domingo, 30 de septiembre de 2012

SOBRE LA EXISTENCIA DE DIOS.


Existe al menos un x tal que x es F. O, muy bueno, lógica de clases: clase no vacía. Se puede aplicar a cosas como “hay una cucaracha”: existe al menos un individuo tal que pertenece a la clase de las cucarachas. Habitualmente no es una buena noticia. Pero, ¿sirve ello para la existencia de Dios? “Existe al menos un individuo tal que pertenece a la clase de los dioses”. Oh!!, ¿la deidad es una clase? Y si es “al menos uno”, ¿puede haber varios que sean Dios? Y Dios, ¿es un individuo?

No me suena.

Intentémoslo de vuelta.

Tengo en mi mente la idea de Dios. O sea, Dios es tal cosa. Luego, por fe, o por un razonamiento, o porque sopló el viento, le asigno existencia. Ok. Pero ello implica que sé lo que Dios es. ¿Pero cómo puedo saber lo que Dios es, si, supuestamente, Dios superaría la finitud de mi inteligencia? Y si le asigno existencia, la existencia que le asigno, ¿es otra cosa? No, dirían muchos, es lo mismo. Pero si es lo mismo, tiene razón los que dicen que la esencia de Dios implica su existencia. Eso, claro en caso de que pueda conocer la esencia de Dios. Pero, ¿puedo conocerla?

No me suena.

Pero, ¿seguro que no sabemos qué es Dios? En un horizonte judeo-cristiano, “tenemos una idea” de qué es Dios, y por ello lo afirmamos, lo negamos o lo dudamos. Ah, pero un horizonte no es un concepto, es una historia. O sea, sí, todos sabemos que dice la Biblia que Dios se presentó a Moisés y lo envió a Israel, y cuando Moisés le preguntó su nombre, Dios dijo algo que no sé si encaja en la idea de lo que es una idea: Yo soy El que soy.

Creer que Moisés habló verdaderamente con alguien que supera todo lo concebible e imaginable, y razonar sobre ello (Santo Tomás), es creer en Dios, pero entonces no le podemos asignar una existencia como a todo lo demás. No es un individuo que pertenezca a una clase de cosas ni una idea cuya naturaleza se define y luego comenzamos a debatir si existe. Es aquello donde el lenguaje humano se estira hasta el dolor; es aquello que supera todo lo finito y a su vez aquello sin lo cual lo finito es nada. Supera lo finito pero tampoco es aquello que se encuentra en “la clase de lo infinito”. Tampoco. Es aquel que me habló desde la zarza ardiente y luego desde la Cruz, con la diferencia de que lo primero es una imagen y lo segundo es una persona real.

Pero todo esto, ¿importa?

Si no importa, ¿para qué seguir?

La clave es: ¿Dios importa? ¿Te importa?

Recién allí vale la pena seguir indagando de qué manera “es”.

domingo, 23 de septiembre de 2012

ELOGIO DE LOS LIBROS


(Este breve artículo fue escrito en Guatemala el 11 de Marzo de 2004).

Rodea a los libros una áurea de misterio y solemnidad que los convierten en casi inaccesibles, sobre todo para quienes no los escriben. Sin embargo, no es tan así, si bien, como explicaremos, es verdad que tienen cierta participación en cierto misterio.

Un libro surge cuando alguien tiene algo que decir. En ese sentido, un libro no es algo tan diferente a una carta. Como dice Jaime Nubiola, para escribir hay que acostumbrarse a escribir cartas. Una carta consiste, sencillamente, en algo que queremos contar a alguien. Un mínimo orden hay que tener para escribirla. Pues bien, no es tan diferente a escribir un libro. Sencillamente, tratamos de incrementar ese orden, esa sistematicidad, todo lo cual es inútil si no tenemos lo básico: algo que decir. Y para tener algo que decir hay que tener algo que…. Vivir. Un libro es un relato de una experiencia vital. Y una de las experiencias vitales más apasionantes es buscar la verdad. ¿No es acaso apasionante querer contar el resultado?

Los libros surgen también, a veces, de clases, de cursos, de conferencias. Pero una clase tampoco es algo inaccesible. Me refiero a dar una clase. Porque dar clase es como conversar. Es lo mismo que estar sentado, charlando. Vamos a suponer que queremos explicar algo a alguien, que requiere cierta claridad. Si tuviéramos un pizarrón al lado, nos podríamos de pie, tomaríamos un trocito de yeso y comenzaríamos a garabatear en el pizarrón. Y estaríamos dando clase. Luego alguien que no estuvo nos preguntaría en torno a qué giró la conversación y…. Estaríamos escribiendo un libro.

Pero, ¿qué significan los libros en nuestra cultura?

Para responder esa pregunta, me voy a permitir hacer cuatro analogías. Cuatro formas que el libro tiene de “participar en” ciertas otras cosas muy caras a nuestros anhelos más profundos.

En primer lugar, el libro es una participación en la palabra. Y la palabra es una de las características más preciadas y apasionantes de nuestra humanidad. Tan es así que los que creemos en un Dios que además se hizo hombre, creemos que “en el principio era la palabra”. Palabra que no es sólo una paloma mensajera de un mundo que puede prescindir de ella, sino que es parte esencial de un mundo humano que le es concomitante. Y por eso la palabra escrita, ese logro tan extraordinario de nuestra humanidad, fue y es un modo de decir: aquí estamos nosotros.

En segundo lugar, dado lo anterior, el libro es una participación en nuestro anhelo de eternidad. Los humanos nos enfrentamos con nuestra finitud, con nuestro absoluto modo de ser mortal, pero hemos encontrado en la palabra escrita, plasmada en el libro, un especial modo de perpetuarnos, de no morir, de seguir hablando a pesar de nuestro agotamiento existencial. El libro queda allí. Tomar un libro muy antiguo, escrito por personas que murieron hace siglos, es una especial experiencia de resurrección. Uno toca sus páginas como acariciando la existencia desaparecida, como diciéndole: mira, yo te estoy escuchando….

Por eso mismo, el libro es una participación en lo sagrado. No estrictamente, pero casi. Perdonen los no creyentes por la analogía, pero estoy seguro que la tomarán como de quien viene, como de alguien que cree. El libro, como el sagrario en una iglesia, allí está. En un santo silencio, discreción y quietud. Esperando. El libro, colocado allí en esos misteriosos anaqueles, espera al lector. No lo persigue. No hace escándalo. No hace ruido. No coacciona. No ataca. No hace ese proselitismo torturante al cual se han acostumbrado ciertos políticos o vendedores de seguros, que es una forma sutil de violencia. No, ellos tienen paciencia. Lo que dicen puede ser muy importante, pero sus páginas no se abren por la fuerza. Cuando el lector llega, llegó. Y el libro habló. Los profesores deberíamos aprender de los libros…

Y por eso, como cuarto tema, el libro es una participación en la contemplación y en la oración. Frente a ciertos usos y costumbres que estimulan un activismo, que desprecia la quietud del “santo-no hacer-nada-del-pensamiento”, el libro estimula la mejor acción, el mejor hacer: el pensar, el reflexionar, sin los cuales ninguna acción -no nos queremos convencer de ello- es fructífera. Los libros no son objeto de entretenimiento para las vacaciones. Los libros no son para el momento de descanso. Los libros deben ser un acompañamiento esencial de nuestra vida, son nuestro trabajo existencial más profundo, por más que tengamos que leerlos en el aeropuerto, en el ómnibus, o en el baño a escondidas de cierto jefe, por más esfuerzo que eso signifique. Cada libro leído es un triunfo arrancado a esa sociedad exitista que nos dice que nos movamos, que hagamos algo. Cada vez que cerramos un libro terminado, le hemos ganado una batalla a la incomprensión. Cada página meditada es un bálsamo de agua para el espíritu sediento en medio del desierto del hacer y hacer sin sentido.

Por último, una vez que escribimos un libro, y logramos publicarlo, calma. No molestemos. Dejemos en paz al amigo, no persigamos a supuestos lectores con nuestra supuesta gran obra que, en el fondo…. No sabemos cuán importante es. No busquemos la fama, tampoco la riqueza, porque no era ese el objetivo de esa carta larga que llamamos libro. Si viene la fama (cierta pequeña fama no es más que el afecto de nuestros amigos) que venga, pero abramos ante ella la humildad existencial, de sabernos humanos en medio de consecuencias desconocidas y guiadas por la Providencia. Como dijo mi padre, Luis Jorge: los libros son como las botellas echadas al mar. Dios velará por ellas.

domingo, 16 de septiembre de 2012

LA INTERPRETACIÓN MARXISTA DE LA MARCHA DEL JUEVES

Era obvio. Para el gobierno la marcha del Jueves es una multitud de tilingos de la clase explotadora defendiendo sus banales intereses: sus viajecitos a Miami, sus dolarcitos, etc., mientras que ellos, los representantes del pueblo explotado, son los encargados de seguir sacando a esa gentuza sus privilegios clasistas.

De vuelta, lo que vengo diciendo hace décadas: Marx 101.

Pero no es sólo el gobierno.

Es el peronismo tradicional el que introdujo esta mentalidad de lucha de clases: los intereses de los trabajadores versus los empresarios ávidos de ganancias. Ese no es pensamiento privativo de la apenas-por-debajo-de-Dios Cristina Kirchner, Abal Medina o Kicillof. Lo piensan casi todos los argentinos; lo piensan mis colegas, los filósofos que siguen leyendo a Marx y jamás a Menger, Bohm Barwek o Mises (y para colmo piensan que saben economía); lo piensan muchos católicos y sobre todo los que me acusan a mí de ser un hereje; lo piensan millones de personas que están en contra de la corrupción kirchnerista pero sueñan con una izquierda profunda y honesta que remueva verdaderamente los privilegios de la clase explotadora.

El marxismo, como horizonte de pre-comprensión cultural, extendido en casi todos los argentinos, no piensa en términos de derechos de las personas. Esto es, en el individuo, en la persona y sus derechos, sean cuales fueren sus ingresos y sus motivos para viajar o quedarse, para comprar o vender, para importar o exportar, para decir una cosa u otra, para enseñar esto o aquello. Pero no, el argentino promedio piensa en términos de ricos versus pobres, de clase alta versus clase baja, de pueblo versus oligarcas, todas categorías colectivistas metodológicas metidas a fondo en su inconsciente ideológico.

Claro que se puede responder a Abal Medina diciendo que los viajes al exterior no son sólo para hacer compritas a Miami, claro que se le puede enrostrar a él y a todos los kirchneristas su hipocresía cuando llega el momento de ver cómo viven, dónde viven, sus ingresos, sus viajes, etc. Claro que además se les puede decir que si hay un grupo privilegiado por el robo, por una verdadera plus-valía, son ellos, que viven a costa de lo que todos nosotros estamos obligados a darles a punta de pistola. Pero esas cosas, importantes, no son el punto. El punto es, 1.: no hay clases, sino personas, con derechos individuales, 2., la vigencia de esos derechos individuales es lo que conduce al bienestar del conjunto, el aumento del nivel de vida y a la erradicación de la pobreza. Lo primero se entiende apenas distinguimos entre la esclavitud y la NO esclavitud, lo segundo se entiende estudiando un poco de Mises y Hayek. Pero, claro, parece que es demasiado esfuerzo. Lo que vemos actualmente no son sino consecuencias lógicas de décadas y décadas de ideas estatistas que los liberales clásicos venimos denunciando hace décadas (y más) en absoluta soledad, indiferencia u hostilidad. No, no es verdad que los derechos del artículo 14 son sólo libertades "formales" versus los "verdaderos" derechos del 14 bis. No, no es verdad que la redistribución del ingreso lleve a solucionar la pobreza. No, no es verdad que el estado tanga que intervenir en comercio exterior, moneda, etc. No, no es verdad que haya un "derecho a la información" versus la "capitalista" libertad de expresión. No, no es verdad que el estado deba fijar los planes de estudio. No, no, no....................Pero si, si y si, y ahora tienen el resultado. Si ven la lista efectuada, vemos que, respectivamente, el olvido de la noción de derechos individuales, la presión impositiva y los obvios controles, las trabas a las exportaciones, importaciones y libre comercio de divisas, el control estatal de los medios de comunicación, los adoctrinamientos estatales en la enseñanza, son todas banderas defendidas por encumbradísimos intelectuales, hoy casi todos ancianos o muertos, que tranquilos en la propiedad y libertad de expresión que su odiado liberalismo les proporcionaba, defendieron el fascismo, el socialismo, las políticas de la Cepal, fundamentaron los "derechos a la información y al derecho a réplica", promovieron la intervención del estado en la educación (siempre con las mejores intenciones, claro), denostaron el sólo artículo 14 como una mera etapa del "liberalismo burgués", y ni qué hablar del intervencionismo, corporativismo, nacionalismo y estatismo que defendieron siempre en economía. La grave responsabilidad intelectual por esa pléyade de disparates está repartida por igual en fascistas, comunistas, y católicos que decían hablar en nombre de la Iglesia, eso sí, todos muy civilizados, que vestían traje, corbata, hablaban varios idiomas y se ufanaban de sus doctorados obtenidos en Europa. Y en ese grupo están, fundamentalmente, los intelectuales que defendieron al peronismo en todas sus épocas.

El kirchnerismo actual no es sino todo eso llevado a su máxima coherencia; no, no digamos máxima, debemos agradecer que aún tengamos espacios de libertad que, sin embargo, ya están en su mira. Pero lo que quiero decir es: asuman todos, por favor, la responsabilidad por su indolencia intelectual, por su negligencia intelectual, llena de prejuicios que les impide leer una línea de Mises mientras se llenan la boca de sus amplias lecturas de Marx. El kirchnerismo no es sino el resultado enbrutecido de décadas y décadas de confusión intelectual, de platos de disparates preparados por exquisitos chefs que no sabían que estaban dando letra a la semidiosa que nos gobierna y a su conjunto de ideólogos y aplaudidores.

No nos asombremos tanto, por ende, de las declaraciones de Abal Medina. Todos pensaron como él, todos piensan como él. Y si no, meditemos en serio sobre lo que esto quiere decir:  "...Todos los habitantes de la Confederación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, a saber: de trabajar y ejercer toda industria licita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender."


Yo, que nunca he estado en Miami comprando nada, propongo que no nos cansemos de reiterar el artículo 14, que sea la única bandera que blandee en la próxima marcha que "los imbéciles de clase alta" organicemos contra los montoneros (los "sabios de clase baja", claro) que nos roban, nos burlan, nos mienten, nos encarcelan y nos estafan.

domingo, 9 de septiembre de 2012

BLASFEMIA

Vale la pena reiterarlo.

Bueno, tenía que pasar. Se comparó con Dios. Cristina Kirchner, como ya dije una vez, tu inconsciente es poderoso. Al menos te ubicaste en 2do lugar: hay que reconocerte esa humildad.
Pero, para colmo, si hubieras dicho que en bondad, en amor, en perfección, primero está Dios, y luego vos, al menos no te hubieras equivocado en cuanto a Dios. Pero también te equivocaste en cuanto a El. Porque a El no se lo teme: se lo ama, y si se lo teme, no es Dios. Está, sí, el santo temor de Dios, pero ello es algo lejano, muy lejano, al temor que quieres que te tengamos, como peculiar objeto de tu deseo.
¿Sabés?, Dios no se impuso por el temor. Se abajó, se hizo carne, y murió en la Cruz. Su reino no es de este mundo y su único poder fue el poder del amor infinito, del perdón, de la redención. Dialogó con todos: con las mujer adúltera, con Zaqueo, con el joven rico, con todos: a todos penetró con la intensidad de su mirada y el misterio de su palabra. Se enojó sólo con los hipócritas: un Cristo al cual, sí, los autoritarios de todos los tiempos han temido y despreciado.
Hoy has hecho, Cristina, lo peor de lo peor que puedas haber hecho en toda tu vida. Has blasfemado. Has comparado tu pobrecito y lastimoso poder, de esos poderes que verdaderamente se imponen con el temor, de esos poderes que recurren a lo peor de lo humano, con Dios. Espero que algún día puedas reconocer tu falta y re-convertirte en humana, en cuyo caso, claro, dejarás de ser la parapetada en el pedestal de tu soberbia. Que Dios perdone tu ignorancia: el Dios con el que osaste compararte lo dijo. Perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Mientras tanto, Cristina, no oses de vuelta compararte con lo in-finito.

jueves, 6 de septiembre de 2012

BLASFEMIA

Bueno, tenía que pasar. Se comparó con Dios. Cristina Kirchner, como ya dije una vez, tu inconsciente es poderoso. Al menos te ubicaste en 2do lugar: hay que reconocerte esa humildad.
Pero, para colmo, si hubieras dicho que en bondad, en amor, en perfección, primero está Dios, y luego vos, al menos no te hubieras equivocado en cuanto a Dios. Pero también te equivocaste en cuanto a El. Porque a El no se lo teme: se lo ama, y si se lo teme, no es Dios. Está, sí, el santo temor de Dios, pero ello es algo lejano, muy lejano, al temor que quieres que te tengamos, como peculiar objeto de tu deseo.
¿Sabés?, Dios no se impuso por el temor. Se abajó, se hizo carne, y murió en la Cruz. Su reino no es de este mundo y su único poder fue el poder del amor infinito, del perdón, de la redención. Dialogó con todos: con las mujer adúltera, con Zaqueo, con el joven rico, con todos: a todos penetró con la intensidad de su mirada y el misterio de su palabra. Se enojó sólo con los hipócritas: un Cristo al cual, sí, los autoritarios de todos los tiempos han temido y despreciado.
Hoy has hecho, Cristina, lo peor de lo peor que puedas haber hecho en toda tu vida. Has blasfemado. Has comparado tu pobrecito y lastimoso poder, de esos poderes que verdaderamente se imponen con el temor, de esos poderes que recurren a lo peor de lo humano, con Dios. Espero que algún día puedas reconocer tu falta y re-convertirte en humana, en cuyo caso, claro, dejarás de ser la parapetada en el pedestal de tu soberbia. Que Dios perdone tu ignorancia: el Dios con el que osaste compararte lo dijo. Perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Mientras tanto, Cristina, no oses de vuelta compararte con lo in-finito.

domingo, 2 de septiembre de 2012

LA VERDADERA REVOLUCIÓN EDUCATIVA: la des-institucionalización propuesta por Luis J. Zanotti


Frente a la perplejidad que produce la verdadera revolución educativa, esto es, la libertad de enseñanza, cabe reproducir el artículo de Luis J. Zanotti, “La des-institucionalización del sistema educativo”, publicado por primera vez en 1980, en el número 26 de IIE: Revista del Instituto de Investigaciones Educativas. Vale la pena leerlo in totum y debatir nuevamente.

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En El secreto de las estructuras competitivas, Octavio Gelinier desarrolla como tesis fundamental la siguiente idea: la estructura monopólica de los servicios prestados por los organismos oficiales –del tipo de la administración pública en general, correos, registros civiles, etc.– determina su desinterés por todo cuanto sea eficiencia, juicios de valor de los usuarios y costos. La experiencia histórica de los últimos ciento cincuenta años en los países europeos y americanos demuestra acabadamente la razón de la tesis de Gelinier, con el agravante, para los segundos, de factores de inmoralidad o incapacidad de los cuadros de la administración aunque con diferencias grandes, por supuesto, entre unos y otros países y sin querer significar que esos dos elementos –inmoralidad o incapacidad– estén totalmente ausentes de los países europeos.

Las causas determinantes de este fenómeno son sencillas: la eficiencia es el factor clave en la empresa privada –o sea las estructuras competitivas– para obtener el favor del público consumidor o recipiendario del servicio de que se trate y para alcanzar costos mediante los cuales la ganancia, o el lucro, sea posible. Los servicios prestados por el Estado mediante disposiciones legales de monopolio absoluto –correos, registro civil, alumbrado, seguridad y muchos otros– en países donde ha crecido notablemente la tendencia a esa modalidad, y entre los cuales suelen contarse la salud o los servicios sanitarios, teléfonos, transportes, etc., no necesitan preocuparse ni por los costos ni consecuentemente por las ganancias pues todo su personal tiene aseguradas de cualquier modo sus fuentes de ingreso, ni por la eficiencia, pues sea cual fuere el juicio del público que recibe el servicio no existe posibilidad de que ese público pueda acudir a otro lado a obtenerlo, y en la mayor parte de los casos los mecanismos presuntamente puestos a disposición para manifestar sus quejas o desagrados son lentos o inocuos.

El sistema educativo

La tesis de Gelinier tiene gran importancia en el plano educativo. Las instituciones educativas –el conjunto del sistema educativo formal– han terminado por constituir, en países como el nuestro, herederos de la tradición del estado cuya organización es fruto borbónico-napoleónico, una estructura de monopolio absoluto y han terminado por asumir las características antes señaladas: despreocupación por la eficiencia, desinterés por el juicio del usuario –alumnos o padres– y desprecio del tema costos.

La existencia de establecimientos privados de enseñanza no altera, en este caso –aunque a primera vista parezca extraño– la afirmación anterior. En efecto: si junto al servicio de correos oficial o del registro civil se admitieran servicios idénticos pero prestados por organizaciones privadas, éstas deberían preocuparse por obtener ganancias razonables que sostuvieran los servicios (y empleados y funcionarios comprenderían que sus salarios no están garantizados por el presupuesto oficial sino por la subsistencia de la empresa) y que justificaran la inversión. Para ello deberían atender a la eficiencia de los respectivos servicios: que las cartas y telegramas llegaran a destino rápidamente y en buen estado; que los usuarios no debieran hacer largas colas para despacharlas u obtener franqueo, etc., o que las inscripciones respectivas se lograran en corto plazo y las copias solicitadas también y la documentación estuviera suficientemente garantizada. Además, debieran preocuparse de establecer tarifas razonables –o competitivas en el mercado– y para ellos debería atender a un problema clave: bajar los costos del servicio hasta niveles compatibles con la eficiencia. Un correo privado no podría poner más empleados de los que soportara la estructura integral de costos ni menos de los que garantizaran la atención al público con un mínimo razonable de eficiencia.
Pero las instituciones privadas de enseñanza en nuestro país deben atender a estos mismos requerimientos de manera muy atenuada. El tema costos se ve notablemente disminuido como preocupación, en un alto número de casos, por los aportes del Estado para pago de salarios. El tema eficiencia prácticamente desaparece, salvo en algunos pocos aspectos –precisamente los que están al margen de la estructura oficial, como idiomas o actividades complementarias, por ejemplo– pues la admisión al sistema educativo se concede sobre la base de una igualdad absoluta de planes, programas y modalidades de régimen pedagógico. (Esta afirmación admite alguna diferencia en el caso de las universidades privadas, pero en los hechos los resultados no son muy diferentes). En síntesis, la situación es esta: en nuestro país se puede elegir entre una escuela oficial y una privada y en general se puede elegir (salvadas circunstancias de ubicación geográfica y de disponibilidad económica) el establecimiento de enseñanza, pero el sistema educativo en su conjunto es una estructura de servicios monopólica porque la población está obligada a recurrir a esa estructura, uniforme y rígida –ya sea en establecimientos oficiales o privados– para obtener los reconocimientos oficiales indispensables para la ley o para la necesidad particular requerida.

Análisis por niveles

La enseñanza primaria es obligatoria. Todo padre está obligado por ley a proporcionar enseñanza a ese nivel a sus hijos. Tiene a disposición para satisfacer esa exigencia el sistema educativo. Pero el régimen es el mismo en ambos, en lo esencial. Las diferencias son insignificantes. Si su hijo cursa el sistema y satisface todos sus requerimientos, obtendrá el certificado correspondiente y la obligación legal habrá quedado satisfecha. Entretanto, si envía a su hijo a un establecimiento ubicado legalmente dentro del sistema educativo, obtendrá también los correspondientes salarios por escolaridad. Con el certificado de estudios primarios completos así obtenido y avalado por el Estado quedará exento de cualquier responsabilidad civil o penal; su hijo tendrá acceso a empleos en la administración pública y –lo que es hoy sin duda principal– podrá acceder al segundo nivel de enseñanza. Pero la única manera de alcanzar estas satisfacciones y disponibilidades es enviarlo al sistema educativo formal –repito, ya se trate de establecimientos oficiales o privados– y cumplir religiosamente todos sus requisitos de organización y de funcionamiento, así como sus modalidades curriculares. Es imposible evadirse de estas exigencias. Por lo tanto, el sistema en su conjunto queda desinteresado de la eficiencia de sus servicios. El sistema no tiene por qué interesarse, en su conjunto, del aprovechamiento real que de sus servicios alcancen los usuarios directos –los niños– o del juicio de valor sobre aquella eficiencia se formen los usuarios indirectos, los padres, pues de todos modos no hay alternativa. El padre podrá, en caso extremo, cambiar a su hijo de escuela y quizá obtenga como resultado –si tiene suerte y ha hecho una elección acertada– una escuela algo mejor, que funcione mejor, quizá con mejor conducción y mejores maestros, pero en esencia será una escuela del mismo sistema, que esencialmente tiene el mismo régimen organizativo, pedagógico y curricular que todas las restantes del sistema. Porque en caso contrario quedaría fuera del sistema, y cuanto pueda hacer un establecimiento o un padre por su cuenta fuera del sistema no sirve para nada desde el punto de vista legal. Ningún otro logro es certificado o avalado si no se recurre a los servicios del sistema. He ahí la esencia del monopolio y he ahí la razón por la cual los resultados auténticos del servicio interesan muy poco a los responsables. Y esto determina además otra consecuencia mucho peor: llega un momento en el cual los usuarios directos o indirectos del sistema –alumnos y padres– conciente e inconcientemente dejan también de preocuparse de la eficiencia del sistema y terminan preocupándose solamente del formalismo encerrado en el acto de cumplir los requerimientos formales del sistema, es decir, se preocupan solamente de cursar el sistema, de obtener la certificación final y no de alcanzar resultados efectivos del servicio prestado. Con el certificado de escolaridad primaria completa se obtiene la posibilidad de ser nombrado agente de policía o de correos o de maestranza en la administración pública o de ingresar a organismos de seguridad en determinados niveles, por ejemplo, amén de que entretanto se cursa el sistema se obtiene el salario correspondiente. Si, además, se ha aprendido a leer y escribir correctamente, es otro asunto. Esto será en todo caso, por añadidura. Pero en la mayor parte de los usuarios esto deja de interesarles sustancialmente. Inclusive, con ese certificado se obtiene una plaza en establecimientos de segunda enseñanza, aunque en una sola página de escritura se comentan veinte errores de ortografía en palabras sencillas. Esto último es un problema de eficiencia del servicio que a lo largo de los siete años de escolaridad primaria no ha preocupado auténticamente ni a los responsables del servicio ni a los usuarios directos o indirectos.

La enseñanza media no es obligatoria. Pero es el escalón obligatorio para acceder a cualquier tipo de estudio de nivel terciario –universitario o no– y en la actualidad resulta indispensable para acceder a una gran cantidad de actividades laborales, esencialmente para cualquier actividad laboral que represente un escalón de ascenso social o económico o brinde requerimientos mínimos de “status”. Para alcanzar, pues, cualquiera de las necesidades que se busca satisfacer con el certificado de enseñanza media completa es también indispensable cursar el sistema como ocurría con el nivel elemental.

Ninguna perspectiva queda abierta para quien pretenda evadirse del sistema. Obsérvese bien que la llamada libertad de enseñanza permite elegir una de estas tres alternativas para lo que nosotros denominamos cursar el sistema: concurrir a un establecimiento oficial, concurrir a un establecimiento privado o estudiar como “libre”. Pero, en última instancia, cualquiera de esas tres alternativas representa satisfacer la totalidad de las exigencias del sistema, formalmente consideradas, salvo, en el caso de la tercera, la asistencia a clases. Si se quiere ingresar a la Universidad, a un instituto de profesorado, al Colegio Militar de la Nación, a un banco oficial, o simplemente conseguir ciertos empleos, es necesario haber cursado o haber aprobado la enseñanza media, es decir, haber satisfecho requisitos formales de asistencia, de exámenes, de pruebas, de comportamiento, de notas formalmente asentadas en libros debidamente rubricados, todo ello mediante un régimen curricular de determinados años de estudios, de contenidos fijados en planes y programas rígidos e inamovibles y obligatorios y de exámenes también rígidamente organizados según esos mismos regímenes curriculares y esos mismos programas analíticos obligatorios. Es inútil hablar inglés como Sir Lawrence Olivier si no se han aprobado los exámenes de primero, segundo y tercer año de inglés del ciclo básico de la escuela media o si no se ha cursado esos tres años y se ha asistido a las clases en las cuales el respectivo profesor ha tratado de enseñar a sus alumnos el ABC de la lengua de Shakespeare y si no se ha obtenido con ese profesor el 7 sacramental o al menos el 4 de marzo. Luego, puede ocurrir que los alumnos con sus certificados de escuela media concluida en regla sean aceptados como postulantes para ingresar a la Universidad o puedan obtener un empleo en el Banco de la Nación Argentina, aunque al cabo de aquellos tres famosos años y de sus gloriosas eximiciones sigan siendo incapaces de distinguir la tercera persona de la primera en la conjugación de los verbos ingleses, mientras aquel otro joven no podrá alcanzar ninguna de esas posibilidades, sean cuales fueren sus logros en idiomas o en cualquier otro contenido académico o en cualquier otra habilidad. O certificado, o nada. Y el certificado sólo se obtiene si uno se somete a las leyes del sistema. Por lo tanto, los usuarios –padres y adolescentes– han terminado por comprenderlo y aceptarlo: hay que cursar la escuela media. En cualquier escuela y de cualquier manear. Pero hay que cursarla. Luego se verá si de verdad se aprende algo o se hace algo. Y las escuelas y sus responsables, en todos sus niveles jerárquicos, de algún modo han terminado de internalizar la misma conducta. Un padre que se muestre muy disgustado por cuanto ocurra en una escuela todo lo que puede hacer es mandar a su hijo a otra... en la cual quedará al fin sometido al mismo régimen, en lo esencial.

El tema que venimos analizando alcanza sus picos más agudos en los niveles elemental y secundario. En el caso del nivel superior del sistema educativo –ámbitos universitarios o no– la situación mejora sensiblemente por varios motivos. Uno de esos motivos es que ahora los usuarios indirectos –los padres– en la práctica desaparecen porque quienes toman las decisiones, sobre todo la decisión de proseguir o no estudiando, son los interesados directos. Y por lo tanto, estos, dada su edad y las particulares condiciones psico-sociales de la juventud actual, se sienten muy poco inclinados a “aguantar” largos años de encierro vital o de simples asistencias a clases o de cumplimiento formal de exigencias académicas y de un modo y otro exigen algo –aunque solamente algo– desde el punto de vista de la eficiencia y la calidad de los servicios educacionales que se les brindan. Otro motivo es que en los ámbitos universitarios, en general, se está más cerca de la realidad vital con la cual los sistemas educativos están comprometidos y las responsabilidades emergentes son más claras, directas y, diríamos, el compromiso social efectivo es más real y menos formalista. En el caso de los establecimientos privados de enseñanza de nivel superior hay algo más: las universidades no tienen apoyo económico del Estado –por lo cual el tema costos tiene mayor significación– y los usuarios suelen medir con un interés muy particular la relación entre el servicio recibido y su calidad y el gasto o la inversión que se les exige, fenómeno que, obviamente, no se da en el caso de la enseñanza secundaria o primaria.

Hay una cuarta razón: los docentes universitarios, en un alto número de casos, son profesionales comprometidos de lleno con la realidad vital en sus campos respectivos, y no pueden sino aportar a sus cátedras esa suma de saber o de capacidad que aquella realidad les impone necesariamente. Muchos de ellos, además, no encuentran en la Universidad el sustento económico fundamental y suelen estar más desprendidos de las reglamentaciones formalistas o se dedican a la cátedra sólo por auténtico interés vocacional. De donde se desprende –de una situación originalmente negativa– un beneficio inesperado: se preocupan por sí mismos de la eficiencia de los servicios educativos que prestan aunque el sistema no se lo exija.

Todas estas aclaraciones, empero, no deben llevar a creer que la situación en el nivel universitario es absolutamente distintade la de los restantes niveles del sistema educativo. Porque, para empezar, debemos recordar esto: el régimen propio del sistema educativo formal argentino sólo reconoce los logros alcanzados dentro de sus estructuras formales y desconoce absoluta y totalmente cualquier logro alcanzado por otras vías fuera de él. En esencia, pues, el nivel universitario es tan monopólico como lo son los anteriores, aunque las razones antes apuntadas introducen variaciones significativas en su realidad operativa. De esta forma, el sistema universitario, en su conjunto y como tal, como sistema, tampoco tiene necesidad de preocuparse ni por la eficiencia de los servicios que presta, ni por el costo, ni por el juicio de los usuarios. Esto último debe ser remarcado, y no hay contradicción con una afirmación anterior sobre el peso del juicio de estos usuarios a que antes nos habíamos referido. Es verdad que en los niveles superiores de la enseñanza los jóvenes tienen menos paciencia para proseguir cursos que encuentren de baja calidad o de relativa significación para sus expectativas, pero la disconformidad absoluta sólo encuentra una vía de canalización definitiva: el abandono del sistema educativo, con cuanto esto conlleva como sanción que la sociedad impone al disconforme, pues cuanto pueda alcanzar luego fuera del sistema no le será convalidado ni reconocido formalmente nunca.


La capacidad educadora ociosa de la sociedad

Además de los problemas que hemos señalado –consecuencia, a nuestro juicio, de la estructura monopólica del sistema educativo–, surgen otros que en alguna medida son resultado también de ese mismo carácter y en parte surgen por otros motivos. El sistema educativo, a lo largo de ciento cincuenta años, aproximadamente, ha evolucionado hasta una especie de “gigantismo”, en el sentido de que actualmente ocupa un gran número de años en una gran parte de la población y ocupa esos años de manera casi absoluta o principal.

Una suscinta visión histórica es indispensable, porque una tendencia habitual lleva a olvidar un dato significativo. Hace apenas cien años la iluminación eléctrica era casi desconocida, y la inmensa mayoría de la humanidad seguía viviendo, en lo esencial, según los ritmos de luz y de oscuridad determinados por el ritmo de la Naturaleza. Muy pocas personas hacen hoy esa sencilla reflexión y por lo tanto no se advierte que en la evolución de la especie humana y de las sociedades civilizadas el lapso correspondiente a las formas de vida determinadas por la iluminación artificial –con la consiguiente alteración de los ritmos de vida y la independencia de los ritmos naturales consiguientes– es un fenómeno recientísimo. Lo mismo sucede con la escolaridad, en términos generales. Ciento cincuenta años atrás, la inmensa mayoría de la humanidad pasaba su vida entera sin transitar por el sistema educativo o siquiera por alguna forma de escolaridad. Al fin, no llegan a mucho más de cien años los grandes esfuerzos universitarios por implantar la escolaridad elemental, obligatoria y universal. En los hechos, en los países más adelantados de Europa y de los Estados Unidos, ese ideal apenas comenzó a ser alcanzado en el primer tercio de este siglo. Pero luego, y en particular después de la segunda guerra mundial, los acontecimientos evolucionaron a una velocidad impresionante. Actualmente, los países de mayor desarrollo cuentan con sus poblaciones enteramente escolarizadas hasta los 16 ó 18 años de edad aproximadamente, y hacia esa situación marchan los países que siguen sus huellas de avance cultural y económico. En todos lados, por otra parte, la cantidad de personas que concurre a establecimientos de enseñanza ha aumentado notablemente en las últimas décadas y la enseñanza superior, en particular, ha sufrido –aunque en gran medida el fenómeno es propio del nivel medio– lo que se suele denominar “la explosión escolar”. Creo que es necesario extenderme en un aspecto que a lo largo de los tres o cuatro últimos lustros ha sido tratado abundantemente en toda la literatura pedagógica y económico-social en general.

En una palabra: actualmente, la “Escolarización” es una circunstancia vivida por la inmensa mayoría de la población, en mayor o menor grado. Cada día es más grande el porcentaje de la población que pasa los siete años de su vida entre los 6 y 14 en la escuela, y aumenta también incesantemente la cantidad de jóvenes que pasan hasta veinte años de su vida dedicados exclusivamente a una actividad de tipo escolástica, lo cual quiere decir sustraídos de realidades vitales y de experiencias sociales que antes formaban parte de un proceso educativo y cultural, y socializante, de importancia fundamental. Si se medita un poco en esta circunstancia no es difícil llegar a la conclusión de que nuestro siglo está afrontando un problema muy grave. En efecto, con el afán de “educar” a las juventudes y de perfeccionar la formación de las generaciones no adultas, quizá nuestro siglo haya caído en una trampa que podría resultar mortal. El sistema educativo así considerado podría ser visto como un “boomerang” que se ha vuelto contra la misma sociedad que lo ha lanzado o lo ha puesto en marcha. La sociedad tiene una fuerte capacidad educadora, que además es gratis, es decir que se da por añadidura junto con el funcionamiento mismo de la sociedad. Los niños pasan ahora casi todo el día fuera de los ámbitos familiares, pierden contenidos formativos valiosísimos que ninguna escuela puede brindarles, pero, además, la sociedad malgasta absurdamente recursos en montar organizaciones artificiales para proporcionar a esos niños la educación que la vida familiar, gratuitamente, les proporcionará. Algo así como las madres que disponiendo de abundante, sana y gratuita leche de su propio seno lo volcaran diariamente sin utilizarla y luego gastaran altas sumas en comprar productos alimenticios de reemplazo que al fin nunca podrán ser tan ventajosos como aquel provisto generosamente por la Naturaleza.

El fenómeno se repite luego a lo largo de los restantes niveles de la enseñanza. La sociedad cuenta en todas sus instituciones y en todas sus estructuras funcionales con una riquísima capacidad educadora que se ha dejado de utilizar o que se deja de utilizar cada vez más porque las generaciones jóvenes permanecen progresivamente cada vez más sustraídas de la realidad vital de esa sociedad para ser encerradas en establecimientos educativos que pretenden brindarles toda aquella formación y aquella riqueza de contenidos educativos. Es verdad que en un primer momento, los establecimientos escolares surgieron por una necesidad básica, para cumplir menesteres educativos que la sociedad no puede cumplir por sí misma. Pero la sociedad cayó luego en la trapa de creer que esos establecimientos escolares podían reemplazar toda su capacidad educadora o que cumplirían el cometido formativo y socializante mejor que ella por sí misma en todos los aspectos.

Se ha llegado entonces a este absurdo conceptual y a este grave problema económico: mientras la capacidad educadora de la sociedad está cada vez más ociosa –en el sentido en el que se dice que una instalación empresaria permanece ociosa cuando su capacidad de producción no se usa– se agiganta el sistema educativo que pretende suplantar esa capacidad, con dos consecuencias negativas. Una es que el costo es insoportable para la sociedad; otra es que jamás se logra un reemplazo eficaz.

La escuela o el sistema educativo como mito

Queda algo más, que debe ser expresado con cuidado extremo para evitar malos entendidos. La escuela, o mejor dicho, el sistema educativo de nuestro tiempo –he analizado este tema con mayor extensión en Las etapas históricas de la política educativa– surgió en el último tercio del siglo pasado dentro de una corriente de pensamiento que hizo de las instituciones escolares una especie de iglesia laica y racionalista con finalidades últimas de perfeccionamiento moral, político y social. Esa concepción original acompaña, hasta hoy, a las instituciones escolares. No la atacamos, entiéndase bien, pero nos permitimos disentir de los excesos que suelen acompañarla, y ello también lo hemos fundamentado in-extenso en la obra anteriormente citada. Sin embargo, el problema de fondo no deriva de cuál es el grado adecuado o equilibrado de valoración de las instituciones escolares, sino que consiste en otra cosa: aquella concepción ha llegado a constituir a las instituciones escolares en organizaciones que no pueden criticarse o juzgarse objetivamente. Como los símbolos nacionales o como ciertos valores esenciales propios de cada sociedad, cualquier juicio crítico negativo se toma como irreverencia insolente o disolvente.

Nuestro país, en particular, tiene una tendencia a la creación de mitos intocables muy peligrosa. Casi sin darnos cuenta, hemos llegado a excesos sin sentido en esa materia.
Así, no parece que en estos momentos sea posible una crítica literaria o social al Martín Fierro, por ejemplo, que contradiga juicios de valor habitualmente aceptados, sin correr graves riesgos de condenas generalizadas e inclusive de condenas de carácter oficial que pueden sacar al osado de circulación de los círculos o ambientes oficiales. Personalmente participo de un criterio de valoración altamente positivo con respecto al Martín Fierro, pero simplemente me pregunto qué ocurriría si un texto de literatura en uso en los establecimientos de enseñanza media señalara discrepancias serias con esa valoración.

La tendencia generalizada a la ceración un tanto sensiblera de mitos de este tipo caracteriza a nuestro país en asuntos históricos, en ídolos populares y en temas de la vida cotidiana. Con la escuela pasa algo parecido y cuando nos hemos permitido proponer estructuras escolásticas no graduales, por ejemplo, o una organización curricular por grupos de contenidos sin mantener cohortes de alumnos constantes y ficticiamente homogeneizadas, hemos encontrado casi siempre, expresa o tácitamente, una fuerte oposición fundada esencialmente en el sentimiento largamente arraigado de la figura de la maestra o del maestro de grado como factor irremplazable emocionalmente. Y ni qué decir del punto a que llega esa posición cuando se toca el tema de la maestra del primer grado.

Una posición mental de este tipo acompaña, globalmente considerado, a todo el sistema educativo. Es muy difícil, por lo tanto, discutir académicamente, o mediante metodologías más o menos objetivas sus grados de eficiencia, o su estructura interna en términos de costos o de racionalidad organizativa. Inconscientemente, además, los funcionarios y los miembros pertenecientes al sistema, advierten cómo esa especie de mitología les conviene y suelen ampararse detrás de ella cuando surgen críticas difíciles de levantar o cuando surgen pedidos de explicaciones racionalmente fundadas sobre su labor o sobre su eficiencia.

Una peligrosa confusión

Sería un grave error concluir este punto sin advertir otra circunstancia. En los últimos diez años, en el mundo, y en nuestro país con particular intensidad, se han alzado voces “demitificadoras” de muchas instituciones, las escolares entre otras. Esas voces han criticado acerbamente el conjunto de la sociedad de nuestro tiempo, englobándola genéricamente bajo en nombre de “establishment”, algo así como lo establecido u organizado o aceptado o valorado. La familia, las nacionalidades, las estructuras económicas, las fuerzas armadas y el sistema educativo han sido considerados los agentes represivos destinados al sometimiento físico y mental de las masas para ponerlas al servicio de los mezquinos intereses de minúsculas minorías oligárquicas dispuestas a servirse de ellas en su exclusivo beneficio. De esa manera hemos visto, por ejemplo, surgir análisis –a veces según el método freudiano y en general dentro de una tónica propia del materialismo dialéctico– de los libros de lectura tradicionales de la escuela primaria argentina, desde los más antiguos de este siglo hasta hoy, en los cuales se ha intentado demostrar aquellas tesis.

En otras oportunidades hemos analizado extensamente esa posición; la hemos refutado de manera terminante y creemos que nuestra posición al respecto ha sido reiteradamente manifiesta en esa y en otras múltiples ocasiones, incluyendo otros muchos artículos y ensayos aparecidos en esta publicación. La tesis que por nuestra parte sostenemos no se mezcla con aquella, aunque –y debemos decir lamentablemente– se puede confundir, lo reconocemos. Esto entraña un riesgo muy grave, en una doble dirección. En primer término, en cuanto nuestra tesis puede ser usada por los sostenedores de la anterior para llevar agua a su propio molino. Además, puede acarrear críticas o consecuencias negativas para quien levante hoy las posiciones que estamos sosteniendo, precisamente a causa de esa posible confusión, sobre todo para quien quiera aprovecharse de tal circunstancia para encontrar una fácil y cómoda refutación que quizá no sepa formular de otro modo.

Queda el segundo riesgo: para evitar esa confusión, o como consecuencia de haberse planteado aquella tendencia disolvente en el país a lo largo de los últimos diez años, simultáneamente con la conocida situación político-social vivida en el mismo lapso, ninguna crítica se arriesga actualmente hacia el sistema educativo, y este ha cobrado a lo largo de los últimos cinco años un carácter de inmovilismo y de conservadorismo a ultranza.

Creemos cumplir con un deber de conciencia, pues, si entre ambos riesgos, elegimos el primero. Inclusive, porque creemos que mantener el sistema educativo argentino en una peligrosa senda de quietismo y de congelamiento de sus estructuras puede llegar a constituir, más tarde o más temprano, el mejor caldo de cultivo para el renacimiento de las posturas contestatarias ideológicamente disolventes y sobre todo para empujar a los adolescentes y a los jóvenes a seguirlas.


La desinstitucionalización del sistema educativo o la
desescolarización


Descripta la situación de los sistemas educativos contemporáneos tal como por nuestra parte la vemos, y formuladas las advertencias conceptuales oportunas, terminaremos el desarrollo de la tesis que queríamos exponer con la propuesta que constituye su núcleo central: es conveniente poner en marcha un proceso que lenta, pero inexorablemente, conduzca, de aquí a fines del siglo actual, a una relativa pero significativa desinstitucionalización de los sistemas educativos contemporáneos.

Esto mismo suele enunciarse a veces como la tendencia a la desescolarización, y no tememos admitir la palabra. Por supuesto, no participamos de las posiciones absolutas al respecto ni de las visiones prospectivas que algunos pensadores difundieron alrededor de 1970 y que en nuestro país seguidores de segunda mano, entre los que se reclutaron ingenuos, exitistas, demagogos, pedagogos de escasa formación académica y principalmente ideólogos de izquierda, lanzaron a la circulación haciendo creer que en pocos años la escuela sería absolutamente innecesaria así como ninguna institución social quedaría en pie. No vale la pena entrar de nuevo en las refutaciones consiguientes. Pero entiendo que sin duda los años próximos requerirán una carga de escolaridad sustancialmente menor que la que actualmente soporta la población en su conjunto, es decir, menor en cantidad de años y sobre todo en cantidad horaria cotidiana de dedicación a las instituciones escolásticas puras, si se admite este término.

Entiendo que ninguna persona deberá dedicar, o mejor dicho, consagrar –en el sentido de la dedicación absoluta e inclusive con un sentido casi sacramental o religioso– tantos años de su vida como actualmente le demanda el sistema educativo a quien quiera recorrerlo desde el principio hasta el fin, y que ni siquiera deberá exigírsele a ningún niño y a ningún adolescente o joven que destine prácticamente la totalidad de sus horas de vida cotidianas a la actividad escolar en ninguno de los niveles del sistema. Entiendo que durante la infancia propiamente dicha, o la niñez, es decir, entre los 4 ó 5 años y los 11 ó 12, la escolaridad elemental no tiene por qué exceder de tres o cuatro horas diarias de asistencia y que restarle al niño horas de permanencia en el hogar y de tiempo libre para el ocio o la participación progresiva en la vida social de los adultos es innecesario, negativo y en última instancia absurdo. Así como entiendo también que los actuales medios masivos de comunicación –la televisión en primer término, y los futuros adelantos en la materia referidos a videocasetes y recursos educativos e instructivos de uso individual u hogareños– deberán pasar a formar parte de la capacidad educadora de la sociedad junto con la de las instituciones escolares tradicionales del nivel elemental o primario.

Por cuanto hace a la escuela media, juzgo urgente una intensa disminución de esa carga escolar que actualmente abruma con resultados negativos a la adolescencia. La sociedad está aceptando sin discusión, desde hace décadas, la necesidad de una gigantesca cantidad de contenidos de conocimientos como indispensables para una formación social e intelectual sin detenerse en ningún momento a meditar en las razones concretas y objetivas que justifiquen esa situación. Por otra parte, la experiencia demuestra sobradamente cómo muchos de esos contenidos o de esas destrezas o habilidades se adquieren mejor, en menor tiempo y con menor costo, mediante otros procedimientos organizativos. Sin embargo, se prosigue con las exigencias formalistas tradicionales sin que nadie parezca comprender que esto conduce a la sociedad un gasto enorme y a la adolescencia a un desperdicio realmente pernicioso de sus potencialidades en un momento decisivo e irrepetible de sus vidas.

Por otra parte, en ese momento vital es conveniente no aislar de manera completa a los adolescentes y a los jóvenes de experiencias fundamentales de la sociedad, como es el trabajo u otras responsabilidades de cualquier naturaleza que las familias quieran imponerles.

Y en cuanto a los estudios superiores, a los universitarios en particular y a todos cuantos se dirijan hacia una formación profesional definida, entiendo que si de verdad admitimos las tesis contemporáneas sobre la vigencia del concepto de educación continua –con su consecuente superación de la idea del producto acabado como fruto de una institución escolástica cristalizado en un diploma o título de validez permanente– nadie podrá dudar de la necesidad de estructurar esas instituciones mediante regímenes de períodos alternados de estudio y trabajo o de períodos que integran el estudio y el trabajo y permitan una vida futura de entradas y salidas constantes entre la actividad del mundo adulto o del trabajo efectivo y la del estudiante, del estudioso o del investigador.

Pero la disminución de lo que he llamado la carga de escolaridad propia de los sistemas educativos contemporáneos no es, sin embargo, la esencia de la tesis que me interesa proponer. O, en todo caso, esa disminución no es sino la resultante que deberá darse de la idea de fondo de la tesis: los sistemas educativos contemporáneos deben despojarse de su estructura monopólica. Es decir: la sociedad debe organizar de algún modo el reconocimiento, la aceptación formal o la validez de los logros educativos de cualquier naturaleza alcanzados fuera del sistema educativo formal. Más aún: lo que la sociedad debe exigir son logros, no caminos recorridos. La Universidad, por ejemplo, debe exigir determinados requisitos para acceder a sus aulas. Supongamos uno: el dominio de una lengua extranjera. Supongamos otro: un conocimiento cabal e inteligente de la historia argentina y universal. Supongamos otro: el dominio de las formas de expresión escrita en idioma castellano. Pues bien: para ello no tiene por qué interesarle a la Universidad si el postulante que se presenta a sus aulas cursó regularmente o no la enseñanza media. Debe ocuparse de comprobar fehacientemente que ha alcanzado esos logros. ¿Por qué ocuparse de las vías que haya seguido para alcanzarlos? Lo mismo debería ocurrir con las leyes de instrucción obligatoria. Cuando los hombres del siglo XIX las sancionaron pretendían que la universidad de la población alcanzase determinados logros educativos, entre otros, uno fundamental: leer y escribir. Esto se ha transformado, andando el tiempo, en otro tipo de exigencia: haber cursado la escuela primaria de acuerdo con planes, programas y procedimientos determinados. El fin esencial ha terminado por quedar oculto. En realidad, hoy no se está exigiendo de verdad saber leer y escribir para poder ingresar como ordenanza a la administración pública: se exige solamente un certificado que garantice que el postulante ha satisfecho los requisitos formales del sistema educativo en el nivel respectivo, es decir, que ha cursado la escuela primaria o que ha aprobado los exámenes libres respectivos. Se dirá que si la ha cursado o si ha aprobado esos exámenes debe suponerse que sabe leer y escribir. A eso voy: se supone... no se lo prueba. Y en cambio, aunque el postulante pueda probarlo fehacientemente, no se lo admite, no se le reconoce ni se le otorga validez a ese logro si lo ha alcanzado del sistema.

Llevando mi pensamiento al extremo, tal como lo he insinuado en otro artículo sobre las instituciones universitarias, diré que el proceso de desinstitucionalización en los ámbitos universitarios significa que las altas casas de estudio deberían, en el futuro, dejar de poseer la atribución de conceder por sí y ante sí las prerrogativas propias del ejercicio de las diferentes profesiones u oficios. Las casas de altos estudios deben ser centros de estudios de carácter académico y profesional conjuntamente, pero la habilitación concreta para el ejercicio de las diferentes profesiones debe quedar reservada para organismos de otro carácter que tengan como única misión comprobar fehacientemente las capacidades profesionales respectivas, es decir, la idoneidad profesional, no tendrá por qué quedar reservada como en la actualidad, monopólicamente, para el sistema educativo formal. Siendo ello así, el sistema debería ocuparse de obtener una eficiencia capaz de atraer a los usuarios, pues de lo contrario éstos podrán optar por otras vías para alcanzar los logros que aquellos organismos responsables de la sociedad les exijan para reconocer su idoneidad. Porque, obsérvese bien: aquellos organismos deberán ser instituciones de altísima responsabilidad social, y deberán montar mecanismos de comprobación de idoneidades muy severos. Por lo cual en más de una ocasión podría suceder que los egresados de una universidad integrante del sistema sean rechazados como no idóneos, y ello podría demostrar que esta casa, o el sistema, ha trabajado sin ninguna eficacia, cosa que hoy nadie está en condiciones de probar ni en sentido positivo ni en sentido negativo.


Conclusión

El análisis desapasionado de la eficacia y de la verdadera necesidad social de los sistemas educativos contemporáneos, tal como ellos han llegado a constituirse en la actualidad, es una labor indispensable de la política educativa en nuestros días. La tendencia a la desinstitucionalización de los sistemas educativos, también la moda tendencia a la desescolarización, a pesar de las confusiones que pueden darse con posiciones ideológicas que sólo pretenden fundarse en esas tesis para resultados de otro carácter, es una línea de pensamiento que no debe desecharse sin grave riesgo académico y político.
Proponemos seguirla con todo el rigor que ella merece y como parte de un esfuerzo de perfeccionamiento y de transformación del sistema educativo que, de una u otra forma, estamos seguros que en el siglo XXI se hará presente. Los educadores y los pedagogos serán responsables si esa transformación se da desde fuera del sistema porque ellos no supieron encararla desde adentro.