La película que comentaremos ahora está en plena
continuidad con la anterior. A pesar de tratarse de un género absolutamente
distinto, nos permitirá seguir reflexionando sobre cuestiones básicas de
antropología filosófica. Y, sobre todo, con una cuestión que había quedado
"flotando" en la película anterior, que es la relación entre lo
espiritual y lo corpóreo y sus implicaciones éticas.
Como te dije, salimos de EEUU, década del 80, y
nos vamos prácticamente a otro mundo: Dinamarca, segunda mitad del siglo
pasado, en una pequeña localidad al lado del mar, llamada Jutlandia.
Evidentemente, no encontraremos allí ningún robot.
Encontraremos, en cambio, a Martina y Filipa, dos
hermanas, solteras, hijas de un pastor protestante que había fundado una
pequeña comunidad religiosa. Recuerda que en las diversas comunidades
protestantes no hay división estricta entre jerarquía eclesiástica y laicos.
La película nos muestra a Martina y Filipa en su
juventud. Su padre las considera su mano derecha y su mano izquiera, y ellas
aceptan ese rol. Cumplen eficazmente con tareas de caridad, cantan en la iglesia,
y la belleza de ambas atrae las miradas de los jóvenes del lugar. Algunos se
aventuran a hablar con el pastor. Pero éste les anuncia a los eventuales
candidatos que en la vida de sus hijas no hay lugar para el matrimonio.
De todos modos, hay dos pretendientes que tienen
un acercamiento más intenso, aunque finalmente infructuoso. Un joven oficial
del ejército, Lorenz Lowentein, queda extasiado por la belleza y la mirada de
Martina. Frecuenta su casa, y asiste a varias reuniones de la comunidad. Pero
advierte que no va a ningún lado, si bien encuentra comunicación en la mirada
de Martina. Finalmente, decide despedirse. Adopta una conclusión pesimista: que
la vida es dura y cruel, y que en este mundo muchas cosas son imposibles. A
partir de allí, pensará sólo en su carrera, como único consuelo. Cuando se va,
Martina lo mira intensamente.
Filipa también tiene su pretendiente. Un cantante
lírico parisino, Achille Papin, busca un lugar donde descansar durante una gira
en Dinamarca. Le recomiendan Jutlandia. Durante su estadía, asiste por
curiosidad a un oficio religioso, y allí escucha maravillado la voz de Filipa.
Le ofrece entonces sus servicios como profesor de canto, no sin una entrevista
previa con el pastor, quien acepta.
Durante las clases, Achille sigue maravillado, no
sólo con la voz de Filipa, sino con ella misma. Le enseña áreas que exaltan el
amor humano. El pastor y su otra hija escuchan preocupados desde otra
habitación.
En una clase, Anchille, extasiado, toma de las
manos a Filipa y, mirándola a los ojos, le dice, repitiendo parte de una
canción: "el amor nos unirá". Y la besa en la frente. La mirada de
Filipa es de aceptación, pero también de preocupación.
Su padre no tiene necesidad de decir mucho. Es
más, era ese silencio su más elocuente mensaje. En determinado momento, Filipa
anuncia que no seguirá con sus clases de canto. Achille es notificado por
escrito, mientras cantaba alegremente. El canto cesó.
Achille vuelve a París. Esa noche, Filipa se
detiene por un momento y dirige sus ojos hacia la lejanía. Su padre y su
hermana la miran. Filipa lo advierte. Baja la vista, y sigue tejiendo.
Llegamos así al año 1871. El pastor ya había
muerto, y sus dos hijas habían tomado en sus manos el cuidado de la comunidad,
cuyas necesidades espirituales y físicas atienden solícita y eficazmente. Ya
son mujeres maduras. Una noche, en medio de una gran lluvia, alguien llama a la
puerta. Se trata de Babette, una mujer parisina de mediana edad, que en una de
esas ridículas guerras de esta humanidad había perdido a su familia y a su
trabajo. Ella había logrado huir milagrosamente. Una carta de Achille Papin,
que Babette traía in mano, pedía por ella a sus amigas de Jutlandia. Babette
trabajaría para ellas, a cambio de un techo, comida, y paz.
Babette trabaja para las dos hermanas durante
muchos años. Durante ese tiempo, se convierte en testigo silenciosa y discreta
de la labor de Filipa y Martina. Ellas cumplían en su comunidad tareas
similares que las que nosotros estamos acostumbrados a ver en un sacerdote. En
una reunión, varios miembros del grupo discuten por viejas rencillas y rencores,
reclamándose mutuamente antiguas faltas. Muchos de ellos descargan
posteriormente su conciencia con Martina y Filipa. Estas adoptan una actitud de
consuelo, hablándoles de un Dios que es amor y que perdona.
En un determinado momento, sucede algo fuera de lo
habitual. Babette gana 10000 francos en la lotería de París. Ese juego era el
único contacto que, por correo, había mantenido durante todos esos años con su
ciudad. Hay asombro y sorpresa generalizada. Babette piensa qué hacer con el
dinero. Martina y Filipa temen que regrese a París.
Babette decide que hará una cena en memoria del
pastor, para todos los miembros de la comunidad. Al principio, las piadosas
hermanas aceptan. Pero una preocupación surge. El pueblo ve asombrado la
cantidad enorme de elementos que Babette había encargado a París y que llegan
por barco. No sólo era una comida de enorme calidad y gran abundancia, sino que
además estaría acompañada por vino francés de primera calidad. La abundancia y
exquisito sabor de la comida eran elementos muy sospechosos para las
conciencias de Martina y Filipa. El vino ya era definitivamente condenable. Las
dos hermanas están preocupadísimas. Pero, ¿qué decirle a Babette, que había
organizado todo con tanta buena voluntad y sin mala intención?
Mientras la "fiesta de Babette" sigue en
preparación, Martina y Filipa reúnen a su comunidad y explican, angustiadas, la
situación. Los demás miembros comprenden el problema. Todos se comprometen
entonces a extremar sus medidas de sobriedad. No se hablaría una sola palabra
de la comida durante la cena, sino sólo de cuestiones "espirituales",
y se recordaría permanentemente que la comida es sólo un medio para fortalecer
al cuerpo, que a su vez es un medio para que el espíritu glorifique a Dios.
"Será como si nunca hubiésemos tenido el
sentido del gusto", dice uno de ellos.
Como gran acontecimiento, el general Lowenhielm es
invitado a la cena. Sí, el mismo que en su juventud se había enamorado de
Martina. Se lo invita en su carácter de antiguo miembro de la comunidad.
Habrás visto que dije "general". En
efecto, el joven oficial había llegado a su madurez con una brillante carrera.
Mientras prepara sus galas para la cena, murmura "vanidad, todo es
vanidad". E imagina estar hablando con sí mismo, aunque más joven. Se
desdobla. El hombre maduro dice a su imagen joven: "encontré todos lo que
puedas haber soñado y he satisfecho tu ambición. Pero, ¿con qué fin? Esta noche
tenemos algo que aclarar. Debes mostrarme que mi decisión fue la
correcta".
La cena comienza. Lowenhielm y Martina se
reencuentran, y sus miradas evidencian que el amor seguía intacto. Pero el
general no está al tanto de las preocupaciones morales de la comunidad con
respecto a esa cena exquisita y abundante. Los platos comienzan a llegar.
Al principio están todos muy rígidos. El general
elogia los platos pero obtiene por respuesta comentarios a las Escrituras.
Empero, lentamente todos comienzan a soltarse un poco. No; si piensas que se
van a ir al otro extremo, se van a emborrachar y todo terminará en una horrible
comilona, no es así. Simplemente, se permiten sentir el rico gusto de esos
platos. Comen bien, con apetito, y toman algo de vino. Y están todos un poco
más contentos. Si bien la ocasión era muy formal, era más o menos como cuando
nosotros nos reunimos con nuestros amigos a comer un asado. Nada del otro
mundo. Pero ellos jamás habían tenido una reunión por el estilo.
Mientras tanto, Lowenhielm seguía discurriendo
sobre la comida. Y cuenta que en una oportunidad, estando en un famoso
restaurant parisino (el Cafe Anglais), él y sus oficiales habían comido un
plato idéntico a uno de los que en ese momento estaban disfrutando
("Codornices en Sarcófago"; la verdad, yo prefiero una hamburguesa en
un McDonalds). La cocinera era una renombrada Chef de París.
Pero el general había preparado, además, un
discurso. Discurre en torno a las diversas elecciones que nos presenta nuestra
existencia. Mira muchas veces a Martina. Hay un diálogo entre ambos aunque sólo
hable Lorenz. La piedad y la verdad -dice- se han encontrado. La justicia y la
dicha deben abrazarse entre sí. El hombre, con su debilidad y falta de visión,
cree que debe elegir en su vida. Tiembla ante los riesgos que afronta. Sabemos
qué es el miedo. Pero no. Nuestra elección no tiene importancia. Pero llega el
momento en que nuestros ojos son abiertos, y nos damos cuenta de que la piedad
es infinita. Sólo debemos aguardarla con confianza y recibirla con gratitud. La
piedad no impone condiciones. Y bien: todo lo que hemos elegido nos ha sido
concedido. Y todo lo que rechazamos también nos fue concedido. Hasta recibimos
lo que rechazamos. Porque la piedad y la verdad van juntas. Y la justicia y la
dicha se abrazan entre sí".
Al concluir la cena, todos se reúnen en torno al
piano y la dulce voz de Filipa, que canta una de las canciones más bellas que
he escuchado.
"Observa cómo huye el día, y el sol se baña
en el agua. Para nosotros se acerca la hora del reposo. Oh, Dios que habitas la
luz celestial. Que reinas en lo alto, en el paraíso. Sé para nosotros la luz
infinita en el valle de la noche. La arena de nuestro reloj, esfuma el tiempo.
El día es conquistado por la noche. Las glorias del mundo llegan a su fin. Un
día fugaz, un vuelo pasajero. Dios, que tu luz brille siempre. Acéptanos en tu
piedad divina".
Y todos,
incluso las dos hermanas, están más distendidos. No sólo eso. Aquellos que en
otra oportunidad se habían reclamado antiguas deudas con rencor, ahora se
perdonan. Se miran y se dicen palabras de afecto. Hay una pareja, ya anciana;
son marido y mujer. Ambos se miran con ternura. Y se besan.
Llega el momento de despedirse. Lorenz y Martina
se miran nuevamente con ese amor profundo que siempre se tuvieron. "Estuve
con Ud. cada día de mi vida. Dígame que lo sabe". "Si... -contesta
Martina-, lo sé". "También debe saber -continúa él- que estaré con
Ud. cada día que me sea concedido, de aquí en adelante. Cada noche me sentaré a
cenar con Ud. No con mi cuerpo; eso no tiene importancia; sino con mi alma.
Porque esta noche he aprendido que, en este hermoso mundo nuestro, todo es
posible".
Pero allí no termina todo. Los demás se reúnen
alrededor de una fuente, bajo la inmensidad de un hermoso cielo estrellado. Y
cantan. Expresan su alegría, y luego se van retirando lentamente, a dormir. Uno
de ellos, el último en irse, dice su expresión favorita: "aleluya!".
Pero en medio de todo esto, Babette había sido la
heroína invisible que, desde su cocina, había preparado ese banquete del cuerpo
y del espíritu. O sea, de la persona humana. Sus ayudantes le agradecen
enormemente; ella está cansada pero también muy dichosa. Ya las tres solas en
la casa, Martina y Filipa le expresan también su enorme agradecimiento. Y se
produce este diálogo final:
"Babette, fue realmente una cena
excelente..."
"Hace tiempo fui el chef principal del cafe
Anglais"
"Todos recordaremos esta noche, cuando estés
de vuelta en París"
"Yo no regreso a París".
Filipa y Martina se asombran.
"¿No regresas a París?"
"Nadie me espera allá. Están todos muertos. Y
no tengo dinero".
"¿No tienes dinero? ¿Y los 10000
francos?"
"Gasté todo".
Las hermanas están más asombradas.
"Una cena para 12 personas en el café Anglais
-explica Babette, calmosamente- cuesta 10000 francos".
"Pero, querida Babette, no debiste darnos
todo lo que tenías".
"No lo hice sólo por Uds..."
"Ahora serás pobre por el resto de tu
vida..." -insisten las hermanas.
"Un artista nunca es pobre" -contesta
Babette, decidida.
"¿Preparabas esta clase de cena en el café
Anglais?", pregunta Filipa, extrañada pero comprendiendo la situación.
Babette asiente con la cabeza y dice: "Yo era
capaz de hacerlos felices... Yo daba lo mejor de mí misma... Papin lo
sabía".
"Achille Papin!?", exclama Filipa.
"Si... El dijo: `a través del mundo suena un
profundo llanto desde el corazón del artista... Denme la oportunidad de ofrecer
lo mejor de mí mismo'".
Filipa está enternecida. "Pero este no es el
fin, Babette... Estoy segura de que no lo es... En el paraíso, serás la gran
artista que Dios quiso que fueras... Oh! -y la abraza-, cómo encantarás a los
ángeles!"
Evidentemente, la película da para mucho; son
varias las cuestiones tanto históricas, tanto religiosas, como culturales, que
podrían comentarse. En mi caso, es natural que mi atención se haya concentrado
en una cuestión de antropología filosófica que aparece como una constante a lo
largo de todas sus escenas, que es el tema de la relación entre el cuerpo y el
alma, y sus implicaciones éticas, existenciales.
Habrás notado que es un tema que dejé pendiente,
conscientemente, desde el comentario anterior. En efecto, habiendo tocado el
tema de la dimensión espiritual del hombre, y habiendo probado que dicha
dimensión subsiste a la desaparición del cuerpo, cabe que te hayas preguntado:
¿es el cuerpo, a su vez, una dimensión esencial de nuestra existencia? ¿No
parece razonable afirmar que lo es? Pero en ese caso, ¿qué ocurre con la
dimensión espiritual?
A lo largo de la historia de la filosofía se ha
presentado un debate constante entre dos posiciones en cierto modo extremas.
Una sería el monismo materialista, que afirma que el ser humano es sólo su
cuerpo, y el pensamiento, un resultado de la bioquímica de las neuronas. Ya te
he explicado por qué no comparto esta posición.
Otra posición, que podríamos llamar dualismo
espiritualista, y que tiene muchas variantes, afirma que el espíritu del hombre
es una cosa y su cuerpo otra. Serían dos elementos de naturaleza distinta. Los
partidarios de esta posición concluyen con facilidad en la autonomía e inmortalidad
del espíritu humano, dado que, si el cuerpo es otra cosa distinta, la
desaparición de esa cosa no tiene por qué afectar al espíritu. Es más: en esta
posición, el ser humano es su espíritu; un espíritu que utiliza un cuerpo como
un astronauta metido dentro de una pequeña nave espacial.
Sabes que yo coincido con la existencia de una
dimensión espiritual que es esencial al ser humano, pero lo que me separa de la
anterior posición es que yo considero que el cuerpo es también una dimensión
esencial del hombre. Algunos colegas me han convencido de que es así.
Ante todo, tengamos en cuenta que nuestra vida
está llena de lo que podemos llamar "mostraciones existenciales" de
que el cuerpo es algo esencial para nosotros. Es cierto que la fuerza de
nuestro espíritu tiene una potencialidad todavía desconocida; muchas dolencias
de nuestro cuerpo pueden llegar a curarse o a no producirse en función de esa
potencialidad; y esto es algo que muchos médicos, formados en cierto monismo
materialista, y en una concepción de la ciencia muy positivista, se niegan a
tener en cuenta. Pero también es al revés. La degeneración de nuestro cuerpo
puede hacer muy difícil la comunicación de nuestro espíritu. Además, no sólo es
la enfermedad la única mostración existencial de la que disponemos. En nuestra
vida habitual, todas las manifestaciones más profundas de nosotros mismos,
todas nuestras emociones, se expresan con nuestro cuerpo. ¿Te acuerdas cuando
hablamos de la "mirada comunicante"? ¿Acaso esos ojos, que expresan
algo no reducible a lo material, no son ellos mismos corpóreos?
Ahora bien, ¿cuál es la demostración filosófica de
esta mostración existencial?
Tal vez pienses que ahora voy a tratar de ensayar
alguna explicación sobre cómo se "comunican" el espíritu y el cuerpo.
No. No voy a proceder de ese modo, porque eso sería aceptar esta premisa: que
el espíritu y el cuerpo (o, si quieres, el alma y el cuerpo) son cosas
distintas. Y es esa premisa la que pongo en duda.
La pongo en duda porque el espíritu, más que un
elemento adicional al cuerpo, es, en cambio, su principio organizativo último.
Según esta visión de las cosas que te estoy proponiendo, no estamos formados
por "dos cosas" (el alma y el cuerpo) sino que somos una sola cosa:
Juan, Pedro, etc.; un solo ser humano, concreto y singular, que tiene no dos
"cosas" sino dos "coprincipios" que confluyen en la
constitución de una sola persona: el coprincipio organizante (espíritu) y el
coprincipio organizado (cuerpo).
¿Cómo llegamos a esta conclusión? Analizando
filosóficamente algunos datos elementales. Cada célula tiene millones y
millones de elementos materiales que cambian constantemente; empero, esos
elementos integran una única estructura celular que los organiza en funciones
metabólicas. Hay allí elementos organizados y un elemento organizante. Ese
elemento organizante es el principio organizativo de lo material.
Esas células se integran a su vez en tejidos;
éstos, en aparatos y sistemas, y éstos, en un cuerpo, autónomo de otros, regido
por un principio organizativo principal. Cada elemento material es ordenado en
estructuras y éstas, a su vez, son subsumidas y organizadas por principios
organizativos de mayor nivel, hasta que todos se integran en un cuerpo,
ordenado a su vez por un principio organizativo principal. Muchos biólogos
actuales colocarían ese elemento organizante -según conjeturas hasta ahora
corroboradas- en la estructura del código genético. Pero esta conjetura
biológica no es esencial para que, filosóficamente, distingamos en todo cuerpo
a un elemento organizante y elementos organizados.
Este principio organizativo último y principal es
el origen de todas las funciones específicas de un determinado cuerpo. En
nuestro caso, tal vez te imagines mi conclusión: nuestro principio organizativo
último es nuestro espíritu.
Me dirás que qué estoy diciendo. Pues nada del
otro mundo. Todas nuestras capacidades estarán organizadas y regidas por
nuestro principio organizativo último. Ahora bien, si una de esas capacidades,
la inteligencia, específicamente nuestra, tiene una operación, que es entender,
que no puede reducirse a lo material, y que no depende de lo material para
existir, entonces ella misma, y el principio de donde deriva, serán no
materiales también. Luego, nuestro principio organizativo último es no
material, no sólo en cuanto a su función organizante, sino en cuanto que no
depende de lo material para su existir. Y nada tiene de extraño que algo
inmaterial sea el principio organizante de un cuerpo; al contrario, lo material
es propiamente lo organizado; no lo organizante. La diferencia es que hay
algunos principios organizantes cuya existencia está ligada a la existencia de
los elementos organizados (como el orden que une las piezas de un televisor:
sin las piezas no hay orden real entre las mismas) y, en cambio, en nuestro
caso, dado que nuestra capacidad intelectual no depende de la materia para
existir (tesis probada en el comentario anterior), tampoco el principio organizativo
último que es causa de esa capacidad, pues sería contradictorio que una
capacidad se asentara sobre un principio inferior a ella misma. Salvando las
distancias, sería lo mismo que un elefante parado sobre un mosquito, o como
sacar un millón de dólares de una cuenta que llegaba sólo a 100.
Esto explica varias cosas. En primer lugar, que
nuestro espíritu es un espíritu esencialmente encarnado: es un espíritu que
organiza y estructura a nuestro cuerpo. El espíritu humano no está pues en
algún lugar del cuerpo: está en todo él, como el orden en lo ordenado. Y, en
segundo lugar, puede subsistir a la desaparición del co-principio organizado
(el cuerpo).
Por supuesto, esto no es esencial a la dimensión
espiritual como tal. Quiero decir: no corresponde a aquella dimensión del ser
transparente a sí misma, que hemos llamado espíritu, estar organizando,
necesariamente, un cuerpo. Puede haber espíritus creados por Dios que sean
personas sólo espirituales; es posible su existencia, aunque si realmente
existen no lo puede saber la filosofía como tal. Eso queda reservado a una
dimensión religiosa del conocimiento. No contradictoria con la filosofía, desde
luego.
Dios, obviamente, es
espíritu. Y es espíritu absoluto e infinito. Nosotros, en cambio, somos
finitos, limitados, porque somos creados. Y, además, somos encarnados. O
sea, somos personas a las que nos corresponde una dimensión corporal, por
esencia. Esa dimensión corporal no anula nuestra esperanza de gozo eterno junto
a Dios. (¿Recuperaremos alguna vez nuestro cuerpo, que es tan nuestro? ¿Nos
daría Dios ese regalo? La filosofía no puede saberlo).
Ahora tratemos de ver las implicaciones de todo
esto para la "fiesta de Babette". En mi opinión, esa fiesta es un
reencuentro de los personajes con su unidad psicofísica. En efecto, habiéndose
educado en un ambiente cultural donde las manifestaciones de lo corpóreo son,
en principio, sospechosas, debía haber un acontecimiento muy singular para
someter esa sospecha a revisión. Y ese acontecimiento fue la fiesta que Babette
preparó.
Lo interesante de esa cena es de qué modo los integrantes
de esa comunidad vuelven a un delicado equilibrio, humanamente muy difícil de
lograr. Si somos espíritus encarnados, esencialmente corpóreos, todas las
manifestaciones propias de nuestra dimensión animal se dan en nosotros
esencialmente espiritualizadas. Es por eso que funciones tales como la comida,
la reproducción y el descanso se encuentran rodeadas, en lo humano, por
manifestaciones culturales que las elevan a una dimensión distinta a la
solamente instintiva.
De ese modo, un imperativo ético de nuestra
dimensión como personas es relacionar nuestras dimensiones corporales con
nuestra vida moral básica: nuestra relación de amistad con Dios y con el
prójimo. Así, si estamos solos, al comer y al beber no nos olvidaremos de Dios,
y la moderación y sobriedad al hacerlo será un obvio resultado del cuidado para
con esa dimensión corporal por El otorgada. La sobriedad bien entendida, en
todas nuestras funciones corporales, no es desprecio por el cuerpo, sino
exactamente al contrario.
Pero, sobre todo, hagamos de nuestro cuerpo una
ocasión para el encuentro con el otro. De ese modo, una comida será ocasión
para el encuentro amistoso con nuestros semejantes. Allí espíritu y cuerpo
muestran su íntima unidad. Y eso es exactamente lo que les pasó a nuestros
amigos durante la cena que Babette les organizó.
Al principio, cuando se sentaron, la comida era su
enemigo. Como aquel que por temor a que el avión se caiga nunca se sube, ellos
nunca se habían permitido un plato sabroso, por temor a excederse y arruinar
así toda su persona. Pero, lentamente, van degustando esa comida que Babette
con tanto afecto les había preparado. La rigidez anterior obró como secreto
equilibrante para que lo hicieran en su justa medida. En esa medida, la comida
ejerció un efecto sedante sobre su espíritu. Nada raro, ahora que hemos visto
que cuerpo y alma no son dos cosas distintas.
Así distendidos, se dieron cuenta de que estaban
juntos. Se miraron, tal vez con esa comprensión que surge secretamente a medida
que uno toma conciencia de lo que es verdaderamente humano. O tal vez se
sintieron divertidamente cómplices en esa cena que para ellos era algo fuera de
lo común. El asunto es que se re-encontraron. Abandonaron la rigidez permanente
que ocasiona el temor, y accedieron a la naturalidad del amor. Ese amor será la
fuente de la virtud, no el temor. Porque si se hubieran excedido, si todo
hubiera terminado en una horrible comilona, tampoco hubieran podido amarse.
Para amarse hay que tener la mirada puesta en el otro. Si estás muerto de miedo
por no excederte, te reconcentras en ti mismo y no puedes amar al otro. Si te
excedes, también te reconcentras en ti mismo y el efecto es el mismo.
No sé si coincidirás conmigo, pero creo que este
es el profundo significado existencial de esta "fiesta". Se
reencontraron en una cena. Una perfecta
mostración existencial de la unidad alma-cuerpo. Por supuesto que es difícil.
Las derivaciones morales de las exigencias de nuestra naturaleza nunca son
fáciles. Mejor dicho: a veces pueden ser claras para nuestra inteligencia, pero
no para nuestra voluntad.
Pero la película nos sigue ofreciendo datos para
seguir reflexionando. Recordemos que Martina y Filipa no se habían casado.
El amor humano entre hombre y mujer es algo
sublime. Cuando no hay amor, sino mutuo usufructo, es algo espantoso. Como bien
dijo un colega, la degeneración de lo mejor es lo peor.
Ese amor humano es una de las vivencias más
profundas de nuestra unidad corpóreo-espiritual. Todo amor genera vida, en el
sentido que genera el mutuo crecimiento como personas, y, en ese sentido, toda
amistad implica esa mirada comunicante que impide el nosotros alienante. Ya en
nuestro comentario sobre Zelig habíamos hablado al respecto, pero también allí
habíamos resaltado el amor entre Eudora y Leonard. Ese amor humano sincero,
entre hombre y mujer, es espiritual porque surge de la dimensión más profunda y
fundante de la persona, pero se expresa necesaria y esencialmente a través de
sus cuerpos. Y por eso, el amor entre hombre y mujer genera vida, en el sentido
más total del término. No sólo hay mutuo crecimiento, sino que también se
genera una nueva vida. Por eso el nacimiento de un hijo es una de las
experiencias vitales más profundas, porque allí, la persona siente en lo más
profundo de sí misma la dimensión espiritual y corpórea -inseparablemente
unidas- del amor que ha entregado a la otra persona. Y porque siente, de algún
modo, la continuidad de una existencia corpórea que algún día llegará a su fin.
No creas que ahora voy a criticar a quienes no se
casan por motivos religiosos. No, eso sería muy barato de mi parte. Al
contrario, una renuncia por el estilo, hecha con madurez y libertad, como medio
para servir a Dios de un cierto modo, no implica un desprecio por el
matrimonio. Al contrario, implica ofrecer a Dios algo muy valioso. Renunciar a
un tacho de basura es fácil. Claro, fácil cuando es verdaderamente basura; pero
enfermante cuando alguien confunde el amor humano, querido por Dios, con la
basura.
Y este fue el problema. La elección de Filipa y
Martina no fue realizada con plena madurez. Influidas por ciertas
circunstancias culturales y familiares, que les hacían ver al amor humano como
algo no muy digno, se quedaron viendo con nostalgia a los varones que con
sinceridad les ofrecían amarlas. Esa nostalgia abarcaba también, tal vez, a la
maternidad y a las nuevas vidas que hubieran surgido.
Una de ellas, Martina, se reencuentra, en la
famosa cena, con Lorenz. No habían podido casarse, pero el amor entre ellos
seguía intacto. Curiosamente, el desafío es mayor para Lorenz. Este había
tratado de sustituir la desdicha del amor no encontrado con el regodeo de sí
mismo. Cuidado. El éxito en tu trabajo puede ser muy importante, pero no lo
uses para tapar un agujero. Más adelante volveremos a esto. Es importante,
además, que tu trabajo se convierta en servicio a los demás y en ofrecimiento a
Dios. No para mirarte y decir, como el viejo cuento, "espejito, espejito,
¿quién es el más...?". Justamente, Lorenz advierte lo vano de sus
vanidades frente a su espejo, cuando, poniéndose sus "galas", dialoga
consigo mismo.
Pero esa noche, al reencontrarse con la mirada de
Martina, siente la felicidad que esos ojos le regalan. No puede evitar
reflexionar sobre las opciones que él y Martina han hecho a lo largo de su
vida. Y entonces, más que sumergirse en la ausencia de esperanza, hace una
buena elección: recurre a Dios, cuya mirada comprensiva todo lo perdona. Hacia
el final de nuestras vidas, esa mirada comprensiva de Dios, mediando nuestra
aceptación, dará luz incluso a nuestras elecciones más oscuras. Ese reencuentro
con Martina, y su esperanza en Dios, le hacen reelaborar sus convicciones.
Ahora ha descubierto esa fuerza que le abre las puertas a un mundo distinto,
hermoso, en el cual todo es posible.
Me dirás que el discurso de Lorenz tiende a
disminuir la importancia de nuestras propias elecciones. No creo. Simplemente,
las coloca bajo el manto del perdón de Dios. Y hacer eso es una elección, tal
vez la más importante que puedas hacer. Un sincero pedir perdón a quien te dio
la existencia. Incluso, se puede decir que sólo Dios puede impulsarte a hacer
eso, pero en ese caso, tu elección está -como ya te había comentado- en no
decirle "no".
¿Y Babette? Babette no regresa, como vimos, a
París. ¿Lo ha hecho por Martina y Filipa, o por ella misma? Parece que no se
sabe. Ella dice que lo ha hecho por su vocación artística. Un artista siente
que siempre debe dar lo mejor de sí mismo, y ella encontró en esa cena la
ocasión para entregarse.
Pero esa entrega se relaciona necesariamente con
el bien del otro, y por eso hay amor. Cuando hay amor, desaparece la dualidad
yo-tu, en cierta medida, porque las personas que se quieren con sinceridad
están comunicadas por un bien común,
mutuo, donde el bien de uno es el del otro y viceversa. ¿Lo haces por el otro,
lo haces por ti? Casi no tiene sentido el preguntárselo. Cuando hay amor, todo
lo que haces por el otro, lo haces por ti.
Por supuesto, el desinterés
absoluto es imposible para nuestra humanidad, porque siempre lo que haces por
los demás te hace crecer como persona; luego es imposible que hagas el bien sin
beneficiarte a ti mismo. Sólo Dios puede dar sin recibir. Nosotros, en cambio,
recibimos nuestro dar.
Pero volvamos a Jutlandia.
O, mejor dicho, no volvamos. Pero recordemos a sus personajes. Seamos sobrios
con nuestro cuerpo, pero justamente porque es un don de Dios y parte esencial
de nosotros mismos. Y juntémonos con nuestros amigos a comer, más seguido.
Y sepamos encontrar, todos,
una voz que tenga la ternura de Filipa; unos ojos que tengan la mirada de
Martina.