Prólogo de 1976 a “Los objetivos de la Escuela Media” de Luis Jorge Zanotti
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Escribo este prólogo, a sabiendas, en un tono que confunde la introducción de carácter conceptual referida al tema del cual se ocupa el texto respectivo y la confesión propia de un volumen de memorias.
Es innegable que en mi ánimo pesa, en este momento, una especie de cansancio o de aburrimiento, de hartura probablemente, por todo cuanto tiene que ver con los asuntos educativos y en particular los escolares. No ha muerto en mí, sin embargo, el apasionamiento por el tema ni ha desaparecido la honda vocación docente que me acompaña desde hace tantos años. En cambio, siento, en la intimidad más honda de mi espíritu, la necesidad o la conveniencia de un silencio prolongado de mi parte en el marco de las polémicas, discusiones o simplemente exposiciones públicas vinculadas con aquellas cuestiones.
Si este estado de ánimo tiene justificación o no en las circunstancias actuales –en “mi circunstancia”–, si un silencio de ese tipo puede admitirse o bien condenarse como incumplimiento de un deber social, o si quizá sólo se funda en un problema temperamental, son alternativas todas posibles pero que no importan. Cuenta la existencia de ese “animus” y es responsabilidad irremediable de mi conciencia la decisión en cualquier sentido.
Quiero señalar, sin embargo –y entro entonces al asunto de esta obra–, que razones para el cansancio o más bien para un cierto hastío, no faltan.
¿Cuánto hace que se proclama en todos los tonos y desde todas las tribunas –en el orden internacional y en nuestro país– la necesidad urgente de transformar en profundidad las estructuras organizativas del sistema educativo en todos sus niveles? Es sobre todo por cuanto se refiere a la enseñanza media que los reclamos son más fuertes y las modificaciones pedidas más profundas. No menos de tres décadas pueden contarse, pues en especial desde el fin de la segunda guerra mundial el fenómeno mencionado adquirió características universales y de alta intensidad.
Por mi parte, he consagrado a esa misma finalidad buena parte de mis empeños en los últimos veinticinco años. Lejos de mí pretender ahora cualquier tipo de exclusividad al respecto y mucho menos de originalidad, o de primacías cronológicas en esa labor, pero creo que, en el pequeño y modesto ámbito de los estudios pedagógicos argentinos de nuestros días, he sido al menos uno de los infatigables sostenedores de la idea de que la escuela media es el punto central del proceso de evolución de los sistemas educativos contemporáneos y consecuentemente de que ese nivel escolar es el llamado a las transformaciones más hondas en su estructura, no sólo en sus planes o programas de estudio sino en su sentido, en su régimen organizativo y sobre todo en su vinculación con el ámbito social, el mundo del trabajo y los estudios superiores.He publicado libros –uno en colaboración– específicamente destinados al tema, e innumerables artículos; he pronunciado conferencias en todo el país y he dictado cursos y cursillos. El breve lapso de seis meses durante el cual ocupé el cargo de director general de Enseñanza Secundaria, Normal, Especial y Superior entre agosto de 1966 y marzo de 1967 sólo sirvió, obviamente, para reforzar mis convicciones en la materia pero no para poder hacer algo concreto.
En 1976, la dirección del “Proyecto DINEMS-PNUD-UNESCO Arg./73/001” –plan de colaboración entre la Unesco, el Fondo Especial de las Naciones Unidas para el Desarrollo y el Ministerio de Cultura y Educación de nuestro país– por intermedio de la Dirección Nacional de Enseñanza Media y Superior solicitó mi colaboración. El Proyecto estaba dirigido al perfeccionamiento de la enseñanza media. Acepté y durante el segundo semestre de 1976 y todo el año 1977 tuve ocasión de recorrer el país en sucesivos encuentros con personal directivo, de supervisión o docente a cargo de departamentos de materias afines o de materias pedagógicas del nivel terciario de establecimientos dependientes de DINEMS y de establecimientos secundarios provinciales, privados o dependientes del CONET.
Expuse mis ideas en Santa Fe, Mendoza, Tandil, Jujuy, Santa Rosa, Catamarca, La Plata, San Fernando, Morón y Quilmes y en Capital Federal (en este caso en tres encuentros), y en cada ocasión con la presencia de representaciones de numerosas localidades cercanas.
Por el contacto humano de vasta representatividad, debo destacar también que como colaboración especial del Proyecto citado con las provincias del Nordeste, estuve una semana en Resistencia para trabajar con personal de supervisión de escuelas medias provinciales de Formosa, Chaco, Misiones, Corrientes y Entre Ríos.
En 1976 desarrollé, en esos encuentros, el siguiente tema: “Adolescencia y escuela media”, con este subtítulo ya suficientemente definitorio: “La escuela media como estructura contradictoria con la etapa adolescente”. En 1977, el tema fue: “Los objetivos de la enseñanza secundaria”.
Además, como final de mis obligaciones contractuales con el Proyecto citado, entregué en cada ocasión, al término de los encuentros, una síntesis de las ideas desarrolladas y como complemento del segundo tema añadí, por pedido especial de la dirección del Proyecto, un apéndice sobre: “Alternativas curriculares para el perfeccionamiento de la escuela media”*.
Al correr, luego, los años siguientes y hasta hoy, advierto que sucédense diversos ministros de Educación en nuestro país y una vez más se discute en torno de cuestiones que consideradas en abstracto, o en sí mismas, pueden ser importantes pero que vistas en el conjunto del problema no pasan de ser baladíes o irrelevantes. Insístese en modificar, por ejemplo, un “programa” de estudios –hoy algo de Ciencias Biológicas, mañana algo de Formación Moral y Cívica, después algo de Física–, o en todo caso en alterar parcialmente el plan de estudios de la escuela media. ¡Cómo si esto importara algo! ¡Cómo si un plan o programa diferente contara ya a esta altura!
El problema de fondo es otro: por ejemplo, si la escuela media misma, como tal, como hoy existe, es todavía necesaria o no. O también, si es posible aprender historia, o siquiera algo de historia, sea cual fuere el programa o el plan, con el actual régimen organizativo y didáctico de la escuela media.
En materia de asuntos escolares, en particular con respecto a la escuela media, nos encontramos en una situación que podría compararse con la de la empresa propietaria de un viejo, viejísimo barco carguero, prácticamente inservible ya, con sus calderas de carbón y sus maquinarias obsoletas y sus características inadaptadas para los sistemas modernos de operaciones de cargas y hasta imposible de adaptar para los nuevos sistemas de seguridad y gobierno de la navegación, pero que en cambio de emplear su tiempo en considerar la incorporación de un nuevo barco, dedicara sus recursos humanos, su escaso capital y larguísimas deliberaciones a discutir el color de la pintura que correspondería a la pobre, vieja, incómoda y estrecha cámara del capitán. Imaginemos que mientras el viejo barco recorre penosamente todavía unas pocas millas cumpliendo servicios absolutamente deficitarios, la compañía armadora contratara expertos e ingenieros para discutir si se puede mejorar un poco las cuchetas del personal embarcado y entonces, después de grandes estudios e inversiones, cambiara los apolillados colchones y almohadas de estopa por una moderna línea de almohadas y colchones de espuma de goma.
Con la cámara del capitán pintada a nuevo y con modernos colchones para la tripulación, el barco saldría otra vez a navegar... tan deficitariamente, tan tristemente, tan inútilmente como antes.
Renovar un programa aisladamente en la escuela media argentina es incurrir en el error de aquella compañía armadora.
El programa estriba en la estructura integral, más aún, en el sentido mismo de la escuela media y de las instituciones educativas en este momento histórico.
Al advertir la perduración de este estado de cosas, aquel estado de ánimo al cual aludí al principio chocó con una sensación de deber incumplido de mi parte si no realizaba, por lo menos, el esfuerzo de hacer conocer, siquiera una vez más, mi pensamiento. Porque, además, con el trabajo realizado en el marco del Proyecto citado y gracias a la oportunidad de establecer un contacto recreador con la realidad de la escuela media argentina en múltiples ubicaciones geográficas, sentí que culminaba en mí una tesis que de un modo u otro vengo elaborando hace mucho tiempo.
En modo alguno caigo en el pecado intelectual de suponer un pensamiento acabado o una tesis concluida. Pero, de momento, creo advertir una idea suficientemente madurada y redondeada, por decirlo así.
Juzgué conveniente, entonces, recapitular esos trabajos y publicarlos en un volumen. Revisé cuidadosamente los informes oportunamente presentados, los cotejé con los apuntes que guardo de los debates y las sesiones de trabajo cumplidas por los asistentes a aquellos encuentros; reelaboré algunos puntos, completé otros y ordené el material dentro de otra secuencia. Fruto de esta tarea es, al fin, el volumen que sigue.
Si el lector, a esta altura, encuentra contradicción entre un estado de ánimo relativamente cansado y aburrido y la presentación de un libro que pretende nada menos que renovar toda la estructura de la escuela media, tiene razón. La contradicción existe. Pero, como diría Unamuno, es un exceso de simplicidad olvidar que la contradicción es una realidad con la cual hay que contar.
Lo que ocurre es que a cierta altura ya no se sabe bien si vale la pena insistir en ciertas ideas o si es mejor, o más discreto, por no decir más cómodo, el silencio.
El hombre, se ha dicho, es dueño de las palabras que calla y esclavo de las que pronuncia.
Imagínese el lector cuál es el grado de esclavitud de los hombres que tenemos la mala costumbre no sólo de hablar sino aún de escribir y de dejar nuestras palabras debidamente firmadas, asentadas en libros, diarios y revistas.
Pero en última instancia, como creo que dijo Carmelo Bonet en un prólogo delicioso a un libro, también muy bello, que desdichadamente he perdido: “Esto de escribir es un vicio”. O, como recuerda el inolvidable Alfredo de Vigny en la memorable traducción de Carlos Obligado, en otro volumen inhallable: “La obra de la pluma es como la botella que el náufrago lanza cerrada al mar con la esperanza de llegar a buen destino: ¡Dios velará por ella!”
Creo, pues, firmemente, que la escuela media actual es mala, muy mala; que perjudica gravemente a la adolescencia; que exige inversiones cuantiosas casi sin frutos apreciables; que es responsable de serios daños en el cuerpo social, y que más tarde o más temprano la sociedad acabará por descubrirlo y pasará por sobre ella de cualquier manera. Creo que no son culpables de esto sus docentes ni sus directivos, pues la estructura dentro de la cual están obligados a actuar los perjudica todavía a ellos, los frustra como profesionales y hasta los daña como personas, aunque también creo que les cabe una responsabilidad delicada en cuanto insisten a menudo en considerar sus propios problemas laborales o sus particulares cuestiones didácticas en función del contenido de sus materias en cambio de atender el problema, primero, en su integralidad. Creo que es urgente una transformación de fondo de la escuela media y como colaboración con ese propósito ofrezco las páginas que siguen.
Permítaseme, para terminar, en una vuelta al tono propio de las confesiones, una reflexión de carácter estrictamente personal. Frente a las ideas expuestas en las páginas que siguen, ante las propuestas tan concretas allí reunidas, bien puede ocurrir que pase el tiempo, como está pasando desde hace varias décadas, sin que nada se haga y sin que nadie las tome en serio o se decida a ejecutarlas.
En tal caso, es lógico que el autor se formule a sí mismo este razonamiento: o bien sus ideas muy sensatas pero no son entendidas ni apreciadas por la sociedad en la cual le toca vivir, o bien sus ideas no tienen valor y por lo tanto la sociedad hace bien en dejarlas de lado. En cualquiera de ambas alternativas, lo mejor que puede hacer en el futuro, lo más elegante y lo más sensato para su propia salud mental y su equilibrio espiritual es callar, discretamente.
*Considero pertinente expresar mi agradecimiento al director del Proyecto, el profesor español, experto de la Unesco, Dr. José Luis García Garrido; a su colaborador directo, el inspector jefe de DINEMS, Prof. Julio González Rivero, y al entonces director nacional de DINEMS, Prof. Rinaldo Poggi, por la oportunidad, y principalmente, por la confianza que me brindaron al concederme una libertad expositiva absoluta, sin condicionamientos de ningún género, lo cual, por otra parte, constituyó el motivo determinante de mi aceptación para cumplir esta tarea.
sábado, 31 de mayo de 2008
sábado, 24 de mayo de 2008
SIGAMOS RE-SISTIENDO
Sigamos re-sistiendo. Desde la nada de la resistencia, desempolvo este artículo que escribí hace 18 años. Lamento seguir pensando igual y criticando prácticas habituales. Por supuesto, los que piensen distinto pueden criticarme, y los no creyentes están invitados a disentir con el final. Disentir. Que no es algo que puedan hacer en el sistema habitual de “enseñanza”……
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De Magistro
Por GABRIEL J. ZANOTTI
Publicado en Ideas sobre la Libertad, Mayo de 1990, nro. 55, pp. 27-29.
El título de este pequeño artículo no es, evidentemente, algo original. Muchos filósofos -Santo Tomás entre ellos, y con ese título- se han ocupado de "el que enseña". Muchos han sentado en ese caso las bases de una filosofía de la educación.
Nuestras pretensiones son más modestas. No se trata éste de un ensayo estrictamente académico ni de una filosofía de la educación bien sistematizada. Sólo son reflexiones más o menos sueltas, fruto de la contemplación de la propia experiencia. Tal vez algo verdadero surja de ello. Veamos.
El aprender significa la incorporación libre y voluntaria de un conocimiento vital. Inteligencia y voluntad están presentes en el proceso. No basta entender -que puede incluir la memoria, pero nunca al revés-; debe quererse lo que se entiende. Porque el que aprende es la causa principal de su aprendizaje; luego, si el que supuestamente va a "aprender" no quiere hacerlo, no lo hará. Y esto es así por más que los sistemas de calificaciones -casi intrínsecamente dañosos- den la apariencia de lo contrario. Por eso hemos dicho "vital".
El que aprende incorpora lo adquirido a su propio ser. Implica, por tanto una transformación vital. Si no, no hay aprendizaje. Puede haber repetición, nota, aprobación. Pero no aprendizaje. Si la propia vida no está comprometida, no hay aprendizaje. Puede haber adiestramiento. Como en un animal. Pero no incorporación de un conocimiento o una virtud a la propia vida. Esto último ocurre cuando el que aprende capta la relación de lo que va a aprender con su propio proyecto vital. Allí se dará el "querer" aprender, condición necesaria para el aprendizaje.
El que enseña, si quiere hacerlo, debe "aprender lo que es enseñar". De lo contrario, no puede enseñar. Puede, eso sí, pararse en un recinto con unas cuantas personas delante, hablar, gesticular, amenazar, coaccionar, exigir que se memorice tal cosa, aprobar a los que lo hacen, y desaprobar al resto. Y cuantos más desapruebe, este supuesto maestro lo considerará, generalmente, un gran éxito. Es, sin embargo, el completo fracaso de lo que es enseñar. Pero se vive en la ilusión de lo contrario.
El que enseña, en primer lugar, debe querer hacerlo. Igual que el que aprende. Para querer enseñar, debe amar a las personas que tiene delante. Por el solo hecho de ser personas, y que además quieren aprender. No hay técnicas, no hay carrera de "ciencias de la educación" que puedan proporcionar ese amor. Hay técnicas para volver a ese amor eficiente, pero no para colocarlo en quien no lo tiene o no quiere tenerlo. El que es maestro mira a sus alumnos con afecto. No se envanece por ello, porque si lo hace se ama más a sí mismo, y deja de enseñar para comenzar a lucirse. El que enseña ama a sus alumnos de igual modo que el carpintero hace muebles. Es su oficio. Así de simple.
El que enseña no puede obligar a nadie a escucharlo. De lo contrario, no enseña. Además, presta mucha atención a las preguntas de sus alumnos. Es clave. Dialoga con ellos sin solemnidades adicionales a la misma y paradójica "cosa seria" que es el afecto sincero. Toda pregunta es importante para el que la hace, y por eso es importante. Y algo básico: el que enseña no impone sus ideas, no amenaza, no produce temor. De lo contrario, no enseña.
El que enseña dice lo que considera la verdad. Y sabe que el temor es contradictorio con la adquisición de la verdad. Sabe que la verdad sólo puede adquirirse en el ambiente afectuoso y pacífico de un diálogo sincero. Y sabe que aún cuando el otro piense distinto, eso no lo hace menos digno del que piensa igual. Además, el que enseña se deja enseñar. Sabe que una pregunta puede mostrarle un error, y enseñará si sabe autocorregirse. En cualquier caso, enseñará sólo si se mantiene fiel a lo que piensa. Y fiel a su afecto.
El que enseña no espera que sus alumnos digan exactamente lo que él dice. Tampoco espera que en el futuro sus alumnos compitan a ver quien repite mejor sus escritos y se peleen por interpretaciones distintas. No. Más bien, espera que sus alumnos lo superen; espera que digan más que lo que él dijo. Espera que sus ideas sean semillas de árboles frondosos; árboles que él no imaginó, pero que lo emocionarían al ver lo que sus alumnos pudieron lograr porque él un día los miró con afecto.
El que enseña ve los exámenes y las notas como un último recurso que alguna vez debería eliminarse por completo. Hasta entonces, mejor que todo eso le resbale. Porque el que quiere aprender aprenderá; el que no, no. No hay planilla, inspector, sello o libro de actas que pueda sustituir el auténtico y libre proceso de aprendizaje. Y menos, no hay estado que pueda hacerlo. Porque coacción y aprendizaje son tan compatibles como el odio y el amor.
El que enseña, enseña a ser libre. Odia los curriculum en las conferencias y quiere que todos vean su camino abierto y posible. No se pone por encima de los demás porque es conciente de la limitación del conocimiento y que él es un carpintero del pensamiento.
Y la suprema enseñanza es mostrar el camino que lleva a Dios. Si no, no se enseña.
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De Magistro
Por GABRIEL J. ZANOTTI
Publicado en Ideas sobre la Libertad, Mayo de 1990, nro. 55, pp. 27-29.
El título de este pequeño artículo no es, evidentemente, algo original. Muchos filósofos -Santo Tomás entre ellos, y con ese título- se han ocupado de "el que enseña". Muchos han sentado en ese caso las bases de una filosofía de la educación.
Nuestras pretensiones son más modestas. No se trata éste de un ensayo estrictamente académico ni de una filosofía de la educación bien sistematizada. Sólo son reflexiones más o menos sueltas, fruto de la contemplación de la propia experiencia. Tal vez algo verdadero surja de ello. Veamos.
El aprender significa la incorporación libre y voluntaria de un conocimiento vital. Inteligencia y voluntad están presentes en el proceso. No basta entender -que puede incluir la memoria, pero nunca al revés-; debe quererse lo que se entiende. Porque el que aprende es la causa principal de su aprendizaje; luego, si el que supuestamente va a "aprender" no quiere hacerlo, no lo hará. Y esto es así por más que los sistemas de calificaciones -casi intrínsecamente dañosos- den la apariencia de lo contrario. Por eso hemos dicho "vital".
El que aprende incorpora lo adquirido a su propio ser. Implica, por tanto una transformación vital. Si no, no hay aprendizaje. Puede haber repetición, nota, aprobación. Pero no aprendizaje. Si la propia vida no está comprometida, no hay aprendizaje. Puede haber adiestramiento. Como en un animal. Pero no incorporación de un conocimiento o una virtud a la propia vida. Esto último ocurre cuando el que aprende capta la relación de lo que va a aprender con su propio proyecto vital. Allí se dará el "querer" aprender, condición necesaria para el aprendizaje.
El que enseña, si quiere hacerlo, debe "aprender lo que es enseñar". De lo contrario, no puede enseñar. Puede, eso sí, pararse en un recinto con unas cuantas personas delante, hablar, gesticular, amenazar, coaccionar, exigir que se memorice tal cosa, aprobar a los que lo hacen, y desaprobar al resto. Y cuantos más desapruebe, este supuesto maestro lo considerará, generalmente, un gran éxito. Es, sin embargo, el completo fracaso de lo que es enseñar. Pero se vive en la ilusión de lo contrario.
El que enseña, en primer lugar, debe querer hacerlo. Igual que el que aprende. Para querer enseñar, debe amar a las personas que tiene delante. Por el solo hecho de ser personas, y que además quieren aprender. No hay técnicas, no hay carrera de "ciencias de la educación" que puedan proporcionar ese amor. Hay técnicas para volver a ese amor eficiente, pero no para colocarlo en quien no lo tiene o no quiere tenerlo. El que es maestro mira a sus alumnos con afecto. No se envanece por ello, porque si lo hace se ama más a sí mismo, y deja de enseñar para comenzar a lucirse. El que enseña ama a sus alumnos de igual modo que el carpintero hace muebles. Es su oficio. Así de simple.
El que enseña no puede obligar a nadie a escucharlo. De lo contrario, no enseña. Además, presta mucha atención a las preguntas de sus alumnos. Es clave. Dialoga con ellos sin solemnidades adicionales a la misma y paradójica "cosa seria" que es el afecto sincero. Toda pregunta es importante para el que la hace, y por eso es importante. Y algo básico: el que enseña no impone sus ideas, no amenaza, no produce temor. De lo contrario, no enseña.
El que enseña dice lo que considera la verdad. Y sabe que el temor es contradictorio con la adquisición de la verdad. Sabe que la verdad sólo puede adquirirse en el ambiente afectuoso y pacífico de un diálogo sincero. Y sabe que aún cuando el otro piense distinto, eso no lo hace menos digno del que piensa igual. Además, el que enseña se deja enseñar. Sabe que una pregunta puede mostrarle un error, y enseñará si sabe autocorregirse. En cualquier caso, enseñará sólo si se mantiene fiel a lo que piensa. Y fiel a su afecto.
El que enseña no espera que sus alumnos digan exactamente lo que él dice. Tampoco espera que en el futuro sus alumnos compitan a ver quien repite mejor sus escritos y se peleen por interpretaciones distintas. No. Más bien, espera que sus alumnos lo superen; espera que digan más que lo que él dijo. Espera que sus ideas sean semillas de árboles frondosos; árboles que él no imaginó, pero que lo emocionarían al ver lo que sus alumnos pudieron lograr porque él un día los miró con afecto.
El que enseña ve los exámenes y las notas como un último recurso que alguna vez debería eliminarse por completo. Hasta entonces, mejor que todo eso le resbale. Porque el que quiere aprender aprenderá; el que no, no. No hay planilla, inspector, sello o libro de actas que pueda sustituir el auténtico y libre proceso de aprendizaje. Y menos, no hay estado que pueda hacerlo. Porque coacción y aprendizaje son tan compatibles como el odio y el amor.
El que enseña, enseña a ser libre. Odia los curriculum en las conferencias y quiere que todos vean su camino abierto y posible. No se pone por encima de los demás porque es conciente de la limitación del conocimiento y que él es un carpintero del pensamiento.
Y la suprema enseñanza es mostrar el camino que lleva a Dios. Si no, no se enseña.
sábado, 17 de mayo de 2008
EL MICROONDAS INTELECTUAL (UN EXPERIMENTO ÉTICO-IDEOLÓGICO)
Vamos a sonreir un rato. Les propongo este experimento mental que viene bien para bajar nuestros decibeles ideológicos. También lo había escrito en Guatemala, a principios del 2003. Los ejemplos tienen que ver con esa época (ahora es lo mismo, pero sencillamente empeorado). Planteo un dilema moral. ¿Alguno se juega a decir qué hacer?
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EL MICROONDAS INTELECTUAL
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EL MICROONDAS INTELECTUAL
La filosofía moral, como muchas otras ciencias, usa habitualmente experimentos imaginarios como método de trabajo. En este caso, voy a proponer al lector uno de esos experimentos mentales para poder después plantear una pregunta cuya respuesta no va a ser, tal vez, fácil.El ejemplo, al principio, tendrá algo de humor.Imagínese el lector un horno de microondas que pudiera transformar un libro en ondas cerebrales. No… no me confundí. Ese es el experimento. Suponga que usted pudiera colocar dentro del aparato los libros de Mises y Hayek y que esos libros se transformaran en ondas electromagnéticas, las cuales, por medio de un pequeño casquete lleno de electrodos, llegaran a la cabeza y, consiguientemente, al cerebro de alguien, transformándose en ondas cerebrales. ¿Interesante, no? Podríamos entonces secuestrar a Castro -y dejo al lector la opción de otros dictadores particularmente interesantes-, colocarles el peculiar casquete y, en medio de sus protestas, poner en marcha nuestro peculiar aparatito. Entonces, en unos minutos sus ondas cerebrales recibirían toda la sabiduría liberal clásica. Después de unos minutos, los tendríamos transformados en liberales, en liberales instantáneos (algo así como el café instantáneo). Se levantarían felices de su asiento, se sacarían el casquito, nos agradecerían por la profunda e importantísima transformación recibida, pedirían perdón al mundo por las atrocidades cometidas, retornarían felices a sus territorios, los liberarían de la opresión e instalarían en ellos una democracia liberal clásica con economía de mercado. Después renunciarían a su puesto y se pondrían a dar conferencias sobre Mises y Hayek. ¿Impresionante, no? ¿No sería maravilloso? Sí… ya sé que no se puede. Claro que no se puede. El espíritu humano no se reduce a ondas cerebrales. Santo Tomás ya dijo hace mucho tiempo que el alma humana es inmaterial e inmortal; Kant, sin decir lo mismo, afirmó que la ley moral es un reino independiente del cielo estrellado del cosmos físico, y Karl Popper dijo claramente que dialogamos y argumentamos precisamente porque la verdad no es al cerebro lo que la bilis al hígado.Pero el dilema moral es: si se pudiera hacer, ¿lo haríamos? Esa es la hipótesis de trabajo. Si se pudiera hacer algo así, ¿sería ético hacerlo? No es lo mismo no hacer algo porque no se puede que porque no se debe. Yo no debo tratar mal a mi prójimo no porque no pueda, sino porque, por el amor que le debo, no debo. En este caso, si pudiéramos hacer algo así, ¿lo haríamos? ¿Resistiríamos la tentación de hacerlo? ¿No serían los resultados sencillamente revolucionarios y beneficiosos para todos los sojuzgados por la ignorancia totalitaria de esas personas? Pero, ¿sería “liberal” hacerlo? ¿Es liberal convertir en liberal a alguien por la fuerza? (Por la fuerza técnica, en este caso.) La pregunta nos puede llevar a reflexionar sobre otra pregunta que he escuchado desde hace mucho: ¿cómo hacer para difundir las ideas? ¿Por qué las ideas de la libertad tardan tanto en comprenderse? ¿No podríamos recurrir a técnicas de persuasión un tanto más eficaces?Lo curioso es que esto último sí es posible. Hay técnicas lingüísticas de persuasión, de manipulación intelectual. Manipular a la gente no es tan difícil. Supongamos que alguien no quiere saber nada con Mises. ¿Y por qué no le “introducimos” a Mises sin que se dé cuenta? Los keynesianos hacen eso todo el tiempo… (Con Keynes, claro.) De nuevo: ¿sería eso liberal?Porque, tal vez, la esencia del liberalismo es el diálogo, la conversación, que nada tiene que ver con la manipulación… Lo dijo Karl Popper, sobre todo hacia el final de su vida. Tal vez deberíamos meditar profundamente en todo esto, sobre todo cuando nos ponemos nerviosos por el destino de la civilización. Finalmente, ¿podría Dios hacer algo así? Si Jesús era Dios, ¿por qué no convirtió ipso facto a Pilatos y a Herodes al cristianismo?Para aquellos que verdaderamente estamos convencidos de que Jesús es Dios, viene bien meditar la respuesta.
sábado, 10 de mayo de 2008
ELOGIO DE LOS LIBROS
Me permito reproducir este fin de semana este pequeño artículo que escribí en Guatemala, lugar donde viví tantas cosas. Una de ellas me llevó a escribir esto y quisiera compartirlo con mis amigos.
Nos vemos next week.
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ELOGIO DE LOS LIBROS
Por Gabriel J. Zanotti
Guatemala, 11-3-2004.
Rodea a los libros una áurea de misterio y solemnidad que los convierten en casi inaccesibles, sobre todo para quienes no los escriben. Sin embargo, no es tan así, si bien, como explicaremos, es verdad que tienen cierta participación en cierto misterio.
Un libro surge cuando alguien tiene algo que decir. En ese sentido, un libro no es algo tan diferente a una carta. Como dice Jaime Nubiola, para escribir hay que acostumbrarse a escribir cartas. Una carta consiste, sencillamente, en algo que queremos contar a alguien. Un mínimo orden hay que tener para escribirla. Pues bien, no es tan diferente a escribir un libro. Sencillamente, tratamos de incrementar ese orden, esa sistematicidad, todo lo cual es inútil si no tenemos lo básico: algo que decir. Y para tener algo que decir hay que tener algo que…. Vivir. Un libro es un relato de una experiencia vital. Y una de las experiencias vitales más apasionantes es buscar la verdad. ¿No es acaso apasionante querer contar el resultado?
Los libros surgen también, a veces, de clases, de cursos, de conferencias. Pero una clase tampoco es algo inaccesible. Me refiero a dar una clase. Porque dar clase es como conversar. Es lo mismo que estar sentado, charlando. Vamos a suponer que queremos explicar algo a alguien, que requiere cierta claridad. Si tuviéramos un pizarrón al lado, nos podríamos de pie, tomaríamos un trocito de yeso (tiza) y comenzaríamos a garabatear en el pizarrón. Y estaríamos dando clase. Luego alguien que no estuvo nos preguntaría en torno a qué giró la conversación y…. Estaríamos escribiendo un libro.
Pero, ¿qué significan los libros en nuestra cultura?
Para responder esa pregunta, me voy a permitir hacer cuatro analogías. Cuatro formas que el libro tiene de “participar en” ciertas otras cosas muy caras a nuestros anhelos más profundos.
En primer lugar, el libro es una participación en la palabra. Y la palabra es una de las características más preciadas y apasionantes de nuestra humanidad. Tan es así que los que creemos en un Dios que además se hizo hombre, creemos que “en el principio era la palabra”. Palabra que no es sólo una paloma mensajera de un mundo que puede prescindir de ella, sino que es parte esencial de un mundo humano que le es concomitante. Y por eso la palabra escrita, ese logro tan extraordinario de nuestra humanidad, fue y es un modo de decir: aquí estamos nosotros.
En segundo lugar, dado lo anterior, el libro es una participación en nuestro anhelo de eternidad. Los humanos nos enfrentamos con nuestra finitud, con nuestro absoluto modo de ser mortal, pero hemos encontrado en la palabra escrita, plasmada en el libro, un especial modo de perpetuarnos, de no morir, de seguir hablando a pesar de nuestro agotamiento existencial. El libro queda allí. Tomar un libro muy antiguo, escrito por personas que murieron hace siglos, es una especial experiencia de resurrección. Uno toca sus páginas como acariciando la existencia desaparecida, como diciéndole: mira, yo te estoy escuchando….
Por eso mismo, el libro es una participación en lo sagrado. No estrictamente, pero casi. Perdonen los no creyentes por la analogía, pero estoy seguro que la tomarán como de quien viene, como de alguien que cree. El libro, como el sagrario en una iglesia, allí está. En un santo silencio, discreción y quietud. Esperando. El libro, colocado allí en esos misteriosos anaqueles, espera al lector. No lo persigue. No hace escándalo. No hace ruido. No coacciona. No ataca. No hace ese proselitismo torturante al cual se han acostumbrado ciertos políticos o vendedores de seguros, que es una forma sutil de violencia. No, ellos tienen paciencia. Lo que dicen puede ser muy importante, pero sus páginas no se abren por la fuerza. Cuando el lector llega, llegó. Y el libro habló. Los profesores deberíamos aprender de los libros…
Y por eso, como cuarto tema, el libro es una participación en la contemplación y en la oración. Frente a ciertos usos y costumbres que estimulan un activismo que desprecia la quietud del santo no hacer nada del pensamiento, el libro estimula la mejor acción, el mejor hacer: el pensar, el reflexionar, sin los cuales ninguna acción -no nos queremos convencer de ello- es fructífera. Los libros no son objeto de entretenimiento para las vacaciones. Los libros no son para el momento de descanso. Los libros deben ser un acompañamiento esencial de nuestra vida, son nuestro trabajo existencial más profundo, por más que tengamos que leerlos en el aeropuerto, en el ómnibus, o en el baño a escondidas de cierto jefe, por más esfuerzo que eso signifique. Cada libro leído es un triunfo arrancado a esa sociedad exitista que nos dice que nos movamos, que hagamos algo. Cada vez que cerramos un libro terminado, le hemos ganado una batalla a la incomprensión. Cada página meditada es un bálsamo de agua para el espíritu sediento en medio del desierto del hacer y hacer sin sentido.
Por último, una vez que escribimos un libro, y logramos publicarlo, calma. No molestemos. Dejemos en paz al amigo, no persigamos a supuestos lectores con nuestra supuesta gran obra que, en el fondo…. No sabemos cuán importante es. No busquemos la fama, tampoco la riqueza, porque no era ese el objetivo de esa carta larga que llamamos libro. Si viene la fama (cierta pequeña fama no es más que el afecto de nuestros amigos) que venga, pero abramos ante ella la humildad existencial, de sabernos humanos en medio de consecuencias desconocidas y guiadas por la Providencia. Como dijo mi padre, Luis Jorge: los libros son como las botellas echadas al mar. Dios velará por ellas.
Por Gabriel J. Zanotti
Guatemala, 11-3-2004.
Rodea a los libros una áurea de misterio y solemnidad que los convierten en casi inaccesibles, sobre todo para quienes no los escriben. Sin embargo, no es tan así, si bien, como explicaremos, es verdad que tienen cierta participación en cierto misterio.
Un libro surge cuando alguien tiene algo que decir. En ese sentido, un libro no es algo tan diferente a una carta. Como dice Jaime Nubiola, para escribir hay que acostumbrarse a escribir cartas. Una carta consiste, sencillamente, en algo que queremos contar a alguien. Un mínimo orden hay que tener para escribirla. Pues bien, no es tan diferente a escribir un libro. Sencillamente, tratamos de incrementar ese orden, esa sistematicidad, todo lo cual es inútil si no tenemos lo básico: algo que decir. Y para tener algo que decir hay que tener algo que…. Vivir. Un libro es un relato de una experiencia vital. Y una de las experiencias vitales más apasionantes es buscar la verdad. ¿No es acaso apasionante querer contar el resultado?
Los libros surgen también, a veces, de clases, de cursos, de conferencias. Pero una clase tampoco es algo inaccesible. Me refiero a dar una clase. Porque dar clase es como conversar. Es lo mismo que estar sentado, charlando. Vamos a suponer que queremos explicar algo a alguien, que requiere cierta claridad. Si tuviéramos un pizarrón al lado, nos podríamos de pie, tomaríamos un trocito de yeso (tiza) y comenzaríamos a garabatear en el pizarrón. Y estaríamos dando clase. Luego alguien que no estuvo nos preguntaría en torno a qué giró la conversación y…. Estaríamos escribiendo un libro.
Pero, ¿qué significan los libros en nuestra cultura?
Para responder esa pregunta, me voy a permitir hacer cuatro analogías. Cuatro formas que el libro tiene de “participar en” ciertas otras cosas muy caras a nuestros anhelos más profundos.
En primer lugar, el libro es una participación en la palabra. Y la palabra es una de las características más preciadas y apasionantes de nuestra humanidad. Tan es así que los que creemos en un Dios que además se hizo hombre, creemos que “en el principio era la palabra”. Palabra que no es sólo una paloma mensajera de un mundo que puede prescindir de ella, sino que es parte esencial de un mundo humano que le es concomitante. Y por eso la palabra escrita, ese logro tan extraordinario de nuestra humanidad, fue y es un modo de decir: aquí estamos nosotros.
En segundo lugar, dado lo anterior, el libro es una participación en nuestro anhelo de eternidad. Los humanos nos enfrentamos con nuestra finitud, con nuestro absoluto modo de ser mortal, pero hemos encontrado en la palabra escrita, plasmada en el libro, un especial modo de perpetuarnos, de no morir, de seguir hablando a pesar de nuestro agotamiento existencial. El libro queda allí. Tomar un libro muy antiguo, escrito por personas que murieron hace siglos, es una especial experiencia de resurrección. Uno toca sus páginas como acariciando la existencia desaparecida, como diciéndole: mira, yo te estoy escuchando….
Por eso mismo, el libro es una participación en lo sagrado. No estrictamente, pero casi. Perdonen los no creyentes por la analogía, pero estoy seguro que la tomarán como de quien viene, como de alguien que cree. El libro, como el sagrario en una iglesia, allí está. En un santo silencio, discreción y quietud. Esperando. El libro, colocado allí en esos misteriosos anaqueles, espera al lector. No lo persigue. No hace escándalo. No hace ruido. No coacciona. No ataca. No hace ese proselitismo torturante al cual se han acostumbrado ciertos políticos o vendedores de seguros, que es una forma sutil de violencia. No, ellos tienen paciencia. Lo que dicen puede ser muy importante, pero sus páginas no se abren por la fuerza. Cuando el lector llega, llegó. Y el libro habló. Los profesores deberíamos aprender de los libros…
Y por eso, como cuarto tema, el libro es una participación en la contemplación y en la oración. Frente a ciertos usos y costumbres que estimulan un activismo que desprecia la quietud del santo no hacer nada del pensamiento, el libro estimula la mejor acción, el mejor hacer: el pensar, el reflexionar, sin los cuales ninguna acción -no nos queremos convencer de ello- es fructífera. Los libros no son objeto de entretenimiento para las vacaciones. Los libros no son para el momento de descanso. Los libros deben ser un acompañamiento esencial de nuestra vida, son nuestro trabajo existencial más profundo, por más que tengamos que leerlos en el aeropuerto, en el ómnibus, o en el baño a escondidas de cierto jefe, por más esfuerzo que eso signifique. Cada libro leído es un triunfo arrancado a esa sociedad exitista que nos dice que nos movamos, que hagamos algo. Cada vez que cerramos un libro terminado, le hemos ganado una batalla a la incomprensión. Cada página meditada es un bálsamo de agua para el espíritu sediento en medio del desierto del hacer y hacer sin sentido.
Por último, una vez que escribimos un libro, y logramos publicarlo, calma. No molestemos. Dejemos en paz al amigo, no persigamos a supuestos lectores con nuestra supuesta gran obra que, en el fondo…. No sabemos cuán importante es. No busquemos la fama, tampoco la riqueza, porque no era ese el objetivo de esa carta larga que llamamos libro. Si viene la fama (cierta pequeña fama no es más que el afecto de nuestros amigos) que venga, pero abramos ante ella la humildad existencial, de sabernos humanos en medio de consecuencias desconocidas y guiadas por la Providencia. Como dijo mi padre, Luis Jorge: los libros son como las botellas echadas al mar. Dios velará por ellas.
jueves, 1 de mayo de 2008
FRANCISCO LEOCATA
Les quiero hablar hoy de Francisco Leocata, uno de los filósofos más importantes de Argentina. Desconocido, obviamente, en el jet-set de los ambientes hollywoodenses intelectuales argentinos, es sin embargo muy conocido por todos aquellos que hacen filosofía seriamente en nuestro medio.
Creo que Leocata ha hecho una síntesis entre el tomismo y la fenomenología de Husserl que debería ser digna de ser conocida internacionalmente. Su último libro, Reflexiones sobre fenomenología de la praxis, (Ediciones Proyecto, 2007) es una obra maestra al respecto. Yo le he hecho una reseña que no puedo publicar ahora en el blog, antes de que salga, pero como ejemplo de lo anterior, les copio la reseña de su otra gran obra al respecto, Persona, Lenguaje, Realidad (UCA, 2003). La síntesis entre tomismo y fenomenología (insisto: verdadera síntesis, nueva filosofía, y no sincretismo) es coherente con la línea directriz básica de todos sus eruditos estudios de historia de la filosofía, a saber, la distinción entre “modernidad” e “iluminismo”. Les paso a continuación una lista de sus principales libros y artículos, y luego, una copia de la reseña del libro de 2003 que publiqué en el 2004 (“Persona, lenguaje, realidad”, de Francisco Leocata, en Studium (2004), Tomo VII, Fasc. XIV, pp. 403-410.).
Lista de libros y artículos:
Del iluminismo a nuestros días, Ediciones Don Bosco, Buenos Aires, 1979; Las ideas filosóficas en Argentina, II, Centro Salesiano de Estudios, Buenos Aires, 1993; La vida humana como experiencia del valor, un diálogo con Louis Lavelle, Centro Salesiano de Estudios, Buenos Aires, 1991; Persona, Lenguaje, Realidad, Educa, Buenos Aires, 2003; El problema moral en el siglo de las Luces, El itinerario filosófico de G.S.Gerdil, Educa, Buenos Aires, 1995; Los caminos de la filosofía en la Argentina, Centro de Estudios Salesiano de Buenos Aires, Buenos Aires, 2004; “Sciacca, pensador de un tiempo indigente”, Estrato de Michele Federico Sciacca e la filosofía Oggi, Atti del Congreso Internazionale, Roma, 5-8 aprile 1995; “Idealismo y personalismo en Husserl”, Sapientia, (2000) Vol LV, fasc. 207; “El hombre en Husserl”, Sapientia (1987), Vol. XLII; “Pasión e instinto en B. Pascal”, Sapientia (1984), Vol. XXXIX; “Modernidad e Ilustración en Jurgen Habermas”, en Sapientia (2002), Vol. LVII.
Reseña de “Persona, lenguaje, realidad”:
Leocata, Francisco:Persona, lenguaje, realidad, Educa, Buenos Aires, 2003.
Por Gabriel J. Zanotti
Buenos Aires, Mayo de 2004.
Recuerdo que cuando comenté el libro La mente de universo, de Mariano Artigas, elogié la posibilidad de que ciertos trabajos estuvieran anunciando cierta renovación del tomismo, un “tomismo del siglo XXI”, que, habiendo cumplido ya con el “rescate del acto de ser” comience un camino de dialogo e integración con otras temáticas cuyo análisis parece haber quedado retrasado ante cierta necesidad casi apologética de trabajar con insistencia ciertas “tesis” de Santo Tomás de Aquino.
El libro que ahora comento es sencillamente un paso fundamental en esa dirección, en la línea de la filosofía del lenguaje.
Efectivamente, la antropología filosófica y la filosofía del lenguaje son tratadas a veces como paradigmas incomunicados y, a veces, enfrentados. Pero en todo el libro de Francisco Leocata se respira el siguiente espíritu: no puede haber una antropología filosófica sin un consiguiente tratamiento del lenguaje, ni este último puede ser reducido a un tratamiento, ya sintáctico, ya pragmático, que no tenga en cuenta o niegue la persona que habla.
Para ello Leocata va a recurrir a una síntesis integradora, de la cuál él es el original autor, entre dos corrientes importantísimas del siglo XX: la fenomenología de Husserl, por un lado, y el análisis del lenguaje ordinario del segundo Wittgenstein, por el otro.
De la tradición de E. Husserl, Leocata va a rescatar cuatro aspectos principales. En primer lugar, e tratamiento permanente del sujeto como persona, como cuerpo espiritual (Leib), aspecto olvidado por aquellas corrientes que tratan al lenguaje como una sola estructura de signos. En segundo lugar, el camino descriptivo de la experiencia del “mundo” (como mundo de vida o Lebenswelt) teniendo siempre en cuenta la multiplicidad de capas o niveles de la “esencia” descripta en la experiencia fenomenológica. En tercer lugar, el tema de la intersubjetividad, tema que será fundamental para la dimensión dialogal del lenguaje, que ocupará un lugar destacado en el libro. Y en cuarto lugar, un sentido renovado de “logos”, de una racionalidad que, como se verá después, está íntimamente unida a la vida, siendo ese uno de los legados fundamentales de Husserl que parecen totalmente olvidados –agrego yo- por ciertas corrientes post-modernas.
Pero, agrega el autor, excepto por un breve pero fundante desarrollo en el apéndice VI de la Crisis, estos elementos son desarrollados “etsi verbum non daretur”, esto es, tienen un tratamiento, para decirlo en términos tradicionales, del lenguaje en potencia, “está ahí”, pero no en acto. Entonces afirma Leocata algo que nos da una clave interpretativa de todo el libro: “En el presente trabajo queremos mostrar en qué medida la fenomenología es apta para absorber el “giro linguístico” sin disolverse en un vago “nominalismo”: concretamente en qué medida la intencionalidad, la corporeidad, la intersubjetividad, el ser-en-el-mundo-de-la-vida, son temas singularmente fecundos para comprender el “lugar originario” (Ursprung) del lenguaje y sus múltiples dimensiones...” (p. 93).
Establecida esta intención principal, el autor pasa a uno de los núcleos centrales más fecundos de todo el libro: su propio tratamiento de la palabra, que él ya había desarrollado en sus cursos de filosofía del lenguaje. Este tema se trata alrededor de lo que él llama cuatro núcleos fenomenológicos. En primer lugar, la corporeidad. Parecerá obvio, pero no lo es tanto. A través de la distinción husserliana entre Leib y Korper, central en Ideas II, Leocata nos recuerda que el ser humano tiene Leib, un cuerpo viviente, espiritual, que es en el mundo de vida, que recuerda aquella unidad hilemórfica tan cara a la tradición tomista, y que la palabra –esto es central para toda la obra- es, consiguientemente, una síntesis corpórea-espiritual por excelencia; algo a la vez singular, “material” y pleno de sentido, de intencionalidad análoga y universal. La obligada síntesis que estamos haciendo nos impide recorrer la riqueza de las páginas que Leocata dedica a ese tema –desde la 99 hasta la 110- pero eso no debe hacernos olvidar que este tema es central para los fines de la obra arriba mencionados.
El segundo gran tema alrededor de la palabra es su intencionalidad. Es aquí donde Leocata recurre a una de las nociones husserlianas más fecundas: las unidades de sentido con pliegues diversos de significado alrededor de ese sentido fundante; tema, en sí mismo, gnoseológico-ontológico, pero que implica que la tan mentada polisemia de las palabras no es una equivocidad relativista sino una riqueza de significados analógicos que se da sobre todo en los juegos de lenguaje a los cuales el autor se referirá más adelante. Nuevamente, son muchas las consecuencias desplegadas por Leocata en este punto; simplemente destacamos una particularmente interesante: el despliegue de esos significados intencionales no es instanténeo, sino temporal, y así “ser en el mundo y temporalidad se encuentran en Husserl ya antes que en Hiedegger” (p. 116).
El tercer núcleo fenomenológico es el tema de la intersubjetividad: el otro aparece en el mundo circundante en forma dialógica. El tratamiento exclusivamente tradicional de este tema –ya la salida de cierto solipsismo a la trascendencia del otro en Meditaciones cartesianas, ya en la mediación del cuerpo del otro implicada en la noción del Leib- da lugar a un tratamiento lingüístico, donde la expresión de la corporeidad del otro en el mundo de la vida tiene en la palabra un papel fundamental.
Finalmente, el mundo de vida como lo pre-predicativo, que implica un despliegue del lenguaje –apenas advertido por Husserl, señala Leocata- como algo más rico que sus solas formas lógico-sintácticas, que abre el tratamiento al lenguaje ordinario como expresión de ese mundo de vida.
La conclusión general de estos cuatro núcleos no podría ser más importante. El lenguaje es expresión de una vida anímica a través de una corporeidad viviente, pero que adquiere cierta autonomía una vez proferido. Acentuar sólo esto último implica las tesis estructuralistas que diluyen y abandonan al sujeto. Acentuar sólo lo primero implica afirmar aquella sola antropología filosófica olvidada, paradójicamente, de la filosofía del lenguaje.
A partir de aquí, el autor está en condiciones de desarrollar in extenso una de las tesis más fructíferas de su libro, que estaba siempre pre-anunciada: la relación entre el mundo de la vida en Husserl y los juegos de lenguaje en Wittgenstein. Luego de un racconto sobre diversas filosofías del lenguaje, ya neopositivistas, ya estructuralistas, que olvidan la persona que habla, Leocata destaca la noción de juegos de lenguaje de Wittgenstein como una instancia superadora de dialécticas innecesarias. Los juegos de lenguaje son expresión analógica de formas de vida diversas, formas de vida que remiten a esos mundos de vida donde la intencionalidad, como ya se dijo, expresa la diversidad de significados que giran alrededor de un sentido fundante. Los juegos de lenguaje, a su vez, al incorporar decididamente la noción pragmática del lenguaje, donde los “juegos” de interpretación entre los que emiten y reciben los mensajes son dominantes, impide olvidar la noción de persona, a la vez que impide, también, olvidar que la persona siempre se expresa a sí misma en un mundo de vida donde el lenguaje es su “voz” concomitante. Todo lo cual no fue más que un intento casi imposible de dibujar al lector el panorama amplio y renovador que lo esperan en el cap. IV. Y cabe destacar que esta síntesis es de Francisco Leocata. No dice nuestro autor que Husserl o Wittgenstein digan esto: lo dice él. Esto nos adelanta un comentario general que haremos hacia el final.
Planteado este gran tema –eje central de todo el libro- Leocata está en condiciones de “rescatar” para la filosofía del lenguaje uno de los temas más dejados de lado, precisamente, por la mayor parte de las corrientes lingüísticas contemporáneas. Me refiero a la “intelección de lo real”, y, obviamente, a la intelección de las esencias. Dada la síntesis que Leocata ya ha hecho entre la intuición eidética de Ideas I, el Leib y el Lebenswelt de Ideas II y Crisis, y los juegos de lenguaje de Wittgenstein, la intuición de las esencias ya no tendrá nada que ver con esa imagen casi ridícula que de ella hacen sus detractores. Ya no se trata de una fotografía instantánea de toda la inteligibilidad del objeto, imagen que puede quedar de una lectura apresurada de algunos manuales de Santo Tomás o de Husserl. Se trata del despliegue progresivo de significados concomitantes a una unidad de sentido fundante. Pero ese despliegue es progresivo precisamente porque se realiza a través de juegos de lenguaje propios de un mundo de vida intersubjetivo. Esto es muy importante: la intelección de la esencia ya no se puede explicar con independencia del lenguaje, pero no es la sola estructura del lenguaje la “constructura” de sentidos. Se sigue manteniendo la noción, tanto tomista como husserliana, de un sujeto-persona (polo del sujeto, en términos husserlianos) que entiende una unidad de sentido fundante, pero sin olvidar que esa intelección es “en” un mundo de vida donde el lenguaje y sus juegos –progresivos, dialógicos, temporales- juegan un papel esencial. La importancia de todo esto como algo superador de interminables debates entre relativismos lingüísticos y concepciones univocistas y racionalistas de la “captación de la esencia” cae por su propio peso. La superación de interminables debates entre positivistas y post-modernos, también.
El yo personal tiene, por ende, un papel fundamental en la filosofía del lenguaje de Leocata. El yo hablante, la persona que habla, ya no se diluye ni se elimina en juegos del lenguaje que conducirían a estructuralismos relativistas, precisamente porque desde la fenomenología Leocata ha asumido esos juegos de lenguaje como expresiones conocomitantes de un mundo de vida donde la persona, intersubjetivamente, “es”. Con lo cual el espíritu del libro se sigue cumpliendo. Ni antropología sin lenguaje ni lenguaje sin antropología.
Con todo esto planteado, Leocata no podía terminar sino planteando un tema implícito en todos los anteriores. Lenguaje y captación de sentido se dan a la vez porque “...hay sentido allí donde hay automanifestación de lo real en el contexto de un mundo de vida...” (p. 372, el subrayado es del autor). Y esa manifestación de lo real es precisamente el rescate de una metafísica tradicional en armonía con el lenguaje. Esto es muy importante. “Tradicional” quiere decir: aquella metafísica que camina en el camino de un ente en tanto cosa que es (ver p. 409) a partir de la cual se hacen racionales los planteos de Dios y el alma. Ahora bien, que Leocata, después de los nueve capítulos de su libro, pueda ubicar cómodamente, en este capítulo 10, a una metafísica así concebida en plena armonía con una filosofía contemporánea del lenguaje, es un logro de una magnitud que no se ve a simple vista. Ha superado a los neopositvistas para los cuales, sobre la base de su sola y exclusiva noción sintáctica del lenguaje, despacharon a la metafísica como un sin sentido. Ha superado a interpretaciones relativistas de los juegos del lenguaje que colocaban a la metafísica en la caja de antigüedades filosóficas. Ha superado a interpretaciones heideggerianas para las cuales la metafísica es un olvido del ser y el lenguaje tiene la misión de rescatarlo sobre la base de una noción de lo poético enfrentado dialécticamente con el logos. Si el lector acostumbrado a las aporías filosóficas de fines del siglo XX dice “no puede ser”, lo exhorto entonces a lo más obvio, en sentido agustinista: tome y lea.
La metafísica, así concebida (y cabe aquí citar a Leocata in extenso), “....No se impone ni por su fuerza, en el sentido del poder político, ni por el apoyo publicitario; ni siquiera tiene ya el status de una disciplina universalmente reconocida como válida; se expande en la reflexión y en el diálogo sereno, y muestra su fecundidad por su relación con lo antropológico, por el sentido de la vida humana y su destinación en el ser, con lo ético y con los valores. No debe vérsela como una opresión “dogmática” antitética al espíritu crítico, sino como un despertar vigilante que abre el horizonte hacia una plenitud de sentido que va más allá de lo inmediatamente constatable, como una voz de liberación frente a las opresiones del poder armado de una razón instrumental; es, para utilizar la comparación evangélica, un grano de levadura en la masa de la cultura y del mundo de la vida” (p. 404).
Un párrafo así, tan importante, tan definitorio de toda una actitud, nos abre a dos reflexiones finales.
Primera: la metafísica del acto de ser, la que abreva en lo real, ya no puede ser desligada del mundo de la vida. Todo este trabajo de síntesis, realizado por Leocata, donde conviven Santo Tomás, Husserl, Wittegenstein, y, en ese sentido, lo mejor de las corrientes analíticas y hermenéuticas contemporáneas, no es una mera concesión al diálogo con lo contemporáneo, ni una curiosidad sin la cual un tomismo maduro podría seguir tal cual. Es un anuncio –uno de los tantos que puede haber, y perfeccionable, sin duda- de lo que está por venir: un tomismo que, habiendo ya aclarado suficientemente la realidad del acto de ser frente al idealismo, asume la sensibilidad antropológica contemporánea –con todo lo que ello implica- como el desarrollo de una raíz siempre presente en su misma esencia. Es una expresión de por qué Santo Tomás es perenne. No porque se lo anule en un manual encorsetado de fórmulas vacías de mundo de vida y contexto, sino porque es un “hablar de lo humano”: es, como diría Sciacca, un agustinismo.
Segunda. Francisco Leocata es conocido como un fino historiador de la filosofía, tanto universal como argentina. Sus detallados estudios sobre la “intentio auctoris” de cada autor así lo revela. Pero es así porque es filósofo. Y creo que este libro así lo revela, con una intensidad que hasta ahora no se había visto. No estamos en presencia de un estudio histórico. No es esta una historia de la filosofía del lenguaje, ni una tesis histórica sobre lo que Santo Tomás, Husserl y Wittgenstein dijeron. Es la filosofía del lenguaje que Leocata dice. Es su propia síntesis.
En ese sentido, el Leocata que yo ya conocía, ese pensador que tiene un hilo conductor fundante –una cristiana interpretación de la modernidad- aparece aquí con toda su fuerza. No es extraño ni casual que el filósofo que insistió siempre que modernidad no es igual a iluminismo, que estudió profundamente a autores como Descartes, Pascal, Gerdil y Rosmini, que profundizó y explicó a los valores como relaciones de perfección, que demostró con inigualable profundidad a Husserl como una instancia personalista de nuestra época, manifieste ahora todo lo que hemos reseñado. O mejor dicho: lo poco que hemos podido resumir, para dejar al lector con la curiosidad de leer a una de las producciones más originales y profundas de la filosofía contemporánea.
Creo que Leocata ha hecho una síntesis entre el tomismo y la fenomenología de Husserl que debería ser digna de ser conocida internacionalmente. Su último libro, Reflexiones sobre fenomenología de la praxis, (Ediciones Proyecto, 2007) es una obra maestra al respecto. Yo le he hecho una reseña que no puedo publicar ahora en el blog, antes de que salga, pero como ejemplo de lo anterior, les copio la reseña de su otra gran obra al respecto, Persona, Lenguaje, Realidad (UCA, 2003). La síntesis entre tomismo y fenomenología (insisto: verdadera síntesis, nueva filosofía, y no sincretismo) es coherente con la línea directriz básica de todos sus eruditos estudios de historia de la filosofía, a saber, la distinción entre “modernidad” e “iluminismo”. Les paso a continuación una lista de sus principales libros y artículos, y luego, una copia de la reseña del libro de 2003 que publiqué en el 2004 (“Persona, lenguaje, realidad”, de Francisco Leocata, en Studium (2004), Tomo VII, Fasc. XIV, pp. 403-410.).
Lista de libros y artículos:
Del iluminismo a nuestros días, Ediciones Don Bosco, Buenos Aires, 1979; Las ideas filosóficas en Argentina, II, Centro Salesiano de Estudios, Buenos Aires, 1993; La vida humana como experiencia del valor, un diálogo con Louis Lavelle, Centro Salesiano de Estudios, Buenos Aires, 1991; Persona, Lenguaje, Realidad, Educa, Buenos Aires, 2003; El problema moral en el siglo de las Luces, El itinerario filosófico de G.S.Gerdil, Educa, Buenos Aires, 1995; Los caminos de la filosofía en la Argentina, Centro de Estudios Salesiano de Buenos Aires, Buenos Aires, 2004; “Sciacca, pensador de un tiempo indigente”, Estrato de Michele Federico Sciacca e la filosofía Oggi, Atti del Congreso Internazionale, Roma, 5-8 aprile 1995; “Idealismo y personalismo en Husserl”, Sapientia, (2000) Vol LV, fasc. 207; “El hombre en Husserl”, Sapientia (1987), Vol. XLII; “Pasión e instinto en B. Pascal”, Sapientia (1984), Vol. XXXIX; “Modernidad e Ilustración en Jurgen Habermas”, en Sapientia (2002), Vol. LVII.
Reseña de “Persona, lenguaje, realidad”:
Leocata, Francisco:Persona, lenguaje, realidad, Educa, Buenos Aires, 2003.
Por Gabriel J. Zanotti
Buenos Aires, Mayo de 2004.
Recuerdo que cuando comenté el libro La mente de universo, de Mariano Artigas, elogié la posibilidad de que ciertos trabajos estuvieran anunciando cierta renovación del tomismo, un “tomismo del siglo XXI”, que, habiendo cumplido ya con el “rescate del acto de ser” comience un camino de dialogo e integración con otras temáticas cuyo análisis parece haber quedado retrasado ante cierta necesidad casi apologética de trabajar con insistencia ciertas “tesis” de Santo Tomás de Aquino.
El libro que ahora comento es sencillamente un paso fundamental en esa dirección, en la línea de la filosofía del lenguaje.
Efectivamente, la antropología filosófica y la filosofía del lenguaje son tratadas a veces como paradigmas incomunicados y, a veces, enfrentados. Pero en todo el libro de Francisco Leocata se respira el siguiente espíritu: no puede haber una antropología filosófica sin un consiguiente tratamiento del lenguaje, ni este último puede ser reducido a un tratamiento, ya sintáctico, ya pragmático, que no tenga en cuenta o niegue la persona que habla.
Para ello Leocata va a recurrir a una síntesis integradora, de la cuál él es el original autor, entre dos corrientes importantísimas del siglo XX: la fenomenología de Husserl, por un lado, y el análisis del lenguaje ordinario del segundo Wittgenstein, por el otro.
De la tradición de E. Husserl, Leocata va a rescatar cuatro aspectos principales. En primer lugar, e tratamiento permanente del sujeto como persona, como cuerpo espiritual (Leib), aspecto olvidado por aquellas corrientes que tratan al lenguaje como una sola estructura de signos. En segundo lugar, el camino descriptivo de la experiencia del “mundo” (como mundo de vida o Lebenswelt) teniendo siempre en cuenta la multiplicidad de capas o niveles de la “esencia” descripta en la experiencia fenomenológica. En tercer lugar, el tema de la intersubjetividad, tema que será fundamental para la dimensión dialogal del lenguaje, que ocupará un lugar destacado en el libro. Y en cuarto lugar, un sentido renovado de “logos”, de una racionalidad que, como se verá después, está íntimamente unida a la vida, siendo ese uno de los legados fundamentales de Husserl que parecen totalmente olvidados –agrego yo- por ciertas corrientes post-modernas.
Pero, agrega el autor, excepto por un breve pero fundante desarrollo en el apéndice VI de la Crisis, estos elementos son desarrollados “etsi verbum non daretur”, esto es, tienen un tratamiento, para decirlo en términos tradicionales, del lenguaje en potencia, “está ahí”, pero no en acto. Entonces afirma Leocata algo que nos da una clave interpretativa de todo el libro: “En el presente trabajo queremos mostrar en qué medida la fenomenología es apta para absorber el “giro linguístico” sin disolverse en un vago “nominalismo”: concretamente en qué medida la intencionalidad, la corporeidad, la intersubjetividad, el ser-en-el-mundo-de-la-vida, son temas singularmente fecundos para comprender el “lugar originario” (Ursprung) del lenguaje y sus múltiples dimensiones...” (p. 93).
Establecida esta intención principal, el autor pasa a uno de los núcleos centrales más fecundos de todo el libro: su propio tratamiento de la palabra, que él ya había desarrollado en sus cursos de filosofía del lenguaje. Este tema se trata alrededor de lo que él llama cuatro núcleos fenomenológicos. En primer lugar, la corporeidad. Parecerá obvio, pero no lo es tanto. A través de la distinción husserliana entre Leib y Korper, central en Ideas II, Leocata nos recuerda que el ser humano tiene Leib, un cuerpo viviente, espiritual, que es en el mundo de vida, que recuerda aquella unidad hilemórfica tan cara a la tradición tomista, y que la palabra –esto es central para toda la obra- es, consiguientemente, una síntesis corpórea-espiritual por excelencia; algo a la vez singular, “material” y pleno de sentido, de intencionalidad análoga y universal. La obligada síntesis que estamos haciendo nos impide recorrer la riqueza de las páginas que Leocata dedica a ese tema –desde la 99 hasta la 110- pero eso no debe hacernos olvidar que este tema es central para los fines de la obra arriba mencionados.
El segundo gran tema alrededor de la palabra es su intencionalidad. Es aquí donde Leocata recurre a una de las nociones husserlianas más fecundas: las unidades de sentido con pliegues diversos de significado alrededor de ese sentido fundante; tema, en sí mismo, gnoseológico-ontológico, pero que implica que la tan mentada polisemia de las palabras no es una equivocidad relativista sino una riqueza de significados analógicos que se da sobre todo en los juegos de lenguaje a los cuales el autor se referirá más adelante. Nuevamente, son muchas las consecuencias desplegadas por Leocata en este punto; simplemente destacamos una particularmente interesante: el despliegue de esos significados intencionales no es instanténeo, sino temporal, y así “ser en el mundo y temporalidad se encuentran en Husserl ya antes que en Hiedegger” (p. 116).
El tercer núcleo fenomenológico es el tema de la intersubjetividad: el otro aparece en el mundo circundante en forma dialógica. El tratamiento exclusivamente tradicional de este tema –ya la salida de cierto solipsismo a la trascendencia del otro en Meditaciones cartesianas, ya en la mediación del cuerpo del otro implicada en la noción del Leib- da lugar a un tratamiento lingüístico, donde la expresión de la corporeidad del otro en el mundo de la vida tiene en la palabra un papel fundamental.
Finalmente, el mundo de vida como lo pre-predicativo, que implica un despliegue del lenguaje –apenas advertido por Husserl, señala Leocata- como algo más rico que sus solas formas lógico-sintácticas, que abre el tratamiento al lenguaje ordinario como expresión de ese mundo de vida.
La conclusión general de estos cuatro núcleos no podría ser más importante. El lenguaje es expresión de una vida anímica a través de una corporeidad viviente, pero que adquiere cierta autonomía una vez proferido. Acentuar sólo esto último implica las tesis estructuralistas que diluyen y abandonan al sujeto. Acentuar sólo lo primero implica afirmar aquella sola antropología filosófica olvidada, paradójicamente, de la filosofía del lenguaje.
A partir de aquí, el autor está en condiciones de desarrollar in extenso una de las tesis más fructíferas de su libro, que estaba siempre pre-anunciada: la relación entre el mundo de la vida en Husserl y los juegos de lenguaje en Wittgenstein. Luego de un racconto sobre diversas filosofías del lenguaje, ya neopositivistas, ya estructuralistas, que olvidan la persona que habla, Leocata destaca la noción de juegos de lenguaje de Wittgenstein como una instancia superadora de dialécticas innecesarias. Los juegos de lenguaje son expresión analógica de formas de vida diversas, formas de vida que remiten a esos mundos de vida donde la intencionalidad, como ya se dijo, expresa la diversidad de significados que giran alrededor de un sentido fundante. Los juegos de lenguaje, a su vez, al incorporar decididamente la noción pragmática del lenguaje, donde los “juegos” de interpretación entre los que emiten y reciben los mensajes son dominantes, impide olvidar la noción de persona, a la vez que impide, también, olvidar que la persona siempre se expresa a sí misma en un mundo de vida donde el lenguaje es su “voz” concomitante. Todo lo cual no fue más que un intento casi imposible de dibujar al lector el panorama amplio y renovador que lo esperan en el cap. IV. Y cabe destacar que esta síntesis es de Francisco Leocata. No dice nuestro autor que Husserl o Wittgenstein digan esto: lo dice él. Esto nos adelanta un comentario general que haremos hacia el final.
Planteado este gran tema –eje central de todo el libro- Leocata está en condiciones de “rescatar” para la filosofía del lenguaje uno de los temas más dejados de lado, precisamente, por la mayor parte de las corrientes lingüísticas contemporáneas. Me refiero a la “intelección de lo real”, y, obviamente, a la intelección de las esencias. Dada la síntesis que Leocata ya ha hecho entre la intuición eidética de Ideas I, el Leib y el Lebenswelt de Ideas II y Crisis, y los juegos de lenguaje de Wittgenstein, la intuición de las esencias ya no tendrá nada que ver con esa imagen casi ridícula que de ella hacen sus detractores. Ya no se trata de una fotografía instantánea de toda la inteligibilidad del objeto, imagen que puede quedar de una lectura apresurada de algunos manuales de Santo Tomás o de Husserl. Se trata del despliegue progresivo de significados concomitantes a una unidad de sentido fundante. Pero ese despliegue es progresivo precisamente porque se realiza a través de juegos de lenguaje propios de un mundo de vida intersubjetivo. Esto es muy importante: la intelección de la esencia ya no se puede explicar con independencia del lenguaje, pero no es la sola estructura del lenguaje la “constructura” de sentidos. Se sigue manteniendo la noción, tanto tomista como husserliana, de un sujeto-persona (polo del sujeto, en términos husserlianos) que entiende una unidad de sentido fundante, pero sin olvidar que esa intelección es “en” un mundo de vida donde el lenguaje y sus juegos –progresivos, dialógicos, temporales- juegan un papel esencial. La importancia de todo esto como algo superador de interminables debates entre relativismos lingüísticos y concepciones univocistas y racionalistas de la “captación de la esencia” cae por su propio peso. La superación de interminables debates entre positivistas y post-modernos, también.
El yo personal tiene, por ende, un papel fundamental en la filosofía del lenguaje de Leocata. El yo hablante, la persona que habla, ya no se diluye ni se elimina en juegos del lenguaje que conducirían a estructuralismos relativistas, precisamente porque desde la fenomenología Leocata ha asumido esos juegos de lenguaje como expresiones conocomitantes de un mundo de vida donde la persona, intersubjetivamente, “es”. Con lo cual el espíritu del libro se sigue cumpliendo. Ni antropología sin lenguaje ni lenguaje sin antropología.
Con todo esto planteado, Leocata no podía terminar sino planteando un tema implícito en todos los anteriores. Lenguaje y captación de sentido se dan a la vez porque “...hay sentido allí donde hay automanifestación de lo real en el contexto de un mundo de vida...” (p. 372, el subrayado es del autor). Y esa manifestación de lo real es precisamente el rescate de una metafísica tradicional en armonía con el lenguaje. Esto es muy importante. “Tradicional” quiere decir: aquella metafísica que camina en el camino de un ente en tanto cosa que es (ver p. 409) a partir de la cual se hacen racionales los planteos de Dios y el alma. Ahora bien, que Leocata, después de los nueve capítulos de su libro, pueda ubicar cómodamente, en este capítulo 10, a una metafísica así concebida en plena armonía con una filosofía contemporánea del lenguaje, es un logro de una magnitud que no se ve a simple vista. Ha superado a los neopositvistas para los cuales, sobre la base de su sola y exclusiva noción sintáctica del lenguaje, despacharon a la metafísica como un sin sentido. Ha superado a interpretaciones relativistas de los juegos del lenguaje que colocaban a la metafísica en la caja de antigüedades filosóficas. Ha superado a interpretaciones heideggerianas para las cuales la metafísica es un olvido del ser y el lenguaje tiene la misión de rescatarlo sobre la base de una noción de lo poético enfrentado dialécticamente con el logos. Si el lector acostumbrado a las aporías filosóficas de fines del siglo XX dice “no puede ser”, lo exhorto entonces a lo más obvio, en sentido agustinista: tome y lea.
La metafísica, así concebida (y cabe aquí citar a Leocata in extenso), “....No se impone ni por su fuerza, en el sentido del poder político, ni por el apoyo publicitario; ni siquiera tiene ya el status de una disciplina universalmente reconocida como válida; se expande en la reflexión y en el diálogo sereno, y muestra su fecundidad por su relación con lo antropológico, por el sentido de la vida humana y su destinación en el ser, con lo ético y con los valores. No debe vérsela como una opresión “dogmática” antitética al espíritu crítico, sino como un despertar vigilante que abre el horizonte hacia una plenitud de sentido que va más allá de lo inmediatamente constatable, como una voz de liberación frente a las opresiones del poder armado de una razón instrumental; es, para utilizar la comparación evangélica, un grano de levadura en la masa de la cultura y del mundo de la vida” (p. 404).
Un párrafo así, tan importante, tan definitorio de toda una actitud, nos abre a dos reflexiones finales.
Primera: la metafísica del acto de ser, la que abreva en lo real, ya no puede ser desligada del mundo de la vida. Todo este trabajo de síntesis, realizado por Leocata, donde conviven Santo Tomás, Husserl, Wittegenstein, y, en ese sentido, lo mejor de las corrientes analíticas y hermenéuticas contemporáneas, no es una mera concesión al diálogo con lo contemporáneo, ni una curiosidad sin la cual un tomismo maduro podría seguir tal cual. Es un anuncio –uno de los tantos que puede haber, y perfeccionable, sin duda- de lo que está por venir: un tomismo que, habiendo ya aclarado suficientemente la realidad del acto de ser frente al idealismo, asume la sensibilidad antropológica contemporánea –con todo lo que ello implica- como el desarrollo de una raíz siempre presente en su misma esencia. Es una expresión de por qué Santo Tomás es perenne. No porque se lo anule en un manual encorsetado de fórmulas vacías de mundo de vida y contexto, sino porque es un “hablar de lo humano”: es, como diría Sciacca, un agustinismo.
Segunda. Francisco Leocata es conocido como un fino historiador de la filosofía, tanto universal como argentina. Sus detallados estudios sobre la “intentio auctoris” de cada autor así lo revela. Pero es así porque es filósofo. Y creo que este libro así lo revela, con una intensidad que hasta ahora no se había visto. No estamos en presencia de un estudio histórico. No es esta una historia de la filosofía del lenguaje, ni una tesis histórica sobre lo que Santo Tomás, Husserl y Wittgenstein dijeron. Es la filosofía del lenguaje que Leocata dice. Es su propia síntesis.
En ese sentido, el Leocata que yo ya conocía, ese pensador que tiene un hilo conductor fundante –una cristiana interpretación de la modernidad- aparece aquí con toda su fuerza. No es extraño ni casual que el filósofo que insistió siempre que modernidad no es igual a iluminismo, que estudió profundamente a autores como Descartes, Pascal, Gerdil y Rosmini, que profundizó y explicó a los valores como relaciones de perfección, que demostró con inigualable profundidad a Husserl como una instancia personalista de nuestra época, manifieste ahora todo lo que hemos reseñado. O mejor dicho: lo poco que hemos podido resumir, para dejar al lector con la curiosidad de leer a una de las producciones más originales y profundas de la filosofía contemporánea.