(Este breve artículo fue escrito en Guatemala el 11 de Marzo de 2004).
Rodea a los libros una áurea de misterio y
solemnidad que los convierten en casi inaccesibles, sobre todo para quienes no los
escriben. Sin embargo, no es tan así, si bien, como explicaremos, es verdad que
tienen cierta participación en cierto misterio.
Un libro surge cuando alguien tiene algo que
decir. En ese sentido, un libro no es algo tan diferente a una carta. Como dice
Jaime Nubiola, para escribir hay que acostumbrarse a escribir cartas. Una carta
consiste, sencillamente, en algo que queremos contar a alguien. Un mínimo orden
hay que tener para escribirla. Pues bien, no es tan diferente a escribir un
libro. Sencillamente, tratamos de incrementar ese orden, esa sistematicidad,
todo lo cual es inútil si no tenemos lo básico: algo que decir. Y para tener
algo que decir hay que tener algo que…. Vivir. Un libro es un relato de una
experiencia vital. Y una de las experiencias vitales más apasionantes es buscar
la verdad. ¿No es acaso apasionante querer contar el resultado?
Los libros surgen también, a veces, de clases,
de cursos, de conferencias. Pero una clase tampoco es algo inaccesible. Me
refiero a dar una clase. Porque dar clase es como conversar. Es lo mismo que
estar sentado, charlando. Vamos a suponer que queremos explicar algo a alguien,
que requiere cierta claridad. Si tuviéramos un pizarrón al lado, nos podríamos
de pie, tomaríamos un trocito de yeso y comenzaríamos a garabatear en el
pizarrón. Y estaríamos dando clase. Luego alguien que no estuvo nos preguntaría
en torno a qué giró la conversación y…. Estaríamos escribiendo un libro.
Pero, ¿qué significan los libros en nuestra
cultura?
Para responder esa pregunta, me voy a permitir
hacer cuatro analogías. Cuatro formas que el libro tiene de “participar en”
ciertas otras cosas muy caras a nuestros anhelos más profundos.
En primer lugar, el libro es una participación
en la palabra. Y la palabra es una de las características más preciadas y
apasionantes de nuestra humanidad. Tan es así que los que creemos en un Dios
que además se hizo hombre, creemos que “en el principio era la palabra”.
Palabra que no es sólo una paloma mensajera de un mundo que puede prescindir de
ella, sino que es parte esencial de un mundo humano que le es concomitante. Y
por eso la palabra escrita, ese logro tan extraordinario de nuestra humanidad,
fue y es un modo de decir: aquí estamos nosotros.
En segundo lugar, dado lo anterior, el libro es
una participación en nuestro anhelo de eternidad. Los humanos nos enfrentamos
con nuestra finitud, con nuestro absoluto modo de ser mortal, pero hemos
encontrado en la palabra escrita, plasmada en el libro, un especial modo de
perpetuarnos, de no morir, de seguir hablando a pesar de nuestro agotamiento
existencial. El libro queda allí. Tomar un libro muy antiguo, escrito por
personas que murieron hace siglos, es una especial experiencia de resurrección.
Uno toca sus páginas como acariciando la existencia desaparecida, como
diciéndole: mira, yo te estoy escuchando….
Por eso mismo, el libro es una participación en
lo sagrado. No estrictamente, pero casi. Perdonen los no creyentes por la
analogía, pero estoy seguro que la tomarán como de quien viene, como de alguien
que cree. El libro, como el sagrario en una iglesia, allí está. En un santo
silencio, discreción y quietud. Esperando. El libro, colocado allí en esos
misteriosos anaqueles, espera al lector. No lo persigue. No hace escándalo. No
hace ruido. No coacciona. No ataca. No hace ese proselitismo torturante al cual
se han acostumbrado ciertos políticos o vendedores de seguros, que es una forma
sutil de violencia. No, ellos tienen paciencia. Lo que dicen puede ser muy
importante, pero sus páginas no se abren por la fuerza. Cuando el lector llega,
llegó. Y el libro habló. Los profesores deberíamos aprender de los libros…
Y por eso, como cuarto tema, el libro es una
participación en la contemplación y en la oración. Frente a ciertos usos y
costumbres que estimulan un activismo, que desprecia la quietud del “santo-no hacer-nada-del-pensamiento”,
el libro estimula la mejor acción, el mejor hacer: el pensar, el reflexionar,
sin los cuales ninguna acción -no nos queremos convencer de ello- es
fructífera. Los libros no son objeto de entretenimiento para las vacaciones.
Los libros no son para el momento de descanso. Los libros deben ser un
acompañamiento esencial de nuestra vida, son nuestro trabajo existencial más
profundo, por más que tengamos que leerlos en el aeropuerto, en el ómnibus, o
en el baño a escondidas de cierto jefe, por más esfuerzo que eso signifique.
Cada libro leído es un triunfo arrancado a esa sociedad exitista que nos dice
que nos movamos, que hagamos algo. Cada vez que cerramos un libro terminado, le
hemos ganado una batalla a la incomprensión. Cada página meditada es un bálsamo
de agua para el espíritu sediento en medio del desierto del hacer y hacer sin
sentido.
Por último, una vez que escribimos un libro, y
logramos publicarlo, calma. No molestemos. Dejemos en paz al amigo, no
persigamos a supuestos lectores con nuestra supuesta gran obra que, en el
fondo…. No sabemos cuán importante es. No busquemos la fama, tampoco la
riqueza, porque no era ese el objetivo de esa carta larga que llamamos libro.
Si viene la fama (cierta pequeña fama no es más que el afecto de nuestros
amigos) que venga, pero abramos ante ella la humildad existencial, de sabernos
humanos en medio de consecuencias desconocidas y guiadas por la Providencia.
Como dijo mi padre, Luis Jorge: los libros son como las botellas echadas al
mar. Dios velará por ellas.
gran homenaje a los libros, Gabriel. Que bueno sería poder dedicarles mas tiempo! Recuerdo que en la adolescencia leía, como mínimo, uno por semana, y cuando no tenía nada nuevo para leer, releía algo. En la actualidad, entre los que me regalan y los que compro, no se cuantos tengo ya juntando polvo, arrumbados por ahí y todavía vírgenes, esperando que en algún momento los lea. Y bue.
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