producción con total despreocupación. Pero dado que “hay” escasez, entonces es justo que los factores de producción sean economizados –esto es, combinados del modo menos costoso posible- en función de la demanda de los consumidores, que señalan lo prioritario en el mercado. Entonces es justo, a su vez, que, para minimizar la escasez –que es parte del bien común- una persona sea pagada en función de su producción para esos bienes y servicios escasos. Si alguien pretendiera ser pagado por algo que los consumidores no demandan, entonces estaría privilegiando su bien particular sobre el bien común. Yo, por ejemplo, vivo de ser profesor de filosofía. Pero si (Dios no lo quiera) todas las personas dejaran de demandar todos los servicios académicos relacionados con mi profesión, ¿hasta qué punto sería justo que las personas tuvieran que derivar coactivamente sus recursos hacia mí? ¿Hasta qué punto sería justo que las demás personas tuvieran que seguir pagando un servicio que no demandan? Porque lo que está en juego es la escasez. Si las personas deciden emplear sus recursos en otros bienes y servicios y no en clases de filosofía, pero se las obliga a hacerlo, tendrán menos para demandar aquello que para ellas es prioritario. ¿Es eso justo? Supongamos que alguien dice que sí porque la filosofía “es muy importante en sí misma”. Entonces hay dos alternativas. Una, sin coaccionar a nadie, es financiarla con una fundación sin fines de lucro. Justamente, cuanto mejor funcione el mercado, los recursos disponibles para este tipo de actividades serán mayores. Segundo, financiarla desde el gobierno pero ahora vemos la dificultad ética de esta solución: ello no es una inversión, sino un gasto, cuyos recursos se obtienen coactivamente de impuestos y por ende menores serán los recursos que las personas tienen y que libremente habrían utilizado en otras actividades. Desde una ética cristiana el tema queda abierto pero al menos “advertido”: no podemos seguir pensando en este tipo de soluciones como si la escasez no existiera y como si los gobiernos fueran el mismo Jesucristo multiplicando los peces sin costo para nadie.
Pero entonces, volviendo a nuestro tema, es justo que un cristiano vea la perspectiva “objetiva” (en términos de Juan Pablo II) de su trabajo, su “utilidad”, aunque no deba ser reducido a ella. Qué hacer con personas que tienen capacidades especiales que no puedan insertarse en un mercado laboral tradicional es otra cosa, y con justicia se pueden emplear para ello soluciones ya estatales ya privadas, pero en la medida que podamos trabajar normalmente debemos hacerlo. En última instancia, todos debemos tener, como Spinoza, nuestro cristal que pulir. Ojalá ello pudiera ser el pro-yecto de nuestra existencia, pero si no, no es justo pedir ser subsidiados en la medida que los recursos sean escasos. Por ende una ética cristiana de la producción implica ambas cosas: una mirada al otro en tanto otro, más allá de “para qué sirva”, y a su vez, una justa ponderación de la utilidad de su labor, como un principio básico del bien común dada la escasez de recursos.
- Con todo esto llegamos al punto central de la ética empresarial que queríamos destacar en esta “mirada al otro en tanto otro”. La tan estudiada “responsabilidad social” del empresario tiene en este punto algo fundamental, que no pasa por habituales gastos a actividades de bien público no rentables. Que, incluso, pueden ser calculadas aburridamente igual que otro gasto del presupuesto, y quedar así absorbidas por el reduccionismo de la racionalidad instrumental. La especial responsabilidad que un empresario cristiano tiene ante su prójimo es tratarlo y mirarlo como otro, lo cual implica la educación de virtudes muy especiales que sólo un contexto cristiano puede otorgar.
Para esto, empresarios y gerentes[44] cristianos, si lo son, deben “abajarse” a su empleado y tratarlo como prójimo: ir hacia donde está, hablar con él, mirarlo a los ojos con una mirada cristiana. Nos hemos acostumbrado –y no sólo en las empresas- a estructuras donde los que toman las decisiones están escondidos, ocultos, no aparecen como personas ante su “personal”. Los cristianos nos hemos acostumbrado a trabajar así, mientras hablamos de responsabilidad social, que queda encerrada nuevamente en los cánones de la racionalidad instrumental. Los cristianos no nos hemos tomado en serio lo que el Génesis relata: “…Yahvéh Dios se paseaba por el jardín a la hora de la brisa…[45]”, ni nos hemos tomado en serio al Nuevo Testamento donde Cristo es el primero en hablar y dialogar[46] Somos capaces de donar millones a personas lejanas y desconocidas pero incapaces de bajar dos pisos y hablar con quien justamente no nos reporta con ese diálogo ningún beneficio monetario. No nos hemos acostumbrado al lenguaje dialógico ni al diálogo crítico, tememos perder autoridad porque en el fondo carecemos de la autoridad moral del ser cristiano y seguimos encerrados en la dialéctica anticristiana del amo y el esclavo. Lo que muestra verdaderamente a la santidad del empresario no es sólo, por ende, su pro-yecto y su desprendimiento, sino este trato, esta mirada, que, si falta, falta porque en el fondo no hay cristianismo vivido, sino meramente declamado y muerto en el desierto de la burocracia instrumental. Por supuesto, podríamos terminar esto con el Evangelio, si de antropología cristiana se trata: “Para los hombres, es imposible, mas no para Dios, porque todo es posible para Dios”[47].






[1]Ver Sirico, Robert, The Entrepreneurial Vocation, op.cit.
[2]Vaticano II, op.cit., Lumen gentium, Nº 31.
[3]“…Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1).” Op.cit., Nº 32.
[4]Gaudium et spes, op.cit., Nº 47-52.
[5]Op.cit., Nº 49.
[6][Online] disponible en www.imdb.com/title/tt0119643/, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[7][Online] disponible en www.imsdb.com/scripts/Meet-Joe-Black.htm, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[8]Hemos tratado este tema en Zanotti, Gabriel, Existencia humana y misterio de Dios, Tucumán: UNSTA, 2008.
[9]Lumen gentium, op.cit., Nº 36.
[10]Veamos un ejemplo típico: Sans, Georg, “Que queda de Marx después de 1989”,  Criterio Nº 2355, 2009.
[11]Grondona, Mariano, Las condiciones culturales del desarrollo económico, Buenos Aires: Ariel-Planeta, 1999.
[12]Op.cit., XV, 13.
[13]Biblia de Jerusalen, op.cit., Gn 15.
[14]Pieper, Josef, El ocio y la vida intelectual, Madrid: Rialp, 1962.
[15]Heidegger, Martin, ¿Qué quiere decir pensar?, 1952. [Online] disponible en www.heideggeriana.com.ar/textos/decir_pensar.htm, acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[16]Ver al respecto Weisheipl, James A., Tomás de Aquino, Vida, Obras y Doctrina, Pamplona: EUNSA, 1994.
[17]Ver al respecto Escrivá de Balaguer, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Escrivá de Balaguer, Madrid: Rialp, 1986. Aclaremos algo: hemos observado que en general citan a Escrivá de Balaguer sólo los que pertenecen al Opus Dei y los que no, no lo citan por temor a esa identificación. Pero para nosotros es injusto no citar a un autor por esos motivos. Nosotros citamos a todos.
[18]Juan Pablo II, “Carta Apostólica de Juan Pablo II a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud”, en L´Osservatore Romano, 31 de Marzo de 1985.
[19]Algo en lo cual Sirico, op.cit., se detiene particularmente.
[20]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mt 26, 39.
[21]Derisi, Octavio Nicolás, Los fundamentos metafísicos del orden moral, op.cit., y Santo Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, op.cit, Libro I, cap 91.
[22]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mt 16,24-25.
[23]Ver Zanotti, Gabriel J., Hacia una hermenéutica realista, op.cit., cap. 3.
[24]San Juan de la Cruz, Poesía completa y comentarios en prosa, Buenos Aires: Planeta, 2000.
[25]Santa Teresa, Obras Completas, Burgos: Editorial Monte Carmelo, 1998.
[26]Stein, Edit, Ciencia de la cruz, Burgos: Editorial Monte Carmelo, 1994.
[27]Op.cit., p. 252.
[28]Ver Quiles, Ismael, Filosofía Budista, Buenos Aires: Troquel, 1968. Segunda parte.
[29]Ver Maritain, Jacques, Los grados del saber, Buenos Aires: Club de Lectores, 1983: cap. 3. Segunda parte.
[30]San Juan de la Cruz, Poesía completa…, op.cit., Cántico Espiritual.
[31]Stein, Edit, Ciencia de la cruz, op.cit, II, 3.
[32]Biblia de Jesuralen, op.cit., Lc 10, 38-42.
[33]He tratado este tema en Zanotti, Gabriel, Existencia humana y misterio de Dios, op.cit.
[34]Ver Escrivá de Balaguer, J., “Hacia la santidad”, en Amigos de Dios, Buenos Aires: Buenos Aires Edita, 1991.
[35]Ver por ejemplo Levinas, Emmanuel, La huella del otro, Barcelona: Taurus, 2000.
[36]Buber, Martín, Yo y tu, op.cit.
[37]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mc 10, 41-45.
[38]Biblia de Jerusalén, op.cit., Jn 15, 15.
[39]Juan Pablo II, “Enc. Laborem exercens”,  en L´Osservatoere Romano, 20 de Septiembre de 1981.
[40]Op.cit., 6.
[41]Ver Zanotti, Gabriel, “Una encíclica discutida”, en Rumbo Social Nº 30, 1985.
[42]Zanotti, Gabriel, Economía de mercado y Doctrina Social de la Iglesia, op.cit., cap. 4: 1.
[43]Biblia de Jerusalén, op.cit., T. III, 7-12.
[44]Sobre la distinción entre gerentes y empresarios, ver Mises, Ludwig von, La Acción Humana, op.cit, cap. 15: 10.
[45]Biblia de Jerusalén, op.cit., Gn 3, 8.
[46]Biblia de Jerusalén, op.cit., Jn 4 1-14.
[47]Biblia de Jerusalén, op.cit., Mc 10, 27.

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