La historia de la humanidad ha sido, lamentablemente, la historia de las
conquistas, de las guerras, de la matanza y tortura de los enemigos, y lo sigue
siendo. La Historia como relato ha endiosado la vida de conquistadores que no
hacían más que avanzar sobre todo lo que querían, arrebatar sus tierras y matar
a todo el que se le pusiera en frente. Ese mismo relato ha enaltecido las
virtudes guerreras de espartanos y romanos y se ha burlado del comercio de los
pacíficos fenicios. Si, esa ha sido la historia y nuestra Historia, pero no
nuestro progreso. Lamentablemente casi todos siguen pensando con Hobbes y Marx
que la guerra es el precio del progreso y de la evolución, y casi todos han
despreciado o ignorado a los voces solitarias de Mises y Hayek –los liberales,
qué malos, no?- que han consagrado su vida a explicar que la evolución de la
humanidad es la guerra contra la guerra; que la evolución es la salida de la
guerra, que el progreso es la evolución de la cooperación social (Mises) y del common law (Hayek) que, entre
gobernantes y pueblos sedientos de sangre, abrieron paso al tan denostado
liberalismo. El cual, como dijera Ortega, es un milagro de generosidad
institucional: que las mayorías no opriman a las minorías; y de allí también
evolucionó el debido proceso, el derecho penal liberal, el Estado de Derecho,
el juicio justo, por el cual todos deberíamos estar libres de toda coacción
arbitraria (Hayek).
Durante un tiempo algunos pueblos lograron internalizar estos casi
milagrosos acuerdos institucionales, y se convirtieron en sociedades
locke-ianas, donde todos respetan los derechos de todos, en paz y en libre
comercio (libre comercio: qué mal, no?) y, si alguno no, tiene el derecho al
debido proceso, a la defensa en juicio, que las garantías de nuestro artículo
18 consagrara en uno de sus más bellos y venerables pasajes.
Pero el inconsciente –El malestar de la cultura, Freud- parece ser más
hobbesiano. A veces me pregunto si una filosofía de la historia no podría
concebir la historia de la humanidad como la lucha entre dos tendencias
antagónicas. Una, la de la libertad, que exige el control de la violencia
animal, de la venganza bestial, del morbo de la sangre, y las tendencias más
oscuras de nuestro inconsciente reprimido, de ese niño perverso polimorfo que
deviene luego en la historia del sadomasoquismo del amo y del esclavo (Fromm).
El liberalismo es un complejo e inestable triunfo del super-yo. La otra
tendencia es la historia de las guerras, o sea, casi, la historia.
Así, ante situaciones extremas de violencia, las personas reaccionan
como pueden, pero, sobre todo, con su cerebro animal. Es comprensible, todo es
comprensible. Yo comprendo todo: comprendo al delincuente que ataca drogado y
con su cerebro destruido a los 15 años, que probablemente no lo hubiera hecho de
nacer en otra contención familiar; comprendo a la víctima que reacciona como
puede, también comprendo a los violadores y a los abusadores de niños, también
comprendo a las masas que votan por dictadores, también comprendo a Hitler, a
Stalin y al mismo Diablo si es necesario: desde la psicología y la religión
todo se comprende y todo puede ser perdonado, (menos el pobre Diablo) pero nada
de lo que es malo puede, sin embargo, ser justificado.
Que un delincuente, después de haber sido reducido e inmovilizado, por
la policía, los vecinos o los marcianos, sea sometido a un juicio popular que
dictamine torturas, patadas en la cabeza y muerte, es una bestialidad igual que
la del delincuente que mató a sus víctimas. Todo se comprende, todo se perdona,
pero nada de ello se justifica. Hay que saber que es una bestialidad, hay que
saber que nada de lo que hayamos sufrido justifica la venganza y el asesinato.
Los que sí lo creen (espero, por supuesto, movidos por sus pasiones
sueltas más que por su inteligencia), no se dan cuenta que han cruzado el mismo
límite que cruzaron los guerrilleros que pasaron de su Marx a sus asesinatos de
niños, mujeres, varones y marcianos capitalistas; el mismo límite que cruzaron
militares y civiles que justificaron moralmente –otra vez, como venganza- los
secuestros y asesinatos como estrategia bélica; el mismo límite que cruzó Bush (criticado
seguramente por muchos que ahora lo llamarían como el comandante de su
vivienda), pasando de la legítima defensa de su pueblo a convertir EEUU en una
nueva URSS pero con McDonals. Ese es el límite que nunca hay que cruzar, porque
al cruzarlo nos convertimos, precisamente, en lo mismo que nos ha atacado,
perdiendo nuestra propia identidad y dignidad.
No está en juego, por ende, la legítima defensa, por la cual podemos
detener y reducir a un agresor, sino la violación deliberada del debido proceso
al cual el delincuente, sea quien fuere, tiene derecho[1].
No está en juego, tampoco, la crítica a un estado que, queriendo ser
omnipresente, se ha hecho ausente en aquello que más le pertenece, la seguridad
(dejemos de lado hoy el debate con el anarco-capitalismo). Tampoco es cuestión
de que me digan que ya veré si a mí me pasa, porque estoy escribiendo,
precisamente, desde la razón y no desde la venganza, y tampoco es cuestión que
me digan que les diga esto a los delincuentes, porque ellos no son los
destinatarios de estas líneas, sino los supuestos no-delincuentes que de la
noche a la mañana pasan a ser culpables de asesinato doloso agravado. Escribo,
como siempre, porque tengo esperanza en la razón, porque de lo contrario, ¿para
qué escribir? Si las sociedades humanas son inexorablemente hobbesianas, si el
liberalismo, con su debido proceso, sus garantías procesales, fue sólo un bello
sueño, ¿para qué seguir? Pero no, seguiré proclamando la paz de la razón
porque, a pesar del malestar de la cultura, a pesar de nuestro cerebro reptil y
nuestro inconsciente reprimido, la humanidad es también Gandhi, es también
Mandela, es también el common law (británico)
que ellos defendieron, es también la paz no heroica pero posible
explicada por Smith, Hume, Kant; es también la esperanza de que no terminemos
todos en el hongo atómico de nuestras venganzas. Hasta que la radiación no me
mate, seguiré, desde la razón, llamando a la razón, esperanzado en el impacto
civilizatorio del judeo-cristianismo: no matarás.
[1] El objetivo de la legítima defensa es detener al agresor: NO es matar al
agresor. Si por una consecuencia no directamente intentada, pero prevista, el
agresor muere, ello está justificado sólo en la medida que la defensa haya
buscado sólo la protección de la propia vida y haya sido proporcionada.
Clarísimo, Gabriel. Moralmente hablando, no debería haber discusión.
ResponderEliminarEl problema es que se mezclan las emociones y las fuerzas reprimidas (entre ellas, la impotencia de la gente frente al cinismo del gobierno que niega lo que la gente sufre a diario) más la sensación de que no hay castigo, ni para el ladrón de Puerto Madero y El Calafate, ni para el punga de Liniers, y ahí es cuando se arma el merequetengue de "justificaciones" y atenuantes. La gente piensa (no sin razón) que si no hace justicia ya, no habrá justicia nunca. Se descree de la ley, es tremendo.
Ojalá desde arriba bajen ejemplos, pruebas y hechos que disuelvan ese preconcepto de que no hay justicia, para tranquilidad de todos.