De Existencia humana y misterio de Dios; Unsta, Tucumán, 2008, Parte I cap. 4.
- La vocación individual.
1.1.El re-conocimiento de sí mismo en el rostro del
otro.
Woody Allen tiene una
magnífica película, Zelig, donde su personaje, Leonard, padece una
alienación tan grave de su propio yo, que esconde su propio yo transformándose
en quienes lo rodean, sumergiéndose en el “nosotros alienante”: en una masa de
gente que subsume y sustituye su personalidad. Si está con negros se hace
negro, si está con blancos se hace blando, si está con gordos se hace gordo, si
está con chinos se hace chino. Pero, ¿quién es él?
Leonard es curado por una
psiquiatra, Eudora, quien al principio lo ve sólo como un caso médico. Pero
luego ambos se enamoran, se aman verdaderamente y deciden casarse. Pero, antes,
Leonard tiene una recaída. Tan fuerte que huye y nadie sabe dónde está.
Leonard, tratando de huir desesperadamente de sí mismo, se había “hecho”
soldado nazi: el “lugar” ideal para ser “nadie” excepto un instrumento al
servicio del poder.
Por una casualidad, Eudora
descubre que su amado está en Alemania en la época nazi. Lo busca, y en una
concentración nazi, lo encuentra. Mientras una masa compacta de yoes olvidados
de sí vitorean y aclaman al dictador, ella distingue el rostro, casi
imperceptible en la calculada uniformación, de su amado. Leonard la ve, y al
verla, recuerda quién es él. “Esforzándose por no ser vistos –dice la vez en
off de la película- los dos se ven”. O sea, mientras se preocupaban porque los
ojos de aquellos que estaban ciegos no los vieran (o sea, aquellos que sólo
miraban a su alienación, al dictador), ellos “se ven”. Es muy importante lo que
sucede. Eudora era la única que podía mirar al
individuo, a Leonard, a Leonard no en cuando soldado, instrumento, sino a Leonard en cuanto Leonard, porque lo
amaba verdaderamente, esto es, le había prometido ser su esposa, buscar su bien
para siempre como esposa. Ante esa mirada, mirada comunicante, no alienante,
ante esa mirada única, Leonard se re-conoce a sí mismo de vuelta. Ante esa
mirada que lo miraba en cuanto él, él se vio a sí mismo nuevamente en cuanto
quién era.
Esta “experiencia de lo
humano” nos lleva a una primera respuesta de una pregunta que ha estado
planteada desde el principio: ¿cómo saber quién soy?
Una vez que hemos tenido
una primera mirada de la habitación más profunda de nuestro yo, pero sin saber
muy bien qué hacer con ella; una vez que hemos adquirido conciencia de la
capacidad contemplativa de nuestro yo y de nuestra libertad interior, estamos
en condiciones de dar una primer respuesta: búscate en los ojos de los que
verdaderamente te conocen y te aman.
Pero para eso, tu mirada
tiene que cambiar. Está bien que mires a las personas, diariamente, en cuando
sus funciones y oficios. Este me vende una entrada, aquél me sirve en tal
restaurant, aquél otro es mi jefe, aquellos son mis subordinados en el trabajo.
Ok. Pero todos ellos son algo más: personas cuyo “yo” no se reduce a lo que
momentáneamente “hacen” sino “yoes” con inteligencia y libertad, y con una
dignidad, por ende, que supera sus haceres momentáneos o permanentes. Y una
primera fase del re-enfoque de nuestra mirada es mirar a otro en tanto otro,
que tiene una dignidad que debe ser respetada, dignidad que no se respeta si lo
miras sólo (sólo) como un instrumento a tu servicio: el otro es un tú (Buber),
no sólo un “esa cosa” que se usa y se tira. Tu mirada debe cambiar. Cuando
alguien te venda algo, míralo con ese nuevo enfoque, míralo a los ojos, sonríe
levemente y dile “gracias” manteniendo tu mirada tanto cuanto dure el
“gracias”. Pero no como una actuación, sino como un lenguaje gestual que nace
espontáneamente del re-enfoque: al otro lo estoy mirando en tanto otro, en
tanto persona, y no sólo como el que me vende algo, que podría ser igual a una
máquina expendedora, a la cual incluso podría patear con enojo si no funciona.
Las personas no “funcionan”: son, y a ese ser tu mirada debe dirigirse.
Con esa mirada, comienzas a
dar algo: respeto, y, en cierto
sentido, algo de afecto. Pero surge entonces la posibilidad de plantearse lo
siguiente: hay miradas “así” que siempre te han llamado más la atención que
otras. Hay “otros” diferentes. Hay enfermos, hay alumnos, hay clientes de tales
o cuales formas de emprendimiento, hay espectadores…. Y en el “ser en función
de ellos” has sentido a veces un “llamado” especial: llamar, vocare, de allí “vocación”: como Leonard
se reconoce en los ojos de Eudora, el yo se re-conoce en los ojos de los tú que
de algún modo nos llaman: nos llaman, no a cualquier cosa, sino a desplegar las
alas de nuestro yo, y en ese despliegue el yo se re-conoce.
Las alas del yo,
desplegadas, son tus virtudes. Estate atento a ellas: andan sueltas, como
indicadoras de tu yo. Algunas se despliegan más que otras, como un yo oculto
que dice “soy yo”. En tu energía, en tu decisión, en tu paciencia, en tu
hablar…. En todo ello se manifiesta quién eres, en función del “estar con los
otros” donde “sientas” (contemples) que tu yo está “como en casa”. No es un
des-cubrir instantáneo y completo, es incompleto y progresivo, pero es un
des-cubrir. En mi caso, por ejemplo, la primera vez que, siendo un adolescente,
me puse delante de un pizarrón y comencé a hablar a un grupo de amigos, allí
comenzó un largo des-cubrimiento, que aún no ha terminado, obviamente. De lo
que estoy seguro es esto: ese era yo.
La vocación individual, el
descubrimiento el yo, que es obviamente individual, no es una elección. Es des-cubrir quién eres. Uno no elige
arbitrariamente quién es, sino que uno es quien es. Lo que sí está en tus
manos, en esa libertad interior de la que hablábamos, es la fidelidad a uno mismo. Eso sí.
Pero la vida es muy
complicada. La mayor parte de las veces “hacemos” lo que podemos, como podemos.
Nuestro yo quedó oculto en un sin fin de circunstancias tan infinitamente
complejas que ese ocultamiento es totalmente entendible. ¿Pero qué ocurre si
comenzamos a des-cubrirnos “cuando ya es tarde”? No, no es tarde. En ese caso,
re-enfoca tu mirada, y, hagas lo que hagas, sirvas a quien sirvas, los aspectos
olvidados de tu yo comenzarán a manifestarse. Tal vez algo haya que cambiar,
pero no se trata de un “cambio de oficio” sino más bien de actitud. Comienza a
descubrir quién eres “y todo lo demás se dará por añadidura”. Claro, puede
haber consecuencias (de este descubrimiento) que causen algo de temor, pero si
escapamos nuevamente (como Leonard cuando se hace nazi) pateamos para adelante
todo. Pero alguna vez, siempre, nuestro yo nos alcanza.
Y no sólo des-cúbrete, sino
“pide asilo” en los ojos de quienes verdaderamente te amen y te reconozcan. La
vida tiene a veces momentos que equivalen a volver de una guerra. Es aquí donde
quiero citarte a una de las filósofas y pensadoras más grandes del s. XX, Edith
Stein: “…Cuando las tropas que marchaban en fila por las calles se dispersaban,
cada hombre que estaba antes unido a los demás en el mismo paso y tal vez
apenas consciente de su personalidad, vuelve a ser un pequeño mundo que se
basta a sí mismo. Y si los curiosos, al borde del camino no distinguían más que
una masa indiferenciada, sin embargo, para la madre o para la novia, aquel que
ella espera es el ser único al que ningún otro es semejante: en cuando al
misterio de su esencia del cual el amor de la madre o de la novia adivina algo,
sólo la mirada de Dios que penetra todo, lo conoce”[1].
Quién eres, por lo tanto:
eres aquel cuyos ojos son mirados por quien verdaderamente te ama. No trates de
pasar esta respuesta por la razón que calcula, mide, planifica. Tu
inteligencia, como nos hemos dado cuenta, es esencialmente contemplativa. Con
esa contemplación, reflexión, introspección sobre ti mismo, descubres: a) que
eres; b) que eres y puedes no ser; c) que eres un yo, corpóreo, con
inteligencia y voluntad libre, d) orientado esencialmente a la capacidad del
amar al otro en tanto otro; e) y que ese amor genuino te devuelve a la esencia
de tu yo, perdido en la existencia inauténtica del correr y del hacer.
1.2.La esencia
de tu yo.
Pero, ¿en qué se funda que
nuestro yo, que tanto trabajo nos cuesta des-cubrir, sea, como habitualmente se
dice, único, irrepetible? Como hemos visto, no es tanto lo que haces lo que te
define como tal: eres radicalmente
único, individual, aunque luego tu comportamiento pueda ser parecido al de los
demás, justificada o injustificadamente.
Eres radicalmente único
porque toda persona tiene su esencia individual, de manera mucho más
transparente que las demás cosas. Toda persona humana es humana, y en tanto
humana es igual a cualquier otra persona, y en ese sentido tienen todas las
personas igual dignidad y merecen igual respeto. Y esa naturaleza no es algo en
el aire: esa naturaleza humana existe realmente y totalmente, no parcialmente,
en todos los seres humanos: Juan y Pedro son ambos totalmente humanos. Pero su
nombre propio no es una concesión, como hacemos como una mascota. Revela una
especial y más evidente individualidad: su nombre propio muestra su esencia
individual, aquello por lo cual Juan es Juan y no otro. Y ese “aquello”, hemos visto, no es la historia de tu
vida, no es tu naturaleza desplegada (virtudes) o tapada (defectos): es quien
radicalmente eres, aunque hayas estado siempre oculto. Es quien eres
esencialmente, siempre, desde el primer segundo de tu vida hasta el último. Ese
yo tiene, como vimos, dos potencialidades muy importantes y especiales, a
través de las cuales se despliega: su conciencia de sí (inteligencia) y su
capacidad de decisión (voluntad). Pero aunque estas hayan estado también
cortadas, tapadas, enmudecidas, tu yo, allí está, como ese Leonard (otro
Leonard) que buscaba el Dr. Sayer en la película Despertares.
Cuando estás en plena
conciencia de ti mismo, cuando estás lo más lúcido y libre que puedes estar, en
nuestras siempre limitantes circunstancias humanas, el yo, como dice Edith
Stein, es como el centro en el espacio
del alma[2]. En ese sentido sí
eres el centro del universo, porque el universo no es ya el espacio infinito de
Newton, sino tu mundo circundante, alrededor de ti, y tú mismo, como un
automóvil, circulas por él, y tú eres el centro, que, en el lugar del
conductor, conduce. Pero el centro no se mueve. ¿Qué quiere decir ello?
Que tu esencia individual es siempre la que es. Cuando la des-cubres, descubres
a su vez que tus acciones más genuinas son resultados más bien espontáneos de
ese propio modo de ser que, actuando, se despliega. Tus acciones de-fectuosas,
más que acciones, han sido en realidad omisiones de lo que podrías haber hecho
a partir de la esencia de tu yo. Te has movido, sí, pero en dirección contraria
a tu yo, como un auto que da marcha atrás, se da contra una columna y se
abolla.
1.3.Las no vividas vidas[3].
Pero,
¿qué es de lo que “hemos podido ser y no hemos sido”? ¿Qué son de aquellos
sueños, ilusiones, que sabemos, en nuestro interior, que no son meros
caprichos, sino parte de la esencia de nuestra yo?
Es verdad
que nuestra vida pudo haber tomado caminos auténticos, y que, por
circunstancias diversas, no pudimos seguir. Aceptar ello es aceptar nuestra
humana condición. Pero ello muestra que la esencia del yo –como nada de lo
real- no es algo unívoco, sino análogo, múltiple, que se despliega de manera
concéntrica a un punto. Pero, las “no vividas vidas” ¿no implican que no se
pudieron desplegar? En cierto sentido sí, en cierto sentido no. En cierto
sentido sí, porque hay aspectos de la esencia de nuestro yo que hubieran
implicado un camino que no se tomó. Hay que aceptarlo, porque cuanto más rica
es esa esencia, más van a ser los caminos no tomados, paradójicamente. Pero,
por el otro lado, esos caminos viven en ti, porque se despliegan, se abren
paso, inevitablemente, a través de las ventanas de tu alma: tus virtudes, los
otros a quienes miras y escuchas, tus actitudes vitales más profundas ante el
camino que ya estás caminando. Siempre eres tú: en el camino que caminas se
despliega también el camino no recorrido. De un modo imperceptible a veces. No,
no va a salir en ningún test de los inventados por la razón calculante. Va a
salir en la intimidad de tu mirada, en la vida, sanamente inadvertida, de tu
razón amante.