Mi
padre siempre contaba que debía su vocación pedagógica a dos maestras: su
madre, primero, Cándida Lacanna de Zanotti, y su maestra de quinto grado,
Marisa Serrano Vernengo.
Marisa
era una Montessori de la época. Estamos hablando de la década del 30. Pero
además era poeta.
En
la casa de mis padres estuvo guardado, desde 1973, un ejemplar de su libro Poemas
de los cuatro vientos, ejemplar que data de 1942 y que rescaté de mi
biblioteca en una noche de mi habitual imsomnio, luego de permanecer 82 años
sin abrir.
No,
no era que yo llevaba 82 años sin dormir; era el libro que llevaba 92 años sin
abrirse.
Siempre
me asombró la paciencia infinita de los libros. Contrariamente a las mentes
autoritarias, ellos llegan a nuestra vida sin forzar nuestra existencia,
esperan ese momento mágico donde las hojas ajadas y amarillentas cobran vida y
comienzan a hablar como si el tiempo no hubiera pasado.
Hace
mucho que no leo poesía, excepto algunas de Borges, algunos haikus japoneses,
algunas de Unamuno y…….. Este libro.
Comencé
con escepticismo.
Pero
me dejé asombrar.
Sobre
la vida:
“Abanicana
el pájaro
Su sombra
deslizante sobre el agua,
Y sin
pesarle tanto cielo
Sobre
su tan perdida pequeñez,
volaba”.
Del
destino:
“Vida
de cada cual
Y muerte
única,
Es la
tuya, mi hermano,
Y es
la mía:
Instransferible,
sola, sin remedio”
Y
sobre los puentes:
“Sobre
un puente, de pronto
tendido
entre dos seres,
Van y
vienen palabras cargadas de secretos.
Se
hunden los pilares
Y ellas
caen allá abajo,
Y lo
desconocido, para siempre.
Se yerguen
los pilares,
Se establece
el contacto,
Y ellas
pasan airosas
De sonrisa
a sonrisa,
Y se
abren como flores
Al llegar
a los pechos”.
Y
sobre el amor, como un haiku japonés, uno tras otro:
“Un
fresco puñal
Hundiendo
dulzura
En la
carne ardiente.
Una
vena abierta
Y una
boca ávida
Y sangre
que llega y que pasa.
Una
luz ardiente
De noche
y de día
Inútil
como la luna en el desierto”.
Y
luego de 15 analogías más, el colofón:
“Y
así puede irse
tejiendo
y destejiendo,
viviendo
y muriendo,
gozando
y doliendo,
cantando
y clamando,
vibrando
o adormeciendo,
lo inabarcable
que el amor trae y se lleva;
lo indescifrable
que entregado, escapa;
lo
imponderable que es nuestro y nos desborda”.
Siempre
me he preguntado cómo es ese misterioso azar del poeta consagrado y del poeta
desconocido. Qué extrañas casualidades hacen que esta maravilla pemenezca
guardada y que otras plumas sean mundialmente conocidas. Qué extraños
vericuetos de la vida hacen que un libro se esconda y otro permanezca. No sé. Sólo
sé que me siguen conmoviendo estas palabras olvidadas en la química injusta de
las ojas amarillentas de viejos libros, en viajas bibliotecas, en eterno silencio
sólo interrumpido por furtivas miradas tan inútiles como la luna en el
desierto.
De
Marisa escribió mi padre una enternecedora entrevista que el joven maestro
hiciera a su poética maestra:
“Marisa Serrano Vernengo
La maestra inigualable
Publicado en “Mundo infantil” el 20 de febrero de 1956
He aquí que
estoy al fin frente a Marisa. Ella es pequeña, de rostro redondo y de voz muy
suave. Cuando Marisa nos habla, su voz nos gana el corazón y las ideas que dice
se nos presentan más claras. Ya hemos empezado a conversar. Como siempre, yo
quiero saber de su infancia, de sus años primeros. Entonces, me entero que ella
ha nacido en una hermosa ciudad de la costa española: en Málaga. Pero muy niña
aún –ni seis años siquiera– llegó a nuestras tierras, y por siempre se asentó
en ellas. Por eso podemos decirte, lector, que Marisa Serrano Vernengo es en
verdad argentina. Pasó sus días infantiles en un barrio porteño. Caballito al
Sur, pleno de calles de tierra y grandes zanjones. Muy bajita y muy delgada,
todos los vigilantes de la zona, creyéndola más chiquita de lo que era,
acostumbraban levantarla en brazos para cruzar las calles embarradas y sortear
los charcos enlodados.
Mientras Marisa habla, yo
entrecierro mis ojos, y distrayéndome un tanto, recuerdo. Estoy en quinto
grado, en una escuela de la calle Lambaré. Una maestra me habla con voz serena,
y me dice palabras muy bellas. Me enseña a ser sincero, a ser honesto, a amar
la vida, a tener ideales, a despertar a un mundo nuevo. Es una maestra que guía
admirablemente a sus alumnos, los comprende, los libera de sus temores o de sus
angustias. Es Marisa. Ha llegado a la escuela por un camino de amor. Ningún
alumno de Marisa la ha olvidado. Todos recuerdan el paso por su aula como un
deslumbramiento.
Reabro mis ojos y
aquí está, otra vez frente a mí. Ahora no soy su alumno: estoy convertido en
cronista. Y casi siento la tentación de levantar la mano, como hacía en quinto
grado, para pedirle permiso para hablar. Pero no levanto la mano. Simplemente
pregunto. Y Marisa, espontánea y cordial, me responde.
Así podemos
decirte, lector, que terminó sus años escolares viviendo cerca de Plaza
Lavalle, sobre cuyos bancos jugaba al circo; y que luego inició sus estudios de
maestra en la escuela Normal Nº 8. Allí recibió la luz pedagógica de un gran
maestro que formó su vida en el campo educacional: don Carlos N. Vergara, uno
de los más altos espíritus de la escuela argentina. Marisa sintió nacer un
ansia incontenible por renovar toda la vida de la escuela: por brindar a los
niños una educación mejor: por hacer que la enseñanza rindiera mejores frutos.
Y desde entonces, su vida es una línea recta tendida en un solo esfuerzo: la
educación.
No ha cejado
nunca en su lucha. En el campo práctico de la labor escolar ha actuado como
maestra de grado en escuelas primarias durante más de veinte años. Allí ha
puesto lo mejor de sí, y ha entregado sus fuerzas sin medida realizando sus
grandes experiencias. Ahora yo no necesito preguntarle si tuvo éxito en ellas.
Me basta recordar lo que he vivido siendo su alumno. Y bastaría, en todo caso,
preguntarle eso mismo a cualquiera de los que también tuvieron la dicha inmensa
de ser sus alumnos.
Marisa brinda a
los niños que están en su grado toda la libertad necesaria. Con ella, los niños
dicen lo que sienten, sin limitaciones de ninguna clase. Y así obtienen
pensamientos bellísimos, ideas fecundas, poemas deliciosos. Con ella, los niños
pintan y crean un mundo de maravillosa plasticidad y expresan sus sentires más
íntimos, aún aquellos para los que la palabra no alcanza. Y también aprenden
con gusto, sin violencias. Y además crece su espíritu, y la personalidad se
forja en ellos fuerte como los troncos robustos.
Fuera del aula,
la labor de Marisa ha sido amplia y fecunda. Ha participado en numerosos
congresos, nacionales y extranjeros, en los que puso en claro sus ideas
pedagógicas. Ha publicado varios libros en los cuales desarrolló sus teorías; y
otros donde nos brinda poemas de delicada inspiración y exquisita forma. Entre
ellos podemos citarte: "Conciencia de la educación".
"Niños", "Poemas de los cuatro vientos", etcétera. Sus
conferencias en distintos círculos culturales han sido abundantísimas. Ha
dictado cursos en el Ateneo Iberoamericano y en otras instituciones culturales.
Sus estudios de filosofía y psicología, realizados todos en forma libre, y
algunos bajo la dirección de los mejores profesores, la configuran como una
real autoridad en su especialidad.
Ha
viajado por el interior del país y por el extranjero. Durante esos viajes ha
aprendido y ha enseñado.
Actualmente está orientada hacia las investigaciones psicológicas en
particular; y además de algunas actividades en el campo de la psicotecnia del
trabajo, dirige con marcado éxito un Atelier de Recreo Educativo para niños y
un Ateneo Juvenil. Este último es, en verdad, la nueva vida que Marisa ha
otorgado a una vieja creación suya: la Asociación de Ex Alumnos Carlos N.
Vergara, que creó personalmente y sostuvo largos años. Con los jóvenes que la
integraban, y con los alumnos de quinto grado de la escuela Manuel Solá creó
una revista escolar, denominada "Nuestra Voz", que fue un modelo de
sinceridad y de real labor infantil.
El tiempo ha
pasado, inexorable. Nuestra entrevista toca a su fin. Marisa sigue frente a mí,
con su rostro redondo, su mirada dulce, su voz armoniosa. Y yo pienso que
todavía ella nos ha de brindar mucho más, y que los niños todos tendrán todavía
más cosas que agradecerle. Vuelvo a entrecerrar mis ojos, y la veo ahora
partiendo desde un punto lejano en el tiempo, avanzando hacia todos los niños
por medio de un camino de amor, hacia un destino de dicha para todos ellos. E
imagino a los niños que se toman de la mano y forman una inmensa ronda en su
torno, y que de la ronda brota un canto de gracias a Marisa, por haber sido la
maestra inigualable, la maestra maravillosa”.