EEUU se encuentra en un
punto de inflexión de su historia. Las próximas elecciones así lo demuestran.
Hay que ir para atrás.
Poco a poco la República pasó a ser un Imperio. ¿Tuvieron razón los anti-federalistas?
¿O el liberalismo clásico tenía sus propios recursos para evitar el crecimiento
del estado? Tal vez nunca lo sabremos, pero la cuestión es que el EEUU actual,
con su Welfare State, su Reserva Federal, su
IRS, su CIA, su Patriot Act, y las innumerables dependencias y
organismos del Estado Federal, se ha convertido en la viva contradicción de lo
que fue la Declaración de Independencia de 1776.
Los republicanos no se
caracterizaron por arreglar la cuestión. En el tema económico y social, no
pudieron o no supieron. Ni Reagan ni menos aún los Bush pudieron o supieron
tener el liderazgo suficiente para llevar a cabo las propuestas de
des-centralización de la provisión de bienes públicos propuestas por Hayek y
Buchanan. Los demás candidatos republicanos a la Casa Blanca casi nunca
mostraron en los debates que conocieran estas ideas, excepto por supuesto Ron
Paul. En temas de política exterior o seguridad, no quisieron. Es verdad que no
se puede dejar solo a Israel, a Japón, a Corea del Sur, pero sus políticas en
Medio Oriente fueron desastrosas. Lo de Bush ya fue terrible. La Patriot Act,
que legaliza los antes delitos del gobierno federal contra las libertades
individuales, es indefendible, excepto precisamente que seamos hobbesianos, que
es el caso de muchos de los “neocons”
que rodearon al ex presidente.
Por lo demás, excepto
Reagan, los demás candiados republicanos fueron siempre –junto con los
demócratas- la viva representación de un stablischment
hipócrita, de sonrisa de plástico, discursos leídos, pasión cero, asesores de
imágenes que convierten al parecer en el ser. Una falta total de liderazgo
auténtico.
Esto último explica el
ascenso de Donald Trump. Los votantes –y hay que investigar bien por qué-
intuyen esa hipocresía y se hartan de los políticos tradicionales. La
espontaneidad de Trump, su sinceridad entre lo que piensa y lo que dice, su
hablar desde su propio ser, fue lo que lo llevó a la nominación. Pero eso mismo
es lo que lo está destruyendo. Para
actuar desde el ser, y resistir los archivos y las campañas sucias, hay que ser
una buena persona. No juzgo la conciencia de Trump, pero su racismo, su
misoginia, sus modos autoritarios, son indefendibles. Claro que se puede alegar
que los demócratas son iguales y por ende hipócritas cuando lo atacan –sobre todo Hilary, casi cómplice de su
marido sobre el que pesan tres acusaciones por violación- pero eso no
redime, políticamente, a Trump. Si querían un candidato que se acercara al EEUU
originario, allí lo tenían a Ted Cruz, Marco Rubio, Carly Fiorina, o Rand Paul.
Pero sus modos, sus formas, fueron demasiado profesionalizadas para esa demanda
de espontaneidad que legítimamente quisieron los votantes de la interna
republicana.
Los libertarios, a su vez, presentaron esta vez a Gary Johnson. Por un lado es abortista y, por el otro, si se quiere ser abstencionista en polìtica exterior, hay que saber de polìtica exterior. Lo lamento, libertarios, el ridículo no conduce a nada.
Ahora, alea iacta est. El panorama no podría
ser peor. Si gana Hilary, todo seguirá igual, lo cual quiere decir: igual de
desastroso. Lo peor no son sólo sus amenazas permanentes a las libertades
individuales de grupos religiosos, sino sus promesas de más impuestos y más
gastos, cosa que verdaderamente puede llevar a EEUU –con una deuda pública sencillamente inconmensurable- al borde de un colapso aterrador que me abstengo
de describir. Si gana Trump, tendremos a un Hobbes impredecible en el poder,
que posiblemente haga alianza con Putin. Un panorama sencillamente dictatorial,
una tenaza de dos autoritarios que se repartirán lo que quede del mundo.
De vuelta, un
hobbesiano me podrá decir: Gabriel, ¿aún no has entendido que así es el mundo?
Mi respuesta: claro que
sí. El liberalismo es la lucha permanente para que NO sea así.
Una alianza con Putin es lo mejor que le puede pasar a EEUU, y al mundo. Ponerle límites al multiculturalismo y a las pretensiones de la Escuela de Frankfurt no es algo malo, sino bueno.
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