(De mi libro JudeoCristianismo, Civiización Occidental y Libertad, Instituto Acton, 2018, cap. 6)
1. El discurso en sí mismo
Benedicto
XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos
interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo
influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos
temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la
Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por
Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores del
s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la recta
relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a
principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su
discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el
problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad.
Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es
su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada
una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spe
salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta
última firmada por Francisco).
El
discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el
discurso de la “reforma y continuidad”
del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un Vaticano II como
enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en
lo contingente y ha sido una continuidad en lo esencial.
Benedicto
XVI va directamente al punto: “el Concilio debía
determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[1].
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto
sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue:
“Esta relación tuvo un inicio muy problemático
con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la
"religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen
del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a
la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un
liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían
abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines,
proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado
en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales
condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no
había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también
eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de
la edad moderna” (las itálicas son nuestras).
Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y
Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había
evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana
laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y
con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad
cristiana:
“La gente se daba cuenta[2]
de que la revolución americana había
ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias
radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a
reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[3], impuesto por su
mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender
la totalidad de la realidad. Así,
ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el
período entre las dos guerras mundiales, y más
aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un
Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que
vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”.
(Las negritas son nuestras).
Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado,
imposible.
Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en la
década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[4]:
1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas”.
2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la
relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.
3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más
general el problema de la tolerancia religiosa”[5].
El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas
preguntas; una respuesta que no
contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba
dentro de lo que no la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen
un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no
nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es
claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema,
podría emerger una cierta forma de
discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una
discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas
concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho
fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea,
se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas
distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que no se abandona la continuidad con los
principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “en
este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la
naturaleza de la verdadera reforma”.
¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las
aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.
Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad debíamos
aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por
ejemplo, ciertas formas concretas de
liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente
porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era
necesario aprender a reconocer que, en
esas decisiones, sólo los principios
expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la
decisión desde dentro.
En cambio, no
son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación
histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos
nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere
sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están
motivadas desde un fondo no
contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su
margen de contingencia.
Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro
es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de
liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más
significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.
“Por ejemplo, si la libertad de religión se considera
como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por
consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa
impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la
priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la
verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad
interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una
necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca
de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe
hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el
decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo
de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en
plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de
los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la
libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es
consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II
(aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más
profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio
esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado,
históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio
intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.
Pero entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una
tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes
sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es
la de la Iglesia antigua: “La
Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los
responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que
oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en
Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia
fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse
propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son
nuestras).
2. La enseñanza de todo esto en
relación a lo opinable
Pero
alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es,
finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había
afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?
Varias
veces hemos dicho[6]
–y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos
elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la
circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en
determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento
histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues
bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del
Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del
Magisterio pontificio[7],
sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos
que se podrían haber evitado.
Es
por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de
“acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos
tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión
intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y/o no
constitucionales o republicanos.
Ojalá
alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[8].
Muchos
han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún
reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero hay que hablar,
porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del
magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado,
tenemos un trágico ejemplo –que ya ha
implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla,
sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.
El
magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar
al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el
Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de
rechazar a los totalitarismos del s. XX.
Pero
ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de
lo que va en contra de la Fe.
Las
afirmaciones positivas, en cambio
–igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.
Si
el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las
opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran,
en cambio, más opinables.
¿Y
no era lo que había establecido claramente León XIII?
Si,
al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de
gobierno. Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen
político que fue heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de
las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica
entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[9].
Los
estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad
del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto.
Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar
libremente su Fe.
O
sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.
La
pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de
la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado
con la certeza que la Veritatis splendor
atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en
contra de una moral de situación[10]?
Obviamente,
no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial
a la Fe Católica?
Pero
tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural
secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de
libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.
En
realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del
acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de
Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera
atemporal.
Pero
apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese principio es
analógica y entra en el ámbito de lo opinable[11].
En
realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras
que sus diversas aplicaciones históricas son en hipótesis y opinables.
En
ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los
sistemas democrático-constitucionales actuales donde se corta con la igualdad
entre bautismo y ciudadanía. Lo que
Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen
político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber
hecho era dejar a los laicos de los
estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias
y no condenar sin nombrarlos a los
liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia
personal e histórica, pero es una
enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan
inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo
que siempre es inmoral es imponer la
Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto
de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan
Pablo II[12].
La
Dignitatis humanae, al afirmar el
derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y no por la dignidad de ser bautizado,
sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad
dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a
ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una
confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de
las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta
cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el
magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[13].
Si
no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y
lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no
tendría sentido. Porque no está en
debate ni la libertad del acto de Fe ni
la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal,
sino la relación necesaria entre
bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma,
y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia
religiosa sin la coacción del
gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de
cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”,
cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a
repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado
a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo
paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar
convencido el primer Pío IX. La
libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una
visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones
intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la
transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la
mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los
escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy
interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de
conciencia de la libertad religiosa[14].
Sobre
la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefebvre
a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad
del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria
relación entre bautismo y ciudadanía como
la necesaria relación entre democracia constitucional y la libertad del
acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como
cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los
laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra
cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y
límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo
paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco
una Dignitatis humanae que dejara sin
aclarar –más allá de una proposición voluntarista[15]– su
no contradicción con el magisterio anterior.
Coherentemente
con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y
autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha
sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de
modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los
cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos
preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no
había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo
hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que fundar un
Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta objeción
tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado por
emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder
opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a
esta objeción. El se preguntaba qué
habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus
límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o
habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la
violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados.
Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de
nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución
para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que
fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una
forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado,
pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que
fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[16].
Todo esto es una
enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable.
Esto sigue sucediendo en otros
temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.
[1]El discurso completo puede verse en: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.
[2] La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI,
sí se dio cuenta.
[3] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los
debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.
[4] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple
comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar
“lo que quiso decir….”.
[5] Este es el contexto completo de las tres preguntas:
“Se podría decir que ahora, en la hora
del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban
una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre
la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las
ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta
escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la
interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su
comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la
interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a
ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas
religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una
convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de
practicar su religión. En tercer
lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la
tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la
relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante
los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una
mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario
valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de
Israel”.
[6]
“La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo,
Sociedad Libre y Opción por los pobres, Santiago de Chile, Centro de
Estudios Públicos, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su
relevancia actual”, op. cit.; “Sobre
lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.
[7]
Lo hemos dicho en Zanotti, G. J., La
devaluación del magisterio pontificio, en
http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.
[8] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.
[9] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad
religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de
conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel
jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa
o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de
indiferencia política –del Estado– y
no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa,
la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional
entre religión y política.” Rhonheimer, M., Cristianismo
y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp,
2009, p. 109. Agradecemos a Mario Silar esta referencia.
[10]
Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan
implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris
splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su
dogmatismo en temas económico-sociales…
[11] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en 1988 en
nuestro art. Reflexiones sobre la
encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.):
“Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe,
sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar
conforme con la conciencia en privado y en público, y es este ultimo “...y en
público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto
es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa,
lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene
una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa
manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus
manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente,
contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión
pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que
no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana
positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de
los limites debidos”. Pero esos límites son cambiantes según diversas
circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua
hablaba León XIII –que también se aplica a la libertad del acto de fe– en la
ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley
natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias
históricas y lo que nosotros llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13),
donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo
Tomás: “... no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse
de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y
de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos”
(14). Luego, es evidente que si el grado de “manifestación pública” otorgado
por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo–
que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de
grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos
documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas
circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum
fidei ni a los principios morales fundamentales”.
[12]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.
[13] A
su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo paralelo que
Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad
internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha visto, le hemos
dedicado mucha atención– hubiera concluido diciendo “… Por lo tanto, el derecho a la libertad religiosa, tanto como está
reconocido en las constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera
Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias
históricas, no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese
caso la Dignitatis humanae hubiera
tenido la necesidad de ser redactada…
[14] Un tema que se le ha escapado por completo a K.
Polanyi en su clásico libro El sustento
del hombre, Madrid, Autor-Editor, 2009.
[15] “Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que
exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a
Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra
la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las
sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Esto elude el problema, porque el deber del
que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era solamente moral, sino civil.
[16]
Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política, citado por Jorge Velarde Rosso
en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al
pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, p. 161.
Las itálicas son nuestras.
GZ, decís que como consecuencia de tu argumentación según Benedicto XVI “esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas”, y de entre ellas “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”. Esto, incluso hoy más que en los 60, lo trató taxativamente frente al Bundestag alemán. Una maravilla de discurso, puede verse aquí con subítulos en español: https://www.youtube.com/watch?v=CyDKtOknu4Y
ResponderEliminarVeo que en la primera parte citabas lo del Bundestag, daba por seguro que lo conocías.
ResponderEliminarPerdón, te referís al discurso al Parlamento Alemán?
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