domingo, 31 de octubre de 2021

SOBRE EL SALARIO JUSTO

 Esto fue escrito en 1984. Vale la pena reiterarlo (del cap 4 de Economía de mercado y Doctrina Social de la Iglesia, Ed. de Belgrano, Buenos Aires, 1985, reeditado por el Instituto Acton en el 2004, https://www.amazon.com/-/es/Gabriel-J-Zanotti-ebook/dp/B00WS3T896)


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3. El salario justo

 

Teniendo en cuenta lo anterior, se manejan habitualmente en la ética social católica –sin descartar su evolución posterior- un aserie de principios normativos con respecto a las condiciones de justicia en los salarios. Estos principios han sido sistematizados sobre todo por Pío XI en su encíclica QA, siguiendo a León XIII. Ellos son: la dignidad de la persona humana (nro. 71 y 101, ed. BAC); la situación de la empresa (nro. 72), y el bien común (nro. 73). Recordemos que son principios de ética social; los analizaremos en relación a principios de economía política de escuela austriaca.

Comencemos pues con el tema de la dignidad de la persona. Este tema es sencillamente básico y fundamental, pues  es la clave de una filosofía política “humanista teocéntrica”, en la cual los derechos del hombre se derivan del reconocimiento de  su dignidad natural, la cual se deriva de la naturaleza humana creada por Dios. En este humanismo no hay dialéctica (oposición) entre la dignidad natural del hombre y su dependencia respecto a Dios. Hemos explicado en otra oportunidad las bases antropológicas y metafísicas de esta posición, cuando hemos defendido el Concilio Vaticano II contra infundados ataques[1]. No estará de más, sin embargo, reiterar, aunque brevemente, las bases metafísicas de este ideal. En la metafísica de Santo Tomás de Aquino, todo ente, por ser tal, tiene determinadas “consecuencias que se siguen en su generalidad a todo ente”[2], llamadas por el neotomismo “trascendentales” (hemos tratado también esto en el anexo 1 del teorema 5 de praxeología en nuestros “Fundamentos...” Op. Cit.). O sea que todo ente por ser tal, es uno, algo, verdadero, bueno. La verdad y el bien al que se refiere esta tesis tomista constituyen una verdad y bien  “ontológicas” (bases, a su vez, de la verdad gnoseológica): o sea que todo ente, en cuanto capaz de ser conocido, es verdadero; y en cuanto capaz de ser apetecido, es bueno. Como vemos, este “bien ontológico” no le viene dado al ente por su relación en acto con un ente finito (esto es, no infinito) que lo esté deseando, sino que pertenece al ente en cuanto tal, por lo cual no es “subjetivo” sino “objetivo”. De la cuantía de ser un ente dependerá pues su capacidad de satisfacer la indigencia de un ente finito apetente, y por ende la cuantía de ser del ente determinará su grado de bondad ontológica, la cual será el fundamento, a su vez, del valor objetivo del ente, desde el punto de vista metafísico (debemos aclarar que en el anexo del teorema 5 de la parte de praxeología de nuestros “Fundamentos...” hemos explicado largamente la ausencia de contradicción de esta tesis metafísica tomista con la teoría subjetiva del valor de la escuela austriaca). Este grado de bien o valor objetivo (valor ontológico), en cada ente, funda la “dignidad” ontológica en cada ente. Y, en el caso de la persona humana, de su cuantía de ser –determinada a su vez por su esencia, principio limitante del ente finito- dependerá su bondad o valor ontológico, el cual funda a su vez su dignidad natural, lo cual, en le ser humano, tiene implicancias éticas importantísimas (sobre todo para el tema del derecho natural).

Santo Tomás, en un importante pasaje de In Decem Libros Ethicorum Aristóteles Nicomacun Expositio[3], distingue perfectamente os dos tipos de valoración: la subjetiva, que adquiere un ente por estar en relación (no potencial, sino actual) con un sujeto finito apetente, y la objetiva, la bondad ontológica que Santo Tomás llama precisamente  “dignidad de su propia naturaleza”. Veamos el párrafo: “Esto uno, que todas las cosas mide verdaderamente, es la indigencia, que se contiene en todas las cosas que se intercambian, en cuanto que todas las cosas se refieren a la humana indigencia, las cuales cosas no se aprecian según la dignidad de su propia naturaleza[4]; de otro modo un ratón, que es animal sensible, tendría mayor precio que una perla, que es algo inanimado; pero el pecio de las cosas se impone según que los hombres las necesiten para su uso”. Como vemos, Santo Tomás afirma claramente que el precio de las cosas se establece según la necesidad que los hombres tengan de ellas. Este elemento, relacionado, como puede verse, intrínsecamente con la demanda de los bienes en el mercado, entrará –como veremos después- en el precio de los servicios laborales; pero, desde el punto de vista ético, no exclusivamente: pues en el caso del trabajo también debe entrar en consideración la dignidad  la persona que presta los servicios laborales (justamente, esa “dignidad de su propia naturaleza” que no entra en consideración en los demás intercambios). El principio de ética social que se desprende de esto es que la cuantía de salario debe no contradecirse  con la dignidad de la persona. Aquí entra un elemento objetivo y otro subjetivo o relativo. El primero nos dice en abstracto qué significa que la cuantía de ingreso respete la dignidad de la persona. Fracasaríamos por completo si quisiéramos establecer  un parámetro cuantitativo fijo, dadas las diversas circunstancias históricas, de lugares y tiempos. Creemos que en este punto debemos manejarnos, para evitar confusiones, con las normas generales establecidas en el cap. 1. La dignidad de la persona se respeta cuando se respeta el bien común. Y cuando el bien común es respetado, entonces se establecen las condiciones sociales y jurídicas necesarias para que cada persona pueda, con su trabajo y con su esfuerzo,  obtener los bienes que considere necesarios para su desarrollo personal. Cuando el estado, custodio  del bien común, genera políticas que no respetan estas condiciones (como la inflación) entonces está atentando contra este principio de ética social. Pero, como dijimos, el elemento subjetivo es el relativo a las diversas circunstancias históricas y socioeconómicas de cada región. Este elemento está explícitamente afirmado por el Magisterio, como vemos en este texto –que más adelante será citado nuevamente-: “Las normas que exponemos ahora valen, claro está, para todo tiempo y lugar –dice Juan XXIII en Mater et magistra (MM);[5]-, la medida en que hayan de aplicarse a los casos concretos, en cambio, no puede determinarse sin contar convenientemente con la riqueza disponible; riqueza que puede  variar, y de hecho varía, en cantidad y naturaleza, de unos pueblos a otros, e incluso frecuentemente en una misma nación, según los diversos tiempos”. Conste que esto lo dice Juan XXIII después de referirse a todas las normas de ética social respecto a este tema que aún no hemos terminado de analizar.

Todavía no hemos cotejado este tema con la EAE. En efecto, será más clara y distinta la comparación después de analizar el segundo punto, que Pío XI llama “las condiciones de la empresa”. Dice así: “Para fijar la cuantía del salario, debemos tener en cuenta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no pudiera soportar”[6]. Sentado este principio, pasemos a analizar lo que la escuela austriaca afirma en relación a este tema. Curiosamente, este principio es la traslación ética de lo que desde el punto de vista de  la ciencia económica (austriaca) se denomina límite máximo cataláctico de fijación de salarios, que , junto con el límite mínimo cataláctico, determina que el salario tienda a fijarse según la productividad marginal del trabajo. Vamos a suponer que, como explicamos en el cap. 3, la rentabilidad de la empresa se establece según su eficacia en servir a los consumidores y no de privilegios indebidos. Ahora expliquemos qué significa en ese caso el “límite máximo cataláctico” (ver nuestros “Fundamentos...”, cap. 5, punto 1, 5; teoremas 44  y 45). Este límite máximo estará dado por la cuantía de salario que el demandante (de trabajo) podrá ofrecer sin alterar negativamente su posición de oferente, en el mercado, de un determinado bien o servicio. El “alterar negativamente” hace referencia a lo que en palabras de Pío XI es la “ruina propia y la consiguiente de todos los obreros”. Esto sucede del siguiente modo. Supongamos que un salario tiende a fijarse en un determinado mercado laboral en 10 $ (son cifras esquemáticas), y un  empresario X establece en su empresa (ubicada en dicho mercado laboral) un salario de 100 $. En ese caso, invariadas restantes circunstancias, la oferta laboral en su empresa será tal que sus costos superarán el precio de venta, provocando pérdidas[7] -el cual precio de venta, a su vez, depende de la demanda de los consumidores del producto de dicha empresa-.  En ese caso el salario deberá ser menor si se desea evitar las perdidas. Y, precisamente, la ciencia económica también nos enseña que, cuanto menor sea la cuantía de capital (traducido a lenguaje de Juan XXIII, la “riqueza disponible”) el límite máximo cataláctico tenderá a ser menor, pues cuanto más baja es la cuantía de capital, mayores son los costos y mayor es la oferta de trabajo en cada empresa. Por otra parte, tampoco es posible que los salarios bajen por debajo del límite mínimo cataláctico, pues si una empresa ofrece como salario 10 $ mientras que el salario medio en ese mercado laboral es 100 $, sencillamente no obtiene el factor trabajo que necesita, debe elevar su renumeración si quiere contratar empleados. Y, en este caso, se observa que cuanto mayor sea la cuantía de capital, el límite mínimo tenderá a ser mayor.

Como vemos, no hay contradicción entre lo que la escuela austriaca sostiene y el principio sostenido por Pío XI. Por otra parte, como cada principio está en relación con el otro, es obvio que, como vemos, dado que este principio está en relación a la “riqueza disponible”, -factor variable según las circunstancias de lugares y tiempos, como dice Juan XXIII- entonces este principio entra en consideración como circunstancia que debe tenerse en cuenta para el primer principio. Tengamos en cuenta que, además, como tercer principio Pío XI establece que la cuantía de salario debe adecuarse al bien común económico, elemento que, como vimos, ha estado presente en los puntos anteriores: pues es bien común es necesario para el respeto a la dignidad del hombre, y ese bien común no se respeta cuando la empresa obtiene su rentabilidad independientemente de su eficacia en servir a los consumidores, y tampoco se respeta cuando, por ejemplo, el estado causa inflación  que baja los salarios reales.

Pero, además, no olvidemos que cuando Juan XXIII, en la MM, recuerda estos principios de ética social, no solo agrega, sino que pone en primer lugar, algo que estaba tácito en el 2ª punto de Pío XI: la productividad. En efecto, antes de aclarar el punto respecto a las circunstancias de lugares y tiempos, que ya hemos citado, Juan XXIII establecía la normas generales, diciendo así: “...Ahora bien, para fijar equitativamente el salario el trabajador, debe tenerse en cuenta: primero, la aportación de casa uno al proceso productivo; segundo, las condiciones económicas de la empresa...”[8]. Como vemos, de ningún modo hay contradicción con la escuela austríaca en este tema; simplemente, la diferencia es que el Santo Padre lo plantea como un principio ético (la productividad debe entrar en consideración...), en referencia, además, a la “riqueza disponible”; la escuela austríaca establece esto como un principio de ciencia económica y además con un lenguaje técnico (que la ética social no tiene por qué utilizar): los salarios se establecen en relación a la productividad marginal del trabajo, lo cual está en relación a la cuantía disponible. Como vemos, estamos aquí ante planos distintos, pero no contradictorios. Esto  es, la tesis central que venimos estableciendo a través de todo este trabajo.

Para profundizar aun más la ausencia de contradicción, destaquemos que, desde el punto de vista económico, la productividad destaca el hecho de que el valor de los factores de producción en el mercado es derivado del valor de los bienes de consumo por ellos producidos, pues los bienes de producción son demandados en cuanto tales debido a su capacidad para producir los bienes de consumo. Esto, visto desde le punto de vista de la ética social, nos explica por qué este elemento debe entrar en consideración: por el bien común. Porque, debido a la justicia legal, esto es, lo que la persona debe al bien común, es  necesario que el trabajo sea orientado a la satisfacción de las necesidades de la población, lo cual se cumple cuando el trabajo obtiene su valor del hecho de colaborar en la elaboración de bienes de consumo finales, lo cual a su vez se produce cuando la empresa obtiene su rentabilidad en ausencia de privilegios (bien común); lo cual a su vez está intrínsecamente relacionado con las “condiciones de la empresa” señaladas por Pío XI. No podría ser mayor, como vemos, la armonía entre las condiciones de la empresa, la productividad, la justicia legal, el bien común, la propiedad y, finalmente, lo más importante: la dignidad de la persona. Porque la persona respeta su propia dignidad cuando respeta el bien común y la justicia legal, que es justamente lo que la persona debe al bien común. Por supuesto, si estas normas se respetan, el aumento de riqueza resultante permitirá disponer de recursos que, voluntariamente, se destinen hacia actividades que estén fuera del criterio de rentabilidad, como las fundaciones sin fines de lucro.

Pero ha llegado el momento de analizar uno de los temas clave de toda esta temática: el famoso salario mínimo. Nuevamente, hay que clarificar los términos para no confundirse. Creemos que la mayoría de los problemas en este punto surgen porque, muchas veces,  desde la ética social se asocia “salario mínimo” a “salario justo”, y desde la ciencia económica, con el término “salario mínimo” nos estamos refiriendo a otra cosa. Pues, como hemos visto, la ciencia económica en cuanto tal nada tiene objetar al ideal ético de que el salario sea justo. El problema está en cómo lograrlo. En el análisis anterior, demostramos que con respecto a este tema, los principios de ética social y ciencia económica no se contradicen, si bien son distintos. Ahora deberemos demostrar que el principio del salario justo tampoco es contradictorio con el plano de las políticas económicas concretas tendientes a lograr ese ideal. O sea que, una que vez que se asienta el principio, se abren múltiples propuestas para lograrlo, que competen al aspecto técnico de la cuestión. Esa es la armonía entre la ética social –que señala los fines- y las diversas propuestas de la ciencia económica –que señalan los medios para lograrlos-. Esto es lo que el mismo Juan XXIII señala en MM cuando afirma: “...A esta obligación de justicia puede darse satisfacción, según enseña la experiencia, de varias manera”[9]. Por ende, entrando en el terreno técnico, que es su ámbito específico, la escuela austríaca señala que el único camino para elevar el salario real es el aumento de la cuantía de capital, que implica un aumento en la productividad marginal. “Salario mínimo”, desde un punto de vista técnico-económico, dentro de la escuela austríaca significa un salario fijado coactivamente por encima de la productividad de marginal del trabajo, lo cual genera desocupación. Por lo tanto, cotejando esto con los principios de ética social, no creemos que el salario mínimo, definido como lo hemos definido, sea un medio apropiado para lograr el salario justo. Pues significa elevar el salario nominal por encima de la productividad que permite la cuantía de capital disponible. Lo cual genera desocupación, que dista enormemente de ser algo “justo”. Por ejemplo, en estas coordenadas de lugar y tiempo (Argentina, 1984), podría llegar a parecernos  muy bien que todos los argentinos ganaran como sueldo no menos de 100.000 dólares mensuales; y entonces el estado establece esa cifra como salario mínimo: el resultado inmediato será que casi toda la población argentina se quedará sin trabajo (no hay recursos para abonar tales salarios). Y si muy sensatamente se pregunta si entonces el estado no debe acaso fijar el salario mínimo en el nivel de la productividad del trabajo, se contesta que en ese caso dicha fijación es superflua, pues es en dicho nivel donde los salarios se establecen naturalmente, pues hemos visto que el salario no puede (ver en nuestros “Fundamentos...” el significado de este “poder” en la nota a pie de pág. Nº 4 de la Introducción) bajar por debajo del límite mínimo cataláctico de fijación de salarios, determinado justamente por la productividad que depende de la cuantía de capital. Para lograr salarios justos, reiteramos, el camino es elevar el salario real mediante el aumento de la productividad del trabajo, lo cual a su vez se logra fomentando las inversiones y la capitalización consecuente por medio de la iniciativa privada  (cap. 3); y no generar inflación, que es una  del as principales injusticias desde el punto de vista social, pues baja el salario real, fenómeno ante el cual inútiles son todos los decretos del gobierno para elevar los salario. Lo que debe hacer en ese caso el gobierno es dejar de inflar la moneda –para lo cual debe eliminar el curso forzoso- y permitir de ese modo el aumento de la capitalización global.

Pero se nos podrá decir: esa es su opinión; las cosas no suceden de ese modo. Pero el caso es que por supuesto que ésta es nuestra opinión en materia técnica, en la cual podemos tener nuestra opinión como cualquier católico puede tener la suya, igual o diversa  a la nuestra. Y ha quedado bien claro que sólo no negamos, sino que afirmamos, el principio de ética social que está en juego –la justicia en las retribuciones laborales-; y en el terreno científico de la economía afirmamos que el modo de lograrlo es la elevación de la cuantía de capital , y no las fijaciones coactivas del salario por encima de la productividad, al fijarlo por arriba del límite máximo cataláctico. Planos distintos, pero no contradictorios: lo esencial de nuestra tesis.

Y reafirmando este punto, podemos entonces con más claridad analizar lo siguiente: ¿no es acaso el mismo Juan XXIII quien dice que el salario no debe quedar librado a la libre concurrencia? Nuevamente, téngase en cuenta todas las precisiones que con respecto a la “libre concurrencia” hemos hecho en el cap. 3; y, además, obsérvese que seguidamente de decir tal cosa Juan XXIII establece las ya citadas condiciones de justicia, entre las cuales pone, en primer lugar, el aporte de cada uno al proceso productivo. Y entonces, desde el punto de vista técnico-económico, debe decirse que, cuando la economía funciona del modo descripto en el cap. 3 (igualdad ante la ley; ausencia de privilegios protectores) el valor de los factores de producción en el mercado tiende a establecerse en el nivel de su productividad marginal[10], precisamente aquel aporte de cada uno al proceso productivo –en lenguaje menos técnico-; y hemos visto también que el considerar a la productividad como criterio en la justicia de los salarios no es contradictorio con la dignidad de la persona. Recordemos, además, que los escolásticos, en su mayoría, establecían la justicia de lo salarios en relación a la estimación común del mercado de los mismos[11]. Podemos pues llegar a la conclusión de que el salario establecido naturalmente entre ambos límites catalácticos (máximo y mínimo) es justo, siempre que la economía funcione, como dijimos, según lo descripto en el cap. 3. Incluso puede ser posible que la tasa media así establecida no sea la ideal, pero seguirá siendo lo justo prudencial, en relación a esas circunstancias diversas de tiempos y lugares, expresamente afirmadas por el Magisterio; una de las cuales circunstancias es justamente la cantidad de riqueza disponible, como dice Juan XXIII; en lenguaje más técnico, la cuantía de capital. Y aquí, combinando ética social con economía política, debemos decir lo siguiente: cuando el salario real es bajo porque la cuantía de capital es  baja, y esa escasa cuantía de capital está causada por erróneas políticas económicas, que son injustas en sí mismas (como la inflación), entonces es obvio que, por una cierta propiedad ética transitiva, los salarios serán injustos; pero cuando la cuantía de capital es baja no a causa de la voluntad de los hombres (como por ejemplo una catástrofe natural, o porque recién comienza la capitalización) entonces el salario estará en el nivel justo prudencial, dadas tales circunstancias*.



[1] En nuestro artículo En defensa de la Dignidad Humana y del Concilio Vaticano II en la revista “El Derecho”, UCA, Bs. As., N° 5913, del 27/1/84. 

[2] Santo Tomás de Aquino: De Veritate; Marietti, Roma, 1949, Q. 4, art. 1, c. 

[3] Marietti ed., Torino, 1963, Libro V, Lección IX, N° 981.

[4] El subrayado es nuestro.

[5] DP, Op. Cit. Punto 72 de esta edición.

[6] DP, Op. Cit.

[7] Ver Mises, L. Von: La Acción Humana (tratado de economía); Sopec, Madrid, 1968, Cáp. XXI, punto 3.

[8] DP, Op. Cit.; punto 71 de esta edición, el subrayado es nuestro.

[9] DP, Op. Cit., Nº 77 de esta edición.

[10] Ver nuestros “Fundamentos...”, cap. 5, punto 1, 3; teorema 22.

[11] Ver Chafuen, Op. Cit.

* 2004, 9. Este es un buen ejemplo de lo que comentábamos en la nota “2004 – 8”. ¿Qué se entiende por libre concurrencia? Si se entendiera “el mercado real en comparación con la competencia perfecta”; se afirmara luego que el salario se establece según la productividad marginal sólo en situación de competencia perfecta, la conclusión (establecida la relación entre justicia y productividad) sería que el gobierno debe intervenir (vía un impuesto progresivo a la renta) para acercar los ingresos del mercado real a la justicia. Pero, como vemos, si se razona desde la premisa del mercado como proceso, la conclusión es diferente. En el mercado como proceso el valor de los factores de producción tiende a firjarse alrededor de la productividad marginal, porque el mercado es un proceso que tiende al equilibrio sin alcanzarlo nunca. Cuanto más intervenga el gobierno en las variables del mercado, más des-coordinación entre oferentes y demandantes produce y, por ende, el salario real será más se alejará de la productividad marginal. Como dijimos en otra oportunidad, alguien puede decir “esa es su opinón”. Pues desde el punto de vista de este trabajo, de eso se trata. De la libertad de opinón que el católico tenga en estas cuestiones. De eso hablábamos en la nota introductoria, tanto en la de 2004 como en la de 1984. No se trata de que sea opinable, precisamente, la justicia, sino los modos de lograrla a nivel de condiciones de mercado. 

domingo, 24 de octubre de 2021

ANÁLISIS CRÍTICO DE EROS Y CIVILIZACIÓN DE MARCUSE

EL ANÁLISIS DE MARCUSE EN EROS Y CIVILIZACIÓN [1].(Apéndice 2 de mi libro Un análisis filosófico y teológico de la filosofía de Sigmund Freud, Arjé, 2020) (https://www.amazon.com/-/es/Gabriel-Zanotti/dp/1733548394) 

 

1.      Introducción.

Tenemos en este libro de Marcuse al gran adversario de nuestra tesis. En efecto, Marcuse no niega nuestra interpretación de Freud, pero le agrega un “matiz”, una intentio lectoris que explica la interpretación marxista que Freud ha tenido a partir de los 60 (el libro es de 1953). El autor es muy honesto en aclarar que es su propio agregado conceptual, cosa que casi nunca se hace.

Ante todo, es imposible entender a Marcuse sin una mínima referencia a la Escuela de Frankfurt. La escuela de Frankurt es muy crítica de la Ilustración por cuanto esta última habría tenido una dialéctica intrínseca. Allí se ve la influencia de Hegel y Marx. “Dialéctica” porque el carácter emancipatorio del Iluminismo y la Revolución Francesa tiene una especie de contradicción implícita que lo lleva a su propia negación. La razón iluminista, que quiere liberar al hombre de las cadenas de la ignorancia y la opresión, conduce a una nueva forma de dominio (despótico): la razón instrumental, que sólo puede calcular y coloca al hombre y la naturaleza en una relación de medio con respecto a la productividad del capitalismo (alienación). Pero esta tesis está escrita en los 40[2], y sus autores no caen en ninguna ilusión de revolución al estilo soviético. Para ellos, el marxismo leninismo (salvan al Marx crítico de la alienación), el nazismo y el capitalismo industrial forman parte de la misma alienación y opresión, con la diferencia de que bajo la sociedad abundante del capitalismo el esclavo es anestesiado por el consumo. Por ende es una escuela pesimista. No es post-moderna, porque en su crítica a la razón iluminista hay un elogio, una nostalgia, de la idea de emancipación. Pero no hay solución ya para la dialéctica de la Ilustración. Al menos no para Horkheimer y Adorno. La versión optimista, donde Habermas rescata la razón comunicativa como lo NO alienante de la razón, fue posterior, de 1981.

Como habrá observado el lector, yo coincido con la crítica a la alienación que hace Freud y también con la que hace Eric Fromm[3]. Mi diferencia con Fromm (y otros autores que reiteran su postura) es que la alienación es una posibilidad inherente a la naturaleza humana (cosa que Fromm no negaría), que se puede dar en todos los sistemas sociales, pero no es un resultado necesario del capitalismo. El capitalismo tiene su propia forma de posibilidad de alienación, pero no es una consecuencia necesaria del sistema (la teoría de la plus valía es falsa[4]). Esa propia forma consiste en algo que ha diagnosticado muy bien Ortega[5]: la productividad y la elevación del nivel de vida de las masas produce en éstas una rebelión,  exigiendo esos beneficios como derechos gratis (el hombre masificado NO corresponde a un determinado nivel económico de vida en Ortega). En esa sobre-abundancia, procesos como la alienación descriptos por Freud en Psicología de las masas y análisis del yo y por Fromm como neurosis sado-masoquistas, no sólo son posibles sino lamentablemente habituales. Pero nada de ello es una dialéctica necesaria de la Historia.

Por lo demás, yo coincido en las críticas a la razón Iluminista. Pero no desde Hegel y Marx, sino desde Hayek,  Feyerabend, Husserl, Gadamer y el giro histórico de la filosofía de la ciencia (Kuhn, Lakatos y Feyerabend), todos ellos basados en la crítica de Popper al positivismo[6]. He sostenido que la superación entre la razón iluminista y el post-modernismo es la razón dialógica[7]. Por ende la Escuela de Frankfurt tiene razón en criticar a la razón no dialógica del Iluminismo, pero que lo haga basada en Hegel y Marx es precisamente su debilidad. Veremos cómo esa debilidad se traslada a Marcuse.

 

2.      Análisis crítico de la tesis principal del libro de Marcuse.

Nuevamente, con la falibilidad, que toda conjetura sobre la intentio auctoris de un autor, implica, trataremos de exponer al lector la tesis central de Marcuse y, al mismo tiempo, mostrando sus problemas. Por supuesto, tiene el lector el texto de Marcuse para llegar a sus propias conclusiones.

1.1. La importancia de su introducción.

Parte directamente Marcuse del malestar, del sufrimiento del ser humano, que, aunque Marcuse no lo cite ahora directamente, es el descripto por Freud en El Malestar en la cultura (un texto clave para la re-interpretación que hace Marcuse). Destaca la importancia de la cuestión:

 “…La proposición de Sigmund Freud acerca de que la civilización está basada en la subyugación de los instintos humanos ha sido pasada por alto. Su pregunta sobre si los sufrimientos infringidos de este modo a los individuos han valido la pena por los beneficios de la cultura no ha sido tomada muy seriamente –tanto más cuanto Freud mismo consideraba el proceso inevitable e irreversible”.

O sea, nuestro autor advierte que el problema planteado por Freud en El malestar en la cultura ha sido minimizado. El problema es si la pulsión de agresión –la pulsión de vida pasada por el narcisismo y la represión del Súper Yo- no es una bomba de tiempo, como un magna amenazante para la superficie “civilizada” que queda arriba. Nuestro autor transforma ello en pregunta. Pero se lamenta que no haya sido, como dijimos, tomada muy en serio, más porque Freud “…consideraba el proceso inevitable e irreversible”.

Para Marcuse hay algo latente en Freud, una especie de dialéctica en su sistema, porque si en serio es tan irreversible, ¿para qué preocuparse?:

“Si en realidad debe pertenecer a la esencia de la civilización como tal, la pregunta de Freud sobre el precio de la civilización carecería de sentido, porque no había otra alternativa”.

Aquí diagnosticamos el primer problema. Ese malestar es irreversible, tiene razón Freud, pero no por ello no hay que preocuparse por ello. Y ya hemos visto de qué modo se puede minimizar el problema, sin negar la gravedad: dar importancia el desarrollo de comercio, por el lado natural, y por el lado sobrenatural, y al Cristianismo como lo único que puede redimir a nuestro duro corazón. Pero ya veremos por qué el comercio no tiene nada de beneficioso para Marcuse.

Como dijimos, para Marcuse “hay algo” en Freud que da pie a resistirse a la salida freudiana de la “inevitabilidad”:

“Pero las propias teorías de Freud dan razones para rechazar su identificación de la civilización con la represión”.

Sí, puede ser que las teorías de Freud NO impliquen que la interpretación de Marcuse no sea una decodificación aberrante, pero de allí a decir que necesariamente es así, hay un gran paso. Freud en ningún momento, de manera coherente, deja de identificar a la civilización como el delicado producto de la interacción del Súper Yo con el Ello, y ya hemos visto que en “ello” tiene razón. La civilización no sería posible sin el Súper Yo. Ahora bien, la civilización no se identifica con el Súper Yo en el sentido de que la inteligencia y voluntad humanas no son en sí mismas un fruto de esa función psíquica que llamamos Súper Yo, pero luego del pecado original la inteligencia deriva fácilmente hacia la sola racionalidad instrumental y su voluntad puede perder casi el ejercicio del libre albedrío.

Lo que ocurre es que Marcuse niega que la civilización por la cual Freud está preocupado (ya hemos visto ese punto: la civilización e Freud es débil pero es un valor) sea la deseable: otra sería posible, si el eros pudiera canalizarse de otro modo en otra situación histórica:

“¿O esta interrelación es sólo el producto de una organización histórica específica de la existencia humana?”

Con esa pregunta, nuestro autor comienza a insinuar su tesis central: el malestar en la cultura –por el contexto de todo el texto- es el malestar en el capitalismo, pero el capitalismo puede ser superado…

“La idea de una civilización no represiva será discutida no como una especulación abstracta y utópica”.

O sea, “no” es una utopía considerar que el eros “no” se va a enfrentar con el Súper Yo de una sociedad capitalista, una vez superada esa sociedad. En esa “superación” hegeliano-marxista del capitalismo está parte del núcleo central del error de Marcuse.

Nuestro autor termina su introducción colocándose en el mismo nivel que este ensayo: la filosofía, y Freud como filósofo:

“El propósito de este ensayo es contribuir a la fiosofía del psicoanálisis, no al psicoanálisis en sí mismo”.

Perfecto, es nuestro mismo propósito.

“Freud desarrolló una teoría del hombre, una “psico-logía” en el sentido más estricto. Con esta teoría, Freud se situó a sí mismo en la gran tradición de la filosofía y bajo un criterio filosófico”.

Tiene razón. Hay en Freud una antropología filosófica (que antes se identificaba con la Psicología) que ya hemos visto que, aunque tendiente a ser hobbesiana, no es incompatible con el Cristianismo una vez que vemos a este último precisamente como el contrapeso de una psiquis humana debilitada por el pecado original, y que Freud tan sabiamente ha captado….

Y termina diciendo Marcuse:

“Freud separó conscientemente su filosofía de su ciencia; los neofreudianos han negado la mayor parte de la primera. En el terreo terapéutico tal negación puede estar perfectamente justificada. Sin embargo, ningún argumento terapéutico debe impedir el desarrollo de una construcción teórica que pretende, no curar la enfermedad individual, sino diagnosticar el desorden general”.

Este es un párrafo importante y denso. Primero, ¿es verdad que “Freud separó conscientemente su filosofía de su ciencia”?  Para muchos, esto convendría a la tesis de este libro, porque yo podría decir que la filosofía de Freud es errada pero su psicoanálisis no, y que un cristiano no debe estar cerrado a los aportes propiamente terapéuticos. Respetamos esa convicción. Pero no es la nuestra. Claro que no compartimos la filosofía iluminista y cuasi-hobbesiana de Freud in totum. Pero en esa visión lúgubre del ser humano hay una gran verdad no sólo “compatible” con el Cristianismo, sino que el Cristianismo la tiene en su raíz: el pecado original. Claro que el Cristianismo católico afirma que esa naturaleza no fue totalmente destruida por el pecado,  claro que el Cristianismo tiene en la redención una esperanza que Freud no podía tener (¿y quién la puede tener sin el Cristianismo?), pero negar ese “lado oscuro de la fuerza” convierte al cristiano en un ingenuo pelagiano (y hay muchos….).

Segundo: “…En el terreo terapéutico tal negación puede estar perfectamente justificada.”

¿Seguro? ¿Se puede aplicar la terapia psicoanalítica sin afirmar la tesis central del psiquismo originario como un perverso polimorfo?

Tercero: “…Sin embargo, ningún argumento terapéutico debe impedir el desarrollo de una construcción teórica que pretende, no curar la enfermedad individual, sino diagnosticar el desorden general”.

Allí coincidimos. Freud pudo haberse equivocado en diagnósticos, terapéuticas y métodos. Pero su construcción teórica general es apta para diagnosticar un desorden general (de tipo socio-cultural). Nuestra gran diferencia con Marcuse es que nuestro diagnóstico será diferente al de él….

1.2. Hace su entrada la interpretación marxista de la escasez.

En el primer capítulo y en el segundo, hasta la cita 29, Marcuse hace una muy buena reseña del sistema freudiano, enfatizando correctamente el tema de la horda primitiva y la represión[8] que el Súper Yo tiene que hacer a las pulsiones originarias. Pero ya a la mitad del capítulo II aparece la interpretación marxista de la escasez:

“…Detrás del principio de la realidad yace el hecho fundamental de la ananke o escasez (scarcity, Lebensnot), que significa que la lucha por la existencia se desarrolla en un mundo demasiado pobre para la satisfacción de las necesidades humanas sin una constante restricción, renuncia o retardo. En otras palabras, que, para ser posible la satisfacción necesita siempre un trabajo, arreglos y tareas más o menos penosos encaminados a procurar los medios para satisfacer esas necesidades. Por la duración del trabajo, que ocupa prácticamente la existencia entera del individuo maduro, el placer es «suspendido» y el dolor prevalece. Y puesto que los impulsos instintivos básicos luchan porque prevalezca el placer y no haya dolor, el principio del placer es incompatible con la realidad, y los instintos tienen que sobrellevar una regimentación represiva”.

Hasta ahí, Freud según Marcuse.

Pero luego agrega:

“…Sin embargo, este argumento, que aparece mucho en la metapsicología de Freud, es falaz en tanto que se aplica al hecho bruto de la escasez, cuando en realidad es consecuencia de una organización específica de la escasez, y de una actitud existencial específica, reforzada por esta organización”.

Como vemos, Marcuse, siguiendo a Marx, no considera que la escasez sea una condición natural de la humanidad[9]. La escasez es más bien un modo específico de organización de la sociedad, que obviamente es la capitalista: “… La escasez prevaleciente ha sido organizada, a través de la civilización (aunque de muy diferentes maneras), de tal modo que no ha sido distribuida colectivamente de acuerdo con las necesidades individuales, ni la obtención de bienes ha sido organizada para satisfacer mejor las necesidades que se desarrollan en el individuo. En lugar de esto, la distribución de la escasez, lo mismo que el esfuerzo por superarla (la forma de trabajo), ha sido impuesta sobre los individuos —primero por medio de la mera violencia, subsecuentemente por una utilización del poder más racional—. Sin embargo, sin que importe cuan útil haya sido para el progreso del conjunto, esta racionalización permaneció como la razón de la dominación, y la conquista gradual de la escasez estaba inextricablemente unida con el interés de la dominación y conformada por él” (las itálicas son nuestras).

La clave de esa organización de la escasez es la dominación (no exclusiva del capitalismo). Eso lo lleva a una fundamental distinción: que estos  “intereses de la dominación” introducen “…controles adicionales sobre y por encima de aquellos indispensables para la asociación humana civilizada. Estos controles adicionales, que salen de las instituciones específicas de dominación son los que llamamos represión excedente”.

Esto es fundamental. La sociedad humana no implica el tipo específico de dominación que para Freud era simplemente la civilización. No, eso es fruto de una época, y en la época moderna, la “civilización” que Freud veía era el capitalismo industrial. Por eso nuestro autor había introducido antes esta fundamental distinción:

“…a) Represión excedente: las restricciones provocadas por la dominación social. Esta es diferenciada de la represión (básica): las «modificaciones» de los instintos necesarias para la perpetuación de la raza humana en la civilización.

b) Principio de actuación: la forma histórica prevaleciente del principio de la realidad.”

O sea, hay en la dominación (lo cual implica que podría haber una sociedad no dominante) una represión innecesaria, fruto de un modo específico histórico de organización de la escasez. Por eso esa represión es excedente. Y la “realidad” es una forma histórica, que podría ser superada y por ende también esa represión excedente correspondiente a esa forma histórica.

Ahora nos damos cuenta del maridaje entre marxismo y psicoanálisis que esto despertó, cosa que Freud explícitamente negó, como vimos[10]. Y lo hizo coherentemente: Freud se daba cuenta de que la escasez en toda sociedad humana no era fruto de una dominación, de una explotación, sino fruto de la natural indiferencia de la naturaleza física ante “lo humano”. Y en eso tiene razón. Marcuse ve, en cambio, una explotación, alienación y dominación, como ve Marx, que implica entonces que las formas concretas de usos y costumbres represivas sean el fruto del capitalismo industrial. Ello da como resultado una represión “excedente” que se podría evitar si se pudiera superar al capitalismo.

1.2.1.      Interludio: Cristianismo y escasez.

A fines de este libro es muy importante explicar que la visión marxista sobre la escasez es incompatible con el Cristianismo[11].

Podría parecer que no, porque a muchos cristianos les cuesta la escasez como tema económico. Acostumbrados, y bien, a la súper-abundancia de la Gracia de Dios (orden sobrenatural), que es tan infinita como su misericordia, suponen que eso sería trasladable al orden natural social, dependiendo ello de la bondad de los gobernantes. La escasez sería fruto del pecado personal de muchos, de la avaricia, de no saber compartir, pero una vez que esos pecados personales y sociales se terminen, el problema económico se solucionaría. Y muchos han relacionado ello con el marxismo, lo cual ha recibido una respuesta por parte de Juan Pablo II y Ratzinger, hoy muy olvidada[12].

Ello supone que la riqueza “está allí”, y que la escasez se produce por su mala distribución.

Pero ello no es compatible con el Cristianismo, a pesar de las apariencias.

La escasez es simplemente la radical indiferencia e insuficiente de la naturaleza física ante nuestro mundo humano de la vida. “Lo humano” se manifiesta históricamente en las diversas culturas, y en los artefactos que abarcan desde lo ritual, lo estético, lo técnico, etc., que no están dados naturalmente. Hay que producirlos. El modo humano de satisfacer sus necesidades biológicas, también implica artefactos y ritos que no están dados directamente. Y ello no depende de tal o cual cultural en particular, es así en todas. La diferencia entre necesidades naturales y culturales, o necesarias y superfluas, es también errónea. Un vaso para tomar agua es un producto cultural. Si ese vaso es necesario o superfluo, es un juicio ético, no económico. Económicamente, desde el arco y la flecha, hasta la nave espacial, nada de eso está dado por la naturaleza física.

Claro que antes del pecado original, el ser humano estaba protegido de algún modo de las inclemencias de esa naturaleza. Pero después de pecado original, el ser humano ha sido arrojado al mundo, en dos sentidos. Al mundo de nuestro pecado, por un lado, y al mundo como la naturaleza física (de la cual antes estábamos protegidos) por el otro. Esa naturaleza física, radicalmente insuficiente ante lo humano, ha sido creada así por Dios, y es esencialmente buena, porque todo lo creado por Dios es bueno. Que hayamos quedado expuestos ante la lluvia, el viento, los terremotos y las bacterias, es fruto del pecado original, pero ni el viento, ni la lluvia, ni el león que nos ataca tienen un ápice de mal. La escasez consecuente no es por ende fruto de ningún pecado personal. No es la avaricia ni la falta de caridad lo que produce la escasez, sino la radical insuficiencia de la naturaleza física ante lo humano. Por ende aunque haya cristianos con virtudes personales, naturales y sobrenaturales, de esas virtudes no saldrán necesariamente los bienes y servicios necesarios para la subsistencia. Dos santos pueden estar en un desierto, y excepto que Dios haga un milagro, si no tienen agua morirán de sed. Morirán santamente, sí, pero morirán. Ni el agua convertida en vino, ni los panes y peces multiplicados, ni el maná del cielo, son sistemas económicos. Son figuras de la superabundancia de la gracia de Dios. Los cristianos más que nadie deben saber que, después del pecado original, los bienes y servicios no están dados. NO están allí. Hay que producirlos, para lo cual es necesario y delicado proceso de ahorro, capital e inversión, cuyo desarrollo e instituciones ha llevado toda la historia de la humanidad. Las virtudes personales pueden hacer vivir heroicamente la escasez, pero no la eliminan. Y de igual modo los vicios y pecados personales pueden agravar la escasez, pero no son su causa. Después del pecado original, la escasez es una condición natural de la humanidad, que requiere una economía y una ética de la producción, distinta de la distribución. La escasez no es un fruto amargo del capitalismo que, una vez eliminado este, desaparecerá. Las ciudades estado de la Antigüedad padecían enormemente la escasez, sólo que para un grupo no era tanto problema porque tenían esclavos. Los muros y la autarquía no las ayudaban tampoco. En la Edad Media los señores podían no dedicarse a inter-cambiar porque sus siervos de la gleba los proveían de mucho de aquello que ellos mismos deberían proveerse, en el sentido de no depender de un sistema de señor-siervo. El avance de comercio no fue al avance de una ideología. Fue la conciencia progresiva de que la progresiva libertad del ser humano requería que todos entraran en relaciones contractuales unos con otros; que la otra opción era el robo o la donación, y que esa sociedad de propiedad y división del trabajo –única limitada esperanza, como hemos dicho, ante la pulsión de agresión- era la única manera de que la escasez no implicara la esclavitud de muchos en beneficio de unos pocos. Ningún otro sistema puede coordinar el infinito conocimiento disperso de millones y millones y millones de seres humanos conviviendo en paz. Y eso forma parte de la ley natural.

La escasez no es por ende fruto de una avaricia capitalista que se acabará cuando el cristianismo sea el cielo en La Tierra. El cristiano que piense así debe revisar su cristianismo. El Cristianismo no es ningún cielo en la Tierra ni ningún sistema social directo, aunque la redención tenga como consecuencia indirecta una mayor conciencia de la justicia incluso en este mundo. Y el cristiano que asume la teoría de la explotación de Marx no se da cuenta de que asume, como ya hemos visto, un grave error económico, que lo lleva a suponer una dialéctica intrínseca hegeliana en la sociedad humana, y eso es Hegel, panteísmo dinámico, pero no es Cristianismo. En la sociedad humana hay conflictos porque hay pecados, pero no porque cada etapa lleve en sí misma el origen de su propia negación. Esa dialéctica hegeliana es incompatible con la Creación (la verdad esencial del Judeo-Cristianismo). La negación del libre albedrío que ello conlleva tampoco es cristiano. La suposición de que, entonces, la guerra revolucionaria es el eje del progreso, tampoco es cristiana.

Soy plenamente consciente de que muchos cristianos no terminan de entender este punto. Pero, curiosamente, por eso no terminan de entender a Freud, donde toda cultura humana es una penosa evolución de nuestro Súper Yo para adaptarse precisamente a un principio de realidad, a una realidad donde la naturaleza física es inmisericorde con nosotros. La suposición de que luego de una revolución socialista todos seremos más felices, porque la escasez habrá desaparecido, y con ello la “represión excedente”, emanando así una libido más plena, es una peligrosa utopía que conduce a la disolución de esos delicados lazos de la civilización y a la vuelta de la horda primitiva donde lo único que existe es la agresión de todos contra todos.

 

1.3. Marcuse y su salida a la dialéctica del Iluminismo.

Nuestro autor no es tan pesimista como sus maestros. Cree encontrar una salida a la dominación en la liberación del Eros de su represión excedente. Es Freud, para él, el que está en la dialéctica de la razón sin darse cuenta.

“…Acaso ninguna otra obra suya muestra a Freud tan cerca de la gran tradición de la Ilustración; pero también ninguna otra lo muestra sucumbiendo con tanta claridad a la dialéctica de la Ilustración. En el presente período de la civilización, las ideas progresistas del racionalismo sólo pueden ser recuperadas si son formuladas de nuevo. La función de la ciencia y la religión han cambiado —al igual que su interrelación—. Dentro de la total movilización del hombre y la naturaleza que marca el período, la ciencia es uno de los instrumentos más destructivos —destructor de esa liberación del temor que en otra época prometió—.” (III, 73).

Esto es, inútil es que Freud denunciara a la religión como ilusión. Esa función emancipadora de la razón –que, como vimos, es en realidad una denuncia del pensamiento mágico- lleva a una civilización donde la ciencia ocupa el papel represivo “excedente” de la religión y con eso lleva al malestar de la cultura que terminará destruyendo a esa civilización.

Tiene razón Marcuse en denunciar que la religión ha sido sustituida por la ciencia, pero tiene razón sólo en el sentido que Feyerabend daría a la expresión: que el autoritarismo religioso ha sido sustituido por el autoritarismo científico[13], pero la religión en sí misma y la ciencia en sí misma no son autoritarias. Esto es, un pensamiento mágico religioso ha sido sustituido por otro pensamiento mágico de tipo científico, pero el pensamiento mágico es un modo de encarar a lo religioso y lo científico que no corresponden a la esencia de ambos enfoques de lo real.

Coherentemente con su postura –que la represión excedente del Eros es fruto del capitalismo, pero no de toda organización social- Marcuse va sentando las bases para su utopía, que él NO la considera tal:

“…la represión es en gran parte inconsciente y automática, y en cambio su grado sólo puede ser medido a la luz de la conciencia. La diferencia entre represión (filogenéticamente necesaria) y la represión excedente (23) puede proveer el criterio”

(Se refiere a la represión inicial filogenética del eros y la represión de una cultura de dominación).

“… Dentro de la estructura total de la personalidad reprimida, la represión excedente es esa porción que es el resultado de condiciones sociales específicas sostenidas por el interés específico de la dominación. El grado de esta represión excedente provee el nivel de medida: mientras más pequeña es, menos represivo es el momento de la civilización. La diferencia es equivalente a la que existe entre las fuentes biológicas e históricas del sufrimiento humano. De las tres «fuentes del sufrimiento humano» que Freud enumera —o sea, «la fuerza superior de la naturaleza; la disposición hacia la decadencia de nuestros cuerpos, y la imperfección de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, la comunidad y el estado» (24)— por lo menos la primera y la última son en un sentido estricto fuentes históricas; la superioridad de la naturaleza y la organización de las relaciones humanas han cambiado esencialmente durante el desarrollo de la civilización. Consecuentemente la necesidad de la regresión, y del sufrimiento derivado de ella, varía con la madurez de la civilización, con el grado de dominio racional alcanzado sobre la naturaleza y la sociedad”.

Y por ende el matrimonio monogámico es producto de esa dominación:

“…Históricamente, la reducción de Eros a la sexualidad procreativa monogámica (que completa la sumisión del principio del placer al principio de la realidad) es consumada sólo cuando el individuo ha llegado a ser un sujeto-objeto de trabajo en el aparato de su sociedad…”.

Pero de todo ello nos podremos librar cuando superada esta civilización, el Eros pueda liberarse de su represión excedente: en ese caso la sublimación de la libido no implicará que sea “cortada a su fin sexual”, sino que tendrá un carácter sexual aunque no necesariamente genital. Obviamente Marcuse no da una lista de cosas que en ese caso se podrán hacer SIN represión excedente, pero da a entender que mucho más que la sola utilización de la libido en el matrimonio monogámico:

“…el proceso que acabamos de bosquejar envuelve no solamente una liberación, sino también una transformación de la libido: de la sexualidad constreñida bajo la supremacía genital a la erotización de toda la personalidad. Es un esparcimiento antes que una explosión de la libido —un esparcimiento sobre las relaciones privadas y sociales que tiende un puente sobre la grieta mantenida entre ellas por un principio de la realidad represivo—. Esta transformación social que  permitiera el libre juego de las necesidades y facultades individuales”.

Lo cual NO es lo mismo que un “estallido” de la libido en una estructura de dominación:

“…el libre desarrollo de la libido transformada más allá de las instituciones del principio de actuación, difiere esencialmente de la liberación de la sexualidad constreñida dentro del dominio de estas instituciones. El último proceso hace estallar a la sexualidad suprimida; la libido sigue llevando la marca de la supresión y se manifiesta a sí misma bajo formas horribles bien conocidas en la historia de la civilización: en las orgías sadistas y masoquistas de las masas desesperadas, de las «élites sociales», de las hambrientas bandas de mercenarios, de los guardianes de las prisiones y los campos de concentración. Tal liberación de la sexualidad de salida a una necesidad periódica provocada por la intolerable frustración; fortalece antes que debilita las raíces del constreñimiento instintivo; consecuentemente, ha sido empleada una y otra vez como un pretexto para los regímenes supresivos”.

(O sea, luego de los “estallidos” de la libido, la represión excedente se hace más fuerte).

 “…En contraste –sigue Marcuse- el libre desarrollo de la libido transformada dentro de instituciones transformadas, al tiempo que erotizaría zonas, tiempo y relaciones convertidas en tabúes, minimizaría las manifestaciones de la mera sexualidad integrándolas dentro de un orden mucho más amplio, incluyendo el orden de trabajo. Dentro de este contexto, la sexualidad tiende a su propia sublimación: la libido no en reactivaría simplemente estados pre-civilizados e infantiles, sino que también transformaría el contenido perverso de estos estados”. (X, 177).

En resumen: Marcuse da una salida optimista al final lúgubre de El malestar en la cultura de Freud. Ese malestar es debido a la represión excedente del capitalismo. Superado este (Marcuse llama a la escasez “excusa” e “ideología”), la represión excedente será sustituida por una sublimación del Eros donde las relaciones que Freud llamaba de ternura serán también sexuales, aunque no necesariamente genitales, y llevadas de ese modo a un grado de desarrollo tal que impedirá ese malestar y ese estallido de la libido que consiste en la dialéctica de la civilización en la cual Freud se coloca a sí mismo.

1.4. Críticas adicionales a la utopía de Marcuse.

Tiene razón Marcuse en que la civilización analizada por Freud es inestable. Tiene razón que es apenas una capa de corteza terrestre arriba de un magna cuasi-ingobernable que explota cada tanto en lavas de terribles terremotos. Tiene razón Marcuse en que el matrimonio monogámico no es sublimación suficiente para la libido. Todo eso ha sido reconocido por Freud, quien por eso mismo no reboza de optimismo. Pero a Freud jamás se le ocurrió que ello tendría una salida en un estadio posterior de la humanidad, precisamente porque su pensamiento no estaba influenciado por la dialéctica hegeliano-marxista.

Para el inevitable conflicto del Eros después del pecado original, no hay “salida” social, sino la redención. Sólo la Gracia de Dios puede ir curando progresivamente –a veces de golpe en algunos- las heridas del proceso civilizatorio. Y sólo una sociedad comercial, desde un punto de vista natural, puede minimizar la pulsión de agresión. La utopía de Marcuse, de intentarse, llevaría a los individuos a nuevos engaños, a nuevas angustias existenciales, por lo que no se librarían de ningún modo del “estallido” de la libido. Pero, ¿por qué estamos hablando en modo potencial? Todo esto ya ha sucedido, en la medida en que muchos han pretendido vivir esta utopía…

Pero hay algo en lo cual Marcuse tiene razón: la sublimación del Eros en amor de ternura no es un “corte” a su fin sexual como si el amor de ternura no fuera en sí mismo sexual, aunque no genital. El intento de vivir nuestros afectos no esponsales fuera de toda influencia del Eros nos lleva a ser sujetos robóticos, fríos, sin ternura, y siempre temerosos de los razonables peligros que tiene la ternura, peligros que hay que enfrentar y saber manejar[14]. Gran parte de la energía que tienen nuestros afectos no esponsales, nuestros trabajos y nuestras capacidades artísticas, incluso nuestro amor a Dios, es energía sexual aunque cortada a la genitalidad reproductiva. No reconocerlo, no aceptarlo, no hacerlo consciente, lleva precisamente a no poder manejarlo, con todas las consecuencias que ese “no poder manejarlo” tienen y están a la vista sobre todo en creyentes que creen haber manejado bien su pulsión sexual.

 

2.      Mises previó estas utopías.

El gran crítico del socialismo en todas sus formas, Ludwig von Mises, que conocía bien a Freud y siempre lo elogió, diagnosticó estas utopías ya en 1922, en su clásico libro El socialismo[15]. Vale la pena citarlo in extenso. Ante todo fijémonos en los títulos: “Socialism and the sexual problem”.

Y sigue: “…Proposals  to transform the relations between the sexes have long gone hand in hand with plans for the socialization of the means of production. Marriage is to disappear along with private property, giving place to an arrangement more in harmony with the fundamental facts of sex. When man is liberated from the yoke of economic labour, love is to be iiberated from ali the economic trammels which have profaned  it. Socialism promises not only welfare -wealth for all - but universal happiness, in love as well. This part ofits programme has been the source of much ofits popularity. lt is significant that no other German socialist book was more widely read or more effective as propaganda than Bebel's Woman and Socialism, which is dedicated above all to the message of free love. lt is not strange that many should feel the system of regulating sexual relations under which we live to be unsatisfactory. This system exerts a far reaching influence in diverting those sexual energies, which are at the bottom of so much human activity, from their purely sexual aspect to new purposes which cultural development has evolved. Great sacrifices have been made to build up this system and new sacrifices are always being made. There is a process which every individual must pass through in his own life ifhis sexual energies are to cast off the diffuse form they have in childhood and take their final mature shape. He must develop the inner psychic strength which impedes the flow of undifferentiated sexual energy and like a dam alters its direction. A part of the energy with which nature has endowed the sexual instinct is in this way turned from sexual to other purposes. Not everyone escapes unscathed from the stress and struggle of this change. Many succumb, many become neurotic or insane. Even the man who remains healthy and becomes a useful member of society is left with scars which an unfortunate accident may re-open. (Aquí es donde Mises cita a Freud: “…1 Freud, Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, Leipzig und Wien 1910, p. 38 et seq). And even though sex should become the source of his greatest happiness, it will also be the source of his deepest pain; its passing will tell him that age has come, and that he is doomed to go the way of all transient, earthly things. Thus sex, which seems ever and again to fool man by giving and denying, first making him happy and then plunging him back into misery, never lets him sink into inertia. Waking and dreaming man's wishes turn upon sex. Those who sought to reform society could not have overlooked it. This was the more to be expected since many of them were them· selves neurotics suffering from an unhappy development of the sexual instinct. Fourier, for example, suffered from a grave psychosis. The sickness of a man whose sexual life is in the greatest disorder is evident in every line of his writings; it is a pity that nobody has undertaken to examine his life history by the psycho-analytic method. That the crazy absurdities of his books should have circulated so widely and won the highest commendation is due entirdy to the fact that they describe with morbid fantasy the erotic pleasures awaiting humanity in the paradise of the 'phalanstere'. Utopianism presents all its ideals for the future as the reconstruction of a Golden Age which humanity has lost through its own fault. In the same way it pretends that it is demanding for sexual life only a retum to an original felicity. The poets of antiquity are no less eloquent in their praises of marvellous, bygone times of free love than when they speak of the saturnian ages when property did not exist. Marxism echoes the older Utopians. Marxism indeed seeks to combat marriage just as it seeks to justify the abolition of private property, by attempting to demonstrate its origin in history; just as it looked for reasons for abolishing the State in the fact that the State had not existed 'from eternity', that societies had lived without a vestige of 'State and State power'.' For the Marxist, historical research is merely a means of political agitation. Its use is to fumish him with weapons against the hateful bourgeois order of society. The main objection to this method is not that it puts forward frivolous, untenable theories without thoroughly examining the historical material, but that he smuggles an evaluation of this material into an exposition which pretends to be scientifi.c. Once upon a time, he says, there was a golden age. Then came one which was worse, but supportable. Finally, Capitalism arrived, and with it every imaginable evil. Thus Capitalism is damned in advance. lt can be granted only a single merit, that thanks to the excess of its abominations, the world is ripe for salvation by Socialism”. (Las negritas son nuestras, versión inglesa en https://mises.org/library/socialism-economic-and-sociological-analysis )

Nada más que agregar.


 



[1] Marcuse, H.: Eros y civilización, Ariel, Barcelona, 1981. El caso de Wilhelm Reich (La revolución sexual, para una estructura de carácter autónoma del hombre, La Gabia, México, 1974, el prólogo a la segunda edición es de 1936) es análogo pero no pasa por la densidad teorética de la Escuela de Frankfurt. Eliminado el capitalismo, eliminadas las represiones sexuales que tienen que ver con la imposición del matrimonio monogámico y heterosexual. Que eso haya sido confundido con Freud explica el origen de muchos malentendidos.

[2] Adorno y Horkheimer, La Dialéctica de la Ilustración, op.cit.

[3] Fromm, E.: op.cit.

[4] Es muy desconocida en ambientes filosóficos y psicológicos de refutación a la teoría marxista de la explotación de Eugen Bohm von Bawerk, de 1884, en su monumental obra Capital e interés (Capital and Interest, Libertarian Press, 1959, cap. VIII del libro I). Ello es grave porque filósofos y psicólogos habitualmente leen a Marx pero no a su contrapartida, que tiene además importantísimas implicaciones filosóficas. En efecto, la plus valía es en Marx su modo, desde la teoría económica, de explicar la dialéctica del capitalismo a la dictadura del proletariado. Desconociendo la refutación de Bohm Bawerk (y además Mises en “El Socialismo” de 1922) cualquiera queda adherido a dicha dialéctica sin darse cuenta.

[5] En su clásico La rebelión de las masas, Tecnos, Madrid, 2012.

[6] Popper, K.:   Teoría cuántica y el cisma en física; Tecnos, Madrid, 1985;  Búsqueda sin término; Tecnos, Madrid, 1985; Conjeturas y refutaciones; Paidós, Barcelona, 1983;  Conocimiento objetivo; Tecnos,Madrid, 1988;  La lógica de la investigación cientifica,Tecnos, Madrid, 1985;  Sociedad abierta; universo abierto; Tecnos, Madrid, 1984, y Replies To My Critics; in The Philosophy of Karl Popper, Part II; Edited by P. Arthur Schilpp Lasalle; Illinois, 1974.

 

[7] En La hermenéutica como el humano conocimiento, op.cit.

[8] UNA ACLARACIÓN DE MARCUSE MUY IMPORTANTE: “… “represión” y “represivo” son usados en sentido no técnico para designar los procesos conscientes e inconscientes, externos e internos de restricción, contención y supresión”. (Introducción, final).  O sea: represión, como hemos aclarado desde el principio, es el proceso inicial del Super Yo desde el principio, re-direccionando, manera inconsciente, a la pulsión de vida. NO se refiere en Freud a los procesos de dominio consciente de las pulsiones de vida y agresión, donde interviene muy activamente el principio de realidad. Pero en Marcuse ese término hace también referencia a todos los usos y costumbres de una sociedad “civilizada”, o sea una pulsión ya “socializada”.

 

[10] En El malestar en la Cultura, punto V.

[11] Hemos tratado este tema varias veces: en Economía de Mercado y Doctrina Social de la Iglesia (Ed. de Belgrano, Buenos Aires, 1985), Antropología cristiana y economía de mercado, Unión Editorial, Madrid, 2011; Elementos de Economía Política, La Ley, Buenos Aires, 2007, con Martín Krause y Adrián Ravier, y Economía para sacerdotes, junto con Mario Silar, Instituto Acton, 2016.

 

[13] Feyerabend, P.: Tratado contra el método; Tecnos, Madrid, 1981; Adiós a la razón; [versión inglesa]; Tecnos, Madrid, 1992; La ciencia en una sociedad libre; Siglo XXI, 1982.

 

[14] Cuenta la leyenda que dos monjes iban caminando y al cruzar un río se encontraron con una bella mujer que intentaba cruzarlo también. El monje más joven se quedó medio paralizado, temeroso de la tentación que la bella dama le causaba. El monje más viejo le ofreció ayuda, la puso sobre sus hombros y luego la dejó en la otra orilla. El monje más joven preguntó al más viejo cómo se había atrevido a hacer eso. El anciano respondió: tú aún la llevas sobre tus hombros. Yo ya la dejé…. (Gracias Horacio Muñoz Larreta por esta referencia).

[15] Mises, L. von: Socialismo; Inst. Publicaciones Navales, Buenos Aires, 1978.