domingo, 27 de octubre de 2019
viernes, 25 de octubre de 2019
SOBRE LO QUE ESTÁ SUCEDIENDO EN CHILE: MISES, 1949.
3. The Illusion of the Old Liberals
The masses, the hosts of common men, do not conceive any ideas, sound or unsound. They only choose between the ideologies developed by the intellectual leaders of mankind. But their choice is final and determines the course of events. If they prefer bad doctrines, nothing can prevent disaster.
The social philosophy of the Enlightenment failed to see the dangers that the prevalence of unsound ideas could engender. The objections customarily raised against the rationalism of the classical economists and the utilitarian thinkers are vain. But there was one deficiency in their doctrines. They blithely assumed that what is reasonable will carry on merely on account of its reasonableness. They never gave a thought to the possibility that public opinion could favor spurious ideologies whose realization would harm welfare and well-being and disintegrate social cooperation.
It is fashionable today to disparage those thinkers who criticized the liberal philosophers' faith in the common man. Yet, Burke and Haller, Bonald and de Maistre paid attention to an essential problem which the liberals had neglected. They were more realistic in the appraisal of the masses than their adversaries.
Of course, the conservative thinkers labored under the illusion that the traditional system of paternal government and the rigidity of economic institutions could be preserved. They were full of praise for the ancient regime which had made people prosperous and had even humanized war. But they did not see that it was precisely these achievements that had increased population figures and thus created an excess population for which there was no room left in the old system of economic restrictionism. They shut their eyes to the growth of a class of people which stood outside the pale of the social order they wanted to perpetuate. They failed to suggest any solution to the most burning problem with which mankind had to cope on the eve of the "Industrial Revolution."
Capitalism gave the world what it needed, a higher standard of living for a steadily increasing number of people. But the liberals, the pioneers and supporters of capitalism, overlooked one essential point. [p. 865] A social system, however beneficial, cannot work if it is not supported by public opinion. They did not anticipate the success of the anticapitalistic propaganda. After having nullified the fable of the divine mission of anointed kings, the liberals fell prey to no less illusory doctrines, to the irresistible power of reason, to the infallibility of the volonté générale and to the divine inspiration of majorities. In the long run, they thought, nothing can stop the progressive improvement of social conditions. In unmasking age-old superstitions the philosophy of the Enlightenment has once and for all established the supremacy of reason. The accomplishments of the policies of freedom will provide such an overwhelming demonstration of the blessings of the new ideology that no intelligent man will venture to question it. And, implied the philosophers, the immense majority of people are intelligent and able to think correctly.
It never occurred to the old liberals that the majority could interpret historical experience on the ground of other philosophies. They did not anticipate the popularity which ideas that they would have called reactionary, superstitious, and unreasonable acquired in the nineteenth and twentieth centuries. They were so fully imbued with the assumption that all men are endowed with the faculty of correct reasoning that they entirely misconstrued the meaning of the portents. As they saw it, all these unpleasant events were temporary relapses, accidental episodes to which no importance could be attached by the philosopher looking upon mankind's history sub specie aeternitatis. Whatever the reactionaries might say, there was one fact which they would not be able to deny; namely, that capitalism provided for a rapidly increasing population a steadily improving standard of living.
It was precisely this fact that the immense majority did contest. The essential point in the teachings of all socialist authors, and especially in the teachings of Marx, is the doctrine that capitalism results in a progressive pauperization of the working masses. With regard to the capitalistic countries the fallacy of this theorem can hardly be ignored. With regard to the backward countries, which were only superficially affected by capitalism, the unprecedented increase in population figures does not suggest the interpretation that the masses sink deeper and deeper. These countries are poor when compared with the more advanced countries. Their poverty is the outcome of the rapid growth of population. These peoples have preferred to rear more progeny instead of raising the standard of living to a higher level. That is their own affair. But the fact remains that they had the wealth to prolong the average length of life. It would have been [p. 866] impossible for them to bring up more children if the means of sustenance had not been increased.
Nonetheless not only the Marxians but many allegedly "bourgeois" authors assert that Marx's anticipation of capitalist evolution has been by and large verified by the history of the last hundred years. [p. 867]
lunes, 21 de octubre de 2019
LIBERALES, CONSERVADORES Y NACIONALISTAS, METIDOS EN SU QUINTITA.
Ayer encendí el televisor para ver algo del debate. Me encontré con Espert
diciendo a Macri y a Fernández: “muchachos, abrácense”.
Apagué el televisor.
El firmante no tiene necesidad de aclarar su adhesión a las ideas liberales
ni tampoco su adhesión a los principios cristianos que se manifiestan en muchas
de las palabras de Gómez Centurión.
Saben perfectamente que no van a ganar, que ni siquiera tendrán influencia
en un eventual y milagroso balotaje, y aún así se presentan, restando votos al
milagro.
No entienden que votar por
Macri NO es votar por Macri. En estos momentos (y más después de lo que está pasando en Ecuador y Chile)
que en la Argentina ganara nuevamente el kirchenrismo implica que el Foro de
San Pablo y su violencia tuviera un territorio más en su imperio, con lo cual
el eje comunista-fascista de Rusia-China-Cuba-Venezuela-Farc, más violencia
guerrillera en Ecuador y Chile, tendría en la Argentina un aliado más. A parte de la desastrosa situación interna que
eso va a provocar.
Porque la opción NO es entre
Macri y Fernández, sino entre el orden constitucional y el comunismo.
Listo, así de simple. Si se hubieran dado cuenta, no sólo no se hubieran
presentado, sino que hubieran presentado un frente unido de diputados y
senadores.
Pero no. Unos quieren que la Argentina sea Rothbard, los otros, que sea Pío
IX, Rosas y Menvielle. Unos sólo leen The
libertarian manifiesto, los otros sólo leen a Lugones. Con esa ceguera no
entienden qué está sucediendo, qué es lo que se está jugando.
No se dan cuenta de que, si hay orden constitucional, van a poder seguir
debatiendo si Rothbard o Castellani. Si no, tendrán, muy a su pesar, que
exiliarse en Marte.
Pero no sólo ellos: todos nosotros.
Gracias muchachos. Ustedes sí que deberían abrazarse.
domingo, 20 de octubre de 2019
LA IMPORTANCIA DE LOS PACTOS POLÍTICOS ORIGINARIOS PARA EXPLICAR LAS GRIETAS ACTUALES Y LAS VOTACIONES DECISIVAS.
Había una vez un lugar
donde en 1776, donde algunos, aunque imperfectamente, se pusieron de acuerdo en
que el sujeto de derechos era cada individuo, y que esos derechos tenían su
fuente en Dios. Que por lo tanto el poder debía ser limitado y para eso
redactaron una Constitución limitante del poder y luego una primera enmienda
donde ratificaban los derechos a la libertad religiosa y de expresión.
Mientras esos pactos
políticos permanecen culturalmente, los diversos partidos políticos son
simplemente modos opinables de administrar la cosa pública. El pacto político
se mantiene. Por ende hay un consenso básico sobre lo que J. Rawls llamó “constitutional
essentials”, y en ese sentido no hay grietas tales que impidan la
convivencia política en paz.
En la humanidad
hobbesiana que vivimos, no hay muchos ejemplos más, sólo tal vez la Europa
Occidental de la post-guerra hasta los 60-70, tal vez la España del 74. El
problema es que gran parte de los pactos políticos, habitualmente no muy duraderos,
son posteriores a situaciones bélicas muy traumáticas.
Los colectivismos
metodológicos y ontológicos de corte marxista generan una dinámica revolucionaria
y una violencia tal que quiebran esos pactos políticos y generan las tan
conocidas grietas irreconciliables. Está sucediendo en EEUU, donde los grupos
LGBT se asumen como los nuevos colectivos explotados contra el capitalismo, y
por ello la violencia de los miembros del partido demócrata está llegando a niveles
nunca vistos. En general lo que está
sucediendo es que los marxistas han mutado, inteligentemente, el sujeto colectivo
explotado. Son las mujeres, los gays, los indígenas, el medio ambiente, la
madre tierra, “el pueblo católico”, etc. El capitalismo hetero-patriarcal es el culpable,
el explotador. Y por ende en cada votación se juega el todo por el todo, porque
los nuevos marxistas primero copan la cultura y luego el poder por métodos
hitlerianos (ganando las elecciones). Elecciones de las cuales no hay casi salida
posible.
Por eso, desde un punto de
vista liberal clásico, lo que está sucediendo es que en cada elección no es un
partido contra otro dentro de un mismo sistema, sino el sistema Republicano
versus su completa destrucción.
La mayoría de los
argentinos no pueden ver todo esto. Creen que es una elección más después de la
cual todo va a seguir tal cual. Si, sólo al día siguiente. Y puede ser que las
divisiones internas del peronismo nos salven del desastre total, como antes,
pero eso es lo mismo que un asesino no logre matar porque no supo armar bien
su arma letal.
Quiera Dios que el
asesino que se viene sea ineficiente. Pero es un asesino.
domingo, 13 de octubre de 2019
SOBRE EL CONCILIO VATICANO II
(Del cap. V de mi libro "Judeo-Cristianismo, Civilización Occidental y libertad").
12. El Concilio Vaticano II
Finalmente llega el Concilio Vaticano II
y todas estas ideas son expresadas con toda claridad. Desde luego, el Concilio Vaticano
II tiene implicaciones en ámbitos importantísimos como Liturgia, Sagradas
Escrituras, Eclesiología, etc. A fines de este libro nos enfocaremos en los
siguientes puntos.
12.1. La distinción entre Iglesia y estado
Lo más novedoso del Vaticano II no es el
reconocimiento de la sana laicidad y la autonomía (relativa) de lo temporal,
pues ya hemos visto cómo esos principios estaban muy claros en el Magisterio de
León XIII, Pío XII y Juan XXIII. Lo más novedoso es la sustitución de la
distinción tesis/hipótesis en una sola fórmula. Veamos: “… La comunidad política y la
Iglesia son independientes y
autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por
diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre.
Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos,
cuanto más sana y mejor sea la cooperación
entre ellas, habida cuenta de las
circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al
solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene
íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor
del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de
la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad
evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina
y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y
la responsabilidad políticas del ciudadano” (Gaudium et spes, nº 76).
O sea, más que afirmar
dos situaciones, una ideal y otra tolerable, se afirma un solo principio:
independencia y cooperación. Independencia, por la laicidad del estado;
cooperación, porque el bien común temporal y los derechos del hombre no pueden
entrar en contradicción con su fin sobrenatural. Si esto es “muy general”,
sabiamente afirma el Concilio que “habida cuenta de las circunstancias de lugar
y tiempo”. O sea, ese único principio tiene diversas aplicaciones históricas,
que obviamente tiene que ver con el nivel prudencial y son por ende opinables. Todo
esto es muy cercano a lo afirmado por
Maritain sobre que el “ideal” cristiano debe aplicarse analógicamente a las
diversas circunstancias históricas. Ya veremos más adelante que el Vaticano II
no rechaza que una de esas circunstancias pueda admitir algún tipo de
confesionalidad formal, pero más que colocarlo como tesis, lo coloca como una
de las aplicaciones de ese otro principio único y universal.
12.2. Los derechos personales
Por supuesto, ninguna novedad tampoco en
que se afirmen nuevamente los derechos de la persona frente al poder. Si bien
no hay ni hubo aclaraciones sobre el alcance de ciertas libertades –como la de
expresión o de enseñanza– sin embargo el principio en sí está bien afirmado: “…Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa
dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus
derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite
al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana,
como son el alimento, el vestido, la vivienda[1],
el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación,
al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de
acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada
y a la justa libertad también en materia religiosa”. Al liberal clásico le
parecerá muy poco, sobre todo por el problema de los derechos sociales; al que
critique aún las “libertades de perdición”, le parecerá mucho. Al primero hay
que decirle que lo importante es el principio en sí mismo, más allá de que la
enumeración sea más o menos feliz, luego de que el principio en sí mismo haya
sido lo peligroso, sospechoso o condenado en el Magisterio del s. XIX. Al
segundo hay que decirle lo que ya dijimos: que los derechos del hombre no son
la liberación de sus deberes ante Dios, sino un principio limitante del poder
del estado para que cada ser humano no invada al otro en su intimidad personal
y a la esfera de libertad propia que le corresponde como persona ante las
autoridades legítimas. En todo caso, el
“hasta dónde” las libertades de conciencia, de expresión y de enseñanza, es un
tema legítimamente abierto a la diversidad de opiniones entre los católicos,
siempre que el principio filosófico sea correcto: la ley natural como
fundamento al derecho a la intimidad personal, fundado en la dignidad humana
como creado a imagen y semejanza de Dios, frente a la voluntad arbitraria de
cualquier ser humano.
12.3. La libertad religiosa
Y hablando de derechos personales,
llegamos a un punto fundamental. Había sido el punto de discordia principal
entre dos mundos enfrentados: los Estados Pontificios y el Imperio Napoleónico,
donde la libertad de cultos era más bien un enfrentamiento con la Iglesia más
que cualquier otra cosa. Hemos visto ya suficientemente la evolución de la
situación. Enfrentamiento total por parte de Gregorio XVI; enfrentamiento casi total por parte de Pío IX, “casi”
porque aceptó la aclaración de Dupanloup; moderación por parte de León XIII,
por la distinción tesis/hipótesis y por su elogio a la situación de la Iglesia
en los EE.UU.; adicionales distinciones por parte de Pío XII, sobre todo en el
contexto europeo de 1954; adelantos y sugerencias por parte de Juan XXIII. Pero nunca se había dado el paso a la
afirmación del derecho a la libertad religiosa fundado en la dignidad humana, más
allá, claro, de sus posibles aplicaciones a situaciones históricas diversas.
La definición de libertad religiosa que
da el concilio es la siguiente: “Este Concilio
Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa.
Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue
a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella
en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente
fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la
palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la
persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento
jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho
civil”.
Por supuesto, el
revuelo que se armó, antes y después, fue terrible, como síntoma de que aún
seguían en la Iglesia –y siguen– los estertores de la Mirari vos y la Quanta cura.
Por supuesto, los que se opusieron a la declaración no negaban la libertad del acto de fe, invocada en
la misma declaración. Lo que negaron fueron estas densas palabras: “…y en
público”, porque ellas implicaban poner en igualdad de condiciones jurídicas a
todas las religiones y a los no creyentes, afirmando no una justa tolerancia
histórica, sino un derecho humano fundamental más allá de las circunstancias
“en hipótesis”. La declaración agregaba este párrafo (punto 6): “…Si, consideradas las circunstancias peculiares de los
pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la
ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y
respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y
comunidades religiosas. Finalmente,
la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos,
que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni
ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga
discriminación entre ellos”. O
sea, conforme a lo declarado en la Gaudium
et spes, que afirmaba la autonomía y cooperación entre Iglesia y estado
como sujeta a sus diversas aplicaciones históricas, el Concilio reconoce, en
una proposición condicional, que se puede dar a una comunidad religiosa (no
dice “La Iglesia”) “…un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica
de la sociedad”. Ello implica que la libertad religiosa es plenamente coherente
con una confesionalidad formal y sustancial entre Iglesia y estado. Sin embargo
no se coloca a esa situación “en tesis” y se advierte que ello no debe atentar contra la igualdad
jurídica de los ciudadanos: “…jamás,
ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se
haga discriminación entre ellos”. Y no lo dice una, sino dos veces en el mismo
párrafo: “Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad
jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad,
jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que
no se haga discriminación entre ellos”.
Cabe aclarar de nuestro lado tres cosas
que juzgamos importantes:
1) El documento deja bien claro que no
se trata del indiferentismo religioso, sino del respecto a la libertad del acto
de Fe.
2) El documento no deja de lado el tema de la tolerancia, enfatizado por León XIII
y Pío XII, sino que lo reconvierte de este modo: el error tolerado es un mal menor al lado de un mal mayor, como la
violación del la libertad del acto de Fe.
3) El documento distingue claramente
entre el error y el que yerra, adoptando al respecto la aclaración de Juan
XXIII, superando viejos debates sobre que “el error no tiene derechos”.
Ante esta declaración, las posiciones
han sido las siguientes:
1) Afirmar su completa incompatibilidad
con el Magisterio anterior, desde Gregorio XVI hasta Pío XII; afirmar que el
Magisterio anterior es el verdadero en estas materias, e irreformable, y por
ende sostener una separación con la Iglesia romana a partir de la firma de esta
declaración. Es la posición de quienes adhirieron a Mons. Lefebvre y es la
posición de los sedevacantistas. O sea, un cisma, nada más ni nada menos.
2) Afirmar la continuidad total entre el
magisterio anterior y esta declaración. Continuidad no como “lo mismo” pero sí
como un agregado que en nada contradice
al magisterio anterior.
3) Afirmar la reforma “y” continuidad del Vaticano II en esta como en otras
cuestiones. Fue la posición de Benedicto XVI, que consideramos clave para
resolver esta cuestión, y a la que nos referiremos después.
12.4. La recta autonomía de lo temporal
El Concilio enfrenta con claridad un
problema que ha atravesado todo este libro: una
modernidad católica implica reconocer el ámbito legítimo, propio, tanto de las
autoridades seculares como el de la ciencia, justamente porque esa es la semilla plantada por el Judeocristianismo
en sí mismo, al distinguir entre Dios y lo creado. Lo creado abarca
tanto a los gobiernos humanos como a la naturaleza física. Y, por lo demás, la
Revelación distingue entre el orden sacral y el no sacral, esto es, el orden
que depende directamente de la acción directa de la gracia de Dios
(sacramentos) y lo que recibe sus influencias indirectas, y aquello que Dios
quiere directamente revelar a los seres humanos y lo que ha dejado a su libre
búsqueda e investigación.
El párrafo esencial es el nº 36 de la Gaudium et spes. Comienza de este modo:
“Muchos
de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía
del hombre, de la sociedad o de la ciencia”.
Y
responde:
“Si
por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la
sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir,
emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de
autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro
tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia
naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia,
verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe
respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o
arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si
está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas
morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades
profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con
perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad,
está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo
todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar
ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima
autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios
cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a
establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.
Como
vemos el párrafo es una clara exposición del espíritu de lo afirmado por Santo Tomás
de Aquino: lo creado no es causa eficiente instrumental, sino principal, en su
propia esfera, lo cual se agrega luego al ámbito propio de la autoridad
política, que ya hemos visto que se trata de la sana laicidad.
Pero
agrega el Concilio:
“Pero
si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad
creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia
al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en
tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos
creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación
de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios
la propia criatura queda oscurecida”.
Esa
autonomía “absoluta” de lo temporal es precisamente la querida por el
Iluminismo, como ya vimos, pero también la “temida” por aquellos que del
Catolicismo tienen la imagen de un sistema autoritario que absorbe las justas
esferas de autonomía y libertad del hombre. Ya vimos que no es así, y que por
eso lucharon y sufrieron Acton, Lacordaire, Montalembert, Ozanam, Dupanloup,
Rosmini y Sturzo.
Por
lo demás, otra vez sólo con Santo Tomás se entiende algo tan denso como que “la
criatura sin el creador desaparece”. No es que desaparezca porque no sea causa
eficiente principal en su propio ámbito, sino porque “estar siendo creada”
implica depender de un acto permanente de sostenimiento en el ser que Dios hace
en lo finito. Lo finito tiene su propio acto de ser, por ende su naturaleza, y ejecuta
su propia actividad (el tigre corre) no como un títere de Dios, como vimos,
pero es el acto creador de Dios el que está sosteniendo al tigre en su acto de ser,
en su naturaleza y en su actividad propia.
12.5. La ciencia
La ciencia, por ende, es vista desde
este último punto de vista. “… por
la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de
consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el
hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada
ciencia o arte”. Es precisamente la idea de creación la que sostiene la idea de
un orden propio en la naturaleza física. Sin necesidad de definir si ese orden
es determinístico o no, el Concilio afirma sencillamente que lo hay, no de
manera voluntarista, no porque el Concilio quiera que sea asó o innove al
decirlo, sino porque sencillamente es
así en el Judeocristianismo. Los acontecimientos que parecieron indicar lo
contrario son precisamente lamentados: “… Son, a este respecto, de deplorar
ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima
autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios
cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a
establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.
12.6. El laicado
Finalmente, el último punto que queremos
destacar del Vaticano II es uno de sus menos practicados: la importancia del
laicado.
En primer lugar, el laico ya no es “el
que no tuvo vocación”, “el que no fue llamado”, “el que no es presbítero o religioso”. Del laico se da una definición
positiva: “…Con el nombre de laicos se designan
aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado
y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que,
en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y
hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de
Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo
cristiano en la parte que a ellos corresponde”[2].
El laico tiene al mundo (trabajo, familia, política, etc.) su lugar propio. No
es un “infiltrado” allí, es su casa. No lo mundano, sino el mundo como lugar
propio de la sana laicidad de la esfera temporal. Y han sido llamados a ser
laicos como un tipo especial de llamado a la santidad: “Si bien en la Iglesia
no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la
santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1)”. O sea, el llamado universal a
la santidad incluye a los laicos. Están llamados a ser santos en el mundo, a
santificarse EN el mundo y a santificar AL mundo.
Esto implicó una de las directivas menos cumplidas del Vaticano II: una más precisa relación, sin
invasión mutua, entre jerarquía y laicos. O sea, un mayor respeto a la
autonomía del laicado y su libertad de expresión en temas opinables, donde la
jerarquía no tiene derecho a imponer su parecer y, al mismo tiempo, los laicos
deben expresar su parecer SIN proclamar en esos casos la autoridad de la
Jerarquía. Ya veremos que es mucho lo que aún debemos recorrer en este sentido.
Pero citemos uno de los mejores párrafos de la Gaudium et spes: “Muchas veces sucederá que la propia concepción
cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada
solución. Pero podrá suceder, como
sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no
menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos
casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes,
muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie
le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad
de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo
sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien
común” (punto 43). Las negritas son nuestras.
El laicado como vocación, como misión, como lugar de
predicación, implicó que el Vaticano II reconociera que la revolución de la
vida laical indicada por Lutero, como parte esencial de la modernidad católica,
no era tanto una revolución sino un tardío recordatorio de la esencial
catolicidad de la idea de santificarse en el mundo y al mundo por medio del
trabajo, el estudio, la familia y el ejemplo de vida. Esta es la sal
fundamental de esa “inspiración cristiana” de la vida secular, que es lo único
que puede permitir ese “estado laico vitalmente cristiano” de Maritain, o esa
“religiosidad pública no estatal” de los EE.UU. Pero la praxis de los
católicos, ya sea el pontífice o los laicos, sigue siendo clerical. La
des-clericalización, explicada por Francisco de Vitoria, lamentablemente no ha
llegado aún a la praxis de la
Iglesia. Fueron muchos los siglos donde la palabra “trabajo” era asociada a
tareas manuales o menores, donde la santidad era casi exclusiva de religiosos y
presbíteros, y donde el pontífice implicaba siempre un gobierno temporal. Aún
hoy los católicos oscilan, con respecto al pontífice (sean laicos o no) entre dos actitudes erradas que se retro-alimentan
mutuamente: o le preguntan al Papa qué deben decir en los temas más opinables
de la vida social (con el grave problema de que los pontífices de hecho lo han
hecho y lo siguen haciendo) o viven una falsa libertad donde les importa
absolutamente nada de lo que el Papa diga en sus ámbitos de justa autoridad.
Hacia el final de este libro seguiremos con este tema. Pero al menos la letra
del Vaticano II puso las cosas en su lugar.
12.7. Un balance del Vaticano II
El
Vaticano II es uno de los momentos claves de apoyo magisterial a una modernidad
católica. Son infundadas las críticas de aquellos que lo ven como una novedad
contraria a la tradición de la Iglesia. Como hemos visto, los temas que hemos
destacado corresponden precisamente a las semillas del Judeocristianismo que
han ido evolucionando durante siglos. El gran choque vino por el enfrentamiento
con el Iluminismo, pero ya hemos visto los ingentes esfuerzos de León XIII,
Benedicto XV, Pío XII y Juan XXIII de poner las cosas en su lugar. Por lo demás
los liberales católicos del s. XIX ganaron con el Concilio Vaticano II la
guerra que habían perdido exactamente un siglo antes, razón por la cual los que
aún los detestan, y que identifican la tradición solamente con la Quanta cura, detestan también al Concilio
Vaticano II. El cual tiene, si se fijan, la mayoría de sus citas en los Padres
de la Iglesia –que, me parece, son un tanto previos a Pío IX– y en los párrafos
sociales más importantes a León XIII y a Pío XII, de los cuales Juan XXIII no
fue más que su gran sistematizador en la Pacem
in terris.
Por
lo demás es falso que no haya novedades y reformas en el Vaticano II. Claro que
las hay, pero NO en elementos que contradigan al magisterio anterior, como si
no pudiera haber vida y evolución en el magisterio, sin contradicción “en lo
esencial”. El caso de la libertad religiosa lo veremos después, según Benedicto
XVI.
Falsa
es también la lectura de una Iglesia solamente post-conciliar, por la cual
debamos olvidar y negar a todo el magisterio anterior, y falsa es también las
lecturas que encontraron en sus textos a la teología marxista de la liberación
–de la cual, lamentablemente, no nos hemos liberado mentalmente aún–.
Y
falsa es también la lectura de algunos liberales clásicos y libertarios que
desprecian al Vaticano II precisamente por lo mismo, no advirtiendo, por ignorancia, el inmenso avance filosófico-político del Concilio
Vaticano II, y despreciando, con obsesión economicista, a todos aquellos
pasajes donde von Mises y F.A. Hayek no le hubieran puesto un 10. En ese
sentido, un John Rawls fue mucho más perspicaz[3].
Hay
que agradecer a Pablo VI, a Juan Pablo I y a San Juan Pablo II que mantuvieran
la antorcha prendida del espíritu y letra del Concilio Vaticano II. Pero, en
medio de todos los debates y las diversas interpretaciones, el que puso las
cosas definitivamente en su lugar fue Benedicto XVI.
13. Benedicto
XVI
13.1. El
discurso del 22-5-2005
13.1.1. El
discurso en sí mismo
Benedicto XVI fue el pontífice de
mayor importancia en toda la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo
sido perito del Vaticano II habiendo influido él mismo en varios documentos,
entre ellos Gauduim et spes, era el
candidato ideal para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las
denuncias al Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un
peculiar silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad.
Era un eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación
agustinista, y con un claro convencimiento de la recta relación entre razón y
fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y
lo hizo.
Su discurso del 22 de Diciembre del
2005, a la Curia, encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta
dicotomía entre reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode
programático de su pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo
tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres
virtudes teologales: la Caridad (Deus est
caritas) la esperanza (Spe salvi)
y la Fe (Lumen fidei, esta última
firmada por Francisco).
El discurso no tiene un título
oficial, pero se lo puede calificar como el discurso de la “reforma y continuidad” del Vaticano II. Es la
posición superadora de la dicotomía de un Vaticano II como enfrentado
totalmente al Magisterio anterior. O sea,
el Vaticano II ha reformado en lo
contingente y ha sido una continuidad en
lo esencial.
Benedicto XVI va directamente al
punto: “el Concilio debía determinar de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[4].
Y, resumiendo de
manera magnífica todo lo que hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el
magisterio del s. XIX, sigue: “Esta
relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se
rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón
pura" y cuando, en la fase radical
de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que
prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El
enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con
unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la
realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis
Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia,
ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues,
aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y
fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se
sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).
Pero entonces
comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: “Sin embargo, mientras
tanto, incluso la edad moderna había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que
tienen todo que ver con la sana laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no
se ve como enemiga de la Fe, y con la reconstrucción europea de la post-guerra,
animada por esa laicidad cristiana:
“La gente se daba
cuenta[5]
de que la revolución americana había
ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias
radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a
reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[6], impuesto por su
mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender
la totalidad de la realidad. Así,
ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el
período entre las dos guerras mundiales, y más
aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un
Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que
vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”.
(Las negritas son nuestras).
Más claro y más
coherente con todo lo que hemos expresado, imposible.
Por ende, sigue Benedicto
XVI, esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres
grandes preguntas[7]:
1) “Ante todo, era
necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias
modernas”.
2) “En segundo
lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado
moderno”.
3) “En tercer
lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la
tolerancia religiosa”[8].
El Vaticano II
fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una respuesta que no contradecía al magisterio anterior en
lo esencial de la Fe pero que reformaba dentro de lo que no la contradijera.
Esto surge del
siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes
temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más
ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores,
que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto
sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin
embargo, hechas las debidas distinciones
entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los
principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción” (las
itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero
“hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y
sus exigencias”, el resultado es que no se abandona la continuidad con los
principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces Benedicto
XVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara
el principio hermenéutico fundamental: “en este conjunto de continuidad y
discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera
reforma”.
¿Qué son las
“cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones históricas de principios que
“en sí mismos” son universales.
Veamos: “En este
proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más
concretamente que antes que las
decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo
o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente
debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una
realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a
reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto
duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
Ya hemos visto que
da un ejemplo que a efectos de este libro es esencial: el juicio del magisterio
sobre “ciertas formas concretas de liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI
dedica un largo párrafo al ejemplo más significativo e importante de todo esto:
la libertad religiosa. Veámoslo in totum.
No tiene desperdicio.
“Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la
incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se
transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de
necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su
verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la
verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad
interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
El Concilio
Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad
religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta
puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la
enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de
los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la libertad religiosa es indiferentismo, entonces
es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio, de la libertad del acto
de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió
de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga
“haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”, porque esa modernidad
se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el
otro, era un principio intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del
s. XIX.
Pero entonces Benedicto
XVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera, más allá de la así
llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en
nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los
emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber
suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que
oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en
Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia
fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse
propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son
nuestras).
13.1.2. La enseñanza de
todo esto en relación a lo opinable
Pero alguien podría decir que no, que
esto no aclara las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que
el Magisterio pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin
contradicción con la Fe?
Varias veces hemos dicho[9] –y
volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos
elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la
circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en
determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento
histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues bien: estas distinciones están
lejos de estar claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo
la devaluación de la autoridad del Magisterio pontificio[10],
sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos
que se podrían haber evitado.
Es por esto que en su momento puse
cuidado en incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas
cuestiones temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente
tratados en su libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no
democráticos de gobierno y/o no constitucionales o republicanos.
Ojalá alguno de ellos, alguna vez,
hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[11].
Muchos han diferido con este
diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún reconociendo el
problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero
hay que hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el
problema del magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y
estado, tenemos un trágico ejemplo –que
ya ha implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la
mezcla, sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.
El magisterio del s. XIX tenía todo el
derecho, en materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes
napoleónicos y parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y
tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalitarismos
del s. XX.
Pero ello es máximamente tema no
opinable: porque forma parte de la función
negativa de la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.
Las afirmaciones positivas, en cambio –igual que en filosofía– entran en un grado
mayor de opinabilidad.
Si el Magisterio del s. XIX rechazó al
iluminismo napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las
formas de gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.
¿Y no era lo que había establecido
claramente León XIII?
Si, al afirmar la libertad de opción del
católico sobre las tres formas clásicas de gobierno. Pero los reinos pontificios
se hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue heredado de
Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas
europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como
pertenencia al régimen, y religión profesada[12].
Los estados pontificios podían “tolerar”
perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante
extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no
se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.
O sea, ser ciudadano y ser bautizado era
lo mismo.
La pregunta clave es: ¿es ello un dogma
de Fe, o, si no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho
natural primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los
principios morales negativos, que no admiten excepción, en contra de una moral
de situación[13]?
Obviamente, no. ¿De dónde podríamos
inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Católica?
Pero tampoco es un dogma de fe, ni
tampoco un principio esencial de derecho natural secundario, la democracia
constitucional, en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el
Vaticano II lo define, encaja perfectamente.
En realidad, el principio fundamental,
esencial, atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte
en el derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a
la libertad religiosa definido de manera atemporal.
Pero apenas entran las circunstancias
históricas, la aplicación de ese principio es analógica y entra en el ámbito de
lo opinable[14].
En realidad, podríamos decir que la
libertad del acto de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones
históricas son en hipótesis y opinables.
En ese sentido, tan opinable era la
fórmula de los estados pontificios como los sistemas democrático-constitucionales
actuales donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía. Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin
darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como
cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las
reformas que consideraran necesarias y no
condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles
mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y
jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo que siempre es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la
Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha
habido un pedido de perdón por parte de Juan Pablo II[15].
La Dignitatis
humanae, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona
tiene por su dignidad –y no por la
dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo
sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco
excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites
debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor
aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no
contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[16].
Si no fuera por todo esto, la aclaración
de Benedicto XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y
estado y en temas de libertad religiosa no tendría sentido. Porque no está en debate ni la libertad del
acto de Fe ni la necesaria
confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y
ciudadanía como cuasi-dogma, y el
derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia
religiosa sin la coacción del
gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de
cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”,
cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a
repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado
a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo
paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar
convencido el primer Pío IX. La
libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una
visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones
intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la
transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la
mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los
escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy
interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de
conciencia de la libertad religiosa[17].
Sobre la base de lo anterior, se podría
invitar a los actuales partidarios de Lefebvre a considerar al derecho a la libertad
religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre
bautismo y ciudadanía como la necesaria
relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son
ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los
pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las
circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo
“público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una
proposición voluntarista[18]– su
no contradicción con el magisterio anterior.
Coherentemente con lo anterior, yo, en
mi estado laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha
atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una
peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el
Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo
III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué
es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada,
porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido
una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que
realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un
tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más
despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que
mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido
realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus
límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o
habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la
violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados.
Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de
nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución
para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que
fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una
forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado,
pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que
fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[19].
Todo
esto es una enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable.
Esto sigue sucediendo en otros
temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.
[1] Sobre los derechos sociales, ya
hemos dado nuestro parecer en Economía de
mercado y Doctrina Social de la Iglesia, op. cit., y en El Humanismo
del Futuro (1989), Buenos Aires, Instituto Acton, 2012.
[4]El discurso completo puede verse en: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.
[6] Evidentemente Benedicto XVI está al
tanto de los debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.
[7] Qué homenaje para un pontífice
cuando un simple comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia
hermenéutica para explicar “lo que quiso decir….”.
[8] Este es el contexto completo de las
tres preguntas: “Se podría decir que ahora,
en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que
esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo
afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque,
en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última
palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad
para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes
a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a
ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas
religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una
convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de
practicar su religión. En tercer
lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la
tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la
relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante
los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una
mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario
valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de
Israel”.
[9] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por los pobres, Santiago de
Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones
obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su
relevancia actual”, op. cit.; “Sobre
lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.
[10] Lo hemos dicho en Zanotti, G. J., La
devaluación del magisterio pontificio, en
http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.
[12] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano
II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad
religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una
separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna
verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una
postura de indiferencia política –del
Estado– y no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el
derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del
Estado como separación institucional entre religión y política.” Rhonheimer, M.,
Cristianismo y laicidad. Historia y
actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 109.
Agradecemos a Mario Silar esta referencia.
[13] Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan
implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris
splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su
dogmatismo en temas económico-sociales…
[14] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en
1988 en nuestro art. Reflexiones sobre la
encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.):
“Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe,
sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar
conforme con la conciencia en privado y en público, y es este ultimo “...y en
público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto
es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa,
lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene
una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa
manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus
manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente,
contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión
pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que
no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana
positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de
los limites debidos”. Pero esos límites son cambiantes según diversas
circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua
hablaba León XIII –que también se aplica a la libertad del acto de fe– en la
ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley
natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias
históricas y lo que nosotros llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13),
donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo
Tomás: “... no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse
de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y
de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos”
(14). Luego, es evidente que si el grado de “manifestación pública” otorgado
por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo–
que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de
grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos
documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas
circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum
fidei ni a los principios morales fundamentales”.
[15]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.
[16] A su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo
paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha
visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera concluido diciendo “… Por lo tanto, el derecho a la libertad
religiosa, tanto como está reconocido en las constituciones europeas de la
post-guerra, y en la Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en
las presentes circunstancias históricas, no es contradictorio con la Fe”.
Habría que ver si en ese caso la Dignitatis
humanae hubiera tenido la necesidad de ser redactada…
[17] Un tema que se le ha escapado por
completo a K. Polanyi en su clásico libro El
sustento del hombre, Madrid, Autor-Editor, 2009.
[18] “Ahora bien, puesto que la libertad
religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de
rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad
civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de
los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única
Iglesia de Cristo”. Esto elude el
problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era
solamente moral, sino civil.
[19] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política, citado por Jorge Velarde
Rosso en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al
pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, p. 161.
Las itálicas son nuestras.