Este artículo fue publicado en www.institutoacton.com.ar en Abril del 2007.
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SOBRE LOS POBRES, EXPLOTADOS Y EXCLUIDOS
Se acerca una nueva Conferencia Episcopal Latinoamericana, y no será de
extrañar que los Obispos pongan su voz de alerta sobre las condiciones
materiales de vida, muchas veces infrahumanas, de gran parte de la población de
sus castigados países. No vamos a referirnos ahora en detalle al tema del
diagnóstico de tan delicada situación (aunque ello sea muy importante) sino que
vamos a poner el acento en una cuestión que tal vez facilite el entendimiento
en quienes “diagnosticamos diferente” en estos temas.
En los objetivos del Instituto Acton está el diálogo entre los fundamentos
de una “economía libre”, “economía de mercado” (los términos pueden cambiar,
estamos adoptando los distinguidos por Juan Pablo II en Centesimus annus) y la tradición cristiana y la Doctrina Social de
la Iglesia. Por ello, no podemos dejar de registrar que quienes son partidarios
de las economía de mercado (sean cristianos o no) no hablan de oprimidos, excluidos y explotados. Esos términos han
sido interpretados, la mayor parte de las veces, bajo el paradigma de la lucha
de clases. Ese es el motivo, creemos, de que los partidarios del mercado no
usen esa terminología, aunque ello puede ocasionar una posible confusión: a)
que los partidarios del mercado nieguen que haya fenómenos de injusticia en los
temas socioeconómicos; b) que nos les interesa el destino de quienes padecen
inenarrables sufrimientos.
Pero no es así. Claro que hay injusticias. Y esas injusticias se traducen
en miseria, desocupación, desnutrición, y condiciones de vida indignas que,
aunque relativas a la circunstancia histórica, conmueven el corazón de
cualquier persona de buena voluntad, y, sobre todo, de cualquier cristiano para
quien, como dijo Edith Stein, nadie le es indiferente.
Y en ese sentido también podemos hablar de oprimidos y excluidos, pero no
desde la lucha de clases marxista o neomarxista, sino cambiando el enfoque: hay
en efecto un sistema socioeconómico, imperante en América Latina desde hace
siglos[1],
basado en la intervención del Estado en las variables económicas, la
socialización de los medios de producción, el control estatal de la actividad
privada y todo tipo de privilegios y prebendas para lo que quede del sector
llamado “privado”. Ese sistema (que muchos, con buena voluntad, llaman
“capitalismo” o “neoliberalismo”) ha impedido secularmente la acumulación de
capital y, consiguientemente, ha producido una masa cuasi-infinita de mano de
obra barata y-o desempleada cuyo destino terrenal se deshace entre la
desnutrición, la enfermedad y la muerte. Esos son los “excluidos” de los
beneficios del desarrollo y de la suba progresiva del ahorro y del salario real
que se produce y se ha producido en aquellas naciones que han aplicado
economías de mercado, lo cual incluye las bases institucionales para su
desarrollo, anuladas también en América Latina por todo tipo de autoritarismos,
ya de izquierda, ya de derecha, que con delirios mesiánicos siguen añorando la
figura cultural del virrey omnipotente.
Ellos son también los “oprimidos”: por un sistema que los condena a la
miseria, y “explotados” también, no en un sentido marxista del término, pero sí
en otro sentido: los privilegios, prebendas y subsidios del sistema
intervencionista producen una casta de dirigentes sindicales, empresarios,
funcionarios estatales y políticos que viven del presupuesto del Estado que se
alimenta permanentemente de impuestos y cuasi-confiscaciones al sector privado,
a la libre iniciativa, y para peor, en nombre de los pobres que dicen proteger.
Estas estructuras, llamadas para colmo “mercado” son verdaderamente un
pecado social, un mal moral, además de un error técnico, porque implican la
riqueza de unos a expensas de la pobreza de otros, como una torta fija que no
crece sino que aumenta las desigualdades y privilegios indebidos.
Por lo tanto, no está nada mal, al contrario, que los cristianos se
preocupen por los oprimidos. Ello no sólo no es incompatible, sino exigido por
la conciencia cristiana. La cuestión es: ¿cuál es el sistema que oprime?
No está mal, al contrario, que esto implique una opción preferencial por el
pobre, que obviamente, como ha explicado el Magisterio pontificio, no debe ser
excluyente ni mirada desde la lucha de clases, ni tampoco debe excluir otras formas de pobreza no materiales
(Juan Pablo II, Reconciliatio et
paenitentia). Pero el pobre, el pobre material, aunque muy difícil de
definir, como el tiempo, sin embargo sabemos lo que es, y nos duele y llama a
nuestra conciencia. Esto responde al segundo malentendido. Los que defienden a
la economía de mercado, ¿acaso están preocupados por aumentar la fortuna de
Bill Gates? No dudo que haya gente que verdaderamente lo piense, pero
obviamente no es así, y menos aún los cristianos que, de modo opinable, optamos
por defender ese sistema. Son los males de la desocupación, la desnutrición y
la miseria lo que nos preocupa, igual que a otros cristianos que piensen
diferente e igual que a los Obispos y teólogos latinoamericanos. Sólo les
proponemos, de modo dialogante y amistoso, un cambio de enfoque, no en los
fines ni en la conciencia cristiana que nos
mueve, sino en la consideración de las causas socioeconómicas de lo que
verdaderamente es un mal espantoso.
Sin embargo, excluido el análisis de la lucha de clases, otro cambio
importante de enfoque se produce: la clara conciencia de que, por más que se
alcance la liberación de las estructuras sociales opresoras, ello no implica la
redención de Cristo y la Libertad del Reino de Dios. Los sistemas sociales
pueden ser mejores, pueden ser “buenos” pero son, por un lado, siempre
perfectibles, y, por el otro, nunca se identifican con la perfección de la
Gracia, de lo Sobrenatural, de la redención que viene sólo de Cristo.
Aclaradas estas cuestiones, los partidarios de la economía de mercado
esperamos no quedar, valga la redundancia, excluidos
del diálogo y oprimidos por la
incomprensión. Esperemos sea visto nuestro aporte como motivado por la misma
conciencia cristiana que seguramente guiará la pluma de nuestro pastores.
[1] Ver al respecto Vargas Losa, A.: Liberty
for Latin America, Independent Institute, 2005; le hemos hecho una crítica
en Markets & Morality, ver http://www.acton.org/publicat/m_and_m/new/review.php?article=96
En mi modesta opinión señor Zanotti, el punto de conexión entre liberalismo y cristianismo nunca podrá ser la lucha contra la pobreza. Para el cristiano, el pobre es bienaventurado, no necesita un remedio "material" para serlo, pues esta bienaventuranza se halla en el Reino de los Cielos. Para el cristiano la pobreza es una virtud, es una obligación vivir con desprendimiento respecto de las cosas del mundo. Jesús nos recuerda que "a los pobres siempre los tendréis con vosotros", por tanto la erradicación de la pobreza en el mundo solo puede ser una aspiración anticristiana. Por otro lado, el liberalismo, desde su semilla contiene una fascinación por la "riqueza de la naciones", una clara prueba de su germen materialista. Solo una purificación de tal filosofía política puede aspirar a conciliarse con el cristiano, esto es, que sustituya toda aspiración a la riqueza por una sana aspiración a la justicia ya sea esta en su forma "precaria" (ley, antiguo testamento) o en us forma "sobreabundante" (caridad, nuevo testamento). Es necesario dejar claro que una y otra no se contraponen sino que la segunda es la que permite hacer efectiva a la primera, darle cumplimiento. Esto último, es algo que el liberalismo parece desdeñar con demasiada facilidad.
ResponderEliminarEstimado anónimo,
ResponderEliminarla riqueza de los pueblos es igual al desarrollo de los pueblos, ese del cual escribe Pablo VI en Populorum Progressio.
Luego.........................