domingo, 31 de diciembre de 2017

LA RELACIÓN ENTRE EL LENGUAJE Y EL ENTORNO CULTURAL SEGÚN MISES


A language is not simply a collection of phonetic signs. It is an instrument of thinking and acting. Its vocabulary and grammar are adjusted to the mentality of the individuals whom it serves. A living language spoken, written, and read by living men—changes continually in conformity with changes occurring in the minds of those who use it. A language fallen into desuetude is dead because it no longer changes. It mirrors the mentality of people long since passed away. It is useless to the people of another age no matter whether these people are biologically the scions of those who once used it or merely believe themselves to be their descendants. The trouble is not with the terms signifying tangible things. Such terms could be supplemented by neologisms. It is the abstract terms that provide insoluble problems. The precipitate of a people's ideological controversies, of their ideas concerning issues of pure knowledge and religion, legal institutions, political organization, and economic activities, these terms reflect all the vicissitudes of their history. In learning the meaning the rising generation is initiated into the mental environment in which they have to live and to work. This meaning of the various words is in continual flux in response to changes in ideas and conditions.

Teoría e Historia, cap. 10, punto 6.

jueves, 28 de diciembre de 2017

LOS LIBERALES, JAVIER MILEI Y EL USO DEL LENGUAJE.



Hacía mucho tiempo que quería escribir esta entrada pero un episodio de público conocimiento en el mundillo liberal argentino –permítanme no definirlo- ha precipitado mi decisión.

Yo siempre he dejado que cada uno siga su camino. Muchos, en cambio, no han hecho eso conmigo pero ello no me ha hecho cambiar de conducta. ¿Conocen alguien que haya sido atacado por mí, criticado ácidamente por mí? Tal vez algunas ironías sobre algunos autores, que no son lo mejor de mi producción, obvio, o algunos que se han sentido ofendidos por mí por el modo en el que contesto –que si largo, que si corto, que si respondo con alguna cita, que si no les respondo, que no les respondo lo que ellos quieren que les responda (este último caso es genial y muy habitual)- pero nunca, a pesar de ello, he intentado molestarlos, son ellos los que se han molestado.

¿Así que qué tengo contra Javier Milei? ¡Nada! Es un excelente economista liberal, que además tiene la característica singular de agarrarse a puteadas con todos los kirchneristas en los programas de televisión para los cuales hay que tener huevos al cubo y nervios de acero. Eso lo ha hecho popular, nos divierte a todos y…… Ok. ¿Es mi camino? No, no sólo porque mi super yo es muy fuerte como para putear así, sino porque no podría aunque quisiera. Y casi nunca he estado en la tele, pero estoy seguro que me pasarían por encima en tres segundos mientras yo comienzo a pensar las implicaciones epistemológicas de lo que me están diciendo. Así que mi camino es uno, el de Javier es otro, y bendita sea la diversidad.

Simplemente, muchas veces me he preguntado si el modo de hablar no es parte misma de lo que se dice, porque hace 24 años que enseño filosofía de la comunicación –una faceta mía desconocida para muchos, excepto en la Universidad Austral, claro- y sé que el medio es el mensaje. Mi manera de explicarlo no es con los textos de McLuhan, sino sencillamente con los juegos de lenguaje de Wittgenstein.

Wittgenstein es el gran autor del giro lingüístico porque se dio cuenta de algo esencial: el lenguaje es acción. El lenguaje no describe la realidad, la hace. NO porque yo diga “torta” y la torta se haga, sino porque el hablar es parte esencial de mundo de la vida humano. Nuestro modo de hablar co-hace la realidad, y por eso las palabras construyen los imperios y los destruyen. Los juegos de lenguaje no son más que lo cultural del hablar (NO en sentido de "culto"), que nunca puede ser neutro de la cultura que lo habita. Por ende es verdad que el lenguaje habla, y al hablar hace o des-hace.

Muchas veces les pido a mis alumnos que vean este gran discurso. Es una de las obras maestras de Chaplin. Les pido que lo vean y luego sigan:


Impresionante, por cierto. Hubiéramos necesitado un liderazgo así.

Sin embargo, el discurso tiene una tensión latente. Lo que dice es hermoso, habla de paz, pero usando el mismo estilo de Hitler. Ello pocas veces se advierte. Y el problema es: ¿hasta qué punto se puede hablar de paz usando el mismo estilo de Hitler? ¿Qué percibirá la audiencia? ¿No estará percibiendo un llamado a la revolución por la paz? Pero, ¿cómo se hace una revolución por la paz que no sea en sí misma violenta?

Esto tiene que ver con el nivel sintáctico-semántico del lenguaje y con su nivel pragmático. Habitualmente pensamos que el lenguaje es sólo lo primero, olvidando que es esencialmente lo segundo. El primer nivel es el texto; el segundo el con-texto. ¿Qué dice el texto sin contexto? Casi nada, “casi” porque es “algo” que pasa de la potencia al acto de sentido sólo con el con-texto, esto es, el nivel de lenguaje que tiene que ver con el sentido que se da entre el que enuncia el mensaje y el que lo recibe.  Porque nadie habla in abstracto, nadie dice “algo”, sino que “alguien dice algo para algo y para alguien”, desde su propio mundo de sentido hacia el otro mundo de sentido.

Por ejemplo, ¿a quién se dirigía Santo Tomás con sus pruebas de la “existencia” (él no usaba esa loca palabra) de Dios? Algunos tomistas aún piensan que se dirigía a los agnósticos. No, se dirigía a San Anselmo, que NO era agnóstico. ¿Y entonces? ¿Cambia la cosa? Claro que cambia. Cambia el sentido de las vías, nada más, ni nada menos. Contexto.

Esencial.

Ahora bien, los modos de lenguaje típicamente argentino-porteños tienen una carga cultural de agresividad que hay que saber manejar y entender con cuidado. Eso quiere decir que si usted recibe a un anglosajón para hacer un negocio y le habla en el mismo juego de lenguaje que Darín usa para hablar en la peli “El secreto de sus ojos” (dije juego de lenguaje, no dije idioma) el horror del pobre anglosajón sería terrible (como sucedió entre el modo de hablar de Wittgenstein y los miembros de la “faculty” de Oxford más o menos en el 20-21) y, por supuesto, adiós su negocio.

Términos que yo no uso nunca, ni en mi vida más íntima, pero que ahora no tengo más remedio que escribir, como boludo, pelotudo, y otras palabras que ni siquiera puedo escribir como ejemplos, combinados con el “che”, “andá”, “hacés”, etc., conforman mensajes con un nivel de agresividad muy alto. Hemos aprendido a manejarlos, a hacer como si nada, sí, pero yo, por ejemplo, que no fui educado en Argentina sino en la casa de mi padre (¿se entiende?) cuando “salgo afuera” no tengo más que tener los “shields on” o de lo contrario no lo soporto.

Ahora bien, frente a eso, el planteo académico es: una doctrina como el liberalismo, que esencialmente un llamado a la paz, la convivencia con los diferentes, la tolerancia del otro, ¿puede usar el juego de lenguaje argentino sin entrar en una contradicción intrínseca?

Me responderán: pero entonces “no llegamos” a la gente.

Allí los liberales (en general) son muy ingenuamente racionalistas. Gente, no se puede llegar a la gente, y el liberalismo no se basa en llegar a la gente. No se puede llegar a la gente (estoy jugando con el lenguaje, sin precisión de otro tipo) porque si por “gente” (ahora lo estoy precisando) entendemos “las masas”, tanto Ortega, como Freud, como Fromm –autores muy poco leídos por los austro-liberales- nos han ensañado que las masas viven en un mar irracional de alienaciones a las cuales no se puede llegar racionalmente. Por eso a esas masas llegan Perón, los Kirchner, los Hitleres, etc., pero no pudo llegar el santo de Alsogaray con su pizarrón y sus razonamientos por televisión. A veces hay estadistas que sí llegan, como un Mandela o un Gandhi, pero porque son excepciones que lo que hacen es una psicoterapia social con su discurso. La política no se puede basar en la espera de esas excepciones milagrosas. El liberalismo se basó en el desarrollo de instituciones fuertes precisamente para moderar, con ese elemento aristocrático, al elemento democrático, y eso fue EEUU. Pero cómo reproducir históricamente la evolución (Hayek) hacia esas instituciones fuertes, limitantes de dictadorzuelos y populachos, es la pregunta del millón y les aseguro que no hay respuestas simples.

La conclusión, por ende, es no desesperarse por llegar a las masas alienadas ni usar para ello juegos de lenguaje contradictorios con nuestro ideario. Y una advertencia para liberales y también para sacerdotes y obispos: su misión es educar, elevar la cultura, no abajarse. Si no se puede, no se puede, pero nadie puede usar el lenguaje de Maradona (NO el médico) para explicar Einstein, ni nadie puede tocar una cumbia para difundir a Mozart.


Ahora bien, esto es sólo mi opinión. A partir de aquí, tratando de acercarme al lenguaje de Javier, a quien todos queremos y respetamos: ¿quién M me creo que soy yo? Tal vez mi opinión es una M y mejor que me la meta en el (….). Dios dirá. Que cada uno siga su camino y en paz. Pero en paz. Por eso, Javier, no lo insultes a Adrián Ravier. Si lo hiciste, pedile disculpas, y si no lo hiciste, aclaralo. Sólo eso. Seguí tu camino, él el suyo, yo el mío, en la diversidad está la riqueza y Dios dirá a largo plazo qué pasa con todos nosotros y con este mundo terrible. Por ahora, te mando un abrazo, lleno de respeto, afecto y agradecimiento por todo lo que hacés para difundir las ideas y jugarte la presión arterial ante la mayoría de estalinistas que inundan la televisión…. Y el mundo.

domingo, 24 de diciembre de 2017

LA PROVIDENCIA Y EL SUFRIMIENTO


Ahora que se acerca Navidad, no está de más recordar un aspecto de la providencia de Dios habitualmente olvidado.

Cuando nos sucede algo bueno decimos que fue providencial.

Sin embargo, cuando nos sucede algo malo, también.

Porque la providencia de Dios quiere los bienes pero “permite” los males. El mal por el mal mismo no puede ser querido por Dios, pero lo puede permitir por un bien mayor, y la permisión sí es querida por Dios.

Lo que ocurre es que habitualmente no sabemos cuál es el bien mayor.

Esto no es una sola filosofía sin la fuente de la Sagrada Escritura. Los cristianos tenemos “el” ejemplo del mayor mal permitido por Dios: la crucifixión de Cristo. No nos damos cuenta, no preguntamos “por qué”, no comenzamos a gritar o a arrancarnos los cabellos porque, primero, no nos afecta –si no nos afecta, no podemos entender al Cristianismo- pero fundamentalmente porque ya sabemos el final de la peli: la resurrección y la redención de nuestros pecados. ESE es el bien mayor por el cual Dios permite su propia crucifixión. 

Y por eso todo sufrimiento, en el cristiano, es una participación en la Cruz de Cristo. Por eso nuestra fe no es magia, no es un seguro de vida. No es suponer que los buenos serán premiados en esta vida y los malos castigados en esta vida: en esta vida, todo sufrimiento es una participación en la cruz de Cristo, por un motivo que Dios sabe –tal vez, solamente la Gracia de acompañarlo en su cruz-. Tampoco es querer que “los malos” (como si nosotros fuéramos buenos) sean castigados por Dios en el más allá. Tampoco es suponer –como dijimos- que somos buenos: no somos buenos, padecemos el pecado original, y por eso Cristo murió por nosotros en la Cruz. Para redimirnos. No murió por los buenos, murió por los pecadores, y pecadores, aunque no lo queramos admitir, somos todos. Simplemente nos dividimos en el buen y el mal ladrón, y si somos el buen ladrón, no es por mérito nuestro, sino por la Gracia de Dios.

Y por eso pedimos, sí, pero abandonados a la providencia: “que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Si pedimos pero NO terminamos así nuestra oración, la oración no es cristiana.


Ahora que celebramos Navidad, recordemos que el Cristianismo no es pensamiento mágico, no es “Dios para mí”, no es un invento humano para estar tranquilos, no es “pare de sufrir”, pero tampoco es masoquismo. Es abandonarse a la providencia de Dios. Y allí sí, encontrar la única fuente de la paz.

domingo, 17 de diciembre de 2017

BENEDICTO XVI: UN PROBLEMA PARA LOS TRADICIONALISTAS


Por supuesto, “tradicionalista” tiene muchos significados en la Iglesia de hoy y por ende no quiero ser injusto. Me refiero a los que desconfían del Vaticano II por considerarlo contrario al Magisterio anterior, y allí hay grados: desde los que lo aceptan con una interpretación conservadora (o sea interpretado siempre desde el Magisterio anterior, como si el Vat II no hubiera aportado nada nuevo) hasta los que lo rechazan totalmente al estilo Lefevbre. Habitualmente son, además, totalmente contrarios al liberalismo político, aunque algunos pocos –con una extraña combinación de Pío IX y Hans Herman Hoppe- son partidarios de la economía de mercado.

Ante el tsunami Francisco, estas posiciones se han radicalizado en la Iglesia de hoy. Pero lo interesante es que habitualmente citan a Benedicto XVI a su favor.

Y allí tienen un problema.

Ante todo Benedicto XVI tiene una interpretación del Vaticano II, que es bastante conservadora, sí, pero porque “se conservó”, como él mismo dice (Informe sobre la Fe) en el auténtico espíritu de 1965, mientras muchos de sus amigos siguieron para adelante, un adelante que él obviamente supo NO seguir. Pero NO es una interpretación “conservadora” en el sentido de que el Concilio NO diga “nada nuevo”. En su famoso discurso del 22-5-2005, Benedicto XVI habla de la hermenéutica de la continuidad y la reforma del Vaticano II: reforma en temas que él considera contingentes, y una de ellas es precisamente lo que muchos tradicionalistas consideran la “tesis” en términos del magisterio anterior en temas como iglesia y estado. Eso NO es compatible con lo que la mayoría de los tradicionalistas piensan, excepto que abandonen la “tesis” donde ciudadanía es = a bautismo y hablen de “tesis” como una confesionalidad formal o sustancial (Amadeo de Fuenmayor) compatible con la libertad religiosa según Vaticano II.

O sea, NO pueden defender su interpretación del Vaticano II CON Benedicto XVI. Un Benedicto XVI que, además, es un liberal clásico en términos anglosajones. Defensor, como Ratzinger y luego como Benedicto XVI, de la tradición de Tocqueville y su defensa de los EEUU. Como teólogo privado hablaba de separación entre Iglesia y estado sin mayores problemas o aclaraciones y luego como Benedicto XVI insistió en la laicidad del estado a diferencia del laicismo. En el 2008 citó a Habermas y a Rawls a favor de su propia noción de “razón pública cristiana”; en ese mismo año dijo palabras muy elogiosas sobre EEUU, ante Mary Ann Glendon, que un tradicionalista jamás diría; en el 2010 habló estrictamente de las libertades individuales y el common law en Inglaterra, elogiosamente, y en el 2011 hizo un impresionante resumen de la evolución del estado liberal de derecho, ante el Parlamento Alemán, casi como si fuera Hayek. Defendió, además, en tres ocasiones, la palabra “liberalismo” en su sentido positivo, COSA QUE SUCEDIÓ POR PRIMERA VEZ EN TODA LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA Y ANTE LA CUAL TODOS -de derecha a izquierda- SE QUEDARON MUY CALLADITOS, y defendió siempre al decreto de Libertad Religiosa y NO precisamente “en hipótesis”.

Por lo tanto Benedicto XVI NO es un tradicionalista.

Todo esto es difícil de desconocer para los tradicionalistas, siempre tan lectores y atentos a todo documento pontificio. ¿Debemos suponer entonces que NO hablan de todo esto, porque NO les conviene?


Que ellos respondan……………………………

domingo, 10 de diciembre de 2017

UN COMENTARIO AL DISCURSO DE BENEDICTO XVI SOBRE EL VATICANO II (de un libro mío de próxima aparición)



a)      El discurso del 22-5-2005
a.       1. El discurso en sí mismo.
Benedicto XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo influído èl mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spes salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta última firmada por Francisco).

El discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el discurso de la “reforma y continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un Vatciano II como enfrentado totalmente al Magusterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una continuidad en lo esencial.

Benedicto XVI va directamente al punto: “…el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[1].
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue:
“…Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis Dios", había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).

Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: “…Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana laicidad de los EEUU, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y con la reconstrucción europera de la post-guerra, animada por esa laicidad cristiana:
“…La gente se daba cuenta[2] de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[3], impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. (Las negritas son nuestras).

Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado, imposible.
Por ende, sigue BXVI, esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[4]:
-          “…Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas”;
-          “…En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”;
-          “…En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa”[5]

El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una respuesta que NO contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba dentro de lo que NO la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “…Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “…hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que NO se abandona la continuidad con los principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces BXVI pasa a explicar cómo.

Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “…en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.

¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.

Veamos: “…En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. 
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que BXVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo NO contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.

Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de liberalismo”. Pero luego BXVI dedica un largo párrafo al ejemplo más significatuivo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.

“…Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. 
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia  humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino  que  el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción. 
El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).

Esto es, si la libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de BXVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeo-cristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.

Pero entonces BXVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua:

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son nuestras).



a.2.  La enseñanza de todo esto en relación a lo opinable.
Pero alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?

Varias veces hemos dicho[6] –y volveremos a ello después- que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento histórico a la luz de las teorías anteriores.

Pues bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del Magisterio pontificio[7], sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos que se podrían haber evitado.

Es por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y-o no constitucionales o republicanos.

Ojalá alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[8].

Muchos han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.

Pero hay que hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico ejemplo –que ya ha implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.

El magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalistarismos del s. XX.

Pero ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.

Las afirmaciones positivas, en cambio –igual que en filosofía- entran en un grado mayor de opinabilidad.

Si el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.
¿Y no era lo que había establecido claramente León XIII?

Si, al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de gobierno.
Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue  heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[9].
Los estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.
O sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.

La pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en contra de una moral de situación[10]?

Obviamente, no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Catòlica?

Pero tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.

En realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera atemporal.

Pero apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese princpio es analógica y entra en el ámbito de lo opinable[11].

En realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones histórias son en hipótesis y opinables.

En ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los sistemas democrático-constitionales actuales donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía.

Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias y NO condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.

Lo que siempre es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan Pablo II[12].

La Dignitatis humane, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y NO por la dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios- corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[13].  

Si no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no tendría sentido. Porque NO está en debate ni la libertad del acto de Fe NI la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma, y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia religiosa SIN la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar convencido el primer Pío IX. La libertad religiosa ya había fermendado en la Segunda Escolástica y, con una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la mayor concierncia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy interesante que la evolución del mercado conincidiera con esta mayor toma de conciencia de la libertad religiosa[14].

Sobre la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefevbre a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre bautismo y ciudadanía como la necesaria relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que NO pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una proposición voluntarista[15]- su no contradicciçon con el magisterio anterior.

Coherentemente con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados. Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado, pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[16]

Todo esto es una enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de NO respetar el ámbito de lo opinable. Esto sigue sucediendo en otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.






[2] La verdad, no sabemos qué gente. EL, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.
[3] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.
[4] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso decir….”.
[5] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “…Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. 
En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.
 En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.

[6] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por los pobres, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual”, op.cit.;  SOBRE LO OPINABLE EN LA IGLESIA, UNA VEZ MÁS, en  http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html


[7] Lo hemos dicho en Zanotti, G.J: La devaluación del magisterio pontificio, en http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/
[8] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.
[9] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.” Rhonheimer, Martin, op.cit. Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 109. Agradecemos a Mario Silar esta referencia.

[10] Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su dogmatismo en temas económico-sociales…
[11] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en 1988 en nuestro art.  Reflexiones sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit): “…Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en publico, y es este ultimo "...y en publico" lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice "...dentro de los limites debidos". Pero esos limites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII  -que también se aplica a la libertad del acto de fe- en la ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros llamamos "los cuatro ámbitos de lo opinable"(13), donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: "...no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos" (14). Luego, es evidente que si el grado de "manifestación publica" otorgado por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto -o sea, mas restrictivo- que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios morales fundamentales”

[13] A su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención- hubiera concluido diciendo “…Por lo tanto, el derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la Constitución de los EEUU, en las presentes circunstancias históricas, no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la necesidad de ser redactada…
[14] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro El sustento del hombre, Autor-Editor, Madrid, 2009.
[15] “…Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Esto elude el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era solamente moral, sino civil.
[16] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política,  citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Instituto Acton, Buenos Aires, 2013, p. 161Las itálicas son nuestras.