(Del cap. 6 de mi libro "Judeo-Cristianismo, Civiliación Occidental y Libertad").
Benedicto XVI
13.1. El
discurso del 22-5-2005
13.1.1. El
discurso en sí mismo
Benedicto
XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos
interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo
influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos
temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la
Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por
Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores
del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la
recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo
a principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su
discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el
problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad.
Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es
su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una
dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spe
salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta
última firmada por Francisco).
El
discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el
discurso de la “reforma y
continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un
Vaticano II como enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una
continuidad en lo esencial.
Benedicto
XVI va directamente al punto: “el Concilio debía
determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[1].
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos
visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue: “Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el
proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la
"religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen
del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a
la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un
liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían
abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose
tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo
XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese
espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito
abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los
rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna”
(las itálicas son nuestras).
Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y
Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había
evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana
laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y
con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad
cristiana:
“La gente se daba cuenta[2]
de que la revolución americana había
ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias
radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a
reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[3], impuesto por su
mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender
la totalidad de la realidad. Así,
ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el
período entre las dos guerras mundiales, y más
aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un
Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que
vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”.
(Las negritas son nuestras).
Más claro y más coherente con todo lo que hemos
expresado, imposible.
Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en
la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[4]:
1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas”.
2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo
la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.
3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de
modo más general el problema de la tolerancia religiosa”[5].
El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas
preguntas; una respuesta que no
contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba
dentro de lo que no la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas
tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del
Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este
contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un
único problema, podría emerger una cierta
forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado
una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas
concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho
fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea,
se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas
distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que no se abandona la continuidad con los
principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara el principio hermenéutico
fundamental: “en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes
niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.
¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las
aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.
Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad
debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo,
ciertas formas concretas de liberalismo
o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente
debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una
realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer
que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto
duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este
libro es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de
liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más
significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.
“Por ejemplo,
si la libertad de religión se considera
como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por
consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa
impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la
priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la
verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad
interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo,
con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado
moderno, recogió de nuevo el patrimonio
más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se
encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de
los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la
libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es
consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II
(aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más
profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio
esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado,
históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio
intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.
Pero entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una
tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes
sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los
emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber
suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que
oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en
Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia
fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse
propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son
nuestras).
13.1.2. La enseñanza de todo esto en relación a lo
opinable
Pero
alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es,
finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había
afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?
Varias
veces hemos dicho[6]
–y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos
elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la
circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en
determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento
histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues
bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del
Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del
Magisterio pontificio[7],
sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos
que se podrían haber evitado.
Es
por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de
“acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos
tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión
intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y/o no
constitucionales o republicanos.
Ojalá
alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[8].
Muchos
han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún
reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero hay que hablar, porque en este tema de
la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y
post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico
ejemplo –que ya ha implicado un cisma-
de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo
esencial con lo prudencial.
El
magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar
al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el
Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de
rechazar a los totalitarismos del s. XX.
Pero
ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de
lo que va en contra de la Fe.
Las
afirmaciones positivas, en cambio
–igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.
Si
el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las
opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran,
en cambio, más opinables.
¿Y
no era lo que había establecido claramente León XIII?
Si,
al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de
gobierno. Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen
político que fue heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de
las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica
entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[9].
Los
estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad
del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto.
Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar
libremente su Fe.
O
sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.
La
pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de
la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado
con la certeza que la Veritatis splendor
atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en
contra de una moral de situación[10]?
Obviamente,
no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial
a la Fe Católica?
Pero
tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural
secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de
libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.
En
realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del
acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de
Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera
atemporal.
Pero
apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese principio es
analógica y entra en el ámbito de lo opinable[11].
En
realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras
que sus diversas aplicaciones históricas son en hipótesis y opinables.
En
ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los
sistemas democrático-constitucionales actuales donde se corta con la igualdad
entre bautismo y ciudadanía. Lo que
Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen
político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber
hecho era dejar a los laicos de los
estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias
y no condenar sin nombrarlos a los
liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia
personal e histórica, pero es una
enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan
inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo
que siempre es inmoral es imponer la
Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto
de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan
Pablo II[12].
La Dignitatis humanae, al afirmar el
derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y no por la dignidad de ser bautizado,
sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad
dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a
ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una
confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de
las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta
cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el
magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[13].
Si
no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y
lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no
tendría sentido. Porque no está en
debate ni la libertad del acto de Fe ni
la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal,
sino la relación necesaria entre
bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma,
y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia
religiosa sin la coacción del
gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de
cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los
“extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más
adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos
hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez
el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía
estar convencido el primer Pío IX. La
libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una
visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones
intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la
transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la
mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los
escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy
interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de
conciencia de la libertad religiosa[14].
Sobre
la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefebvre
a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad
del acto de fe, en tesis, y que tanto la
necesaria relación entre bautismo y ciudadanía como la necesaria relación entre democracia constitucional y la
libertad del acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como
cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los
laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra
cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y
límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo
paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco
una Dignitatis humanae que dejara sin
aclarar –más allá de una proposición voluntarista[15]– su
no contradicción con el magisterio anterior.
Coherentemente
con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y
autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha
sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de
modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los
cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los
cristianos preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo
contestaba que no había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que
antes. Si Cristo hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que
fundar un Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta
objeción tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado
por emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder
opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a
esta objeción. El se preguntaba qué
habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus
límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o
habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la violencia,
y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados. Por otra
parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de nuevo
habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución para
pocos, y una solución problemática. No, un
Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que fundar una
sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una forma de
convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado,
pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que
fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[16].
Todo esto es una enseñanza, y una enseñanza
grave y dolorosa, sobre el costo de no
respetar el ámbito de lo opinable. Esto sigue
sucediendo en otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.
13.2. El
discurso del 2006
El
discurso de Ratisbona de Septiembre de 2006[17]
constituye el discurso programático de Benedicto XVI para su pontificado, esto
es, la relación entre razón y Fe y todo lo que ello implica para la Iglesia
actual. Debería haber sido una encíclica.
Hay
una relación intrínseca entre la libertad del acto de Fe, de la cual nos hemos
ocupado en el punto anterior, y la relación entre razón y fe. Porque, como
hemos visto desde el principio, dado que
el Judeocristianismo es racional, entonces necesita coherentemente recurrir al
diálogo, y no a la violencia,
como modo de predicación, pues la verdad se propone por la sola fuerza de la
verdad, que depende de sus argumentos, de su razonabilidad.
Coherentemente
con ello, Benedicto XVI comienza recordando que “La violencia está en contraste con la
naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre –dice–; no actuar según la razón (συ ν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es
fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien
quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de
razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas...
Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a
instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar
de muerte a una persona»”.[18]
(Las itálicas son nuestras).
Y por ende, Benedicto XVI recuerda en un párrafo todo
lo que hemos reseñado en el inicio de este libro, sobre el encuentro entre la
razón y la fe: “Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento
filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no
sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del
de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en
cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido
su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su
impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este
encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento
de lo que, con razón, se puede llamar Europa” (Las itálicas son nuestras).
Pero entonces, todo lo que sigue es una apología de
ese encuentro entre razón y fe ante las acusaciones de “helenización” del
Cristianismo: “A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente
purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de
la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las
discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención,
en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque
vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones
y sus objetivos”.
Veamos cuáles son esas tres etapas.
Primera: “La deshelenización surge inicialmente en conexión
con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición
teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de
la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una
articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe
ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en
la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio,
busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente
en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que
proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva
a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que
renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un
radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe
exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena”.
Este párrafo parece cortar el diálogo con la teología
luterana que está en el documento conjunto de 1999 y que hemos elogiado en este
libro. Sin embargo, si se lee con atención, observamos que los reformadores
reaccionan contra una razón que aparece
como una filosofía externa insertada en el núcleo de una fe que le es ajena. O
sea, ese racionalismo y ese semipelagianismo en el cual había degenerado cierta
escolástica decadente. En ese sentido
se contrapone la Escritura “a la razón”. La tesis kantiana de una creencia sin base metafísica al lado de una razón
reducida a la sola ciencia coincide con un fideísmo que confunde razón con racionalismo, y con un racionalismo
Iluminista al cual ese fideísmo le es
funcional.
La segunda
es lo que Benedicto XVI llama la teología liberal de los s. XIX y XX: “La
teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa
de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack”;
“el objetivo de Harnack –continúa más abajo– era hacer que el cristianismo
estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos
aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad
de Cristo y en la trinidad de Dios”.
La tercera,
no llamada tercera por Benedicto XVI,
es precisamente ese Iluminismo positivista y neopositivista al cual el fideísmo
le es funcional: “…Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre
matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que
pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la
sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor
científico”. Y por lo tanto, concluye más abajo: “Pero hemos de añadir más: si la
ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una
reducción, pues los interrogantes
propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes
de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la
razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que
desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia,
decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia»
subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética”.
Esto es muy
importante porque describe perfectamente la situación cultural actual, donde lo
“objetivo” es la ciencia todo lo demás, subjetivo como arbitrario. El hombre
actual se arrodilla ante la ciencia y decide arbitrariamente todo lo demás,
esto es, las respuestas a los interrogantes más profundos de su existencia, lo
cual implica el divorcio entre razón y fe que hemos previamente explicado.
Pero como reacción contra ese cientificismo, ha
surgido un post-modernismo donde la metafísica se diluye en pequeños relatos,
todos incomunicables con todos, porque no hay una razón humana en común con la
que puedan entenderse. Este es el escepticismo más absoluto ente el cual el
fideísmo sigue siendo la única opción religiosa, esto es, la religión vista
como un supermercado a la carta.
La Tercera,
entonces, según el conteo de Benedicto XVI: “Antes de llegar a las conclusiones
a las que conduce todo este razonamiento, quiero referirme brevemente a la
tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente.
Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy
que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las
demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el
momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo
Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no
es simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa. En efecto, el
Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu
griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo
Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay
elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen
precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman
parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza”
(Las itálicas son nuestras).
O sea, según esto, los Dogmas de la fe habrían sido
“reducidos” a una razón helénica intrínsecamente extraña a otras culturas, y
por ende la Iglesia Católica habría transformado el “id y predicad en nombre
del Padre….” se habría transformado en una predicación en nombre la sustancia,
la esencia y el accidente.
Ya hemos visto en el inicio de este libro que fue
precisamente al revés. La razón griega fue elevada y trans-formada por la
Gracia, convirtiéndose en lo mejor de sí misma y en universal, porque fue (es) una síntesis que abarca lo humano de la
razón, y no una razón cultural particular. Ese
“lo humano” es precisamente el punto de intersección de horizontes que la Fe
Católica puede tener siempre con cualquier cultura. La in-culturación del
Cristianismo no supone el abandono de la armonía razón-fe que se da con el
diálogo con la razón griega, sino en ir a
los casos particulares de relatos culturales como casos de una única razón que
se despliega luego analógicamente.
Esto lo manifiesta Benedicto XVI de dos modos.
Primero, que su crítica a la crítica de
“helenización” del Cristianismo no
implica “… retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro
concepto de razón y de su uso”. “…Porque, a la vez que nos alegramos por las
nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que
surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos.
Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo”. Esto
es, los avances en la ciencia pueden degenerar en positivismo y para evitarlo
debemos hay que exponer nuevamente el
diálogo entre razón y fe precisamente como el punto racional de unión entre lo
científico y la fe, esto es, una metafísica cristiana como la que hemos
querido rescatar en el capítulo cinco.
Y sólo eso es fuente de diálogo: “Sólo así seremos
capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones,
del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida
la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía
derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas
del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad
de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que
sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es
incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”.
Conclusión: la Iglesia, con su propia síntesis entre
razón y fe, no ha helenizado al Cristianismo. Al revés, ha cristianizado a lo
más humano de la razón griega y lo ha elevado a sus posibilidades más
universales. Sólo la recuperación de esa síntesis, sólo el rescate de esa
metafísica cristiana y por ende racional puede salvar a Occidente de esa
dicotomía entre positivismo y post-modernismo, que lo está hundiendo. “…Occidente, desde hace mucho, está amenazado
por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo
puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la
razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología
comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro
tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios»,
dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su
interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros
interlocutores a este gran logos,
a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos
es la gran tarea de la universidad”.
Que un discurso tan fundamental para replantear la
teología, la misión de la Iglesia, y el diálogo con el mundo moderno, no haya sido entendido en absoluto, es
un trágico síntoma de la grave crisis intelectual de los católicos,
especialmente de su Jerarquía.
13.3. El
discurso en La Sapienza
Aquí
tenemos otro síntoma: el discurso de Enero a 2008 a La Sapienza[19]
no sólo no pudo ser dirigido a sus muy tolerantes profesores, que impidieron la
visita de Benedicto XVI, sino que además tampoco fue escuchado en absoluto por
católicos encerrados en sus pequeños paradigmas ideológicos de izquierda y
derecha.
Este discurso es el paso de la potencia al
acto de esa nueva interpretación de Santo Tomás que propuse y de cómo
presentarlo al mundo moderno, algo que Benedicto XVI prosiguió haciendo en todo
su pontificado bajo oídos sordos de la Iglesia y el mundo, que no están en
condiciones de entenderlo.
A pesar de la
intolerancia de los “intelectuales” de La Sapienza –sapienza, justamente– el
discurso, gracias a Dios, no a ellos, quedó escrito, como un programa de acción
que hoy debemos rescatar.
Se pregunta Benedicto
XVI, retóricamente, que tiene que ir a hacer un Papa a una universidad, esto
es, en nombre de qué razón va a hablar, si supuestamente habla desde una fe sin
razón: “…surge inmediatamente la objeción según
la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón
ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría
pretender que valgan para quienes no comparten esta fe”.
Pero entonces hay que replantear el tema de la razón:
“Deberemos volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la
cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué
es la razón? ¿Cómo puede una afirmación –sobre todo una norma moral–
demostrarse “razonable”? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de
relieve brevemente que John Rawls, aun
negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón “pública”,
ve sin embargo en su razón “no pública” al menos una razón que no podría, en
nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser
simplemente desconocida por quienes la sostienen”.
O sea, comienza con algo que refuta las injustas
acusaciones que se hicieron a Benedicto XVI. Para responder la pregunta
comienza citando a John Rawls, algo que los lefebvrianos seguramente no
hubieran hecho. Lo elogia, por un lado, recordando que Rawls ve algo de
racionalidad en las doctrinas metafísicas que no podrían integrar la razón pública, y recuerda al mismo tiempo
esa noción rawlsiana de razón pública: aquella que puede ser un punto en común
entre ciudadanos que en metafísica y religión no podrían entenderse.
Pero entonces, va respondiendo lentamente a la
acusación de que las posiciones metafísicas y religiosas no podrían formar
parte de una razón pública. O sea, de que no son “razones”. Y para ello
recuerda nuevamente los inicios del Cristianismo y de la Patrística, donde se
da el diálogo entre razón y fe: “…los cristianos de los primeros siglos… Acogieron
su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos
insatisfechos. La comprendieron como la
disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento
de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios
más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido
del ser humano, no era para ellos una
forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su
modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a
un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y
reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón
para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe
cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad”.
(Las itálicas son nuestras).
O sea, las
preguntas de la razón son parte esencial de su modo de ser religiosas, esto es,
Judeocristianos. Y precisamente por ello, con los siglos, nace la
universidad, institución esencial en la historia de Occidente que debe su
origen al Cristianismo.
Saltando por un momento al presente, Benedicto XVI
hace algo que tampoco ningún “conservador” se habría atrevido a hacer: elogia a
Jürgen Habermas: “un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede
encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad,
de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos
ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que, al
mismo tiempo, nos angustia como cuestión
de la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi
parecer, un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la
legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad,
derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los
ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias
políticas. Con respecto a esta
"forma razonable", afirma que no puede ser sólo una lucha por
mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un "proceso de
argumentación sensible a la verdad" (wahrheitssensibles
Argumentationsverfahren)… Yo considero significativo el hecho de que
Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento necesario en
el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el concepto de
verdad en el debate filosófico y en el político”.
O sea, rescata la idea central de la filosofía del
diálogo de Habermas, donde diálogo no es lucha de intereses, o luchas
dialécticas entre mayorías y minorías, sino un proceso para alcanzar el entendimiento con el otro. Razón es
comprender. No es calcular ni
negociar…
Pero entonces vuelve al s. I. “Pero entonces se hace
inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si
para esto se remite a la “razón pública”, como hace Rawls, se plantea
necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que
es razón verdadera?”
Y luego de algunas consideraciones sobre la evolución
de la universidad como institución, coloca a Santo Tomás como modelo de diálogo
entre razón y fe para contestar la pregunta: “… Históricamente, es mérito de
santo Tomás de Aquino –ante la diferente
respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico– el haber puesto de manifiesto la autonomía de la
filosofía y, con ello, el derecho y la responsabilidad propios de la razón que
se interroga basándose en sus propias fuerzas”.
Pero esto podría ser leído como un racionalismo en
Santo Tomás. Para despejar esa duda, Benedictino XVI presenta su relación entre
razón y fe como la de un teólogo, precisamente como lo habíamos interpretado
antes: “… Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la
filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el
concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben
relacionarse entre sí “sin confusión y sin separación”. “Sin confusión” quiere
decir que cada una de las dos debe conservar su identidad propia. La filosofía
debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia
libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así
también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de
conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y que, al no
ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por eso siempre
suscita de nuevo el pensamiento. Junto
con el “sin confusión” está también el “sin separación”: la filosofía no vuelve
a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado,
sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y
desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe
cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han
recibido y dado a la humanidad como indicación del camino” (Las itálicas
son nuestras).
Esto es, el “sin separación” implica que la razón
razona en Santo Tomás asumida desde la Gracia y elevada desde la Gracia. Y por
ello puede ser al mismo tiempo Fe (por la Gracia de la Fe) y razón, con algo
esencial a la razón: su capacidad de comunicarse con los demás y por ende ser
“pública”: “es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo
desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola
así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de
lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y,
por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe
sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo,
sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una
“comprehensive religious doctrine”
en el sentido de John Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma,
que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su
origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza
contra la presión del poder y de los intereses”.
O sea, la Fe
no es sólo una Fe exclusiva para los que creen en los dogmas, sino una fuerza
purificadora de la razón misma, esto es, la eleva hasta sus potencialidades
máximas convirtiéndola así en una sensibilidad especial para el diálogo con los demás. O sea, una
“razón pública cristiana”, un
conjunto de sensibilidades cristianas para ciertos temas que son relevantes
para todo ciudadano habitante de la
ciudad temporal con sana laicidad.
Sin esto, el peligro es que “Hoy, el peligro del mundo
occidental –por hablar sólo de éste– es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la
grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad”. Y
el peligro de que “la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su
verdadera tarea, degenere en positivismo;
que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande.
Sin embargo, si la razón, celosa de
su presunta pureza, se hace sorda al gran
mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un
árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida. Pierde la
valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Eso,
aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse a sí
misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en
el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino
que se descompone y se fragmenta (las itálicas son nuestras).
O sea: la razón no
es sólo ciencias naturales, y la fe no
es un ámbito de creencias sin ninguna razón, y por ende tan incomunicable e
intrascendente como mis gustos para los helados. No: la razón es razón que deriva en metafísica que a su vez dialoga con la
fe, y la fe es tan razonable que puede dialogar con todos y en ese sentido es
pública, y es entonces la base
para el estado laico vitalmente cristiano del que hablaba Maritain. Esas son las raíces de la razón, sin la
cual se seca y se queda precisamente como la ve el post-modernismo: como nada,
como sólo pequeños relatos incomunicados: “se
aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se
fragmenta”.
¿Qué nos dijo Benedicto XVI en este discurso, que no hemos escuchado en absoluto? Que
abandonemos, los creyentes, la táctica (que ya hemos criticado), imposible y
peligrosa, de abandonar nuestra fe parta hablar con el mundo, desde una
supuesta escolástica basada nada más que en las solas fuerzas de la razón. No,
para hablar con el mundo, hay que presentar nuestra fe como es: como una fe
razonable, que tiene mucho que decir al no creyente, desde un Santo Tomás
teólogo, que tiene mucho para decir como teólogo al no creyente, precisamente
porque fue el que más dialogó con una razón que la Gracia asumió, universalizó,
y purificó.
Mientras no entendamos este mensaje de Benedicto XVI,
seguiremos llorando nuestra ineficacia comunicativa, nuestra tibieza, nuestro
temor ante el mundo, del cual debíamos ser sal, y nos convertimos sin embargo
en obsoleta curiosidad y molestia.
13.4. Los discursos ante Mary
Ann Glendon
Como hemos dicho
en este libro, la tradición norteamericana no se originó en el Iluminismo. En
ese sentido, Benedicto XVI ha sido quien más ha comprendido la relación entre
la tradición Judeocristiana y el surgimiento de los EE.UU. sobre la base del
reconocimiento de las libertades individuales y la libertad religiosa, como un
buen ejemplo de lo que dicha tradición puede influir en el ámbito social sin
absorber su esencial laicidad.
Comentemos con el discurso del 29 de
Febrero del 2008 a Mary Ann Glendon como nueva embajadora de los EE.UU. ante la
Santa Sede. Allí hay un párrafo fundamental: “Desde el alba de la República, como usted ha observado, Estados Unidos ha sido una nación que valora el papel de las creencias
religiosas para garantizar un orden democrático vibrante y éticamente sano.
El ejemplo de su nación que reúne a
personas de buena voluntad independientemente de la raza, la nacionalidad o el
credo, en una visión compartida y en una búsqueda disciplinada del bien
común, ha estimulado a muchas naciones más jóvenes en sus esfuerzos por crear
un orden social armonioso, libre y justo. Esta tarea de conciliar unidad y
diversidad, de perfilar un objetivo común y de hacer acopio de la energía moral
necesaria para alcanzarlo, se ha convertido hoy en una tarea urgente para toda
la familia humana, cada vez más consciente de su interdependencia y de la
necesidad de una solidaridad efectiva para hacer frente a los desafíos
mundiales y construir un futuro de paz para las futuras generaciones” (Las
itálicas son nuestras). Y casi hacia el final: “El aprecio histórico del pueblo
estadounidense por el papel de la religión para forjar el debate público y para
iluminar la dimensión moral intrínseca en las cuestiones sociales –un papel
contestado a veces en nombre de una comprensión limitada de la vida política y
del debate público– se refleja en los esfuerzos de muchos de sus compatriotas y
líderes gubernamentales para asegurar la protección legal del don divino de la
vida desde su concepción hasta su muerte natural y salvaguardar la institución
del matrimonio, reconocido como unión estable entre un hombre y una mujer, así
como de la familia”. Destaquemos: “El
aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión para
forjar el debate público y para iluminar la dimensión moral intrínseca en las
cuestiones sociales”, (las itálicas son nuestras) esto es, esa religiosidad
pública no estatal como mejor ejemplo de un estado laico vitalmente cristiano y
de una confesionalidad sustancial como conformadora del ethos cultural de los pueblos[20].
El segundo
gran discurso ante Mary Ann Glendon fue del 29 de Abril del 2011[21].
Dice allí Benedicto XVI: “Como he
observado en varias ocasiones, las raíces
de la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la
que dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando
la libertad de religión y la libertad de culto, garantizada
constitucionalmente, de las que muchos pueblos disfrutan hoy. Debido sobre todo
a su negación sistemática por parte de los regímenes ateos del siglo XX, estas
libertades fueron reconocidas y consagradas por la comunidad internacional en
la Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. Hoy
estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por actitudes e
ideologías que impedirían la libre expresión religiosa. En consecuencia, en nuestros días se debe afrontar una vez más el
desafío de defender y promover el derecho a la libertad de religión y a la
libertad de culto. Por esta razón, doy las gracias a la Academia por su contribución
a este debate” (las itálicas son nuestras).
Observamos dos cosas clarísimas: la
libertad religiosa tiene origen en la cultura cristiana: “… Como he observado
en varias ocasiones, las raíces de la
cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la que
dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando la
libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente,
de las que muchos pueblos disfrutan hoy”. Y más abajo, algo a lo que nos
referiremos luego, esto es, el estatismo, autoritarismo y totalitarismo actual
de grupos de presión anticristianos por los cuales se prohíbe la libertad de
expresión a cristianos y católicos en naciones occidentales: “… Hoy estos derechos humanos fundamentales de
nuevo están amenazados por actitudes e ideologías que impedirían la libre
expresión religiosa”.
Y a continuación, algo fundamental
sobre el derecho a la libertad religiosa: “Tertuliano
acuñó la expresión libertas religionis (cf. Apologeticum, 24,
6). Subrayó que a Dios se le debe adorar libremente, y que en la naturaleza de la religión está el no admitir coerciones, «nec religionis est cogere
religionem» (Ad Scapulam, 2, 2).
Dado que el hombre goza de la capacidad de una elección libre y personal en la
verdad, y dado que Dios espera del hombre una respuesta libre a su llamada, el
derecho a la libertad religiosa debe considerarse como inherente a la dignidad
fundamental de toda persona humana, en sintonía con la innata apertura del
corazón humano a Dios. De hecho, la auténtica libertad de religión permitirá a
la persona humana alcanzar su plenitud, contribuyendo así al bien común de la
sociedad. El Concilio Vaticano II,
consciente de la evolución de la cultura y de la sociedad, propuso un
renovado fundamento antropológico de la libertad religiosa. Los padres
conciliares afirmaron de que todos los hombres «se ven impulsados, por su misma
naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de
hacerlo, sobre todo la verdad religiosa» (Dignitatis
humanae, 2). La verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32) y
esta misma verdad debe descubrirse y asumirse libremente. El Concilio tuvo el
cuidado de aclarar que esta libertad es un derecho del que cada persona goza
naturalmente, y que, por lo tanto, también
debe ser protegido y fomentado por la legislación civil. (Las negritas son
nuestras). Importante el párrafo donde afirma que el Vaticano II acompaña a las
evoluciones históricas de Occidente, porque ello coincide con la noción de
acompañamiento que hemos señalado, e importante es también la referencia
implícita a la distinción de Juan XXIII entre las instituciones en sí mismas y
las diversas ideologías que puedan haberlas impulsado. Y cuando concluye en que
debe ser protegido por la legislación civil, creemos que está hablando de un
punto de no retorno a aquella situación histórica donde ciudadanía era igual a
bautismo.
Por último, un párrafo más difícil de
interpretar: “ Por supuesto, cada Estado
tiene el derecho soberano de promulgar su propia legislación y de expresar
diferentes actitudes hacia la religión en la ley. Por ello, hay algunos
Estados que permiten una amplia libertad religiosa según nuestra interpretación
de la palabra, mientras que otros la restringen por varias razones, entre ellas
la desconfianza respecto a la propia religión. La Santa Sede sigue haciendo llamamientos para que todos los Estados
reconozcan el derecho humano fundamental a la libertad religiosa, y los insta a
respetar, y si fuera necesario, proteger a las minorías religiosas que, aunque
vinculadas a una religión diferente de la de la mayoría que las rodea, aspiran
a vivir con sus conciudadanos de modo pacífico y a participar plenamente en la
vida civil y política de la nación, en beneficio de todos.” (Las itálicas
son nuestras). A principio parece que Benedicto XVI vuelve (y está muy bien) al
reconocimiento que Pío XII hizo de las diversas legislaciones a nivel de
derecho internacional. Pero evidentemente lo está recordando en la situación
actual, donde pide expresamente que, por
más que un estado privilegie una determinada religión –opción que la
declaración Dignitatis humanae no
condenó– sin embargo el derecho a la
libertad religiosa de los ciudadanos en minoría debe respetarse. Claro,
seguro está pensando, en el 2011, en las naciones árabes donde el Cristianismo
es minoría, pero el párrafo vale para una
confesionalidad formal en una nación con mayoría católica, donde también los no
creyentes deben ser ciudadanos de pleno derecho con igualdad ante la ley.
13.5. Los discursos ante el
parlamento británico y ante el parlamento alemán
Los discursos de Benedicto
XVI de 2010 y del 2011, ante el Parlamento Inglés y ante el Parlamento Alemán,
son dos piezas doctrinales tan importantes que merecerían ser un clásico como
la Rerum novarum o la Quadragesimo anno. Pero ahora, cuando
los comentemos, se verá por qué ello no conviene para los católicos
ideologizados de derecha y de izquierda, que los han sepultado en el olvido.
Comencemos con el
discurso en el Westminster Hall, del 17 de Septiembre del 2010[22].
Primero, un elogio a
las instituciones británicas liberales, tan a tono con la distinción que,
siguiendo a Hayek, hemos hecho entre el Iluminismo y el liberalismo clásico
británico: “Permítanme expresar igualmente mi
estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos y que ha tenido una profunda influencia en el
desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en
la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en
general. Vuestra tradición jurídica –“common law”– sirve de base a los sistemas legales de muchos
lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos y
deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes,
siguen inspirando a muchos en todo el mundo”. (Las itálicas son nuestras).
Curiosamente, es casi lo mismo que dice Churchill en su Historia de Inglaterra:
“A diferencia del resto de Europa Occidental, que retiene aún la
impronta y tradición del derecho y sistema de gobierno romanos, los pueblos de
habla inglesa ya han formado, al terminar el período al que se refiere este
volumen, un cuerpo de principios legales y casi diríamos democráticos que
sobrevivieron al surgimiento y acometidas de los imperios francés y español. El
Parlamento, el juicio por jurados, el gobierno local por ciudadanos locales y
hasta los comienzos de una prensa libre se divisan ya, siquiera en forma
primitiva, en los tiempos en que Cristóbal Colón se hace a la vela rumbo al
continente americano”[23].
Y es importante destacar que cuando dice
“desde hace siglos”, no dice dos o tres, sino desde antes de la reforma
protestante (destaquemos esto para aquellos que siguen insistiendo en que las
instituciones liberales dependieron el protestantismo).
A continuación un párrafo esencial para el tema de las libertades
individuales, tema tan central a una modernidad católica que nada tiene que ver
con las libertades del Iluminismo, distinción que no hicieron Gregorio XVI y Pío IX pero sí hicieron los católicos liberales del s. XIX, a quienes ellos
ayudaron a sepultar. Veamos el párrafo: “Gran Bretaña se ha configurado como
una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el
respeto por el papel de la ley, con un
profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de
todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina
Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su
preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona
humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de
la autoridad civil para la promoción del bien común”.
Pero más adelante, Benedicto XVI se pregunta por el origen de la ética
en el orden político y responde coherentemente con todo lo que hemos visto de
él: la armonía entre la razón y la fe y esa razón pública cristiana como
fundamento del ethos cristiano de una
sociedad libre.
Veamos: “¿Dónde se
encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición
católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo
del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el
debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran
conocerlas los no creyentes. Menos aún
proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la
competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la
razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel
“corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de
la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser
percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen
cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador
de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también
presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se
aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad
de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer
lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las
ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la
razón y el mundo de la fe –el
mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas– necesitan uno de otro y no deberían tener
miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra
civilización.
En
otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban
solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos
que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión,
especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que
otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz
de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente
privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la
Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a
los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen –paradójicamente con la intención de suprimir la
discriminación– que a los
cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que
actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los
derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad
religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública.
Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de
influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón
en todos los ámbitos de la vida nacional” (Las itálicas son nuestras).
Varias
cosas a destacar:
El
catolicismo es sanamente secular. No proporciona directamente desde las
Escrituras ni el orden jurídico ni menos aún un sistema político
concreto: ello queda dentro de la sana laicidad.
Pero la fe ayuda a la razón a purificarse a sí misma (lo dijimos desde el principio)
de tal modo que pueda descubrir más fácilmente los principios morales de un
orden temporal.
Sin ese papel “corrector”, y sin una razón que se deje ayudar de ese modo, el
resultado es doble: a) una religión fundamentalista, que cree que ella directamente ordena el orden temporal
(integrismo); b) una razón laicista, que desprecia toda ayuda de la Fe.
Esa
razón no corregida por la Fe implica
distorsiones de la razón que producen ideologías autoritarias y totalitarias,
que son religiones seculares. Todas ellas tiene que ver con lo que Hayek ha
denunciado como el abuso de la razón, en el centro del Iluminismo, y que Benedicto
XVI llama aquí del mismo modo.
La
razón iluminista que no se deja ayudar por la Fe, termina en un orden social
donde la Fe no puede ejercer su influencia social. Influencia que ejerce
propiamente no a través de presiones
o lobby de los católicos, sino a
través de las libertades individuales que los católicos, como ciudadanos cualquiera de una modernidad católica secular,
tienen derecho a ejercer. Pero entonces el Iluminismo restringe esas libertades
con terrible coherencia, y así se dan hoy las deformaciones –peores ahora en el
2018 que en el 2010– según las
cuales las tradiciones jurídicas y culturales del Judeocristianismo, comenzando
con la celebración de la Navidad, quieren ser suprimidas en nombre de una
supuesta autonomía de lo secular que deriva finalmente en otro tipo de
autoritarismo, igual que las ideologías autoritarias fascistas, nazis y
soviéticas que “supuestamente” ya no rigen más.
Sigamos
ahora con el discurso ante el Parlamento Alemán, el 22 de Septiembre de 2011[24].
Comienza
reflexionando sobre el Estado de Derecho. Es interesante que la traducción
española diga “estado liberal de derecho”: sobre ello ya hemos dicho otra vez
que “Según
me señala Fr. Pablo Sicouly OP, experto en el pensamiento de Ratzinger, el
original alemán dice “…des freiheitlichen Rechtsstaats”, que según él debería traducirse como “...“del estado de
derecho que respeta la libertad”; o “del estado de derecho basado en principios
de libertad”. (Freiheit: libertad).”; mientras que para “liberal” podría haber
dicho “…“des liberalen Rechtsstaats”, que no usó. La traducción inglesa, a su
vez, puso en el subtítulo “…Reflections on the Foundations of Law”, y
por “estado liberal de derecho”, en la traducción española, en la inglesa
aparece “…a free state of law”[25]. “Law”, creemos, en la tradición
anglosajona, se refiere al rule of law y
también al common law, que son el
“estado de derecho” de la tradición “classical
liberal” anglosajona que rescata Hayek. Pero, en fin, dejamos a los
expertos en la lengua de Goethe el debate.…”[26].
Al
hablar de “estado de derecho” recuerda una notable cita de San Agustín,
indispensable para la legitimidad de la autoridad política: “…“Quita el derecho
y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en
cierta ocasión San Agustín”. Y a renglón seguido recuerda algo terrible a sus
compatriotas: “… Nosotros, los
alemanes, sabemos por experiencia que estas
palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se
separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de
manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del
derecho; se transformó en una cuadrilla
de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y
llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de
la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un
momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora
inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el
mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres
humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos” (las itálicas son
nuestras). Hay que reconocer la humildad de Benedicto XVI al decir “nosotros
los alemanes” cuando no hay pueblo en la historia que se salve de esa barbarie,
que es precisamente lo contrario del Estado de Derecho, el fruto más preciado
del liberalismo clásico anglosajón. Si la frase comenzara “…nosotros los
argentinos” podría seguir sencillamente igual.
A
continuación se hace de vuelta la misma pregunta: “¿Cómo podemos reconocer lo
que es justo?”
Y más
adelante, explica de vuelta la evolución de un derecho sanamente secular derivado
al mismo tiempo del Judeocristianismo: “En la historia, los ordenamientos
jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de
una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los
hombres. Contrariamente a otras grandes
religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un
derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En
cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del
derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una
armonía que, sin embargo, presupone que
ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los
teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se
había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo
precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social,
desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano. De este contacto, nació la cultura
jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante
para la cultura jurídica de la humanidad. A
partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el
camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico
de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra
Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los
inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda
comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo” (las itálicas son
nuestras).
Es
importante destacar que, igual que Hayek, Benedicto XVI tiene una concepción
evolutiva del Estado de Derecho occidental. No juega –tampoco Hayek– con la
dialéctica entre Cristiandad y Modernidad, sino que coloca a los derechos del
hombre como una continuidad de la filosofía del derecho antigua y medieval.
Pero ambas esferas –la naturaleza humana y la capacidad de la razón del hombre
para conocerla– presuponen a la Creación, el punto de quiebre fundamental –como
hemos dicho en el capítulo 1– con las culturas panteístas anteriores, que dio
origen a la distinción sin separación entre lo divino, la autoridad política y
la ciencia.
Por lo
demás, vuelve a citar a la Declaración de
Derechos del Hombre y fíjense que incluso va más allá de las distinciones
de este humilde comentarista cuando sin mayores aclaraciones se refiere a la
Ilustración directamente.
Pero entonces
vuelve a afirmar al Judeocristianismo, a su esencial laicidad y a la idea de
derecho natural como fuentes de toda esta tradición: “Para el desarrollo del
derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los
teólogos cristianos hayan tomado posición contra
el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan
puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su
mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había
tomado ya san Pablo cuando, en su Carta
a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de
Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen
escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de
su conciencia…” (Rm 2,14s).
Aquí aparecen los dos conceptos
fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa
que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser”. (Las itálicas son nuestras).
Esto es, el desarrollo del derecho “cristiano” no fue “religioso” si por eso se
entiende clerical, integrista, directamente dictado de una autoridad eclesiástica
desde las Escrituras. Su fuente fue la ley natural inspirada en el Judeocristianismo, que tiene fe en la razón humana,
a pesar del pecado: “Cuando los
paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las
exigencias de la ley, ellos... son ley
para sí mismos”. Y aparece entonces el tema de la naturaleza humana como
fuente del derecho y en una conciencia humana abierta a lo que esa naturaleza
(el ser) le pueda decir.
Pero
entonces, Benedicto XVI advierte el drama del divorcio entre razón y fe: “La
idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien
singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de
modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”.
Un
perfecto diagnóstico de la situación. Lo que debería unir, una ley natural a
todos los seres humanos, divide. Se considera una cosa de los católicos
solamente, porque la razón se ha encerrado en el sólo cálculo, incapaz de
reconocerse en el diálogo entre razón y fe: “Quisiera indicar brevemente cómo
se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual
entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría
derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La
base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy
casi generalmente”. Aquí hay un momento filosófico clave: “la tesis según la
cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable”. Esa famosa
dicotomía se produce cuando la razón humana, desprovista de la síntesis de
Santo Tomás de Aquino, la máxima síntesis entre razón y fe, es incapaz de
reconocer al deber ser como un analogado del ser, esto es, como el mismo ser
desplegado hacia su plenitud. Y por lo tanto sólo queda el positivismo
jurídico, esto es, llamar ley sólo a la ley humana, con un casi no fundamento, ya sea en la voluntad de
la mayoría, en un dictador que se cree la voz del pueblo o en un déspota que se
cree enviado de Dios.
Entonces,
es precisamente el Iluminismo entendido como ideología positivista, lo que la
Escuela de Frankfurt llama razón instrumental, lo que Hayek llama
constructivismo, lo que Feyerabend llama unión entre estado y ciencia, la
responsable de una visión positivista de la naturaleza que luego se traslada a
lo social: “Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la
naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la
entienden, no puede crear ningún puente
hacia el ethos y el
derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo
vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran
como la única visión científica. En ella, aquello
que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido
estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser
relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el
sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón
positivista –y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública– las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego.
Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria
una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar
urgentemente a ella” (las itálicas son nuestras).
Como
vemos, el diagnóstico es claro: la concepción positivista de la naturaleza y el
derecho corta la relación entre el
Judeocristianismo, un ethos cultural
y por ende la necesaria condición cultural para un estado laico inspirado en el
cristianismo. O sea, “las fuentes clásicas
de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego”.
Esa es la situación dramática que
estamos viviendo hoy: “Ésta es una situación dramática que afecta a todos y
sobre la cual es necesaria una discusión pública”.
Benedicto
XVI propone al mundo actual un modo de volver a ver la ley natural: “La
importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de
la naturaleza y responder a él coherentemente”.
Hoy hay
un consenso internacional sobre ello, aunque se discutan los medios para ello.
Pero entonces, Benedicto XVI trata de llevar la misma sensibilidad al ámbito
humano: “Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que –me parece– se
ha olvidado tanto hoy como ayer: hay
también una ecología del hombre. También
el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a
su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí
solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también
naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo
que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se
realiza la verdadera libertad humana” (las itálicas son nuestras).
O sea,
la ecología humana es hoy el re-descubrimiento de la lay natural (que nosotros,
como se ha visto, hemos ligado necesariamente con la inter-subjetividad como lugar de re-descubrimiento de la ley
moral). Atención a ese “la escucha”: la inteligencia no positivista no es sólo
cálculo, dominio, sino “escuchar al ser”: ver, contemplar la naturaleza de las
cosas, tener oído musical para la música según la cual Dios ha creado al hombre
y al universo…
Por
ello, Benedicto XVI vuelva a referirse a Dios creador, noción esencial del
Judeocristianismo y con la cual hemos comenzado este libro. Lo hace con una
pregunta retórica, luego de debatir con Kelsen: “¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva
que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?” Lo que Benedicto
XVI está afirmando con esta pregunta retórica es que tiene plenamente sentido
preguntar por la causa última del orden creado, como fuente última del derecho…
Y responde: “A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio
cultural de Europa. Sobre la base de la
convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto
de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la
ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y
el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta.
Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería
una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su
integridad. La cultura de Europa nació
del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el
Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de
Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la
certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad
inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios
del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.” (Las
itálicas son nuestras).
Este
párrafo es de una riqueza inconmensurable. Primero afirma prácticamente una
síntesis de lo que ha sido y es la modernidad católica como producto de la fe
en Dios creador: “Sobre la base de la
convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto
de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la
ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y
el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta”.
Luego
afirma que ello es nuestra historicidad, esto es, el pasado que nos constituye
en el presente, el pasado que vive en Occidente y lo hace ser Occidente: “…La cultura
de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro
entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el
pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima
identidad de Europa”.
Y por
ende negar u olvidar eso es el suicidio
de Occidente y, por ende, agregamos nosotros, la negación de la fuente cultural de la libertad para todos los seres
humanos, sean occidentales o no: “Estos conocimientos de la razón
constituyen nuestra memoria cultural.
Ignorarla o considerarla como mero
pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría
de su integridad” (las negritas son nuestras)
Dos
reflexiones adicionales de nuestra parte:
En primer lugar. Análogamente a lo expuesto por Benedicto XVI, sus palabras son tan importantes que ignorarlas o considerarlas como mero pasado sería una amputación de
nuestro Catolicismo en su conjunto y lo privaría de su integridad. Y ello es exactamente lo que está
ocurriendo desde que Benedicto XVI renunció.
En segundo lugar. Un tradicionalista podría preguntarnos: obvia la coincidencia de Benedicto
XVI con “su” liberalismo clásico anglosajón, Señor Zanotti. Usted lo encontró
muy bien reflejado en estos discursos, pero entonces ahora “nos lo tira por la
cabeza”, casi igualándolo con el catolicismo, después de haber afirmado
explícitamente lo opinable de las opciones concretas en política.
Para
responde a esta excelente objeción, debemos hacer dos distinciones.
Una, la que
corresponde a “los grandes principios”, y luego cómo éstos han inspirado la
evolución concreta del Estado de Derecho en Occidente, que tiene esto último un
mayor grado de opinabilidad. Por eso el mismo Benedicto XVI dice “En este sentido, el papel de la religión en el
debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran
conocerlas los no creyentes. Menos aún
proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la
competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la
razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.
Pero él
también ha aclarado esos principios morales sociales “menos” opinables, para no
entrar en cuasi-proclamaciones dogmáticas: “Si bien con otro lenguaje, la
Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su
preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona
humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de
la autoridad civil para la promoción del bien común”.
O sea,
si el liberalismo anglosajón tiene como esencial la idea de limited government, entonces no tiene que ver con formas contingentes
de gobierno, sino con el respeto institucional a las libertades individuales, y
ello ha sido reconocido también por un magisterio que, vimos de qué modo,
evolutivamente, ha afirmado la dignidad de toda persona creada a imagen y
semejanza de Dios y los derechos fundamentales que deben ser reconocidos por
esa dignidad. A ello ha seguido una evolución institucional como tal es
contingente a la Fe, pero obviamente no
contraria al ethos cultural cristiano
que la inspiró.
Dos. Por
ende, lo que está haciendo aquí Benedicto XVI es, de vuelta, acompañar, en el sentido que ya lo había
hecho Pío XII, como lo habíamos comentado. Cuando el magisterio acompaña, no necesariamente prescribe
como obligatorio a lo que acompaña, pero
sí lo protege de condenas que se podrían dar desde el mismo ámbito católico.
Y ello es lo que ha sucedido en el s. XX con las instituciones liberales
anglosajonas desde pensamientos
católicos de izquierda o de derecha, que coinciden en que el “sistema social
católico” es incompatible con una institucionalidad liberal que distinga entre
Iglesia y estado y garantice la libertad religiosa. Esto es lo que ha visto
bien Ignacio Irrazábal en su libro ya citado[27].
Ya sea desde una derecha, que sigue
insistiendo que “lo católico” es sólo una autoridad única, sin distinción de
poderes, con sistema corporativo y sin derecho a la libertad religiosa, ya sea
desde una izquierda, primero con una teología marxista de la liberación y ahora
con una teología del pueblo, ambas coinciden en que “lo católico” en lo social
se da a través de un pueblo católico que desde abajo hacia arriba tiene que ir
construyendo una “ciudad católica”, un “pueblo cristiano” sin relación alguna con la institucionalidad
liberal. Para cortar eso, que
precisamente impide la aceptación del Concilio Vaticano II, Benedicto XVI ha
“acompañado” en sus discursos, como nunca nadie antes, a esa institucionalidad
liberal que, no es obligatoria para un
católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico es no negarla en nombre de su catolicismo.
Volvemos a decir: no es obligatoria para
un católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico es no negarla en nombre de su catolicismo.
Por tercera vez, por si no quedó claro: no
es obligatoria para un católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico
es no negarla en nombre de su
catolicismo. Por lo tanto, la
respuesta a la objeción es que un tradicionalista tiene todo el derecho del mundo
a seguir anhelando una monarquía católica con gobierno corporativo, pero no a imponerla como “lo católico” que es lo que casi siempre hacen
excepto, ya he dicho, sólo una excepción conocida por mí[28].
No de
casualidad, por lo demás, Benedicto XVI es el principal redactor de la condena
papal de 1984 a la teología marxista de la liberación[29],
“pecado” que miles de teólogos
“católicos” no le perdonaron nunca y
desde que inició su pontificado se propusieron voltearlo, y lo lograron. En
estos horribles episodios, y no en las películas de Hollywood, está lo verdaderamente
diabólico.
13.6. La
palabra “liberalismo”
Coherentemente con lo
anterior, y hechas ya todas las aclaraciones pertinentes, Benedicto XVI fue el
primer pontífice que le pierde miedo a la obvia palabra “liberalismo” que
designa a esa institucionalidad liberal que desde Pío XII en adelante, y con
heroicos antecedentes en León XIII y en Benedicto XV, el magisterio ha
acompañado.
El primer caso fue una
carta dirigida a Marcello Pera[30],
que aparece como introducción al libro de este último, “Por qué tenemos que decirnos cristianos. El liberalismo, Europa, la
ética” (“Perché dobbiamo dirci cristiani.
Il liberalismo, l’Europa, l’etica”, Mondadori, Milano, 2008). Allí dice
directamente Benedicto XVI: “… con un conocimiento estupendo de las
fuentes y con una lógica coherente, analiza la esencia del liberalismo
partiendo de sus fundamentos, mostrando que a
la esencia del liberalismo pertenece su enraizamiento en la imagen cristiana de
Dios: su relación con Dios, de quien el hombre es imagen y de quien hemos recibido
el don de la libertad”. Y más adelante: “Muestra que el liberalismo, sin dejar
de ser liberalismo sino, al contrario, para
ser fiel a sí mismo, puede enlazarse con una doctrina del bien, en particular
con la cristiana que le es congénere, ofreciendo así verdaderamente su
contribución a la superación de la crisis” (las itálicas son nuestras).
No haremos mayores
comentarios triunfalistas. Sólo diremos, a quienes aún siguen organizando
seminarios sobre la base del famoso libelo de Félix Sardá y Salvany, lo que ya
les dijimos: “Gente, sean coherentes. No pueden seguir organizando esas
jornadas bajo la Iglesia Católica Romana. O se hacen sedevacantistas, o se
reconocen sinceramente como seguidores de Mons. Lefebvre, o admiten alguna vez
que el famoso librito de Félix Sardá y Salvany no cubre todas y cada una de las
especies del liberalismo clásico. O hacen lo que ustedes dicen que nosotros no
hacemos: escuchar al Magisterio”.
El segundo caso es más
importante históricamente: Benedicto XVI está recordando nada más ni nada menos
que la cuestión romana, tan importante en el Magisterio del s. XIX[31].
Y afirma: “Por razones históricas, culturales y políticas
complejas, el Risorgimento ha pasado como un movimiento contrario
a la Iglesia, al catolicismo, a veces incluso contrario a la religión en
general. Sin negar el papel de tradiciones de pensamiento diferentes, algunas
marcadas por trazos jurisdiccionalistas o laicistas, no se puede desconocer la aportación del pensamiento –e incluso de la acción– de los católicos en la formación del Estado
unitario. Desde el punto de vista del pensamiento político bastaría
recordar todas las vicisitudes del neogüelfismo, que tuvo en Vincenzo Gioberti
un ilustre representante; o pensar en las orientaciones católico-liberales de Cesare Balbo, Massimo d'Azeglio y Raffaele
Lambruschini. Por el pensamiento
filosófico, político y también jurídico resalta la gran figura de Antonio
Rosmini, cuya influencia se ha mantenido en el tiempo, hasta dar forma a puntos
significativos de la Constitución italiana vigente. Y por la literatura que
tanto contribuyó a «hacer a los italianos», es decir, a darles su sentido de
pertenencia a la nueva comunidad política que el proceso del Risorgimento estaba plasmando, cómo no recordar
a Alessandro Manzoni, fiel intérprete de la fe y de la moral católica; o a
Silvio Pellico, que, con su obra autobiográfica sobre las dolorosas vicisitudes
de un patriota, supo testimoniar la conciliabilidad del amor a la Patria con
una fe inquebrantable. Y también figuras de santos, como san Juan Bosco,
impulsado por la preocupación pedagógica a componer manuales de historia
patria, que modeló la pertenencia al instituto por él fundado sobre un
paradigma coherente con una sana concepción
liberal: «ciudadanos ante el Estado y religiosos ante la Iglesia». (Las
itálicas son nuestras).
En un solo párrafo, que hubiera
horrorizado a los ultramontanos que estaban a la derecha de Pío IX –lo cual es
mucho decir– Benedicto XVI reivindica a los católicos liberales del s. XIX en
el caso italiano, especialmente Rosmini, y los coloca como ejemplo de una “sana
concepción liberal”.
La conclusión de todo
esto es obvia: el terror con la palabra “liberalismo”, en los contextos
precisados, se acabó. Si a esto agregamos la utilización de “economía de
mercado”, por parte de Juan Pablo II[32],
entonces también por ese lado hubo un avance. Si bien todo esto, ahora, parece no haber existido, no creo que
estos documentos hayan sido oficialmente abrogados.
13.7. Balance
El magisterio de
Benedicto XVI fue un intento crucial para llevar nuevamente a la Iglesia a la
madurez de una modernidad católica. En términos conceptuales, replanteó la
armonía entre razón y fe, en sí misma (Ratisbona) y desde allí la transformó en
una razón pública cristiana (La
Sapienza), exhortando a los católicos a una nueva relación con el mundo desde
su propio cristianismo en diálogo con la razón –novedad inadvertida ante una táctica pseudo-tomista de plantarse frente al
mundo desde un manual aristotélico sin fe–.
Desde allí le es fácil, conceptualmente, enfrentar por primera vez –desde un
silencio total desde 1965– la recta
interpretación del discutido Vaticano II, en una hermenéutica de la reforma en
lo contingente y la continuidad en lo esencial. Ningún pontífice había hecho
esas aclaraciones, ni siquiera en los dolorosos momentos del cisma automático
que se produce cuando Lefebvre ordena obispos.
Desde allí, acompaña
las conquistas institucionales del liberalismo clásico anglosajón, afirmando de
ese modo la modernidad católica de este último y rechazando el Iluminismo en
todas sus formas, en armonía total con todo lo afirmado en este libro. Lo hace
ante Mary Ann Glendon, ante el parlamento británico y ante el parlamento alemán,
recurriendo en estos casos a la misma fórmula conceptual: el Judeocristianismo
como necesaria inspiración cultural de la evolución de un derecho y un sistema
político esencialmente secular, respetuoso de la dignidad humana y las
libertades individuales fundamentales. Con ello Benedicto XVI termina de
acompañar lo que Pío XII había comenzado: las instituciones liberales clásicas
que implican la sana laicidad del estado y por ende lo que se creía imposible:
una plena des-clericalización católica
de la política. Con lo cual rechaza explícitamente aquellas teologías que, por
izquierda o por derecha, ponen como eje del sistema social al “pueblo
católico”, esencialmente enfrentado con el capitalismo y la modernidad.
Pocos lo entendieron en
su momento y ahora todo esto ha quedado
en un silencio ensordecedor. Los católicos en general no estaban maduros
para este magisterio. No lo podían entender, y si lo entendían, en general lo
rechazaban. Es aún una vergüenza que la mayor parte de los infantiles católicos
demandaran un pontífice de gestos, políticamente carismático y metido
totalmente en la politiquería vaticana y mundial. No pudieron entender la fina
teología y la catolicidad tan esencial detrás de este pastor de voz baja, pluma
clara y distinta, y humilde hasta el punto de no hacer ostentación de lo nuevo.
Un vergonzante circo romano –nunca mejor dicho–
no podía entender al papa pensador, escritor, santamente fuera del mundo del
espectáculo. Su renuncia fue, es y será siempre uno de los mayores dramas en
toda la historia de la Iglesia.
[1]El discurso completo puede verse en:
https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/ documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.
[3] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos
del s. XX posteriores al neopositivismo.
[4] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro
caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso
decir….”.
[5] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “Se podría decir que ahora, en
la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que
esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo
afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque,
en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última
palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad
para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes
a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a
ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas
religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una
convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de
practicar su religión. En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo
más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una
nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del
mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen
nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga
historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la
relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.
[6] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por
los pobres, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988;
“Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El
Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su
pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.; “Sobre lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.
[7] Lo hemos
dicho en Zanotti, G. J., La devaluación
del magisterio pontificio, en
http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.
[9] Dice Rhonheimer: “La
Declaración Dignitatis humanae del
Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre
derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y
verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica
la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean
equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un
“indiferentismo” teológico. Con su
doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues,
la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.”
Rhonheimer, M., Cristianismo y laicidad.
Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p.
109. Agradecemos a Mario Šilar esta referencia.
[10] Es interesante que, actualmente, muchos de los
católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los
temas, sin embargo descargan todo el peso
de su dogmatismo en temas económico-sociales…
[11] Finalmente, esto es lo que ya
decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones
sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.): “Pero alguien podría objetar: el problema no es la
libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad
religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en público, y
es este último “...y en público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado
preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la
manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente
escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del
fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede
ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y
atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de
fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad
del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una
vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión
pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de los limites debidos”. Pero
esos límites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la
prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII –que también se
aplica a la libertad del acto de fe– en la ley humana positiva, que por
definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un
terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros
llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13), donde el Magisterio no puede
definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: “... no todos los
principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos
los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las
diversas leyes positivas según los distintos pueblos” (14). Luego, es evidente
que si el grado de “manifestación pública” otorgado por León XIII a la libertad
del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo– que el grado que se observa
en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las
diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del
derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos
contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios morales
fundamentales”.
[12]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.
[13] A su vez, se podría decir que hubiera implicado
todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de
1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera
concluido diciendo “… Por lo tanto, el
derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las
constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la
Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias históricas,
no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la
necesidad de ser redactada…
[14] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro
El sustento del hombre, Madrid,
Autor-Editor, 2009.
[15] “Ahora bien,
puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de
su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en
la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del
deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y
la única Iglesia de Cristo”. Esto elude
el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era
solamente moral, sino civil.
[16] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política,
citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia
pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto
Acton, 2013, p. 161. Las itálicas son nuestras.
[17]Véase: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/ september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg.html.
[18] Lamentablemente el discurso no fue ni entendió
ni escuchado por un mundo católico
que le exigía a Benedicto XVI la perfección política y no le perdonó que citara
la aguda crítica de Manuel el Paleólogo, un casi precursor cristiano de la
libertad religiosa, a un interlocutor musulmán. La cita de Benedicto XVI era
académicamente perfecta y no podía ofender a nadie que entendiera los juegos
del lenguaje del discurso académico. Las críticas que recibió Benedicto XVI
fueron totalmente injustas y además hipócritas, pues fueron hechas en su mayor
parte por todos aquellos que actualmente gozan con la imprecisión, ambigüedad y
vaguedad de las actuales afirmaciones de las más altas autoridades de la
Iglesia. Para mayor precisión, reproducimos todo el párrafo, aclarando que a nadie vamos a pedir perdón:
“Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor
Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel
II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara,
mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad
de ambos. [1] Probablemente fue el mismo emperador quien
anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se
explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas
de su interlocutor persa.[2] El
diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la
Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del
hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las
«tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo
Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo
quisiera aludir a un aspecto –más bien marginal en la estructura de todo el
diálogo– que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que
servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia. En el
séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el
emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el
emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna
constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es
probablemente una de las suras del período inicial, en el que
Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el
emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y
fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como
la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con
una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta
inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central
sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame
también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e
inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que
predicaba». [3] El emperador, después de pronunciarse de
un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la
difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en
contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se
complace con la sangre –dice–; no actuar según la razón (συ ν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La
fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra
persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar
correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer
a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos
contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a
una persona».[4]
En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación
decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. [5] El editor, Theodore Khoury, comenta: para
el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es
evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente
trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías,
ni siquiera a la de la racionabilidad. [6] En este contexto, Khoury cita una obra del
conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a
decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que
nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría. [7]”
[19]Véase https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2008/
january/documents/hf_ben-xvi_spe_20080117_la-sapienza.html.
[20] Como ya dijimos en nuestro artículo “Jacques
Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.
[21] Traducción oficial al español tomada del sitio
oficial del Vaticano: www.vatican.va; en el siguiente link:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/pont-messages/2011/documents/hf_ben-xvi_mes_20110429_social-sciences_sp.html.
El original fue pronunciado en lengua inglesa:
http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_academies/acdsoc/2011/passstatement2011.pdf.
[22]Véase:
https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/
september/documents/hf_ben-xvi_spe_20100917_societa-civile.html.
[23] Churchill, W.
S., Historia de Inglaterra y de los pueblos de habla inglesa, Buenos
Aires, Peuser, 1958, Libro I, Prefacio.
[24]Véase: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches
/2011/
september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin.html.
[25] Para las traducciones
referidas, véase: http://www.vatican.va/
holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin_en.html.
[26] De mi artículo Zanotti, G. J., “Los fundamentos
del estado liberal de derecho según Benedicto XVI” (Octubre del 2011),
reproducido en Šilar, M. – Velarde Rosso, J. E. – Zanotti, G. J., Estado liberal de derecho y laicidad.
Comentarios a algunas de las intervenciones más audaces de Benedicto XVI, Buenos
Aires, Instituto Acton, 2013, pp. 249-254, nota al pie nº 224, p. 247.
[27] Iglesia y
democracia, op. cit.
[28] Lo vuelvo a nombrar: Fernando Romero Moreno.
[29]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19840806_theology-liberation_sp.html.
[30] Benedicto XVI, “Carta a Marcello Pera
sobre las bases del liberalismo”, en Zenit, del 2-12-08, http://www.zenit.org/article-29393?l=spanish, y
https://es.zenit.org/articles/carta-del-papa-a-marcello-pera-sobre-las-bases-del-liberalismo/.
[31] https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/letters/2011/ documents/ hf_ben-xvi_let_20110317_150-unita.html.
[32] Nos referimos al famoso párrafo 42 de la Centesimus annus,
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19840806_theology-liberation_sp.html.